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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1821 Agustín de Iturbide a sus conciudadanos.

México, 20 de mayo de 1822.

 

A SUS CONCIUDADANOS

México, 20 de mayo de 1822.

Habitantes del Imperio mexicano:

Aún quiere para hablaros conservar la confianza de un simple ciudadano vuestro aquél a quien desde esta clase quisisteis elevar a la dignidad de Imperio. ¿Qué hallasteis en vuestro compatriota que lo haga merecedor de honor tan sumo y esclarecido? ¿Visteis en él acaso el libertador de la nación que la redimió de la opresión de tres siglos? ¿Es la Corona una ofrenda de la gratitud connatural a un pueblo tan magnánimo y generoso? Sí, ciertamente. La gratitud, ese don que el cielo quiso derramar en todos los corazones de este suelo delicioso, jamás se ha mostrado con más efusión que en el tiempo en que la Patria se reconoció libre e independiente. Desde entonces admiré los gratos sentimientos de los pueblos; desde entonces, con la aclamación más pura y libre, me ofrecieron la diadema y su obediencia, y desde entonces los hubiera aceptado haciendo a la Patria este último sacrificio, seguramente para mí el más costoso, atendida mi natural inclinación y el objeto de mis votos desde que empecé a formar comparaciones entre las inquietudes del mundo y las dulzuras de la soledad, si los mismos oficios debidos y tributados a la Patria no hubieran sido un motivo noble de rehusar sus liberales ofrecimientos.

Firme en el principio de que todo se debe a la Patria; consecuente con el Plan concebido para recobrar la independencia de la nación, y fiel a los tratados celebrados en Córdoba con un ministro del gobierno español, no se dirá que Iturbide se prevalió de la benevolencia de los pueblos sino para moderar las demostraciones de su amor y gratitud. Apenas la opinión pública se empezó a manifestar por la imprenta designándolo para empuñar el cetro del Imperio, se apresuró a darle contraria dirección. Manifestó y protestó la suya en público y en secreto; como ciudadano y como magistrado; como interesado en la gloria de la nación, y como pundonoroso y delicado en lo concerniente a sus intereses personales. El laurel del triunfo que deshizo el poder de los opresores de la Patria ya ceñía plácidamente sus sienes, y circunscribía los términos de aquella loable ambición que fecunda las virtudes. ¿Por qué pues constreñirlo a que ascienda al solio desde cuya altura no puede ya complacerse en los servicios hechos a la Patria sin hallarse agobiado con el exceso de la retribución? La nación así lo ha querido; e Iturbide cede ya a su suprema voluntad después de que reconoce que ella se ha explicado, no por un movimiento irreflexivo de ciega gratitud, sino con la tendencia forzosa que dirige siempre el voto general a la prosperidad pública.

La nación, con efecto, la desea vivamente; pero la alejaban de ella funestas miras que dividían las opiniones. La forma del gobierno vacilaba por momentos tan arriesgada a ser un despojo de los que luchan contra su independencia, como ser aniquilada por los más entusiasmados protectores de ella. La Patria, ya expuesta a rescatar con su sangre las gradas de su trono para que subiese a ocuparlo un príncipe extranjero, y ya sujeta a ser despedazada por facciones de sus propios hijos. Entretanto, yacía poseída de una parálisis mortal que obstruía el erario nacional, enervaba el ejército, entorpecía la administración pública, debilitaba el vigor del Imperio, y lo disponía a ser fácil presa de una invasión exterior, de una intriga oculta, o de turbulencias intestinas. Todo, en suma, presentaba los síntomas más ciertos de aquella misma anarquía en que iba a precipitarse la nación mexicana, cuando el Ejército Imperial proclamó en Iguala su independencia.

¿Y la nación no explicaría en tal conflicto libremente su voluntad? ¿Y será posible reprimírsela? ¿La propia mano que en aquella anterior ominosa situación pudo salvarla no sería, por una consecuencia natural, obligada después constantemente a protegerla y conservarla? Sí, adorada Patria, aquella misma mano, y con el único objeto de tu salvación, regirá el cetro que le has encomendado. Cuanto se ha retirado honestamente de recibirlo por honor de pasados servicios se aplicará sostener el peso que le dan las onerosísimas circunstancias que lo acompañan. Lo que a su pura gratitud no pudo otorgarse sin nota no podrá sin culpa negarse a tu servicio, a tu provecho y a tu obsequio.

Ved, conciudadanos, los íntimos sentimientos de vuestro más obligado compatriota. Testigo de ellos es el cielo que tan visiblemente se ha dignado siempre proteger sus sinceros votos. A él invoca en comprobación de los que lo han decidido a la aceptación de la Corona. Vosotros también conocíais nuestra situación deplorable, y la necesidad de salir de ella por cualquier vía. Llenos de virtudes y moderación elegisteis la de la gratitud, y la del uso de los derechos que competen a toda nación libre, para establecer la forma de su gobierno y nombrar sus príncipes. La voluntad nacional será respetada; y el que ha merecido que se explique a su favor no podrá ofenderse de la divergencia que en algunos se notará antes de formal pronunciamiento que le elevó a la clase del primer ciudadano y jefe de la nación. Mucho menos pueden ofenderle los que para su cara Patria no se han contentado con el gobierno defectuoso de los hombres, sino que aspiraban a la perfección del que alguno ha creído ser propio de los dioses. Cuando unos y otros conformen sus opiniones con los intereses de la Patria, no encontrarán en el que está encomendado de su protección más que la ternura de un conciudadano y amigo, que en la costumbre de obedecer desde sus primeros años tiene las lecciones del mando, desconocidas a los que lo adquieren por título hereditario, y ha podido libre de toda preocupación, vanidad y adulación, reconocer la superioridad de la ley y convencerse de la máxima segura de que el amor del pueblo es la felicidad del príncipe, y la benevolencia del príncipe, la felicidad del pueblo.

¡Oh, sea ésta la base laboriosa de vuestra elección! Y pues entendisteis, conciudadanos, los motivos de aceptarla, con tamaño sacrificio de mi voluntad, cooperad a que se ordene constantemente a la felicidad, a la repulsa de todos los peligros que amenazaban, y al engrandecimiento del Imperio. Persuadíos, sobre todo, del tiernísimo afecto y cordialidad con que agradece los votos de la nación.

Agustín de Iturbide