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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1976 Memorias de Daniel Cosío Villegas

FRAGMENTO

"Octavo tramo"

Después de todo, yo salí bastante bien librado de aquella huelga. A Bassols lo consideraron los estudiantes su mayor enemigo, estado que apenas cambió cuatro años más tarde, cuando, como secretario de Educación, se empeñó en dotar a la Universidad de un patrimonio propio que la liberara de los subsidios anuales del gobierno y se diera así una verdadera autonomía. Con los años y su muerte, sin embargo, se convirtió en poco menos que un héroe universitario, en parte por creérsele iniciador de los estudios económicos, pero sobre todo por su radicalismo y su rectitud personal y literaria. Castro Leal tuvo menos suerte. Aparte de que sus antecedentes universitarios habían sido leves, ya que pronto cambió su carrera de abogado por la diplomática, tuvieron que pasar cinco años para reincorporarse, no propiamente a la vida universitaria, sino a la cultural general del país. Debe recordarse que Alberto J. Pani, siguiendo su inclinación aristocratizante, se encaprichó en que se concluyera lo que llamó Palacio de Bellas Artes, un edificio cuyas obras se encontraban suspendidas desde 1910, pues los arquitectos italianos contratados para hacerlo no lo dejaron listo, y no pudo, en consecuencia, inaugurarse durante las fiestas del Centenario de la Independencia. Bassols, ministro de Educación entonces, vio con malos ojos aquel derroche de dinero, por añadidura aplicado a revivir un recuerdo porfiriano, pero sin poder bastante para oponerse a los designios de Pani, se conformó con el nombramiento de director de lo que iba a ser el Instituto Nacional de Bellas Artes, si bien escogiendo un candidato que aprobara Pani. Entonces, Bassols, en un gesto que lo honra, se acordó de aquel rector que no lo había apoyado muy bizarramente durante la huelga. Tuvieron que pasar bastantes años más para que ese ex rector ingresara a la vida universitaria, y eso en la modesta posición de director de los cursos de verano, convertidos ya en estrafalario redondel lingüístico-folklórico. Yo no interrumpí más de una semana mis nexos con la Escuela de Derecho, no sólo atendiendo mis clases, sino continuando mis gestiones para crear en ella la enseñanza de la Economía, buen lugar porque entonces esa escuela se llamaba de Derecho y Ciencias Sociales.

Aquella prédica de que en México hacían falta economistas, a la que ya hice mención, tuvo efectos en mí, pues determinó pasarme cuatro años en el extranjero preparándome para esta nueva profesión. Pero ninguno tuvo en Antonio Espinosa de los Monteros. Hijo, según creo, de un boticario de Sinaloa, fue despachado por su padre a hacer su bachillerato en un colegio norteamericano, donde logró buenos estudios, pues fue agraciado con la famosa insignia Phi Beta Kappa. Y de su propia iniciativa se fue a Harvard a hacer una maestría en Economía. Allí lo conocí e hice amistad con él, tanto, que en el segundo semestre compartimos una habitación en la casa de estudiantes del 14 Garden Street, a dos cuadras escasas del Yard de Harvard. Miguel Palacios Macedo sí se había asomado a los problemas económicos nacionales en la Secretaría de Hacienda, donde trabajó al lado de Manuel Gómez Morín. Metido en la sublevación delahuertista, Miguel se exilió en París, y allí ocupó unos buenos cinco años en estudiar economía. Manuel Gómez Morín, según he dicho ya, fue en rigor el primer mexicano que despertó a esa necesidad, tanto así, que al redactar la ley que creó en 1925 el Banco de México, previó en ella la creación de una escuela de economía, cuya dirección se reservó Manuel como presidente del Consejo de Administración del Banco. Y también Eduardo Villaseñor, por gusto propio, aprovechó su estancia en Londres, como nuestro agregado comercial allí, para llevar varios cursos en la famosa London School of Economics and Political Science. No deja de ser curioso, entonces, que estos esfuerzos aislados, emprendidos sin entendimiento alguno, condujeran en 1929 a la gestión concertada para formalizar la enseñanza de la economía. La explicación es bien sencilla, sin embargo. Primero, el hecho enteramente casual de que todos, salvo Manuel, que permaneció en México, regresáramos al país casi al mismo tiempo después de concluir en el extranjero nuestros estudios de economía; pero más que nada, el hecho decisivo de que nos habíamos hecho de una nueva profesión y carecíamos de lugar o sitio donde ejercerla, donde darnos a conocer. Por eso, usando de mi amistad y de mi posición superior de secretario general de la Universidad, le sugerí a Bassols, director de la Escuela de Derecho, la necesidad de crear en ella una pequeña sección de estudios económicos.

Sus amigos, o, más bien, sus adoradores, han difundido la idea de que de Bassols partió esa iniciativa. Tanto a Manuel Meza como a Víctor Manuel Villaseñor les he replicado que Bassols era un jurista, y que por esa razón su tiempo y su preocupación estaban dirigidos a renovar de un modo completo la enseñanza del derecho aprovechando su posición de director; que por eso, Bassols, lejos de ser el autor de la idea, la recibió con reservas, pues no sin razón creyó que con ella se le complicaba semejante renovación; que nosotros, a la inversa, sentíamos en carne propia la urgente necesidad de tener un lugar donde desplegar esta nueva actividad profesional, para la cual nos habíamos preparado durante los cuatro o cinco años anteriores; que Bassols no dio muestra alguna de interesarse en estos estudios durante los treinta años de su vida que siguieron a esta gestión. En fin, les he dicho que para el buen nombre y fama de Bassols no le hace falta este cuento que le cuelgan sus amigos, cuento creído, desde luego, por muchas personas, como que se ha dado su nombre al aula mayor de la Escuela de Economía de la Universidad Nacional.

Por lo demás, no fue muy gloriosa que digamos esta empresa, lo mismo en sus comienzos que después. Desde luego, no se contaba con suficientes profesores, pues del grupo mencionado antes, se descartó en seguida a Manuel Gómez Morín, que no se avino a dar clases, y a Eduardo Villaseñor, que regresó a México un poco después. Esto quería decir que quedábamos tres: Miguel Palacios Macedo, Antonio Espinosa de los Monteros y yo. Después, temimos que de ofrecer una enseñanza exclusivamente de economía, sobre todo de teoría económica, no acudieran estudiantes, de modo que ideamos un plan de estudios bastante impuro, si bien buscando en cada caso razones con las que queríamos, en realidad, engañarnos, pero que podían atraer al estudiante. Plantamos en el primer año, por ejemplo, un curso de introducción al derecho con la esperanza de desviar a algunos de los estudiantes que sin mayor reflexión cruzaban la calle de San Ildefonso para ir de la Preparatoria a la Escuela de Derecho. Y la justificación que nos dimos es que en todo caso no le dañaría a un economista saber algo de derecho, disciplina ésta que por tradición había estado ligada a la nueva. Ofrecimos dos cursos de contabilidad consolándonos con la reflexión de que el economista podía ser llamado a diagnosticar el estado de una empresa, y que para ello necesitaba utilizar sus libros de contabilidad como el médico usa los rayos equis o el estetoscopio; pero en realidad para tentar al estudiante de la escuela de comercio a que se asomara a nuestra sección económica. Con más justificación ofrecimos un curso de historia económica de la Europa occidental, pues, en efecto, de ella podía derivar el teórico de la economía muchas enseñanzas útiles; pero, de nuevo, con el designio de tentar al estudiante de humanidades. Esto sin contar con la consecuencia inevitable de que si creábamos un curso de historia económica "occidental", llamémosla así, resultaba indispensable crear otro de historia económica de México, hecho que, a su vez, traía la consecuencia de tener que acudir a los economistas "locales", ninguno de los cuales tenía estudiada la materia. En nuestro fuero interno, por supuesto, estábamos convencidos de que con una buena preparación teórica, un economista podía habérselas el día de mañana con los problemas de la agricultura, de los transportes o de la industria; pero con nuestro deseo de tentar a todo el mundo, se ofrecieron en el plan primitivo cursos de economía agrícola, economía de los transportes, etcétera. Y de nuevo tenía que llamarse a los economistas "locales", que manejaban estos cursos, ahora sí, según su "leal entender": el encargado de la economía agrícola, por ejemplo, se iba derecho a exponer la cuestión agraria en México, y no, por supuesto, examinándola económicamente, sino en sus aspectos políticos.

Pero todas esas "impurezas" nos parecían poca cosa, de modo que resolvimos abrir las puertas, no sólo, desde luego, a los bachilleres graduados en la Universidad, sino al normalista y aun a aquellas personas cuya experiencia en el mundo de los negocios o de la administración las acreditara como posibles buenos estudiantes. Y guiados por ese mismo temor hicimos una gestión que por fortuna tuvo un éxito inmediato, pero... innecesario, según lo demostraría el tiempo. Fuimos a ver al presidente Portes Gil para pedirle que se reservaran las plazas (que señalamos con una cruz roja) del presupuesto de egresos de la Federación a los estudiantes y graduados de nuestra sección de estudios económicos, cosa que ordenó en seguida. Dije innecesario porque el tiempo demostró que el apetito del país por los economistas llevó poco tiempo después a instituciones como el Banco de México a establecer una escala de sueldos ascendentes para estudiantes de economía, que comenzaba con los del primer año, es decir, con aquellos que, por definición, aún no sabían economía.

Tuvimos una afluencia de estudiantes inesperada, de modo que, desde ese punto de vista, nos sentimos no tanto satisfechos como seguros de que de verdad había en México una auténtica, comprobada demanda de economistas. Esta seguridad nos condujo a dar un vuelco de ciento ochenta grados por lo menos, cuando dos años más tarde los cursos se trasladaron al edificio de la Escuela de Altos Estudios. El plan de estudios se transformó radicalmente, dándosele a la teoría económica un predominio abrumador. Miguel Palacios Macedo fue el principal promotor del cambio, y yo tuve la debilidad de aceptarlo con unos cuantos retoques, a pesar de presentir que aquello no lo resistirían ni los profesores ni los estudiantes. Yo mismo estaba en ese caso, pues en el reparto de los nuevos cursos me tocó, "por no haber otro", uno de dos años sobre teoría de los precios. El tema estaba entonces muy de moda por las contribuciones de economistas alemanes y austriacos como Werner Sombart, Ludwig von Mises, Frederich A. Hayek, etc. Pero no sólo ellos, sino muchos otros, ingleses y norteamericanos, que armaron una controversia difícil o imposible de desenredar y que se extendió a los temas de la inversión, la banca central, el comercio exterior y la nueva teoría de los ciclos económicos. Y Miguel Palacios Macedo se encargó de otro, también de dos años, de historia de las doctrinas económicas, que partía de los clásicos griegos para llegar a nuestros días. Miguel no se conformó con eso, sino que se presentaba a sus clases acarreando una docena de libros que ponía en su mesa para leer pasajes que quería presentar literalmente a sus estudiantes, y para contestar las preguntas de éstos, ya que hizo una costumbre provocar al final de su exposición una disputa con los estudiantes que en más de una vez subió a comentarios encendidos y a puñetazos sobre los pupitres. Quizás a la larga el nuevo plan hubiera dado buenos resultados, entre otras cosas porque habría eliminado a los estudiantes simplemente curiosos o incapaces de someterse a una disciplina de lecturas y de reflexión; pero por lo pronto produjo un desconcierto general, que desembocó en un éxodo de estudiantes de los mejores profesores a aquellos otros que por lo menos eran inmediatamente comprensibles. Lo cierto es que cuando Manuel Gómez Morín llegó a la rectoría de la Universidad y me pidió que asumiera la dirección formal de aquellos estudios acabé por redactarle un memorándum donde expresaba cierto pesimismo sobre el porvenir de tanto afán y tanta esperanza.

Dos obstáculos adicionales, y graves, encontramos en nuestras enseñanzas. El primero, que un buen número de estudiantes trabajaba y, por lo tanto, no podía consagrar a sus estudios sino un tiempo y un esfuerzo marginales. El segundo, que no conocían ningún idioma extranjero, sobre todo el inglés, idioma éste en que estaba escrito no menos del ochenta por ciento de la literatura económica. Desde el primer día de clase tuve yo el cuidado de pasarle a mis estudiantes una tarjeta en que debían escribir su nombre, los estudios que tenían hechos hasta entonces; si trabajaban, en qué y de qué horas a qué horas; en fin, los idiomas extranjeros que podían leer. En el primer año fue sorprendente el número limitado de los que trabajaban; pero de un año al otro aumentó la proporción al grado de que en el tercer año el estudiante de "tiempo completo" era una marcada excepción. Al contrario, en todo tiempo el número de estudiantes capaces de leer libros extranjeros era prácticamente nulo, y cuando había uno, señalaba el italiano, es decir, una lengua inútil para estudiar economía. Poco o nada podíamos hacer para que los estudiantes dedicaran las horas del día a estudiar, como que en buena medida, si bien no en toda, se debía a necesidades económicas que no podíamos satisfacer, digamos con becas, pues no se ofrecía una sola. En cambio, a largo plazo, podíamos remediar siquiera parcialmente la ignorancia de las lenguas extranjeras. Esto, claro, traduciendo al español los libros de economía más importantes. Hablamos del asunto Miguel Palacios Macedo, Eduardo Víllaseñor y yo con Manuel Gómez Morín, quien acogió la idea con verdadero interés. Llamamos entonces al conciliábulo a Emigdio Martínez Adame, tanto porque tenía ya su grado de licenciado en derecho como porque lo habían elegido los estudiantes de economía presidente de la Sociedad de Alumnos. A él le pareció tan bien, que anticipó que sus condiscípulos estarían dispuestos a dar cuotas que formaran el capital inicial de una sociedad cooperativa. A mí me alarmó un tanto esa idea por considerar insuficiente el capital que de verdad se reuniera, y porque los estudiantes, que por definición no sabían ni economía ni lenguas extranjeras, fueran a gobernar una empresa dedicada a seleccionar y traducir libros extranjeros. Entonces se me ocurrió que quizás pudiera interesarse a una de las varias editoriales españolas, únicas que entonces existían, e interesarla, claro, mercantilmente. Nosotros nos limitaríamos a proporcionar un plan de publicaciones, digamos para los primeros cinco años. Nos ofreceríamos de traductores si para ello éramos requeridos. Pero nada más, o sea que a ellas quedarían la impresión, la distribución, la venta y las utilidades. De esas casas españolas la más importante y activa era Espasa-Calpe, y por eso me decidí a hablar del asunto con el gerente de la sucursal en México. Era Paco Rubio, un andaluz pequeñín, simpático y locuaz y un comerciante descarnado. Me dijo, por supuesto, que él no tenía facultad alguna que le permitiera siquiera anticipar una opinión; pero se acomidió a enviar a sus jefes en Madrid el plan de publicaciones que habíamos redactado. Pasó un mes, dos y tres, y Paco no recibía respuesta. Resolví entonces escribirle a Genaro Estrada, a quien Calles había separado de la Secretaría de Relaciones por haberse negado durante algún tiempo a recibir al embajador norteamericano, y que por eso fue a dar a Madrid de embajador.

La República se había instalado ya en España, como que ésa fue la razón por la cual Genaro aceptó de buen grado su descenso, pues parecía que por la primera vez en su historia España iba a ser gobernada por intelectuales, y no por zafios como el monarca recientemente depuesto. En México había circulado desde hacía tiempo la historia de que el duque de Alba, empeñado en acercar a Alfonso XIII a los intelectuales, organizó una gran recepción para presentarle a Ortega y Gasset, y que cuando lo hizo, anunciándolo como un brillante filósofo, el rey le hizo a Ortega este simple comentario: "¿Con que usted se dedica también, como yo, al camelo?" A México vino de primer embajador republicano Julio Álvarez del Vayo, un simple periodista, pero inteligente, culto y activo. Y uno de sus primeros esfuerzos lo encaminó a fomentar el intercambio intelectual, sobre todo de mexicanos que fueran a España, pues de tiempo atrás los gachupines ricos habían costeado apariciones periódicas en México de profesores e intelectuales españoles. Bien pronto me invitó Álvarez del Vayo a dar un curso sobre nuestra cuestión agraria en la Universidad Central de Madrid. La verdad era que el promotor real de estos planes era don Fernando de los Ríos, quien como ministro de Educación se propuso desviar la atención de los estudiantes españoles hacia otras enseñanzas que no fueran el derecho. Él mismo decía en apoyo de su tesis que para considerarlo ciudadano español, la vieja constitución monárquica exigía haber nacido en España, profesar la religión católica y ser abogado. Por eso don Fernando había invitado ya a dar un curso de economía a Werner Sombart, entonces en el apogeo de su fama. Acepté sin vacilar, y en poquísimo tiempo abordé en Veracruz el viejo barco Alfonso XII, en el que hice uno de los viajes más pintorescos de toda mi vida. Descubrí lo que todo el mundo parecía saber: que en esos barcos la clientela habitual la componía algún intelectual (en este caso don Enrique Díez-Canedo), numerosos toreros, pelotarios y monjas.

Mi curso resultó un fracaso por dos razones. La primera, que los republicanos españoles eran mucho más académicos que revolucionarios, pues a despecho de predicar la necesidad de repartir entre los campesinos los latifundios, pospusieron toda acción hasta no poder fundar con documentos la legitimidad y los límites de esos latifundios, y para ello pusieron a trabajar a tres o cuatro especialistas en los archivos, sobre todo los de Alcalá. Pronto me puse en contacto con Marcelino Domingo, secretario de Agricultura, y encargado de poner en marcha la reforma agraria. Cordial, amabilísimo, me invitó a visitarlo en su ministerio y hablar largamente de sus planes; pero el día señalado para la audiencia me presenté a las once y media de la mañana, don Marcelino no había llegado aún, y no sólo él, sino ninguno de los empleados, salvo los mozos que estaban concluyendo el aseo. Entonces, resultó inevitable que no concurrieran a mi curso políticos, agrónomos o jóvenes estudiantes deseosos de enterarse cómo había lidiado México con ese problema durante quince años. Fueron estudiantes de derecho interesados en los aspectos jurídicos de la tenencia de la tierra, o historiadores deseosos de ver en qué medida nuestra Revolución había resucitado los conceptos y las instituciones prehispánicas destruidos por el Conquistador. La otra razón fue que el buen señor encargado de los horarios puso mi curso en los mismos días y a iguales horas que el de Ortega y Gasset. Aparte de su bien ganada fama como catedrático y como escritor, Ortega avaló inicialmente a la República, de modo que presentó su candidatura a miembro de las Cortes, ganando una curul sin oposición alguna. No había entonces una sola de las millares y millares de chicas que concurrían a la Facultad de Filosofía y Letras que no estuviera literalmente enamorada de Ortega, que no soñara con él, que no lo siguiera por la Universidad, las Cortes o la Revista de Occidente. Ortega y Gasset, por su parte, a más de ser sin duda un expositor brillantísimo, era un gran actor, y un actor que no dejaba al azar el desempeño de sus papeles. Corría por la Universidad Central el cuento, que todo el mundo daba por cierto, de que Ortega se pasaba las dos horas que precedían a sus conferencias repasando sus notas, memorizando los pasajes con que debía conmover al auditorio, y todos estos preparativos delante de un enorme espejo, en que estudiaba todos y cada uno de sus gestos y ademanes. Era, así, natural que en esta involuntaria rivalidad el pobre y oscuro profesor mexicano, llovido, como quien dice, del cielo, tuviera una acogida muy limitada.

Esto no me impidió, por supuesto, conocer y tratar a muchos intelectuales españoles, tarea que inició don Enrique Díez-Canedo, con quien había hecho yo el viaje de Veracruz a Santander. Pero mi preocupación principal era ver a Genaro Estrada y averiguar qué había pasado con nuestro plan de publicaciones económicas. Me dijo que al recibo de mi carta, se puso en movimiento acudiendo a don Fernando de los Ríos, por ser amigo suyo, por constarle que don Fernando estaba haciendo un esfuerzo serio por propagar en las universidades todas el estudio de las ciencias sociales, y muy particularmente porque a don Fernando le había encomendado la sección de esas disciplinas el Consejo de Administración de Espasa-Calpe. Don Fernando acogió con verdadero calor la idea, al grado de provocar una reunión extraordinaria de ese Consejo. Hizo delante de él una exposición larga, que apoyó, además, en la opinión de algunos economistas españoles a quienes don Fernando había consultado, y cuando creía haber convencido al Consejo, Ortega y Gasset pidió la palabra para oponerse, alegando como única razón que el día en que los latinoamericanos tuvieran que ver algo en la actividad editorial de España, la cultura de España y la de todos los países de habla española "se volvería una cena de negros". La idea fue desechada, pues Ortega era el consejero mayor de Espasa. Cuando Genaro acabó su relato, conservé el bastante buen humor para comentar que hasta en eso se había equivocado Ortega, pues debía haber dicho cena de indios y no de negros.

El buen humor aquel debió haber sido muy liviano, pues dos días después volqué toda mi amargura con Alberto Jiménez Fraud, con quien hablé no sólo porque con alguien necesitaba yo desahogarme, sino porque, como director de la Residencia de Estudiantes, conocía como pocos el medio intelectual madrileño, y porque él mismo había comenzado a editar una serie preciosa de libritos bajo el rubro de Colección Granada. Alberto consideró inútil replantear el asunto en Espasa-Calpe, porque la opinión de Ortega prevalecería por largo tiempo. Entonces se me ocurrió sugerir a Aguilar, apoyándome en que poco tiempo antes había editado El Capital de Marx, cuyo primer tiro se agotó pronto, a pesar de que se dudaba de que Manuel Pedroso lo hubiera traducido de verdad, y a pesar también de haberse publicado en un solo tomo, que resultó descomunal y pesado. Alberto organizó entonces un almuerzo en su casa, al que fuimos invitados de honor Aguilar y yo. Incidentalmente debo decir que aun en esto se distinguía Jiménez, pues era entonces el único español civilizado que invitaba a su casa, pues los otros, sin excepción, lo llevaban a uno al restaurante, y sin señoras. Hablé largamente con Aguilar, y con una copia del plan de publicaciones al frente, le expliqué sección por sección y título por título. Me dijo que el plan era de gran envergadura y que por eso no podía anticipar una opinión. Se llevaría el plan, lo estudiaría y tan pronto como le fuera posible me daría a conocer su respuesta. No pasó mucho tiempo sin que lo hiciera a través de Alberto Jiménez, y fue rotundamente negativa. Pero conservó la copia del plan, y a los pocos años comenzó a publicar más de uno de sus títulos.

Regresé bien alicaído a México, en parte porque no pude quedarme en España más tiempo, pues el país y su gente fueron una gratísima revelación, y en otra parte por el poco éxito de mi curso y de mis gestiones editoriales. Pero mi alivio fue instantáneo, pues al relatar a mis amigos mi fracaso, de todos ellos brotó la resolución de que si los españoles se negaban a embarcarse en la empresa, nosotros lo haríamos. ¿En qué forma? ¿Con qué recursos? ¡Ya veríamos!, dijimos sin vacilar. Lo primero que definimos fue que la empresa no podía ser lucrativa, puesto que nuestro empeño era educativo. Los libros, por supuesto, tenían que producirse comercialmente, es decir, al más bajo costo posible, y debían venderse también comercialmente, o sea a un precio que permitiera recuperar los costos de producción y distribución, más una utilidad razonable. Pero ésta no iría a parar al bolsillo de nadie, sino que se invertiría íntegramente en aumentar constantemente el capital. Entonces, ¿qué forma jurídica podía tener? Leí desde luego la Ley de Beneficencia Pública y me di cuenta de que el hecho de vender, independientemente de a dónde fuera el producto de las ventas, era incompatible con ella, así como la noción "sociedad civil", que contemplaba el código respectivo. En ésas andábamos cuando nos enteramos de que en la Secretaría de Hacienda se venía estudiando la conveniencia de importar a nuestra legislación una institución puramente sajona, la del trust; o fideicomiso, como acabó por llamarse en México. Yo sabía que en los Estados Unidos era corriente organizar así empresas educativas, digamos las grandes "fundaciones", pues permitía el empleo de métodos comerciales para administrar los fondos puestos al servicio de fines desinteresados. Nos movimos cuanto pudimos, y Hacienda le dio pronto un estado legal al fideicomiso, si bien limitando su concesión a dos únicos bancos, el de Londres y México y el Nacional Hipotecario y de Obras Públicas, recientemente creado y al frente del cual estaba nuestro viejo amigo Gonzalo Robles.

Entonces, yo mismo cometí una serie de disparates traduciendo mal del inglés el nombre mismo de nuestra empresa, que se llamó Fondo de Cultura Económica, porque en inglés se hubiera llamado correctamente Trust Fund for Economic Learning, y traduje governing board como "Junta de Gobierno", expresión ésta que ha sido copiada después por muchas instituciones, entre ellas nada menos que la Universidad Nacional. El Fondo de Cultura Económica, pues, quedó organizado como un fideicomiso: los fideicomitentes serían las personas físicas o morales que aportaran recursos económicos al Fondo; el fideicomisario era el Banco Nacional Hipotecario y de Obras Públicas, que manejaría los dineros; y una Junta de Gobierno se encargaría del aspecto técnico, es decir, de la producción, distribución y venta de los libros. Esa Junta quedó constituida por Gonzalo Robles, Manuel Gómez Morín, Eduardo Villaseñor, Emigdio Martínez Adame, Adolfo Prieto y yo. Todos éramos economistas, excepto don Adolfo, que, aparte de no ser inculto, tenía fama de caritativo. En consecuencia, podía conseguir dinero de los empresarios privados, que lo conocían y respetaban. Pero, como después me ha ocurrido en otras empresas culturales, digamos El Colegio de México, don Adolfo, o no hizo ningún esfuerzo para conseguirnos dinero, o lo hizo y fracasó. Sintiendo que no nos prestaba ningún servicio, renunció. Lo sustituimos, para reforzar la representación estudiantil, con Enrique Sarro, quien, junto con Martínez Adame, destacaba entre los estudiantes. El segundo en desertar fue Manuel Gómez Morín, cosa que sentimos mucho, porque era amigo admirado nuestro, y porque le reconocíamos el papel de precursor de los estudios económicos. Pero Manuel siempre tuvo esas altas y bajas de entusiasmo, como que antes de ésta tuve una experiencia semejante. Un año antes de crearse el Fondo, Eduardo Villaseñor y yo convencimos al librero y editor Alberto Misrachi de sufragar los gastos iniciales de una revista económica que, copiando a la Economic Quarterly, bautizamos El Trimestre Económico. Al primero que le pedí una colaboración fue a Manuel, quien me la prometió muy formalmente, y a pesar de los dos meses de plazo que le di, no me la entregó. Para castigarlo, en el primer número de El Trimestre, que salió en enero de 1934, apareció con su nombre el artículo "La organización económica de la Sociedad de Naciones", que yo escribí. Le llevé un ejemplar de la revista y le dije que una de dos, o se aguantaba, o yo hacía en el próximo número una historia de su incumplimiento. En todo caso, sustituimos a Manuel en la Junta de Gobierno con Jesús Silva Herzog, quien desde hacía algún tiempo venía predicando con muy buena voluntad las excelencias de la reforma agraria mexicana. Cuando Eduardo Suárez fue nombrado secretario de Hacienda, lo hicimos miembro de la Junta de Gobierno. Suárez había comenzado su actividad como profesor de derecho del trabajo, cargo al que lo llevó Manuel Gómez Morín cuando fue director de la Escuela; al ser nombrado abogado en la Comisión Mixta de Reclamaciones México-Estados Unidos, se dedicó al derecho internacional; pero al entrar en Hacienda, lector voraz e inteligente, se puso al tanto de las cuestiones económicas y se interesó realmente por el Fondo. Pero tuvimos otro interés más interesado en atraer a Suárez: que nos diera dinero del Tesoro público, o que, valiéndose de su posición oficial, se lo sacara a los empresarios privados. La Junta así constituida duró dieciséis años, sin más retoque que la salida en 1947 de Enrique Sarro, y el ingreso de Ramón Beteta, a quien llamamos por razones semejantes a la entrada de Suárez.

La verdad de las cosas es que nos sentíamos satisfechísimos de esta primera etapa de nuestra hazaña: habíamos dado con la forma jurídica justa; no tendríamos nada que ver con el manejo de los dineros, confiados a toda una institución bancaria; nosotros quedábamos encargados sin restricción ninguna de los aspectos técnicos de la empresa; en fin, le aseguramos una completa independencia, pues claramente establecimos que los fideicomisos se harían incondicional e irrevocablemente, es decir, que ni el gobierno ni los particulares podían decirnos doy dinero si ustedes hacen tal o cual cosa, ni tampoco que pudieran retirar sus aportaciones si desaprobaban lo que estábamos haciendo. Todo esto nos parecía no sólo bien, sino excelente; pero ¿dónde se encontraba el dinero con que podíamos iniciar siquiera la actividad editorial? Emigdio Martínez Adame, en ese momento director de Egresos, consiguió del ministro de Hacienda, Marte R. Gómez, cinco mil pesos, y Eduardo Villaseñor, que ya tenía algunos contactos con lo que hoy se llama el "sector privado", obtuvo mil del Banco Nacional de México, una brillante victoria, pues ese banco y sus directores, como los otros bancos y sus respectivos dirigentes, han sido siempre tacaños, y más, por supuesto, tratándose de una empresa intelectual y no propiamente caritativa. Esta suma de dinero no era entonces despreciable, pero sí del todo limitada. De allí que, a más de proseguir arrancando nuevos dineros a todo aquel que se descuidara, discurrimos dedicarnos a la venta de libros extranjeros de economía. En aquella época, los dos libreros establecidos, la American Book Store y la Central de Publicaciones, traían poquísimos libros ingleses o norteamericanos de economía; pero en todo caso acostumbraban recargar el precio marcado por el editor, con un veinte o veinticinco por ciento. Nosotros los vendimos traduciendo el precio en libras o dólares al peso mexicano según el tipo de cambio del día, y nos las averiguamos para reducir nuestros gastos generales al mínimo, de modo que del descuento del treinta por ciento que nos daba el editor extranjero, nos quedara libre, como utilidad, el veinte. La idea tuvo tal éxito, que comenzaron a desaparecer de nuestros estantes un libro y otro, sin que jamás lográramos pescar a ese economista tan bueno, que economizaba el costo de los libros con que cultivaba esta nueva especialidad. El hecho es que en enero de 1935 apareció nuestro primer libro, El dólar plata (¡traducido por un poeta!), y que de allí seguimos hasta hacer del Fondo una editorial de enorme prestigio, que prestó un servicio señalado a la educación y la cultura de México y de todos los países de habla hispana. Valdría la pena hacer su historia, pues el libro que la recogiese resultaría sumamente aleccionador. Y creo que nadie podría escribirla mejor que yo, pues aparte de los trabajos preparatorios a su nacimiento, fui su director durante los primeros dieciséis años de su vida, es decir, durante su largo periodo de formación, al que siguió el de la deformación. Pero aquí se trata de hacer mi propia historia y no las historias ajenas.

"Noveno tramo"

Habría yo deseado que fuera completa mi dedicación al Fondo en su primera época, pero no podía pagarme un sueldo con el que pudiera vivir (en su era de pleno florecimiento llegué al máximo de mil quinientos pesos mensuales), sin contar con que amigos míos me requerían para ocuparme de otros menesteres. Recién entrado en la presidencia el general Cárdenas, don Emilio Portes Gil, secretario de Relaciones, me llamó para pedirme que fuera a Washington como consejero económico de la embajada. Entendí que la idea original era de Narciso Bassols, secretario de Hacienda, a quien le preocupaban dos cosas: un tratado comercial con los Estados Unidos que estaba pendiente, y la política platista del gobierno norteamericano, impuesta por un grupo de senadores influyentes. Deseosos éstos de favorecer a sus electores de los estados productores de plata, sobre todo Nevada y Montana, hicieron aprobar una ley que imponía al gobierno comprarla a un precio sensiblemente mayor que el mundial. Entonces, bien podía ocurrir que México se desmonetizara, pues las monedas de plata saldrían a los Estados Unidos y se paralizarían las transacciones comerciales al menudeo; con el consiguiente clamor público.

Al despedirme de don Emilio, me entregó en sobre sellado y lacrado las instrucciones que la Secretaría le daba al nuevo embajador, Francisco Castillo Nájera, a quien le había ordenado trasladarse directamente de París a Washington. Me fui a la Union Station con toda anticipación, y en cuanto el negrito del pulman puso el banquillo para que descendieran los pasajeros, me trepe atropellando a todo el mundo, pesqué a Castillo Nájera en el pasillo, lo metí en el cuarto de baño, le entregué el sobre y le dije que si quería leer su contenido, me apostaría yo en la puerta para que nadie lo interrumpiera. Así lo hizo, y entonces se dispuso a salir, pero antes de comenzar a bajar, advirtió la presencia de Luis Quintanilla al pie de la escalera, y sin poderse contener le preguntó en voz alta: "Pero... ¿usted aquí, Luis?" Después supe que Castillo Nájera había logrado de la Secretaría que le quitaran a Quintanilla de la legación en París; pero ignoraba que éste, más listo de lo que supuso su antiguo jefe, se movió para que lo mandaran a Washington, lugar donde había vivido ya, y donde viviría después largos años.

Muy académicamente me lancé a la Biblioteca del Congreso, entonces una institución todavía manejable, y después de recoger una extensa bibliografía, me puse a leer ferozmente para fundar los temores inmediatos del gobierno mexicano, pero sobre todo con la idea de apoyar que se restaurara a la plata el papel de patrón monetario, dado que el nuestro era el país productor más importante de este metal. En esas estaba cuando me anunció Castillo Nájera que debía yo acompañarlo esa tarde a una entrevista con el secretario del Tesoro, Hans Morgenthau. El embajador me anunció que había recibido un telegrama de Bassols urgiéndole a conseguir la suspensión temporal de las compras para que México pudiera ordenar la impresión de unas buenas resmas de billetes de un peso y acuñar grandes cantidades de moneda fraccionaria de cobre. Mala espina me dio ver que de un lado y de otro del sillón de Morgenthau estaban sentadas dos taquígrafas, provistas de un verdadero arsenal de bloques de papel y de lápices puntiagudos. Esto quería decir que la conversación sería estrictamente oficial, y que toda ella sería recogida por la Historia. En su mal inglés, Castillo Nájera expuso la petición, y entonces, Morgenthau, rojo de cólera, a voz en cuello y golpeando con los puños la cubierta de su escritorio, dijo que de ninguna manera accedería, porque compraba la plata en virtud de una ley aprobada por el Congreso, que de ningún modo podía desobedecer. Pero más que nada, porque él, en persona, había prevenido al gobierno mexicano, que, por lo visto, no tomó en serio semejante advertencia. El embajador quedó anonadado por el argumento y por la grosera agresividad del secretario. Viendo yo que no reaccionaba, me permití la ironía de decirle a Morgenthau que si no era un secreto, nos agradaría saber en qué forma, o, más concretamente, a quién le había dado el aviso, y me respondió todavía más colérico: "¡Cómo que a quién! ¡Al mismísimo director del Banco de México!" A sabiendas de que el argumento era muy tirado de los pelos, le repuse que quizás ignoraba que el Banco de México era una sociedad anónima, y no, por lo tanto, una institución oficial o gubernamental. Entonces, poniéndose de pie para dar por concluida la entrevista, nos dijo: "That is your problem, not mine."

Regresamos directamente a la embajada, donde Castillo Nájera se enteró de que poco tiempo antes de llegar nosotros a Washington, habían acompañado a Agustín Rodríguez a su entrevista con el secretario del Tesoro el primer secretario Pablo Campos Ortiz y el taquígrafo Eugenio Anzorena, el único empleado de la embajada que conocía bien el inglés, y que por eso le sirvió a Rodríguez de intérprete. Pero también se enteró de que Campos Ortiz no había informado a Relaciones de lo ocurrido. Castillo Nájera se comunicó con Bassols, quien procedió con su habitual prontitud: en veinticuatro horas Agustín Rodríguez fue removido de la dirección del Banco de México, y anunció que ese mismo día partiría para Washington Roberto López, director general de Crédito, para ver qué podía hacerse. Y sin duda por queja de Bassols, Relaciones suspendió del Servicio Exterior a Campos Ortiz y a Anzorena. Entonces, Castillo Nájera echó mano de los recursos diplomáticos que realmente conocía y manejaba: organizó una recepción en honor de Roberto López, a la cual asistimos de la embajada sólo Quintanilla y yo, y de fuera... los cuatro senadores platistas, de Montana y Nevada. El whisky comenzó a circular desde temprano con una liberalidad y una perseverancia visiblemente intencionadas. No sólo eso, sino que, ya en el comedor, Castillo Nájera anunció a los senadores que encontrarían en la cajuela de sus respectivos automóviles toda una caja de aquel "preciado líquido". Todavía recientes los estragos de la época de la Prohibición, cuando un sorbo de whisky legítimo sabía a gloria, y cuando una caja conmovía los corazones más duros. Por eso al despedirse, los senadores le aseguraron a Castillo Nájera que al día siguiente verían a Morgenthau para conseguir que sin declaración ni comentario público suspendiera las compras de plata y darle así a México tiempo para arreglárselas de algún modo.

Como yo regresé en seguida a mi estudio académico de la plata, no le di mayor importancia al comentario pleno de orgullo que al día siguiente de la recepción me hizo Castillo Nájera: "¡Ya vio usted... así hay que tratar a estos hijos de la...!", es decir, a gente corrompible, hay que corromperla. Apenas si pasó por mi mente la observación pasajera de que Castillo Nájera celebraba su victoria con los senadores, pero olvidando el penoso incidente de Morgenthau, en que había demostrado tener pocos recursos para sobreponerse a una situación adversa. Pero pronto ocurriría un hecho que me mostró qué vivo era el recuerdo que le había dejado el secretario del Tesoro. Al romper con Calles, Cárdenas rehizo su gabinete, y Bassols salió de Hacienda para ir de ministro a Londres. En ferrocarril hizo el viaje a Nueva York, donde debía tomar un barco que lo llevara a su nuevo puesto; pero se detuvo un día en Washington. Y esto, como era su costumbre, sin avisar. No fue, pues, menuda mi sorpresa al aparecérseme en mi oficina, y verlo cerrar cuidadosamente la puerta con el cerrojo. Y se fue al grano: Cárdenas no había podido evitar deshacerse de aquellos ministros que le había sugerido Calles, caso en el cual estaba él; pero mantenía excelentes relaciones con el presidente, tanto así, que al despedirse le consultó sobre quién podría sustituir a Portes Gil en Relaciones. "Y ¿a quién cree usted que le sugerí? ¡Pues a usted, a usted, Daniel! De modo que prepárese para regresar a México."Cárdenas había recibido la sugerencia con un interés aprobatorio indudable, como también Castillo Nájera, con quien acababa de conversar. Sobra decir que le manifesté mi agradecimiento, pero para cortar sus expresiones calurosas, agregué que siempre había estado dispuesto a "sacrificarme por la Patria". La verdad de las cosas es que, buen gitano como soy, me provocó un claro escepticismo el haberle dado la noticia a Castillo Nájera: ¿Cómo —me pregunté en seguida— puede aprobar todo un embajador que un subordinado suyo pase a ser su jefe? Esto sin añadir que Castillo Nájera tenía antecedentes o méritos revolucionarios de los que yo carecía en absoluto, entre otros, el de ser todo un general. Asimismo, que el azar lo había favorecido desviándolo del carril penoso y oscuro de médico militar para elevarlo al brillante de la diplomacia, actividad ésta que consideraba como una nueva carrera, cuyo remate glorioso era llegar a ser secretario de Relaciones. En fin, yo había sido el único testigo de su inhabilidad para defenderse de Morgenthau. Castillo Nájera se llevó a Bassols a la estación del ferrocarril; mientras, yo salí de la embajada a comprar unos emparedados para no separarme de mi oficina, a donde Castillo Nájera me visitaría para darme la "buena nueva". No se apareció, y al salir yo de la embajada, ya de noche, le pregunté discretamente al chofer por dónde andaría el embajador, y me dijo que había salido para México a ventilar algún asunto, que él suponía urgente e imprevisto. Por supuesto que ni él ni mi general Cárdenas me hicieron jamás referencia a este asunto, si bien Bassols, sin reconocer su error, me explicó delicadamente que Castillo Nájera, en efecto, se había disparado a ver al presidente, pero que no había objetado sino mi juventud, tanto así que por eso Cárdenas se resolvió a nombrar al "viejo revolucionario" Eduardo Hay.

Pero algún partido le saqué a este incidente. Terminado mi estudio sobre la plata y enviado a la Secretaría de Relaciones, continué trabajando arduamente en el tratado de comercio, hasta que las dos partes "contratantes" descubrieron que no tenían mayor interés en concluirlo. Cansado y sin un propósito importante de trabajo, usé de un amigo para pedirle al general Cárdenas que me enviaran a Portugal de encargado de negocios. Lisboa y el país todo eran agradables e interesantes, y como México no tenía ningún interés allí, me dispuse a llevar una vida tranquila inventando algún objeto de estudio que me entretuviera. Partí con toda la familia: esposa, dos hijos y suegra, a bordo del barco alemán Orinoco, nuevo, bien construido y atendido. En Nueva York me cercioré de que nos acompañaría un automóvil que previamente había comprado: un Chrysler último modelo, color verde botella, casi deslumbrador. Yo recibí instrucciones de que antes de llegar a Lisboa me apersonara con el general Manuel Pérez Treviño, porque la legación de Lisboa dependía teóricamente de nuestra embajada en Madrid. Y como Pérez Treviño estaba ya instalado en algún balneario de la costa vasca pasando el verano, desembarcamos en Vigo para viajar con ese pretexto por el norte de España, que desconocíamos. Tan embebidos estábamos con estos planes, que no le dimos importancia a la noticia que vimos en los periódicos de Vigo: ese día, 16 de julio de 1936, había sido asesinado Calvo Sotelo. Tras una cena espléndida de sardinas asadas, tumbados en la playa, nos fuimos a dormir y al día siguiente temprano comenzamos nuestra peregrinación: yo al volante, y Emma leyendo aquella espléndida Guía Michelin que aconsejaba la mejor velocidad, advertía el cruce de ferrocarriles, la peligrosidad de las curvas, el acercamiento a pueblos y ciudades, etcétera. Bien fatigados llegamos a León hacia las ocho de la noche, pero como todavía contábamos con una luz casi plena, decidimos ir directamente a la catedral. Caímos en manos de un sacristán parlanchín y pepenador de propinas, que nos enseñó detalle por detalle. A las diez dormíamos profundamente, dominados por la emoción y el cansancio físico; pero como a las seis de la mañana sonaron unos aldabonazos en la puerta de nuestra habitación, que nos despertaron sobresaltados. Tras de preguntar quién llamaba y recibir la respuesta imperativa de "¡Abra o echamos abajo la puerta!", la entreabrí y vi a cuatro fornidos mineros con fusiles y pistolas, que me pedían las llaves de mi automóvil, que yo había dejado en un garaje próximo al hotel. Debieron haber leído en mi cara el asombro que me causaba tan inesperada exigencia, pues uno de ellos se avino a darme una breve pero clara explicación: el levantamiento militar franquista había estallado, los primeros soldados moros estaban ya en el sur, y España, por lo tanto, vivía ahora abajo la única ley posible, la militar. De allí que hubieran recibido órdenes de requisar todos los medios de transporte, públicos y privados, sin que nadie pudiera escapar a esa norma. Les dije que entendía la situación; pero que deseaba hablar con el gobernador civil, no tanto para rehuir la entrega del automóvil, como para que me aconsejara qué podría yo hacer, pues era incluso inhumano que dejaran tirado en León a un extranjero, con dos niños y dos mujeres a cuestas. Accedieron, y nos dirigimos al palacio del gobernador civil. En el camino, comencé tímidamente a defender mi caso: parecía injusto que se tratara así a un diplomático, y un diplomático, además, que representaba a un país amigo. Bruscamente, con ánimo de cortar mi alegato, uno de ellos me preguntó de qué sacrosanto país hablaba yo, y les dije que de México. Casi al unísono, los cuatro exclamaron: "¡Haberlo dicho, señor! ¡Haberlo dicho antes, señor!"

Tras identificarme, le expliqué al gobernador: yo debía llegar más allá de San Sebastián; al pueblo vasco donde estaba mi embajador, o a Madrid, para presentarme al encargado de negocios de México. Me dijo que no podría yo hacer ni una ni otra cosa porque las comunicaciones estaban ya cortadas por los rebeldes. Tampoco permanecer en León, porque al día siguiente caería en manos de ellos. La única provincia del Norte que permanecería fiel a la República era la de Santander, de modo que me aconsejaba que saliera inmediatamente para allá, caminando por carreteras secundarias. El buen gobernador acabó su exhortación dándome un buen lote de cupones de gasolina para aprovisionarme antes de salir y en el camino. A la media hora estábamos de viaje por esas carreteras secundarias que, sin embargo, cruzaban numerosos poblados, y en cada uno de ellos surgía el peligro: a la salida y la entrada, grupos de campesinos armados nos detenían, nos pedían identificarnos, nos interrogaban y pretendían registrar el auto, los equipajes; cuanto llevábamos. Nuestro auto, además, llamaba la atención por estar nuevo, intacto, por ese color verde botella y sobre todo porque no llevaba placas de ninguna especie. La verdad de las cosas es que la palabra México resultó mágica, pues por esas regiones no hay habitante que no tenga o haya tenido un pariente o un amigo que viviera alguna vez en México. Pero mi temor era que mientras se hacían las averiguaciones o nos identificábamos, saliera un fogonazo de aquellas manos que visiblemente conocían tan sólo la escopeta de caza, pero no los fusiles de que habían despojado a los guardias civiles del lugar.

Hacia las seis de la tarde nos acercamos a un poblado cuyo nombre acerté a leer con toda claridad: San Vicente de la Barquera. Como de rayo me vino el recuerdo de un artículo de Chacón y Calvo en que describía un verano que había pasado allí al lado de Alfonso Reyes. Guiado por tan leve recomendación literaria, resolví que pernoctáramos en San Vicente, con el ánimo de continuar al día siguiente nuestra marcha a Santander, distante apenas unos sesenta kilómetros. Con ciertos trabajos conseguimos dos habitaciones en el único y bien modesto hotel del pueblo, pero situado al borde de la carretera y frente al mar. Mientras nos preparaban la cena, bajamos a la salita, donde una decena de personas escuchaban una transmisión de radio de Lisboa, única que podía captarse. Las noticias no podían ser peores: la rebelión franquista triunfaba en toda la línea, tanto así, que habían caído prisioneros el presidente Azaña y su gabinete. Entonces, no quedaban por someter sino bolsas aisladas y la provincia de Santander, a donde pronto se dirigirían las tropas "liberadoras". Para rematar, comenzaron los radioescuchas a contar sus historias. Unos, no pudiendo llegar a las vascongadas, retrocedieron, pero ahora no sabían qué hacer, pues tampoco les era posible llegar a su lugar de origen. Y aquel matrimonio de jóvenes que haciendo sacrificios y ahorros sin cuento, se dirigían a San Sebastián para pasar su luna de miel. No pudieron llegar; pero ¿cómo alcanzarían ahora su casa de Madrid? En la noche conferencié con Emma: mientras se despejaba un poco la situación, parecía mejor quedarse en San Vicente, pueblo de escasos tres mil habitantes, cuyos mayores, en una gran mayoría eran dueños o condueños de sus barcas de pesca. No había, pues, propiamente, obreros, y menos campesinos, los dos focos de agitación y de violencia. El hotel, malón como era, resultaba tolerable, y era baratísimo, de modo que podríamos resistir mejor aquellos gastos imprevistos.

Los tres primeros días fueron una delicia. Gustavo se hizo en seguida amigo de los hijos de los pescadores, quienes le enseñaron los secretos de aquel oficio insospechado. Y los mayores nos maravillábamos de acostarnos viendo el Cantábrico, sólo para descubrir al amanecer que había desaparecido durante la noche, pues la marea baja se lo llevaba mar adentro por lo menos medio kilómetro. Pero al cuarto día vinieron de Santander unos soldados rojos a repartir armas a los pescadores, y esa misma noche comenzaron los disparos, los asaltos y los asesinatos. El panorama cambió brusca y totalmente, pues no había autoridad alguna a la que uno pudiera acudir en caso de amago o de violencia. Nueva conferencia con Emma, de la que salió una llamada telefónica a nuestro cónsul en Santander, a quien pedí que nos aconsejara cómo podríamos llegar al puerto. Por fortuna, se trataba de uno de esos sonorenses mandones, que me dijo: "Haga sus maletas, que en una hora irán a recogerlo". Así fue, de modo que cuatro o cinco miembros de un "Batallón Rojo" montados en una camioneta precedían a nuestro auto, y otro cuidaba la retaguardia. Y comenzó la zozobra, que se repitió diez o doce veces en aquellos escasos sesenta kilómetros: al aproximarnos a un pueblo, saltaban diez o doce hombres con los fusiles tendidos, que gritaban: "¿Quién va?", y nuestra vanguardia, apeándose del auto y con los fusiles también tendidos, contestaba malhumorada: "¡Ábranla que va el embajador de México!". Y la "abrían"; pero ¿cuándo iba a producirse un malentendimiento que se resolvería a fogonazo limpio? Por fortuna no fue así, de modo que nuestros buenos "Guardias Rojos" nos depositaron en el Hotel Sardinero, fuera de la ciudad y frente a una playa, que nos pareció tentadora. Volvió la calma y aun la diversión, pues descubrimos que todos los servidores del hotel, en especial los jóvenes, se apellidaban Cossío, o Cossío y Cossío, o González Cossío, o Cossío González. Todos los pobrecillos iban a ganarse allí la vida, tarea difícil en los pueblos de Cossío o de Santillana del Mar, de donde procedían.

Tuvimos que ir a la ciudad misma, o al "Centro", como aquí se dice, para conocerla y agradecerle al cónsul su ayuda. Tomamos el auto y al llegar al centro mismo, donde estaban las oficinas del consulado, tuvimos que caminar muy despacio, pues en calles y plaza había verdaderas multitudes, como si se tratara de una feria. Me impresionó profundamente la hostilidad con que nos miraban, pues sin duda por el automóvil nos identificaban con el capitalismo. Nunca he visto en los ojos del hombre la llama de un odio tan profundo y tan encendido, que me dio a entender que la rebelión franquista podía conducir al país a una verdadera revolución. Mi impresión fue tan clara y tan honda, que el primer asunto que traté con el cónsul fue que me indicara un garaje o taller de confianza donde dejara a guardar el auto. Lo hice así, sin otra precaución que poner en el parabrisas un letrero que decía: "Este auto pertenece al ministro de México". Sobra decir que al tomar los franquistas Santander, se posesionaron con singular regocijo de aquel deslumbrante Chrysler. El cónsul —Moreno Salido— estaba muy pesimista: creía que la victoria de Franco era irremediable y pronta, además. Por eso, él pensaba dejar Santander acogiéndose al servicio de evacuación de extranjeros que habían ofrecido hacer en unidades navales de guerra Francia, Inglaterra y Alemania. Me aconsejó hacer lo mismo, y que decidiera en seguida, pues en dos o tres días llegaría el Von Tirpitz, que nos llevaría a Bayona. Me pareció más que razonable el consejo, pues ante la imposibilidad de presentarme al embajador en San Sebastián o llegar a la embajada en Madrid, no quedaba sino irse a Lisboa, que ya entendería la Secretaría de Relaciones por qué no había podido obedecer sus instrucciones. Decidido, no terminaron allí mis zozobras: Moreno Salido me comunicó que llevaría su fortuna personal (que no era poca) y los fondos del Consulado, en papel moneda norteamericano de baja denominación, con el peligro de que las autoridades españolas se los decomisaran al salir. Moreno Salido, que no dejaba de ser un hombre atrevido y pintoresco, literalmente se tapizó todo el cuerpo con los billetes, confiado en que la ropa interior y exterior los mantuviera en su lugar. No contento con eso, le pidió a Emma llevar en su bolso de mano un buen fajo de billetes, que lo abultaban visiblemente.

De nuevo la palabra México operó el milagro, de modo que al ver las autoridades españolas nuestros pasaportes de cónsul y de encargado de negocios, nos dejaron pasar sin inspección o interrogatorio alguno. No intenté disuadir a Moreno Salido de que sacara los fondos de alguna otra manera a pesar de estar persuadido de que un gobierno asediado por una rebelión militar de aquella magnitud, tenía que hacer compras extraordinarias en el extranjero, y que privado del cobro de aranceles en los muchos puertos marítimos y terrestres caídos en manos de los franquistas, tenía que oponerse a que saliera del país cualquier moneda extranjera utilizable. Mi preocupación era tanto más aguda cuanto que llevando Emma en su bolso parte del "contrabando" se hacía, por lo menos, cómplice de Moreno Salido. Pero la cosa terminó en una escena chusca en el tren que nos llevó de Bayona a París: Moreno Salido se encerró en el baño del vagón por el tiempo bien largo que le llevó encuerarse, desprenderse de los billetes que llevaba adheridos al cuerpo, los puestos en los zapatos y desde luego los del bolso de Emma, para ponerlos en un maletín que bien relleno no perdió de vista un segundo.

Nosotros mismos fuimos a dar en París a otro hotel modesto, llamado del Conservatorio por estar cerca del Conservatorio de Música y en la calle de ese nombre. De la legación en París conseguí que mandara a Relaciones un cable anunciando que había logrado salir de España y que me disponía a partir para Lisboa en seguida. Pero esto no resultó tan fácil: ya desde el Orinoco coincidimos con la nutrida delegación que México enviaba a los juegos olímpicos de Berlín. Y desde entonces pasamos buenos sustos cuando el general Tirso Hernández, sin decir agua va, se ponía a practicar al blanco en la cubierta, pues tenía la ambición de que él mismo y su equipo ganaran la medalla de oro en el tiro con pistola. Pero ahora resultaba que todos los barcos que podían llevarnos de algún puerto francés a Lisboa estaban ocupados con los atletas que regresaban a su lugar de origen. Tuvimos que permanecer en París hasta lograr en uno inglés un acomodo cualquiera. En el muelle nos esperaban el secretario Adolfo de la Lama, que regresaba a México, y un simple escribiente del ministerio de Relaciones Exteriores de Portugal, que marcaba así desde el comienzo la poca consideración que tendría con un representante de México. De la Lama se fue en seguida, pero no sin antes ofrecerme en venta su automóvil: de sport; en realidad de carrera, y que había chocado, según averigüé después; pero no tenía otro recurso a mano, de modo que me quedé con él. De la Lama era el tipo de diplomático pur sang: correctísimamente vestido, de buenas maneras, conocedor profundo de todos los secretos de la etiqueta, pero un observador nada sensible. En efecto, dejaba la impresión de que consideraba poco menos que normales las relaciones de México con Portugal, cuando desde San Vicente de la Barquera medí la hostilidad decidida con que veía el gobierno portugués a la República española. No se decidió por una ruptura inmediata de relaciones, pero optó por el modo más cruel de hacer imposible la vida del embajador republicano en Lisboa, y cuando vino al fin el rompimiento, el primer embajador franquista fue nada menos que Nicolás Franco, hermano carnal del que después se hizo llamar el Generalísimo. México, al contrario, tomó el partido de la República de inmediato y en términos nada inciertos.

Yo tenía que visitar desde luego al ministro de Relaciones Exteriores para entregarle mi credencial de encargado de negocios ad hoc; pero mi verdadero temor era la visita al primer ministro Antonio de Oliveira Salazar, el hombre fuerte del país y de una historia nada común. A los veintinueve años llega a profesor de economía en la Universidad de Coimbra; diez años después se le llama al ministerio de Finanzas, donde reajusta brutalmente el presupuesto y estabiliza el valor del escudo, que antes se citaba como la moneda europea más impredecible. En 1936 se le pide ser primer ministro, y ahí se queda treinta y dos años consecutivos como una autoridad indiscutida e indiscutible. Organizado Portugal como nación fachista y corporativa, Salazar venía viendo con suma desconfianza la liberalización política de España, que podía despertar en su país el deseo de una imitación violenta. Dados estos antecedentes, yo me propuse evadir toda referencia a asuntos políticos, y mucho menos a la Guerra Civil española, de modo que comencé por decirle que yo era también profesor de economía y que por eso me había interesado conocer su reforma monetaria, que en Europa y Estados Unidos era considerada como una de las más audaces y certeras; pero que como no conocía todos los antecedentes, le rogaba yo explicármela aun cuando fuera a grandes rasgos. Estoy seguro que le costó poco esfuerzo darse cuenta de mi propósito de evitar la discusión política; pero no lo dio a entender así, de modo que hizo llamar a uno de sus ayudantes para que trajera un ejemplar de la memoria que había publicado hacía años sobre el asunto; añadiendo que si después de leerla apetecía yo alguna aclaración, no vacilara en visitarlo para dármela. Pero estas precauciones mías resultaron inútiles, pues mi general Cárdenas había tomado tan a pecho defender a la República, que todos los representantes de México recibíamos extensos cables en que expresaba las opiniones de nuestro gobierno sobre la contienda de España, cables que comenzaban así: "Leerá usted in extenso al secretario de Relaciones de ese país el siguiente texto, dejándole, además, una copia escrita de él." Y seguían unos juicios tronantes sobre la participación de Alemania e Italia al lado de Franco, la negativa de los "aliados" a venderle armas y municiones al gobierno legítimo de la República y lo insostenible que era que en una contienda visiblemente precursora de la segunda Guerra Mundial, esos aliados pretendieran ser "neutrales". El general Cárdenas apelaba a esos gobiernos (y al de Portugal con más razón si se quiere) para acudir a la Sociedad de Naciones a efecto de declarar culpables de intromisión a Italia y Alemania y contener sus desmanes con una fuerza armada de la propia Sociedad.

Yo pasé a ser para la prensa, y supongo que para el propio gobierno portugués, o ministro vermelho, pues jamás se usaba mi nombre personal ni el del país al que yo representaba. Rechazado así por los círculos oficiales, y por los "sociales", subordinados, por supuesto, a una dictadura que favorecía sus intereses, me dediqué a cultivar a aquellos representantes diplomáticos que si no estaban a favor de la República, por lo menos no eran sus enemigos declarados. Por eso Emma y yo acudimos puntualísimos a la primera recepción, a cargo invariablemente del embajador de la Gran Bretaña, quien por tradición inauguraba la "temporada" al acercarse el invierno. Pero me llevé el gran susto al anunciarse que había llegado el nuncio apostólico, considerado como decano del cuerpo diplomático. Me puse de espaldas a la puerta donde entraba y animé la conversación con la persona más próxima; pero el embajador inglés llegó hasta mí, me dio un toque en la espalda e hizo la presentación de rigor. Desde la época cristera este contacto con los representantes del Vaticano había significado un problema, que en buena parte se resolvía porque los nuncios optaron en general por subrayar su actitud condescendiente. Me felicité de este buen resultado, pues al poco tiempo acudí al nuncio, como antes lo había hecho con los representantes de Francia e Inglaterra para que pidieran a los capitanes de los barcos de esas nacionalidades que recibieran de mis propias manos la correspondencia confidencial que yo mandaba a México, seguro como estaba de que las autoridades portuguesas la violaban. Pero poco después se presentó un caso de suma gravedad. Un día, paseando despreocupadamente por los muelles, me llamó la atención ver un centenar de bultos del mismo tamaño, pero cuya forma parecía un tanto irregular, sobre todo porque del cuerpo principal, un cubo, salía un cilindro de un diámetro reducido, digamos unos diez centímetros, pero de una longitud de unos cincuenta. Estaban los bultos cubiertos con un papel grueso y brillante, sin duda impermeable. Tras de cerciorarme de que nadie me veía, salté un pequeño pretil para llegar a donde estaban acomodados los bultos uno al lado del otro. Tenté la parte inferior de uno, y creí que tocaba unas ruedas; caminé hasta dar con otro en que se había desprendido algo el papel, lo rasgué un poco más y casi tuve la certeza de que aquello era un cañón. Deduje que se trataba de unos pequeños tanques que los alemanes estaban ensayando, no con fines de combate propiamente, sino de exploración, cosa, sin embargo, de gran utilidad. Decidí entonces acudir al nuncio y a los embajadores de Francia e Inglaterra para inducirlos a que me acompañaran al muelle y cerciorarse de si mis sospechas eran fundadas o no. Así ocurrió y quedaron perfectamente convencidos de que aquello era una prueba más de la ayuda militar que Franco recibía de Alemania. Estoy seguro de que dieron cuenta de lo ocurrido a sus respectivos gobiernos, pero salvo darme las gracias al despedirnos, no volvieron a referirse al asunto.

El gobierno republicano había mandado de embajador a Portugal al gran medievalista Claudio Sánchez Albornoz. Con ello deseaba indicar que, desechando al diplomático de carrera y al político, quería más que nada buscar un acercamiento cultural. Por añadidura, dotó a Sánchez Albornoz con un buen millón de pesetas para renovar la Casa de Cervantes, e iniciar un intercambio artístico y cultural entre los dos países. Pero en eso vino la Guerra Civil, y el gobierno portugués comenzó a hostilizarlo con un descaro y una perseverancia ahora sí que dignas de mejor causa. Comenzó por sustraerle toda la servidumbre de la embajada, toda ella de nacionalidad portuguesa: primero el jardinero, después la cocinera y sus pinches, más tarde el portero y el mayordomo, de modo que al mes el pobre de Sánchez Albornoz y sus secretarios tenían que vivir de latas, de jamón, queso y pan, que algún secretario en persona tenía que comprar en varias tiendas de abarrotes. Y le hacían jugarretas ofensivas que le demostraban al embajador que sin remedio posible estaba en las garras de las autoridades portuguesas. Una de ellas lo irritó hasta el paroxismo: mientras dormía su tradicional siesta, unos polizontes portugueses arriaron la bandera republicana y en su lugar izaron la franquista, con el resultado de que se juntaron frente a la embajada grandes grupos de transeúntes a contemplar aquel espectáculo del que no había dado noticia la prensa del día. Lo más grave, sin embargo, fue que una hermosa mañana Sánchez Albornoz se desayunó con la noticia de que no podía sacar dinero del banco porque el gobierno portugués había congelado su cuenta. Solía llamarme por teléfono para quejarse de todas aquellas triquiñuelas hasta que le hice notar que podía estar seguro de que la "policía internacional" oiría nuestras conversaciones. Por eso se presentó sin previo aviso en la legación para pintarme el cuadro desolador de que no tendría dinero siquiera para comer. Le pregunté si había comunicado la noticia a su gobierno, y le aseguré que podía ir a comer conmigo mientras se aclaraba o se oscurecía su situación. Al día siguiente recibí un cable cifrado de la Secretaría de Relaciones indicándome que acudiera al Banco del Espíritu Santo a recoger cien mil pesetas, que debía entregar en billetes a Sánchez Albornoz. Me hice el cuadro peor posible. Desde luego, nuestra legación había sido ya asaltada una buena tarde en que con toda la familia Cosío había ido al cine. El asalto, por supuesto, terminó con la violación de la caja fuerte, sin duda en busca de la clave con que cifraba mis cables confidenciales a Relaciones. No la hallaron, pues en previsión de semejante atentado, cada vez que yo salía de la legación la guardaba debajo del colchón de alguna cama, tras del espejo o dentro de un jarrón de la sala. Aun así, nadie podía garantizarme que no la hubieran visto los asaltantes. Supuse entonces que el gobierno portugués sabía de ese envío extraordinario, o que el banco mismo se lo había comunicado, pues en el Espíritu Santo tenía yo la cuenta de la legación, y el banco sabía que yo recibía cada mes un único y bien modesto envío de dinero. Imaginé entonces que para impedir la llegada de los fondos a Sánchez Albornoz, el gobierno portugués no vacilaría en simular un asalto a mi bella persona, dándome después todo género de excusas y asegurándome que toda la policía había sido movilizada para localizar a los malhechores y castigarlos ejemplarmente. Con gran extrañeza del chofer, a quien yo consideraba un espión policiaco, manejé el automóvil para llegar al banco a la hora precisa en que abría sus puertas, pues entonces los clientes serían pocos y podría yo descubrir mejor los movimientos de los asaltantes. Me enfundé en mi abrigo, y en su bolsa derecha puse mi vieja compañera Smith Wesson 38 Especial. Nada ocurrió, sin embargo: visiblemente sorprendido, pero sin hacer comentario, el empleado me entregó en billetes aquella gruesa suma, que coloqué un poco forzadamente en la otra bolsa del abrigo, y la emprendí a toda máquina hasta la embajada española, todavía temeroso de que el asalto se haría en el camino, bastante solitario por estar la embajada fuera de la ciudad. Le hice entrega del dinero a Sánchez Albornoz, quien lloró de alegría, de la que me quiso hacer partícipe ofreciéndome una copa de sidra a las nueve y media de la mañana. Pero poco le duró, pues una semana o diez días después, el gobierno portugués resolvió romper relaciones con la República, de modo que tuvo que embarcarse para Francia. No lo fue a despedir el más infeliz funcionario portugués ni tampoco sus secretarios, que se convirtieron en seguida al franquismo. Pero en todos los periódicos apareció una fotografía que pintaba la soledad del representante republicano: sólo yo lo acompañé, y por eso al pie de la fotografía apareció el siguiente pie: "Un ministro rojo despide a un ex embajador rojo".

Yo heredé el edificio de la legación de quién sabe qué antecesor. No estaba en un barrio residencial propiamente, pues en la misma calle había un taller mecánico de automóviles y un gran salón de bailes populares. La parte de recibo se componía de una serie de saloncitos, cada uno de ellos atestado de muebles dizque antiguos, y, desde luego, uno chino, otro marroquí, etc. Pero el desmantelamiento era completo en materia de vajilla, cuchillería, vinos y licores, etc. No sólo eso, sino que las camas y las almohadas estaban rellenas de pedazos de corcho, según una vieja tradición portuguesa. Era difícil el descanso y poco menos que imposible el sueño. Me tracé un plan de compras paulatinas para hacer una vida más confortable y poder dar una recepción al otoño siguiente. Para mi fortuna, estaba en nuestra legación de Londres Paco Vázquez Treserra, amigo mío. El primer mes le encargué colchones y almohadas; el segundo, un juego de cubiertos; el tercero, algunos cigarrillos, y dejé para después la vajilla, los vinos y licores. En esas andaba yo, cuando recibí una comunicación de Relaciones anticipándome que desde el mes siguiente mi sueldo sería rebajado en un veinte por ciento. Ahora sí que se me cayeron las alas del corazón: primero, yo había buscado en la legación de Lisboa un descanso al ajetreo de Washington, con el resultado de que caí en el infierno de aquella sociedad y de aquel gobierno que sin tacto ni disimulo me hacían la vida bien amarga; el trabajo era de todo el día y en ocasiones bien entrada la noche; nunca antes había puesto tan completamente mis cinco sentidos en servir al gobierno como ahora; por último, lejos de seguir el camino bien sabido de los diplomáticos mexicanos que se enconchan para ahorrar algo de sus miserables sueldos, yo lo estaba invirtiendo para poder actuar con decoro. Y no podía olvidar un hecho reciente: estando en Buenos Aires después de asistir en 1935 a una conferencia económica, fui llamado con urgencia por Relaciones, y al llegar a México se me informó que, por primera vez en la historia del país, los secretarios de Hacienda y de Relaciones se habían puesto de acuerdo en designar a una persona que estudiara los sueldos y otros emolumentos que debían pagarse a los miembros de nuestro Servicio Exterior. Dos meses me llevó hacer el estudio, y usando datos numéricos y frecuentes comparaciones, llegué a recomendar que deberían subirse de inmediato al menos en un treinta y tres por ciento. Dados todos estos antecedentes, decidí escribirle una carta privada, personal, al ministro Hay, añadiendo que siendo yo el único representante que México tenía, y podía tener, del lado franquista, y dado también el que la Guerra Civil española había creado en la legación condiciones imprevistas, debía considerarse mi caso como algo especial. Cité uno que por su patetismo me pareció convincente. De aquella tristemente célebre matanza de Badajoz, escapó una media docena de campesinos, que se hicieron los muertos y huyeron mientras los soldados franquistas cavaban la inmensa fosa en que arrojaron unos trescientos cadáveres. Los fugitivos llegaron a Lisboa hambrientos, con las ropas desgarradas y los zapatos deshechos. Hubo necesidad de permitirles que se bañaran y afeitaran en la legación para que pudieran sacarse unas fotos; darles pasaportes mexicanos y una buena dotación de dinero para salir de Lisboa e ir a buscar trabajo en algún pueblo distante. Mi carta fue a dar a manos del subsecretario Ramón Beteta y ocurrió lo que vemos todos los días: más papista que el papa, Beteta consideró que yo había cometido un crimen de lesa Patria, puesto que ignoraba la profunda labor revolucionaria de Cárdenas y el consecuente empobrecimiento del erario público. Por eso, lejos de aconsejar que Hay me escribiera privadamente, como yo lo había hecho, diciéndome que dada esa mala situación económica era imposible reconsiderar el acuerdo, resolvió cesarme, como lo hizo, en efecto.

Por supuesto que me dolió semejante paso, si bien no faltaron compensaciones. La primera vez que me encontré a Beteta en el velorio de Genaro Estrada, lo dejé con la mano tendida delante de una docena de personas, pues quise indicarle que sabía yo quién había dictado mi cese. Pues bien, con los años Beteta me cortejó para que olvidáramos el incidente. Otra satisfacción lejana fue que pasados también varios años un secretario de lo que era ya embajada de México en Portugal, curioseando entre los viejos archivos, dio con la copia de mi carta a Hay, la reprodujo y la envió a buen número de nuestras misiones, como un ejemplo de alegato moderado pero firme en contra de esas rebajas inopinadas de los sueldos de nuestro Servicio Exterior. Pero la satisfacción inmediata fue que a mi general Cárdenas se le ocurrió sustituirme con el eminente escritor y "auténtico revolucionario" Alejandro Gómez Maganda, con el resultado de que el gobierno portugués le negó el beneplácito. La noticia la recibí de la mismísima Secretaría de Relaciones, que me recomendaba dársela al interesado e impedir su desembarco en Lisboa para evitar el ridículo. Me trepé al barco atropellando a todo el mundo, y se la di, si bien se negó a continuar su viaje porque lo llevaría a no recuerdo qué remota región del globo. No me preocupó regresar a México y buscar una nueva colocación, pues allí estaba el Fondo al que deseaba consagrarle todo mi tiempo. En cambio, me hizo cavilar el brete en que me colocaba el general Cárdenas. Acababa yo de recibir una carta de Luis Montes de Oca en que me decía que el presidente me autorizaba a trasladarme a la España republicana para que en su nombre y representación gestionara con las autoridades competentes el traslado a México de un grupo de intelectuales españoles que prosiguieran en nuestro país sus cursos o investigaciones, interrumpidas por la Guerra Civil. La de Montes de Oca era una respuesta a una carta mía anterior en que le pintaba la desesperada situación de esos intelectuales y lo hermoso que sería el gesto de invitar a algunos de ellos a proseguir sus cursos o investigaciones en México mientras la República se imponía a los franquistas. Le dije que como las universidades, las bibliotecas, los archivos y laboratorios estaban cerrados, el gobierno republicano tuvo la idea generosa de crear "casas de cultura", a las que ciertamente concurrían los intelectuales, sólo para que sin poderlo evitar hablaran de la Guerra, amargándose más la existencia. Esto sin contar con que la inseguridad que creaban los arrestos arbitrarios y aun los asesinatos, les habían creado una sicosis próxima ya a la demencia. Me dirigí a Montes de Oca para hacerle llegar al presidente esta idea porque era hombre expedito, tenía buenas relaciones con Cárdenas y era capaz de entender estas cosas. Al recibir la respuesta de Montes de Oca, tuve el impulso de cablegrafiarle encargándole preguntar a Cárdenas en calidad de qué iba yo a hacer esa gestión, que obviamente no podía emprender un triste cesante. No lo hice por dos consideraciones: primera, porque desconfiaba de que el presidente advirtiera de verdad la conducta contradictoria de un gobierno que tras de cesar a un funcionario, le da una misión oficial; y segundo, que era más importante arreglar un asunto en que se jugaba el bienestar, incluso la vida, de un grupo de escritores e intelectuales distinguidos.

Aunque sin acreditarse ante el gobierno portugués, entregué formalmente la legación a Gómez Maganda; mi suegra, Gustavo y Emma chica se embarcaron para regresar directamente a México; Emma y yo, en compañía de Gabriela Mistral, la emprendimos para París. Según se sabe, el Congreso de Chile había aprobado hacía años una ley nombrando a Gabriela de por vida cónsul de Chile, y facultándola para abrir un consulado donde quisiera. Al amparo de semejante autorización, Gabriela buscaba, o un sitio de clima benigno, o aquel que tuviera un marcado interés artístico e intelectual. Por la primera razón había escogido Lisboa, a donde la encontramos ya instalada cuando llegamos nosotros. Esto de "instalada" era un decir, pues Bernardo Ponce y una fornida alemana con la que entonces andaba, más otras dos parejas, habían llegado a Lisboa de Madrid para alquilar una casa en que pasar el verano. Todos eran estudiantes, de modo que sus fondos escaseaban, pero al estallar la Guerra Civil; resultaron nulos. Entonces acudieron a la protección de Gabriela, quien los invitaba a comer casi a diario. Quedándose en su casa hasta bien entrada la noche, Gabriela los dejaba en cuanto podía, y por eso nos buscaba prácticamente todas las tardes. Ibamos a algún café a tomar té y conversar largo y tendido. Gabriela era una mujer extraordinaria de verdad: buena moza, conversadora atractiva e infatigable, tenía un raro sentido de comprensión cristiana. A cada defecto le hallaba una virtud compensadora, y en la debilidad veía siempre el comienzo de la fortaleza. Y no dejaba de tener un magnífico sentido del humor. Considerada liberal, era objeto de una vigilancia policiaca continua, cosa que le divertía al grado de invitar a su perseguidor en turno a meterse en el cine con ella para evitarle la espera, la lluvia o la nieve, y eso, por supuesto pagándole la entrada. Ése, en realidad, era el inconveniente de la amistad con Gabriela: el gobierno portugués veía en tal amistad la más plena confirmación de que estaba obligado a espiar todos nuestros movimientos. En París apenas estuvimos unos días: Gabriela y Emma se fueron a Copenhague, donde Palma Guillén era nuestro ministro, y yo me dediqué a organizar mi viaje a España, tarea nada fácil.

Al fin conseguí pasaje en un avión que partía de Tolón, a donde me trasladé por ferrocarril. El vuelo era breve y se hizo sin novedad, excepto al llegar a Valencia, pues un escuadrón de aviones italianos, al mando nada menos que del conde Ciano, estaba empeñado en hundir un petrolero soviético que llevaba a los pobres republicanos algo de combustible. A los quince minutos desistieron de la hazaña, y pudimos así aterrizar. Me dirigí en seguida al hotel Reina Victoria, viejón, pero espléndido por su cocina y su bodega de vinos. En mi primer almuerzo vi en el comedor a Margarita Nelken, que acometía con decisión una soberbia paella. No perdí al día siguiente la ceremonia anunciada en la prensa: el cambio de nombre de una calle, que dejaba de llamarse Isabel la Católica, para ser conocida como "Margarita Nelken". (Al llegar los franquistas, Margarita fue sustituida por García Sanchiz, en una clara degradación de nombres.) Busqué en seguida a don Enrique Díez-Canedo para que me aconsejara cómo podía entrevistarme pronto con José Giral, entonces ministro de Estado, o sea de Relaciones Exteriores. En seguida me dieron la cita para el día siguiente. En otro de esos buenos gestos, el gobierno republicano había enviado a don Enrique de embajador en Argentina; pero no tardó mucho sin que renunciara para regresar a España, gesto de valor que no tuvieron todos los españoles a quienes pescó la guerra en el extranjero. Yo llegué a Valencia al año justo del levantamiento de Franco, pero para entonces la República había comenzado a retroceder: dominaba buena parte del sur y del poniente, pero había dejado Madrid, para refugiarse en Valencia, ciudad ésta que era objeto de bombardeos aéreos, sobre todo nocturnos. Por eso, yo, que jamás había pasado por una experiencia semejante, le pregunté a don Enrique cómo le advertían a uno la proximidad del ataque, a dónde se refugiaba uno y, sobre todo, qué se sentía. Don Enrique me explicó todo: era imposible dejar de oír las sirenas, aun estando profundamente dormido, porque tenían un sonido increiblemente agudo, que en realidad perforaba los oídos, además de sonar por toda la ciudad. No había propiamente refugios antiaéreos, pero se suponía que todos los habitantes de un edificio bajaban al sótano, donde quedarían algo protegidos. Él, sin embargo, tras de acatar esta regla y durante algún tiempo, llegó a optar por quedarse en su dormitorio, y aun se atrevía a asomarse a la ventana para ver cuántos aviones venían. Era realmente admirable la compostura y el buen humor de don Enrique: tan pequeñito y tan frágil; con su familia fuera de España, un hijo en el frente y otro próximo a entrar en él; sin un puesto oficial ni en qué ocuparse, digamos en sus críticas teatrales de otros tiempos. Lo cierto es que fui a dar a mi hotel bien temprano, y como hacía bastante calor, opté por echarme en la cama completamente desnudo. Poco después de la media noche me despertaron, no las sirenas sino unos golpazos a la puerta de mi cuarto y unas voces destempladas de un mozo del hotel que gritaba a voz en cuello: "¡Al refugio, al refugio!". Me levanté como de rayo, pero me di cuenta de que estaba desnudo y que no podía lanzarme así al sótano del hotel. Me entró entonces la duda, que me pareció, y me sigue pareciendo, ridícula: si me daría tiempo de ponerme la pijama y la bata, pues bien me podrían pescar las bombas en las escaleras, camino al refugio, con un peligro mortal, o si me quedaba en la habitación, donde estaría mejor protegido. Opté por esto último y queriendo emular a don Enrique me asomé a la ventana, pero nada vi. Al día siguiente me enteré por la prensa de que el objetivo había sido el ministerio de Guerra, bastante distante del hotel, pero a lo que habían dado los aviones italianos era a un convoy de unos ocho tranvías, con un saldo de doscientos y tantos muertos.

Pude arreglar el asunto que me llevaba con bastante prontitud, y sin ningún tropiezo, pues nadie puso en duda que yo hablaba en nombre del presidente de la República. José Giral, hombre afable, como que descansó al hablar conmigo, pues metida la República en un callejón internacional sin salida, debió parecerle que al fin alguien se acomedía a aligerarle el peso que llevaba a cuestas. Agradeció la oferta y ofreció dar todo género de facilidades para llevarla a cabo. El ministerio de Educación estaba en manos de comunistas, pues eran viejos miembros del partido el secretario Hernández, ausente de Valencia en ese momento, y Wenceslao Roces, el subsecretario, con quien traté el asunto. Acogió bien la idea, pero surgió un tropiezo, pequeño, pero que quise aclarar en seguida. Roces me dijo que para hacer resaltar la importancia de la invitación, el gobierno español le daría a los intelectuales invitados la categoría de "embajadores culturales". Me permití aclarar que un embajador, sin importar que fuera cultural o de otra naturaleza, era nombrado por el gobierno que lo enviaba, mientras que en este caso México tenía ya hecha una lista del primer grupo invitado. Asimismo, el gobierno que manda a un embajador tiene el derecho de retirarlo a su arbitrio, situación diferente, pues el gobierno mexicano quería reservarse la determinación del tiempo durante el cual los invitados permanecerían en el país. Finalmente, el gobierno que manda a un embajador paga sus gastos de viaje y de mantenimiento, caso en el que yo creía no quería colocarse el gobierno español. Roces acabó por darme la razón, de modo que le entregué la lista de invitados, cuya copia había dejado también a Giral.

"Décimo tramo"

Cumplida mi misión en Valencia, me dirigí a París, donde ya me esperaba Emma, de regreso de su viaje a Dinamarca. Jóvenes todavía, y por añadidura insensatos, decidimos gastar hasta el último centavo en despedirnos de Europa. Lo de despedirse era exacto, pues la contienda española anunciaba que no tardaría en abatirse sobre Europa, y sobre el orbe todo, una segunda Guerra Mundial. En Holanda y Bélgica, pero sobre todo en Italia, era de verdad impresionante ver el sinnúmero de gentes que salían de sus países por la primera vez ante la corazonada de que esa podía ser la última que pudieran hacerlo. Nada tan emocionante, sin embargo, como ver por las malísimas carreteras italianas hombres y mujeres de edad avanzada, con el cabello enteramente blanco y de cutis arrugado, más los cuerpos inseguros, correr a velocidades increíbles en una motocicleta por esas carreteras. No nos contagiamos hasta ese extremo, de modo que viajamos en ferrocarril sin más precipitación que la impuesta por el dinero que día en día menguaba. Pero sí nos contagiamos, y en un grado mucho mayor, del ansia de verlo todo y grabarlo en nuestra mente, pues si a los próximos les parecía inseguro poder viajar en el futuro inmediato, a nosotros, tan lejano como parecía y estaba México, y sin empleo, la inseguridad era seguridad plena de tener que permanecer en casa. Había, además, otra consideración limitativa a esta última andanza europea: deseábamos estar en México a tiempo de recibir y acomodar a los invitados españoles. Lo logramos, pues vimos llegar a José Moreno Villa y Adolfo Salazar procedentes de Washington, y a José Gaos de París, y cuando llegó la familia Díez-Canedo, se organizó toda una comitiva que los aguardó en el puerto de Veracruz: Manuela Reyes, Consuelo Nieto y Emma.

Se decidió pronto crear la Casa de España en México, la institución que los acogería y encauzaría sus nuevas actividades. Al frente de esa institución quedamos Alfonso Reyes y yo, como presidente y secretario, dos "rehabilitados" recientes del presidente Cárdenas. Jaime Torres Bodet, jefe del departamento diplomático en la Secretaría de Relaciones, organizó una vasta intriga que le costó a Alfonso su puesto de embajador en Brasil. Olfateando la mala situación económica del gobierno, Jaime propuso cesar a todos los jefes de nuestras misiones y sustituirlos con encargados de negocios, que ganaban sueldos menores y a quienes no se les daba gastos de representación y mantenimiento de la misión. Por supuesto que él quería hacerse cargo de la legación en París. El presidente aceptó la idea sin mayor reflexión, y ordenó ejecutarla en seguida, y esto a pesar de que se venían encima los problemas diplomáticos que trajo la expropiación petrolera y de que el ahorro apenas alcanzaría unos escasos doscientos mil dólares.

Se sabe, en efecto, que las compañías expropiadas acudieron a los tribunales de Francia, Italia y Alemania. para impedir que México vendiera su petróleo a compradores de esos países. Entonces se pensó que era indispensable romper a toda costa ese bloqueo, y se puso la esperanza en que Brasil, país amigo y necesitado de comprarlo, se prestara a ello. Para esta negociación no servía un tercer secretario encargado de negocios, de modo que Cárdenas le pidió a Alfonso Reyes que la hiciera volviendo a Río. Pero como Alfonso nada sabía de petróleo, se le dio la jefatura de la misión a un ingeniero civil, que nada sabía tampoco de petróleo, pero que se había ganado la confianza del presidente con una locuacidad abundante, si bien torpe y hueca. Aun así de rebajado formalmente, Alfonso, valiéndose de las amistades que había creado en los círculos oficiales, logró que Brasil hiciera una compra de petróleo mexicano, un tanto simbólica, pero que tenía un gran valor político internacional, pues rompía el bloqueo, y un valor interno, ya que hizo nacer la esperanza de que el país comenzaba a salir de aquel atolladero. Por eso mi General se creyó obligado a pagar el servicio prestado con el nombramiento de presidente de la Casa de España en México. Esta pequeña historia ilustra la falta de sindéresis con que proceden nuestros gobernantes y, al mismo tiempo, cómo, a pesar de ella, y de todo, las cosas pueden acabar por salir bien. En efecto, no podía pensarse en otra persona más apropiada que Alfonso: conocía y quería a España; era amigo personal y viejo de varios de los invitados, y se le consideraba como el escritor mexicano más ilustre. Y Alfonso, por su parte, aunque vivía feliz en Río, consideraba desde hacía tiempo que no podía ya sustraerse a la prueba de reintegrarse al país y trabajar en él. Y aun cuando me pesa decirlo, la modestísima rehabilitación que me ofreció el presidente Cárdenas resultó bien, pues Alfonso, como administrador de la Casa, o de cualquiera otra institución, tenía muy serias limitaciones: carecía de todo sentido de organización nunca se interesó en enseñar, él, personal y directamente, y menos a través de cualquier institución. Su interés único era su trabajo personal de escritor. Por todo esto Alfonso pronto me propuso la fórmula ideal del gobierno dual de la Casa: él se encargaría de decir sí, y yo de decir que no.

Muchos problemas se nos echaron encima, por supuesto. El más inmediato era el acomodo material de los nuevos huéspedes; para ello acudimos a nuestras señoras: Manuela Reyes, Emma, Consuelo Nieto, etcétera. El de Alfonso y el mío nacía de esta gran duda que nos angustiaba: ¿el intelectual mexicano aceptaría la presencia de los españoles? ¿No estallaría nuestra conocida xenofobia? Pensábamos de un modo especial en Antonio Caso, compañero y amigo de Alfonso, y maestro mío: muchos de sus viejos y más distinguidos discípulos habían dejado de acompañarlo para atender sus propios intereses; Vicente Lombardo Toledano primero, y después Samuel Ramos, lo atacaron ruda y públicamente; no tenía desde hacía tiempo ningún puesto administrativo en la Universidad, estando reducido a sus dos viejos cursos en la Escuela de Altos Estudios. ¿Qué acogida, o qué embestida, le daría a José Gaos? Mucho más joven que él, con la aureola del discípulo más cercano de Ortega y Gasset; formado en la filosofía alemana, cuyos textos originales podía leer directamente y, por si algo faltara, Gaos no era precisamente un hombre de trato suave o diplomático, sino más bien de pensamiento y de palabra directos. Y estaba Gonzalo Lafora, médico, pero siquiatra, es decir, de una especialidad poco menos que desconocida en México. También nos preocupaba Juan de la Encina, tanto por su temperamento secón como porque su especialidad en la pintura moderna lo llevaría sin remedio a juzgar los murales de Diego y de Orozco, considerados entonces como un patrimonio nacional intocable. También nos parecía dudosa la acogida que podría recibir Adolfo Salazar, tanto por carecer de títulos académicos, como por practicar la crítica y la historia musical, oficios que se conocían poco aquí, pero que reclamaría más de un aficionado en cuanto apareciera el punto de comparación de Salazar. Teníamos plena seguridad en el éxito personal de don Enrique Díez-Canedo, pues era hombre sin pretensiones, afable, con un buen sentido del humor; pero carecía también de título académico y su actividad principal, la crítica teatral, no había llegado a ser en México una especialidad reconocida, además de ejercerse habitualmente en los diarios, lo cual hacía necesario conectarlo con alguno de los nuestros, cosa nada sencilla. Pepe Moreno Villa era simpatiquísimo, buen narrador de historias e historietas, pero también con una ubicación intelectual poco clara, que no se ajustaba a los cánones conocidos aquí, pues su carrera profesional era la de archivólogo, que no pensaba ejercer aquí. Bal y Gay era poco conocido en España misma, y del todo desconocido en México. Se le invitó porque en el famoso Centro de Estudios Históricos de Madrid había iniciado unos estudios novedosos del folklore español, pues los hacía combinando la apreciación literaria con la musical. Supusimos que siendo el nuestro tan rico y tan poco explorado bajo ese doble ángulo, podría abrirse pronto camino en México.

No tardaron en disiparse nuestros temores, pues no hubo uno solo de nuestros invitados que no tuviera un éxito claro y pronto. José Gaos, con un sincero afecto respetuoso, se acercó sin vacilar a Antonio Caso, y éste lo acogió sin reservas. Gaos hizo su presentación en el viejo Paraninfo de la Universidad, lleno siempre, y a pesar de que no era en absoluto ni orador ni actor, fue seguido en sus explicaciones, que a veces se extendieron a una hora y media, con una breve interrupción, en que la gente las comentaba. El aula magna de la vieja Escuela de Medicina también se llenó para escuchar a Lafora, un expositor claro y de estudiada dramaticidad. Juan de la Encina comenzó a ofrecer en la Facultad de Filosofía y Letras cursos monográficos sobre los grandes maestros de la pintura. Adolfo Salazar se puso a publicar libro tras libro. Pepe Moreno Villa hizo lo mismo, y también dio cursos públicos, de los que salió bien librado a pesar de que su experiencia pedagógica era limitada. El propio Bal y Gay tuvo un gran éxito, pues en su primera conferencia sostuvo la tesis novedosa, que ilustró recitando la letra y tocando en el piano la melodía correspondiente, de que existía, como si dijéramos un suelo o denominador común en el folklore de todos los países o regiones del globo, y que sus diferencias específicas eran tan sólo de segundo grado. El público se mostró escéptico al escuchar el planteamiento teórico de esta tesis, pero de allí pasó a la sorpresa y al acuerdo al escuchar la letra y la música de las canciones que todos nosotros considerábamos mexicanísimas, repetidas en sus trazos fundamentales en canciones, no ya españolas, pues aquí el parentesco se había admitido ya, sino francesas, italianas, marroquíes o griegas.

Así, la nueva institución se encarrilaba bien, y no sólo en la capital de la República sino en la provincia, pues desde el comienzo hicimos una política firme presentar en ella a los recién llegados para beneficio de sus respectivas universidades y como justificación del dinero que el gobierno federal había puesto y ponía en la empresa. Pero no pasó mucho tiempo sin que la Casa sufriera su primer sacudimiento: la República perdió la guerra y vino con la derrota la emigración de gran número de españoles, entre los cuales se contaban pocos intelectuales pero numerosos profesionistas, que de un modo natural trataron de acogerse a la Casa. El grupo mayor era el de médicos, pero no faltó algún hombre de ciencia, como el químico Antonio Madinaveitia. Acogimos a un corto número de esos médicos, pero en el claro entendimiento de que su posición de la Casa sería estrictamente provisional, o sea mientras ellos mismos y nosotros les buscábamos un acomodo en instituciones más apropiadas a sus respectivas especialidades, o mientras abrían consultorios propios. En el caso de Madinaveitia, acudimos a la Fundación Rockefeller para poderle construir dentro de la Escuela de Ciencias Químicas un humilde laboratorio, donde él y un pequeño grupo de estudiantes avanzados hicieran experimentos encaminados al aprovechamiento industrial de ciertos productos mexicanos hasta entonces desperdiciados. El problema más serio, sin embargo, era que la Casa, concebida como un alojamiento transitorio, es decir, mientras la República se imponía a los sublevados franquistas, se veía ahora, en 1939, ante la disyuntiva de desaparecer o transformarse en una institución permanente con fines distintos y aun con un nombre nuevo.

Alfonso y yo pensamos que de ninguna manera podía llamarse universidad o una variante cualquiera de este nombre, no sólo porque suscitaríamos el recelo de la Nacional, sino porque no teníamos, ni podíamos esperar tener los recursos indispensables para una empresa de esa magnitud. No sólo eso, sino que particularmente yo pensé en que, por el contrario, la nueva institución tenía que ser pequeña; con fines estrechamente limitados, porque sólo así resultaría gobernable. De hecho, se llegó desde entonces a la idea de que la Universidad Nacional, y todas las de provincia, tenían que hacer frente al problema inevitable de la educación de masas, y que si lo resolvían, se harían acreedoras al reconocimiento del país. La nueva institución en cambio, podía y debía dedicarse a preparar la élite intelectual de México. Por eso se resolvió restringirla al campo de las humanidades, dejando abierta una puerta, sin embargo, para las ciencias sociales. Y debía también llevar un nombre que indicara claramente que ahora se trataba de una institución puramente mexicana, y que serviría a nuestros intereses nacionales. Ese fue el origen de lo que se llamó El Colegio de México, nombre que ofreció, sin embargo, un pequeño tropiezo inmediato, y otro mayor algún tiempo después. El primero fue que existían ya dos o tres escuelas primarias privadas que se llamaban "Colegio México". Y el segundo, que cuando a iniciativa de Antonio Caso se pensó en crear una institución cuyo modelo era el College de France, se quiso llamarla El Colegio de México. Advertido de este peligro, me disparé a conversar con Octavio Véjar Vázquez, entonces secretario de Educación y compañero mío en la Escuela de Derecho. A más de explicarle los enredos que se armarían con esta duplicación de nombres, le informé que el nuestro estaba registrado debidamente, y que estábamos dispuestos a recurrir a los tribunales para hacerlo respetar.

La verdad es que Véjar Vázquez planeaba echarle mano a nuestro Colegio, quizás porque, como se explicará después, la Secretaría de Educación Pública no participaba en su gobierno, a pesar de salir de su presupuesto buena parte del subsidio oficial. En realidad, quien le había calentado la cabeza a Véjar, armando toda la intriga, fue Joaquín Xirau. Había llegado un poco después que los otros, pero fue incorporado inmediatamente al Colegio, donde compartió con José Gaos los cursos y seminarios de filosofía. No sólo eso, sino que pronto, como Gaos, se ligó al Fondo de Cultura Económica, para el cual preparó la traducción de obras excepcionales, como la Paideia de Jaeger. Pero Xirau tenía un lado flaco tremendo: su ingobernable vanidad. Era, sin duda, un hombre bien parecido, pero se creía un don Juan irresistible; sin duda también era hombre bien preparado, pero reclamaba el primer lugar, de modo que le molestaba que un hombre más joven, y de la Universidad de Madrid, compartiera los lauros académicos con todo un profesor titular de la Universidad de Barcelona. Y no digamos con Antonio Caso o Samuel Ramos, o con Eugenio Ímaz, que no había logrado hacer su doctorado.

Nosotros le hicimos llegar al presidente Ávila Camacho los rumores de este complot, con el resultado de que rara vez he visto resolver un conflicto con una elegancia tan consumada. Don Manuel nos mandó pedir una lista de los profesores y autoridades del Colegio, y nos indicó que nos esperaba a comer en el Casino Militar un día determinado. Y en ese día le pidió a Véjar que pasara por él a Palacio porque quería que lo acompañara, pero sin decirle a dónde ni para qué. Se dispuso la mesa en forma de una T, cuyo lado principal fue ocupado por el presidente y los profesores del Colegio, excepto Joaquín Xirau. Y en los otros dos costados quedaron Xirau, junto a Véjar y los miembros de la Junta de Gobierno del Colegio: Gustavo Baz, Eduardo Villaseñor, Enrique Arreguín, Alfonso y yo. Por supuesto que todo el mundo entendió lo que había querido indicar don Manuel con aquella comida, en la que no se dijo discurso alguno. Cesó la intriga, y El Colegio conservó su nombre y volvió a su vida normal.

No era fácil idear un sistema de gobierno para El Colegio, pues, por una parte, era menester darle cabida a las instituciones que aportaron los fondos para su sostenimiento, y por otra, tendría que quedar su dirección real en manos de gente académica. Se acabó por idear un órgano superior, la llamada Asamblea de Socios Fundadores, que fijaba el presupuesto de egresos y el de ingresos, además de nombrar una Junta de Gobierno para un periodo de tres años, y a cuyo cargo estaba considerar el plan general de actividades del Colegio. En fin, la tarea ejecutiva quedaba a cargo de un director y de un secretario, que en nuestro caso éramos asimismo miembros de la Junta de Gobierno. El presidente Cárdenas había dictado un acuerdo en julio de 1938 creando la Casa de España en México, en el cual se hablaba de que la gobernaría un patronato compuesto por el rector de la Universidad Nacional, un representante del Consejo Nacional de la Educación Superior y otro de la Secretaría de Hacienda. La verdad es que no nos apegamos mayormente al acuerdo presidencial, no sólo porque el llamado Patronato pasó a ser la Junta de Gobierno, sino porque el supuesto representante del Consejo de Educación Superior lo fue en realidad del Instituto Politécnico Nacional, recientemente creado por el presidente. En fin, porque a los tres miembros previstos del Patronato, se agregaron dos más. Así, la primera Junta de Gobierno del Colegio, que, por lo demás, duró muchos años, quedó constituida por Alfonso Reyes como presidente, y en representación del Colegio mismo; por mí, como secretario y con igual representación; Gustavo Baz, en nombre de la Universidad; Eduardo Villaseñor, de Hacienda y después del Banco de México, y por el médico Enrique Arreguín, con la representación del Politécnico.

Quedaba un problema serio, a saber, la validez jurídica de los estudios que se hicieran en El Colegio, así como de los títulos que otorgara para ampararlos. Desechamos sin vacilar incorporarnos a la Universidad Nacional, pues eso suponía que tendríamos que adoptar sus planes de estudio, sus métodos de trabajo y sujetar a nuestros estudiantes a exámenes hechos por sinodales nombrados por ella. Además, nosotros nos propusimos contar con profesores y estudiantes de tiempo completo. En cuanto a los primeros, no había dificultad si podíamos ofrecer un sueldo suficiente para dedicarse exclusivamente a enseñar en El Colegio, y como en aquellos felices tiempos esto se conseguía con seiscientos pesos mensuales, la cosa no ofrecía mayor problema. En cuanto a los estudiantes, ofrecer becas que les hiciera innecesario un trabajo cualquiera. El ofrecimiento de esas becas, además, permitiría someterlas a remate, de modo de poder escoger a los mejores aspirantes. Esto sin contar que el estudiante quedaba advertido de que a la menor falla en el esfuerzo o en el talento, perdería la beca. Nos propusimos también trabajar con grupos reducidos de estudiantes, no mayores de veinte, para que los profesores llegaran a distinguirlos y tratarlos individualmente. Por añadidura, dotamos a los profesores de un cubículo, cuyas puertas quedarían abiertas a los estudiantes para que en todo momento pudieran conversar con ellos. Por último, los profesores convinieron en que desde el primer día darían a sus alumnos una bibliografía de cada curso y un calendario de lecturas, de modo que el estudiante trabajara por su cuenta en la biblioteca mucho más tiempo que el dedicado a las explicaciones orales del profesor. Una de las consecuencias de todos estos arreglos era que los cinco años requeridos por la Universidad Nacional para otorgar una maestría, quedaban reducidos a tres, un nuevo incentivo para que el estudiante ingresara en El Colegio. Todo esto hacía incompatible nuestra incorporación a la Universidad, de modo que los primeros estudiantes de historia de El Colegio obtuvieron su maestría mediante un examen oral y escrito hecho en la Escuela Nacional de Antropología. Más tarde se hizo legalmente posible celebrar un convenio con la Secretaría de Educación Pública mediante el cual El Colegio quedaba facultado para hacer sus propios planes de estudio y conceder en su propio nombre los grados de maestro y doctor.

Completaron estos arreglos otras dos decisiones que se tomaron desde el comienzo. La primera, que sólo habría dos autoridades generales del Colegio, el presidente y el secretario; pero que los estudios se organizarían en "centros", al frente de los cuales habría un director, a cuyo cargo quedaría la vigilancia diaria de su respectivo centro. Los dos primeros fueron los de historia y lingüística, y más tarde los de relaciones internacionales, de estudios orientales y el de economía y demografía. La segunda decisión fue darle una gran importancia a las publicaciones del Colegio, los libros y revistas. Los primeros serían el resultado de las investigaciones originales de los propios profesores y de los estudiantes que se fueran graduando. En cuanto a las revistas, se dispuso que cada centro tuviera una propia, dedicada a recoger los artículos y reseñas de libros de la respectiva especialidad. Se dispuso, por último, que las revistas debieran nutrirse de colaboraciones no sólo de los profesores y estudiantes del Colegio, sino de escritores de cualquier institución superior del país y del extranjero.

Todo esto, repito, se dispuso desde el comienzo y se ha aplicado en la realidad, con los retoques que el crecimiento y la experiencia han aconsejado. Así, El Colegio ha llegado a ser, tras una existencia de más de veinticinco años, una institución establecida, de renombre y que le presta al país servicios indudables. Es muy fácil decirlo; pero el día en que se haga una historia detallada del Colegio, se verá que ese feliz resultado no se consiguió sin esfuerzo y amargura. Digamos el sostenimiento económico de la institución. Mi general Cárdenas dispuso en su acuerdo de 1938 que el gobierno le daría a la Casa de España un subsidio anual que nunca sería inferior a trescientos mil pesos. Claro que agradecimos la buena voluntad y la firmeza de semejante generosidad; pero no se nos podía ocultar la inconstitucionalidad de semejante acuerdo, pues el Congreso es el único facultado para disponer la forma de aplicar los egresos de la Federación. No sólo eso, sino que el propio ejecutivo podía disminuir o suprimir esa partida, hecho nada improbable, sobre todo porque a mi General le faltaban sólo dos años de gobierno. Por eso, también desde los comienzos, pensamos en que la llamada "iniciativa privada" nos ayudara. Mis esperanzas en los buenos resultados se alimentaban en la experiencia del Fondo de Cultura Económica, donde llegamos a organizar y practicar todo un sistema de sacarle dinero a nuestros ricachones. Consistía en una invitación del secretario de Hacienda Eduardo Suárez a un grupo de seis u ocho banqueros, industriales, mineros o comerciantes, a almorzar en el Club de Banqueros. Tras una comida encargada especialmente, y de beber vinos y licores de las mejores marcas, Suárez decía haberlos convocado para escucharme. Como de rayo, un mozo del Fondo muy bien adiestrado ponía frente a cada invitado una pila de diez o quince volúmenes editados recientemente, y yo hacía una breve historia del Fondo, de los fines que perseguía, y de la necesidad de allegarse recursos adicionales, sea para iniciar una nueva sección de publicaciones, sea para emprender reediciones de los títulos agotados, etc. Al acabar mi exposición, Eduardo Suárez, afable, pero directamente, decía: "Queda abierta la lista de contribuciones". Llegamos a perfeccionar tanto este sistema "extractivo" que logramos que Aarón Sáenz nos sirviera de "palero", pues desde la primera comida advertimos, por una parte, que se producía un silencio embarazoso, y por otra, al invitar Suárez a declarar las posibles contribuciones, los invitados ofrecían un donativo claramente inferior a lo que nosotros estimábamos que podían dar. Con Aarón Sáenz a nuestro lado, en primer lugar rompía en seguida ese silencio embarazoso, y en segundo, a nombre de sus empresas ofrecía una suma bastante alta, que ponía en aprietos a los invitados que representaban a negociaciones cuyo capital era visiblemente superior al que podía representar Sáenz.

Con El Colegio no intentamos repetir este sistema, en parte porque los posibles contribuyentes eran los mismos, y en otra porque nuestra observación nos conducía a admitir, primero, que el rico mexicano no está acostumbrado a dar dinero para nada, y que cuando lo suelta, lo pone en una empresa religiosa o caritativa, digamos una maternidad o una guardería de niños. El Colegio, en primer lugar, era una institución de educación superior, y en segundo, sin ningún vínculo o propósito religioso, o más claramente católico. Aun con ese conocimiento, en un momento de grandes apuros me resolví a emprender una gran campaña bien organizada. Con ese fin, comencé por acudir a don Evaristo Araiza para que me aconsejará cómo podía proceder y a qué hombres y empresas debía llamar. Había conocido a don Evaristo en el consejo de administración del Banco de México, y cultivé cierta amistad con él. Me simpatizaba por ser un hombre de buen juicio, que no había olvidado que era un profesionista, y que aun cuando acabó por ser el gerente de la Fundidora de Monterrey, era un administrador de una empresa ajena y no propia, lo cual hacía de él, ciertamente, un hombre de negocios, pero no descarnado. Don Evaristo, además, era hombre de lecturas, y, en consecuencia, capaz de entender lo que era y pretendía ser El Colegio. Le hice a don Evaristo una larga y patética exposición de nuestras necesidades para concluir pidiéndole consejo. Don Evaristo, hombre bien educado, me escuchó, a pesar de que podía haberme interrumpido para dar la mala noticia que dio al final. "Llega usted en el peor momento posible, de modo que fracasaría usted redondamente en su empeño." Y me dio, por supuesto, la explicación: Carlos Trouyet venía sacándoles hacía dos meses sumas cuantiosas de dinero, pues se proponía fundar una universidad cuyo gobierno confiaría a los jesuitas. Y para ejemplificar, don Evaristo me dio el dato de la contribución que Trouyet le había arrancado a la Fundidora. Me explicó el éxito de esa colecta, no sólo por el cuantioso donativo que como ejemplo habían dado las negociaciones del grupo Trouyet y porque éste pesaba mucho en el medio de los empresarios, sino porque en alguna forma Trouyet daba a entender que hacía esa gran colecta con el conocimiento y aun con autorización del presidente López Mateos.

Positivamente me indignó esta información. Desde luego, le hablé a Jaime Torres Bodet, secretario de Educación, para decirle que la noticia me parecía lo bastante grave para dársela a conocer al presidente, y que si él, Torres Bodet, no quería dársela, yo me encargaría de ello. Jaime me habló por teléfono unos días después para decirme que López Mateos le había asegurado que nada sabía del asunto, y que, en consecuencia, no podía haber autorizado o consentido en que se hiciera la colecta. La verdad de las cosas es que nunca estuve seguro de que así habían ocurrido las cosas, pues Jaime era más que capaz de inventar una historia si con ella evitaba llevarle al presidente un asunto enojoso y, por añadidura, ajeno a sus intereses personales. Sin embargo, aunque yo tenía acceso al presidente, me pareció imprudente verlo, pues, una de dos: o echaba yo de cabeza a su secretario pintándolo como mentiroso, o me exponía a que López Mateos me dijera "Ya le dije al secretario... " Otro elemento que atizaba mi descontento era el reciente catolicismo de Trouyet. Según se dijo entonces, un amigo suyo, que tenía apalabrada una cita en el famoso hospital de Rochester, lo invitó a acompañarlo y, dada la amistad que los ligaba y el hecho de que Trouyet no tenía en ese momento nada particularmente importante que hacer, aceptó, y ya en Rochester, el amigo le dijo que puesto que estaba de ocioso, podía aprovechar su tiempo en que le hicieran el famoso check up. El diagnóstico fue que Trouyet padecía de una anemia general, y que si no se sujetaba a un reposo prolongado y a un régimen alimenticio determinado, viviría escasos tres meses más. Esas casualidades, esas cosas imprevistas, fueron interpretadas por Trouyet como un milagro, es decir, como una intervención divina para prolongar su vida. Entonces se creyó obligado a pagar el milagro creando esa universidad jesuita, cuya idea original, en rigor, era antigua. En efecto, años antes el ex presidente Alemán había patrocinado una reunión en México de las Academias de la Lengua de la América Hispánica. Asistió a esa reunión el rector de una universidad jesuita de Colombia, quien expresó la necesidad de que los pueblos de habla hispana contaran con una universidad representativa de todos ellos. Sugirió esa idea de una universidad católica que, al ampararla Trouyet, se llamaría Iberoamericana.

Tuve que conformarme con escribirle a Trouyet una carta extensa (tres páginas a renglón cerrado), dura, pero no grosera. Le reprochaba que se hubiera lanzado a colectar cuarenta millones de pesos para la Universidad Iberoamericana cuando había sido incapaz de darle al Colegio los trescientos mil que se le había pedido reunir entre sus amigos. Le reprochaba, además, que se los diera a los jesuitas, más interesados en hacer prosélitos que en la educación misma. Cometí un error cuando en mi carta le vaticiné que los estudiantes y profesores de la Universidad Nacional harían algún escándalo, inclusive invadir la Ibero, creándose así un gran lío político, pues han pasado quince años sin que nadie haya dicho una palabra, dentro o fuera de la UNAM. Trouyet me escribió unas líneas diciéndome que había leído mi carta con gran atención y que deseaba que nos reuniéramos para hablar sobre ella, pero como tenía urgencia de trasladarse a Nueva York, me llamaría a su regreso. No lo hizo, pero no olvidó mi carta. Por una parte, cinco años después de este "encuentro", y preocupado yo por la escasa circulación de Historia Mexicana, acudí a Trouyet para que pagara cincuenta suscripciones anuales para ser enviadas gratuitamente a las bibliotecas de provincia. Le expliqué que estas bibliotecas eran pobrísimas, pues los pocos libros y revistas que tenían eran viejísimos y nada nuevo compraban, a pesar de lo cual emocionaba entrar a una de ellas por la noche y ver que había veinte o treinta lectores que leían lo que podían prestarles. No sólo aceptó con agrado la propuesta, sino que espontáneamente repitió el pago por un segundo año. Luego, cinco años después, al concurrir ambos a una comida en casa de Eduardo Villaseñor, le dijo a su vecina de mesa, Celia Chávez, que me profesaba gran simpatía, a pesar de ser yo enojón. Celia, que solía usar palabras cuyo sentido desconocía o conocía vagamente, le contestó a Trouyet que cometía un grave error al tenerme como enojón, pues en realidad yo era "simplemente iracundo".

No fue este el único "encuentro" que tuve con los ricos al pedirles ayuda para El Colegio. Según dije antes, Alfonso Reyes y yo juzgamos necesario que cada Centro del Colegio tuviera una revista que recogiera los trabajos de sus profesores y estudiantes; pero una revista erudita o académica cuesta dinero. Por eso, a pesar de que el de Estudios Históricos tenía ya casi diez años de funcionar, no la tenía. Cuando yo mismo me interesé en nuestra historia moderna, resolví hacer un esfuerzo extraordinario para conseguir el dinero mediante donativos y anuncios. En el mismo consejo de administración del Banco de México había conocido a don Raúl Bailleres, que tenía fama de ser de una codería más que regiomontana. Gustavo Baz me contó alguna vez que cuando era secretario de Salubridad, don Raúl se le acercaba, lo llevaba a un rincón de la sala donde se hallaban, y le decía compungido que quería emplear cierta suma de dinero en una obra altruista, pero que no sabía cuál sería la más apropiada. Gustavo, entusiasmado ante la perspectiva de poder hacer otro hospital moderno de los que empezaba a construir, le pidió unos días para presentarle datos precisos que le permitieran resolver. Así procedió; pero no tuvo respuesta alguna. Gustavo, bastante molesto, dejó el asunto por la paz; sin embargo, al encontrarse de nuevo en alguna recepción o comida, don Raúl se le acercaba, volvía a llevarlo a un rincón de la sala y le repetía el cuento. Y Nacho Chávez me refirió que cuando se propuso construir un nuevo edificio del Instituto de Cardiología y modernizar alguno de los ya existentes, acudió al presidente Alemán para que invitara a cenar a un grupo de ricos y plantearles sus problemas. Para la gratísima sorpresa de Nacho, el rico español Santiago Galas dijo que de los tres proyectos presentados, él quería tomar a su cargo el más caro, de un millón de pesos. Los demás invitados indicaron en seguida las cuotas que estaban dispuestos a dar, excepto don Raúl, que guardó un silencio sepulcral. Constreñido por el presidente y por el propio Chávez, don Raúl dijo que él, personalmente, veía con gran simpatía esa empresa, pero que, por desgracia, tenía que consultar con sus socios. Pareció razonable la explicación, de modo que Nacho dejó pasar un buen par de semanas, pero después comenzó a llamarle por teléfono sin que pudiera dar con él, hasta que, fatigado, desistió del empeño.

Lógicamente, estas historias debían haberme desanimado, pues yo era un don nadie al lado de Baz y Chávez, que tenían algún poder. Al mismo tiempo, quise someter a esta dura prueba mi habilidad de persuasión. Me lancé, pues, a ver a don Raúl y estuve con él tres largas horas. Las dos primeras fueron suyas, pues con una franqueza y un desaliento visibles, me contó la triste historia del Instituto Tecnológico de México, cuya fundación y sostenimiento hasta entonces habían corrido a su cargo. Desde luego, le costaba medio millón anual, y ya llevaba unos diez; en segundo, la escuela de economía del Instituto, la que llevaba más tiempo de trabajar, no atraía estudiantes ni profesores. Me contó que habían querido contratar a un joven economista de la Universidad de Cambridge, y que a pesar de haberle ofrecido un sueldo que en Inglaterra le llevaría alcanzar veinte o veinticinco años, rechazó la oferta. Al final de su larga y triste exposición, con inusitada modestia, me pidió consejo. Sin vacilar le dije que desde hacía ya ciento sesenta años Adam Smith había señalado la existencia de ese fenómeno que se llama división del trabajo, que en el presente caso indicaba que los hombres de negocios debían dedicarse a hacer dinero, y que a cargo de los intelectuales correría la tarea de idear y manejar las instituciones educativas. A pregunta suya, le recomendé a Eduardo García Máynez, con quien pronto se puso en contacto.

Entonces le planteé mi petición para la revista, que se llamaría Historia Mexicana. Don Raúl comenzó su defensa sosteniendo que los pedigüeños acudíamos siempre a él, y a los dos Carlos, Prieto y Trouyet, cuando la verdadera riqueza de México estaba en los puestos de la Merced donde se vendían la carne, los granos o la fruta. Le concedí toda la razón, y por eso le aseguré que acudiría a esos puesteros, pero que justamente para convencerlos necesitaba yo el argumento de que habían contribuido ya los viejos ricos, conocidos y respetados, en cuyos bancos tenían sus depósitos los "nuevos ricos". No negaba, por supuesto, la necesidad de escarbar y divulgar la historia patria, pero dudaba mucho de que el "pueblo" llegara a leer una revista erudita, y ni siquiera la clase media ilustrada, pues la verdad era que al mexicano sólo le preocupaba el problema de ganarse la vida. Razón de más para ofrecerle la compensación de una lectura que le enseñara que en otras peores se las habían visto sus antepasados, de modo que conservara el ánimo necesario para seguir luchando. En fin, tras un forcejeo de una hora, don Raúl se avino a dar cinco mil pesos, y como yo mostrara el deseo de que tan generoso gesto materializara en chequecito, sacó del cajón de su escritorio su libreta y lo extendió. Pero no paró allí mi encuentro con don Raúl. Historia Mexicana comenzó a publicarse en septiembre de 1951, y desde el cuarto número apareció un anuncio de la Cervecería Moctezuma, que me había dado don Emilio Suberbié, a quien conocí también como consejero del Banco de México. Al poco tiempo el "grupo" Bailleres se hizo de la Cervecería, al frente de la cual don Raúl puso a uno de sus hijos. Este joven, ansioso de demostrar que podía llevar la empresa al pináculo de sus ganancias, barrió con todos los gastos "inútiles", entre ellos aquel anuncio, que le costaba a la Cervecería doscientos pesos anuales. Recibí, pues, tres líneas anunciándome la cancelación inmediata del anuncio, y me indignó tanto la arrogancia de aquel junior; que acudí al padre, quien ordenó en seguida mantenerlo "hasta nueva orden".

En fin, a la vista de la experiencia del Centro de Estudios Históricos, que careció de una revista propia durante tantos años, me propuse crear simultáneamente el Centro de Estudios Internacionales y su revista, que se llamó Foro Internacional cuyo primer número, en efecto, salió en julio de 1960. Ya entonces El Colegio tenía los recursos necesarios para costear la revista, al menos inicialmente; pero eso no quitaba la necesidad de que el gasto se redujera lo más posible. No pedimos dinero para la publicación, pero sí anuncios. Me dirigí entonces a los directores de los principales bancos, pidiéndoles un anuncio trimestral que al año les representaría la insignificante suma de cuatrocientos pesos. No conseguí uno solo; pero la respuesta de Agustín Legorreta, director del Banco Nacional de México, me llamó la atención, para decirlo suavemente: corta, seca, parecía indicar haberle causado una increíble sorpresa esta petición, igualándola quizás a la de que se acudiera a su banco para conseguir una cama en algún hospital. Le contesté enviándole un ejemplar del Foreign Affairs norteamericano, señalándole con gruesas rayas rojas los anuncios del National City Bank, del Chase-Manhattan, del Chemical, y otros. En mi carta le decía que esos bancos daban ese anuncio, que evidentemente no les traería ningún cliente, para mostrar su orgullo de asociarse a una empresa intelectual que, además, presentaría al mundo la política exterior del país donde operaban y prosperaban. Pues ni así se consiguió el anuncio.

Una institución que paga buenos sueldos a sus profesores, que concede becas a sus estudiantes, que sostiene revistas académicas, que compra libros para la biblioteca, una institución que hace todo eso, necesita sumas de dinero no fantásticas, pero sí buenas. Las contribuciones de sus Socios Fundadores eran bien limitadas: desde luego, la Universidad Nacional jamás soltó un centavo; el Fondo de Cultura daba su cuota con regularidad, pero él mismo vivía de la caridad pública, de modo que resultaba poco menos que simbólica. Entonces, el grueso de sus ingresos, cercano a la totalidad, provenía del gobierno, cosa que nos parecía insatisfactoria pues por una parte, tampoco podía dar gran cosa, y por otra, persistía el temor de que en cualquier momento variaría de opinión. Por eso no vacilamos en acudir a la Fundación Rockefeller y después a la Ford. Nunca Alfonso Reyes, pero yo sí, he sido acusado dos o tres veces de haberme vendido al "Tío Sam" y vendido también al mismísimo Colegio. Casi sobra decir que nunca me han inquietado en lo más mínimo semejantes ataques porque sin variación han procedido de personas a quienes movían apetitos innobles. Desde luego, ni yo ni El Colegio hicimos un misterio de que pedíamos y recibíamos esa ayuda, y porque nunca dudé de que era desinteresada y libre de condiciones y aun de vigilancia administrativa. No sólo eso, sino que de mi propia iniciativa puse en más de una ocasión a prueba la sinceridad de las intenciones de los funcionarios de esas Fundaciones. Recuerdo todavía que en vísperas de resolver si se le daba o no al Colegio la ayuda para el Centro de Estudios Internacionales, Kenneth W. Thompson, entonces encargado en la Fundación Rockefeller del sector internacional, publicó un libro, que me apresuré a criticar en una revista de México, y a enviarle la reseña a Thompson. La ayuda siguió su curso y se dio finalmente. En rigor, costó buen trabajo conseguirla por otras razones. Thompson la veía con simpatía, pero no así Dean Rusk, que a más de ser el presidente de la Fundación; se consideraba a sí mismo un experimentado internacionalista. Camino a Ginebra, para atender a la sesión veraniega del ECOSOC, le pedí a Rusk una entrevista, que se prolongó más de la cuenta. No objetaba el propósito en sí, pero consideraba con una buena dosis de razón, que ni en México ni en ninguno otro país de América Latina, con la posible excepción de Brasil, que tenía una clara tradición diplomática, existía ya un ambiente propicio que soportara un Centro y una revista especializados en asuntos internacionales. En esto le concedí la razón a Rusk, pero le argumenté que el verdadero problema era determinar la necesidad de crearlos, pues si la había, era seguro que se lograría pronto una reacción general favorable. Le argumenté que México no podía ni quería seguir teniendo como único horizonte internacional a Estados Unidos, no sólo porque al mundo lo habían achicado los transportes y las comunicaciones modernos, sino porque juzgaba necesario conocer mejor el resto del mundo para moverse en él conscientemente. Tras una hora de discusión, en que Rusk no cedió le pedí que me trasmitiera su resolución a Ginebra. Allí la recibí: cambiaba de frente, pues, a más del Colegio, la Universidad Nacional había hecho una petición semejante. Por eso la Fundación consideraba ahora la posibilidad de dar una ayuda a las dos instituciones, con la seguridad de que sabrían entenderse para usarla. Pasé por alto algún quehacer del ECOSOC para contestarla inmediatamente: nosotros habíamos solicitado una ayuda mínima, de modo que compartirla con otra institución significaba que ninguna de las dos tendría los recursos necesarios para llevar a cabo sus propósitos. Más que nada, El Colegio de ninguna manera compartiría la responsabilidad con otra institución, cualquiera que fuera. Le pedí a Rusk una última cita en su oficina de Nueva York, por donde yo pasaría camino a México. Nada concluyente salió de ella, excepto anunciarle que con la ayuda de la Fundación o sin ella, El Colegio seguiría adelante con sus planes.

A todo esto, antes de partir a Ginebra le dejé a don Manuel Tello, secretario de Relaciones, un memorándum en que argumentaba la necesidad de crear el Centro de Estudios Internacionales, y delineaba sus objetivos, métodos de trabajo, etcétera. Le dije que pensaba que podría interesarle la lectura puesto que del Centro saldrían jóvenes especialmente preparados para el Servicio Exterior Mexicano. Es más: le anticipé que ese Centro podría servir de hogar a jóvenes latinoamericanos interesados en prepararse para servir a sus respectivos países. Cuando lo visité a mi regreso de Ginebra, recibí la gran sorpresa: don Manuel me dijo que le había gustado tanto la idea, que le leyó mi memorándum al presidente López Mateos, quien se entusiasmó al grado de decirle que en seguida se pusiera manos a la obra. "Eso sí -añadió don Manuel-, el presidente dice que el gobierno dará todo el dinero necesario para evitar que ninguna institución o persona extranjera participe en la empresa." Esta noticia me permitió ponerle un cable a Dean Rusk anunciándole que el 1º de julio de 1960 saldría el primer número de la revista ya bautizada como Foro Internacional. Rusk vio en ese telegrama lo que yo quería que viera: nuestra firme decisión de realizar la empresa. En efecto, al poco tiempo El Colegio recibió una notificación oficial de que la Fundación había concedido la ayuda solicitada. Ahora bien, cuando Tello me dio a conocer la determinación del presidente López Mateos de no pedir ni aceptar ninguna ayuda extranjera, yo no hice entonces, ni después, un comentario; pero sí una sencilla reflexión. Como no contábamos con ningún profesor mexicano que se hiciera cargo de los cursos que se habían planeado, y como se tomó la resolución de no aplazar la empresa, no quedaba sino un camino único: enviar becarios a que se especializaran durante dos años en las relaciones internacionales de un área determinada, y contratar a profesores extranjeros que dieran los cursos durante esos dos años. Para hacer frente a tan cuantiosos desembolsos, justamente, habíamos pedido la ayuda de la Fundación. A esos profesores extranjeros no podía pagárseles menos de mil dólares mensuales, y como en aquella época nuestros impuestos trabajaban menos, el director del Banco de México ganaba entonces esa misma suma. Por eso, El Colegio quedaría expuesto a la crítica demoledora de que le pagaba igual a un pinche profesor extranjero que a todo un director de la institución bancaria más importante del país. Pero si El Colegio pagaba con dinero extranjero al extranjero, las cosas quedarían a salvo.

Por supuesto que desde el primer momento me propuse dar a conocer alguna vez mi decidida desobediencia a los deseos del presidente; pero quise hacerlo directa y personalmente, y no a través de don Manuel o de alguna otra persona. Vino de maravilla el estreno del nuevo edificio del Colegio de Guanajuato 125, pues nos propusimos darle gran brillo a la ceremonia de inauguración. El invitado de honor, claro, fue el presidente, y tras de enseñarle el nuevo edificio y explicarle qué bien correspondía a las necesidades y gustos de la institución, bajamos a la biblioteca, donde se servía un regio coctel (a cargo de la famosa "Mayita"). En cuanto estuvimos allí le tomé del brazo para ir presentándole a los concurrentes. Dean Rusk era ya secretario de Estado, a pesar de lo cual le escribí invitándolo a la ceremonia, aclarándole, desde luego, que lo invitábamos, no como secretario de Estado, sino como el ex presidente de la Fundación que nos había ayudado a establecer el Centro de Estudios Internacionales. La verdad es que lo hice anticipándome al gozo de presentarlo con el presidente. Rusk ofreció venir, si bien en el último momento se excusó. Pero estaban en el coctel nada menos que dos vicepresidentes de la Fundación. Al llegar a ellos, le dije a López Mateos que quería yo presentarlo con unos amigos a quienes El Colegio se sentía obligado por la ayuda que nos habían prestado. El presidente, lejos de hacer un gesto siquiera de extrañeza, los saludó con gran cordialidad y conversó con ellos animadamente un buen rato. No me hizo, ni entonces ni después, ningún comentario, pero entendió bien las cosas y nunca más puso ningún reparo a nuestro trato con la Fundación.