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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1823 Proclama de Guadalupe Victoria dirigida a las provincias de oriente y occidente.

México. 1823

 

Proclama de D. Guadalupe Victoria a las provincias de oriente y occidente.

 

 

Compatriotas: desde que condolido de la esclavitud más vergonzosa con que fue afligida largos años por los tiranos de Europa nuestra amada patria, tomé las armas en su defensa, a imitación de los Hidalgos, Morelos, Guerreros y otros varones ilustres, de eterna memoria; no me condujeron otras miras que restablecerla a su antigua libertad, recuperar sus derechos perdidos y hacerla respetable y digna del aprecio de las naciones cultas; quizá no ignoráis los sacrificios que me costó aquella resolución, de que siempre me gloriaré, y quizá también muchos de vosotros habréis sido testigos oculares de esa verdad. Si me conduje con entereza y constancia, ya lo pregonan los moradores de los desiertos por donde caminé un tiempo; perseguido, desamparado y a veces sin el preciso sustento, alimentado de yerbas, como las bestias más feroces; si con valor, díganlo los diversos encuentros que tuve con los opresores de nuestra libertad, esos que hoy mismo se hallan colocados a la cabeza del Imperio, para nunca dejar de serlo; y si con desinterés, el estado humilde a que me he reducido y las ningunas solicitudes que he hecho para adquirir honores y distinciones, manifiéstenlo al mundo entero.

No quiero que me agradezcáis estos servicios, en que no hice otra cosa que cumplir con los deberes que me imponen el honor, el nacimiento y la humanidad, pues el que es amante verdadero de su patria, mal puede vender como favor lo que hizo por obligación; pero si quiero, amigos míos, que no hallen cabida en vuestros pechos las imposturas con que los inventores de la monarquía absoluta intentan desacreditar mi patriotismo, suponiéndome traidor y cabeza de una facción contra unos hermanos a quienes siempre he acreditado el amor más cordial y sincero. Yo me reuní al libertador del Septentrión; yo tributé los debidos elogios a sus heroicas virtudes, y yo supe retirarme al seno del reposo, cuando vi consumada la grandiosa obra que este hombre digno comenzó en Iguala.

desde mi retiro escuchaba con sumo placer las mutuas felicitaciones y parabienes de los ciudadanos, y me congratulaba al verlos contentos, pronosticándoles una armonía sin límites; esperaba por fin verlos constituidos en una forma de gobierno consecuente a los principios liberales que habían adoptado, y comenzar a gozar los frutos de sus fatigas; pero una ambición impolítica hizo que cuatro egoístas miserables perturbasen esta tranquilidad envidiable. Sí, conciudadanos, vosotros lo sabéis muy bien: el sargento Pío Marcha, digno de la eterna execración de la nación, convocó a los del barrio de Salto del Agua y a varios militares como él, y con voces descompasadas y amenazadoras sorprendió a los habitantes de México, clamando ¡VIVA AGUSTÍN PRIMERO!, como si en estos haraganes hubiese la nación depositado sus sagrados derechos, ni los hubiese facultado para disponer de su voluntad; mas el gobierno le ha premiado esta acción detestable. Reúnense nuestros diputados en el salón de cortes para ventilar en tan extraordinario acontecimiento lo que más convenía a la patria, como representantes de ella; allí un pueblo feroz, incapaz de conocer sus derechos, los amenaza. ¡Ah! La parca con la cuchilla enarbolada sobre sus cuellos, les exige el nombramiento de emperador, y estos padres de la patria ceden a la fuerza, sumergidos en el más vergonzoso dolor, quedando desde allí sometidos a la potestad imperial. ¿Y habrá, conciudadanos, quien se atreva a desmentir hechos tan notorios?  Desde este momento quedó la libertad sofocada y la nación resentida de este golpe escandaloso y sin poder respirar delante del despotismo; las decisiones del congreso no fueron espontáneas, y de consiguiente su juramento es nulo, aunque lo ha querido legitimar la fuerza; las provincias lamentan este día fatal y sólo viven contentos los que están elevados sobre ellas y los protegidos para afirmar sistema tan contrario a la mente de la nación.

Quiero concederles que en aquella ocasión el celo de la libertad y el temor de que los viniese a gobernar un príncipe español, cuya dinastía justamente aborrecen, los hubiese precipitado a cometer un atentado, en que se atropelló no menos que el derecho de gentes, si con imparcialidad se atiende al solemne tratado que celebraron los jefes de ambas naciones en la villa de Córdoba, a cuyo cumplimiento quedamos obligados; mas yo pregunto ¿por qué no se permitió consultar la voluntad de las provincias en un negocio de tanta gravedad? ¿por qué se les usurpó esta atribución que les era inherente y de su responsabilidad? ¿y por qué el emperador no contuvo aquel populacho desbocado, que tanto amor le manifestaba, dejándose llevar de su torrente, sin advertir que iba a comprometer a toda una nación y sin calcular con su genial política los daños en que la iba a envolver?

Resuelvan esta cuestión los que saben pesar la justicia y pueden observarla bajo su verdadero punto de vista, y pasando a los motivos que tuvo para atentar contra la seguridad individual de los diputados, a quienes ha hecho aparecer como delincuentes, examinemos sus delitos y se verán quedar reducidos a meras conjeturas.

El acendrado patriotismo de estos hombres beneméritos, la superioridad de sus luces y su decidido amor a la libertad de la patria, sirviendo de obstáculos a su desmedida ambición, fueron los más enormes delitos para quien intentaba ser absoluto y despótico, era indispensable sofocarlos para lograrlo, y este paso era temible, porque a la nación le son notorias sus virtudes y los servicios que le han prestado; así, pues, no hubo otro medio que sorprenderles a deshoras en sus casas con tropelías y hacerles sufrir una larga prisión y, sin permitirles vindicarse ante el público, desconceptuarlos ante él mismo. He aquí, conciudadanos, el por qué vuestros diputados gimen sin esperanza de conmiseración. ¡Oh inmortal Bustamante! ¡Oh memorable y digno Mier, verdaderos padres de la nación! Vuestra memoria, a pesar de los déspotas, será siempre el objeto de mi veneración, y los sacrificios que os ha costado la felicidad de vuestros compatriotas permanecerán indelebles en los corazones de los hombres de bien.

Faltaba echar el sello a nuestra afrenta, y para verificarlo, Agustín disolvió el Congreso, remplazándolo con una junta de eclesiásticos y pocos particulares, dándole la denominación de Instituyente.

Pueblos de Anáhuac, ¿estáis aún en el estado de barbarie, que se os ha creído capaces de alucinaros, con que una junta de hechuras suyas, será suficiente para influir en vuestro bien? ¿Dónde está el juramento que otorgasteis de sostener con vuestras vidas la representación nacional? ¿Y dónde el que el emperador prestó ante vuestros representantes, de ser constitucional moderado y de sostener este sistema, a costa de su sangre?

¿Con tal descaro se ultrajan los derechos vuestros? ¿Así se atropella vuestra soberanía? Y decid por último ¿se haría otro tanto con los más estúpidos salvajes de Otajaite? Pues esta ha sido la conducta, ¡oh amables compatriotas! que se ha observado con vosotros, y en esto vino a parar la libertad del gran Septentrión, cuya catástrofe política compadecen las naciones civilizadas. Por esto, y porque detesto toda opresión, he abandonado mi retiro, he tomado las armas, he proclamado la república, único medio de ser libres, y estoy resuelto a parecer, si fuese necesario, en tan justísima demanda.

Si este hecho fuese de vuestro agrado, me doy el parabién de su logro, y si no, yo me someto gustoso al juicio de toda mi nación, cuya única soberanía venero y reconozco.

Lejos de mí la idea de verter vuestra sangre por mi exaltación; quiero que el día que se logre esta gloriosa empresa, si aspirase a la más mínima recompensa, sobre un público cadalso sea mi cabeza el primer escarmiento que ofrezca esta nación a los ambiciosos.

Estos son los sentimientos que animan a vuestro compatriota y amigo.

José Guadalupe Victoria.

México. 1823.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Ortiz Escamilla (Comp.) [Con la colaboración de David Carbajal López y Paulo César López Romero]. Veracruz. La guerra por la Independencia de México 1821-1825. Antología de documentos. Comisión Estatal del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana.