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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1963 ¿Qué pretende hacer América con sus hijos: siervos o ciudadanos? Discurso pronunciado por Jaime Torres Bodet en la Tercera Reunión Interamericana de Ministros de Educación.

Agosto 4 de 1963

 

 

 

¿QUÉ PRETENDE HACER AMÉRICA CON SUS HIJOS:
SIERVOS O CIUDADANOS?

 

Tres sentimientos me embargan al presentarme hoy en este sitio. Uno, desde luego, de íntima gratitud para los colegas que me confiaron el alto encargo de manifestar al Gobierno de la República de Colombia nuestra admiración por lo que simboliza este gran país, nuestros votos sinceros por su ventura y nuestro cordial reconocimiento por la hospitalidad que nos brinda con hidalguía tan amistosa. En seguida, el de una profunda estimación para cuanto han expresado los oradores que me han precedido en el uso de la palabra, cuyos elocuentes discursos señalan a nuestros trabajos horizontes muy amplios y promisorios. El tercer sentimiento de que hablé a ustedes emana de la comparación que me veo en el caso de hacer entre lo modesto de mi capacidad personal y la trascendencia del tema que nos reúne.

La hora es solemne. Y nos damos cuenta de ello muy claramente. Por fortuna, estamos en Colombia. Y, en Colombia, toda hora solemne exhorta a quienes la viven a un examen lúcido de conciencia, frente al ejemplo aleccionador de Simón Bolívar. Sea para él, en estos momentos, nuestro homenaje. Para él, activo y presente siempre en la historia de nuestros pueblos. ¿No quiso él una América libre, unida, próspera y fuerte? A realizar su esperanza - en la democracia y por la equidad social de la educación— han de tender ahora nuestros afanes, como administradores de la enseñanza pública en los países que tenemos la responsabilidad de servir.

"¡Moral y luces!", clamaba el Libertador. A 144 años de distancia, su admonición continúa viva. En efecto, al esforzarnos por orientar a las masas del continente en la marcha difícil hacia el progreso, no queremos que se convierta el saber en impulso egoísta de predominio, sino en justicia para normar —lo mismo en los individuos que en las naciones— el ejercicio efectivo de los derechos y el cabal cumplimiento de los deberes que prestigian la calidad del destino humano.

Han transcurrido más de 15 años desde la fecha en que vine por vez primera a esta capital, tan encendida para todas las inquietudes de la cultura.

Era en 1948. Y concluían los días de marzo. Como secretario de Relaciones Exteriores de mi país, asistí entonces a la Conferencia que redactó la Carta de la Organización de los Estados Americanos. ¡Cuántos ideales parecían condensar los párrafos de aquel texto! Había concluido una guerra inmensa y los hombres del Nuevo Mundo se disponían a proseguir y a perfeccionar la obra magnífica de Bolívar, firmando —precisamente en la quinta que lleva su nombre ilustre— un compromiso de colaboración fraterna para la paz en la independencia.

Entre los órganos del Consejo de la organización fueron establecidos por la Carta: el Económico y Social, el de Jurisconsultos y el Cultural. La Delegación mexicana hubiera querido dotar a éste, desde 1948, de una importancia no inferior a la del primero.

Creo que nuestra Conferencia tratará de evitar todo infortunado desequilibrio entre los instrumentos de la colaboración económica y los medios de la solidaridad intelectual de nuestros países. Cuando llegue el momento de discutir el caso, la Representación de México insistirá en algunos de los argumentos que mi Gobierno expuso hace ya tres lustros, pues cuanto más se adelanta el tiempo, más comprendemos que nuestra convivencia reclama un entendimiento libre de las naciones por el desarrollo libre de la cultura. Entre las formas supremas de la justicia está la de asegurar a los pueblos, como a los hombres, una igualdad esencial de oportunidades para que unos y otros se realicen, dichosamente, merced a la educación.

Es cierto, muchos años después de la IX Conferencia Internacional Americana se elaboró el Acta de Punta del Este, en la cual se fijan, como lagunas de las principales metas de nuestras Repúblicas: eliminar el analfabetismo, asegurar para 1970 un mínimo de seis años de educación primaria a todo niño de edad escolar; modernizar y ampliar los medios para la enseñanza secundaria, vocacional, técnico y superior; aumentar la capacidad para la investigación pura y aplicada, y proveer el personal capacitado que requieren las sociedades en rápido desarrollo.

¿Cuáles han sido los resultados concretos de tan hermoso programa? Una de las tareas de nuestra Conferencia será la de ponderar lo que hemos ya hecho —y lo que no hemos podido hacer aún— para realizarlo. Sin anticiparme a una conclusión (que no me compete en manera alguna) temo no equivocarme al manifestar que por cuanto concierne al fomento financiero de los sistemas de educación pública con recursos del exterior— los procedimientos seguidos a fin de poner en ejecución la Alianza para el Progreso continúan siendo, en lo general, bastante complejos: más complejos y de consecuencias más restringidas de lo que parecieron prever las delegaciones que adoptaron, en marzo del año pasado, la Declaración de Santiago de Chile.

Convendría examinar asimismo el alcance dado a una de las recomendaciones más importantes de la citada Declaración. Aludo a aquella conforme a la cual los países que dedicaban al sostenimiento de sus servicios educativos cantidades sensiblemente inferiores al 4% de su producto bruto fueron invitados a acrecer esa proporción. México está cumpliendo ese compromiso; pero no, por cierto, sin grandes dificultades. Y, por su propia experiencia, tiene que percatarse de lo que semejantes aumentos han de representar —en perseverancia y denuedo- para muchas de nuestras Repúblicas.

Vamos también a estudiar en el curso de esta reunión los métodos más adecuados para iniciar, completar o mejorar —según lo permitan las condiciones de cada país— la programación de la educación en las naciones latinas del continente.

A este respecto, me siento en el deber de felicitar a la Comisión Especial de la OEA por los trabajos que efectuó con tanto desinterés y con tanto esmero.

El informe que consigna el fruto de esos trabajos es un documento de méritos innegables Por el carácter de esta ceremonia y por la representación general con que ha querido distinguírseme en la presente ocasión, me abstendré de opinar en estos momentos acerca de ciertas normas que el informe propone a fin de juzgar los progresos del desarrollo educativo y acerca de los índices que señala para medir la eficacia alcanzada por el esfuerzo de los Gobiernos. Cuando el asunto llegue a ser discutido, me permitiré explicar por qué motivos preferiría que se considerasen nuevamente algunas de esas conclusiones. Pero —repito— la investigación es incuestionablemente digna de elogio: aclara muchos problemas y, como acontece a menudo en casos tan complicados, plantea otros y aviva en todos el interés por buscar para cada uno soluciones prácticas y concretas.

Deseo retener, sobre todo, del estudio que la Comisión ha distribuido, una observación: la de que es imposible comprender los procesos educativos si no se ubican dentro del contexto económico y social, ya que existe una estrecha correlación entre los niveles de la enseñanza pública y el ingreso anual por habitante. Alienta que semejante advertencia se encuentre apoyada por la Nómina de Los Nueve, del Consejo Interamericano Económico y Social, conforme a cuyo criterio la educación constituye el campo de inversión social que debería tener mayor consideración en los programas de desarrollo.

Tras de exponer con franqueza el balance de las realizaciones logradas por nuestros pueblos y de las dificultades con que seguimos tropezando, habremos de recordar lo que América espera del trabajo de sus maestros, de la multiplicación y el mejoramiento de sus escuelas y de la ilustración de su vida por la cultura.

Resultaría fácil repetir en esta ocasión que nuestras Repúblicas atraviesan días tensos y peligrosos. Pero ¿cuáles no lo fueron también, para muchas de ellas? Otros países y aun otros continentes pueden proyectar sobre algunos momentos de su pasado luces de esplendor o —por lo menos— de complacencia. En cambio, casi todos los nuestros han tenido que vivir de su angustia, entre alarmas, carencias y frustraciones. No hablemos de la época colonial. Incluso la libertad tuvo para no pocos de nuestros pueblos un extraño sabor de insatisfacción, de amargura y de rebeldía. Por espacio de muchos años, la América Latina fue considerada por las cancillerías más poderosas del mundo como un pintoresco terreno de exploración, cuando no como un campo de útiles rendimientos. Si llegaban hasta nosotros las técnicas extranjeras, no servían tanto al progreso de nuestros pueblos, cuanto a probarnos que, sin el hombre, sin la capacidad y el saber del hombre, toda riqueza en potencia está a la merced de quienes dominan los instrumentos para explotarla. Al coloniaje visible, impuesto por la espada en la hora de la Conquista, sucedió el invisible, el que no se advierte en los mapas o en las banderas y que. sin embargo y en todas partes, es la consecuencia —trágicamente inicua— de que una colectividad en posesión de recursos naturales más o menos abundantes no haya todavía adquirido ni el capital suficiente ni los medios técnicos necesarios para beneficiarse de esa posesión.

A fuerza de luchar con la historia —y a menudo contra la historia— hemos aprendido que independencia real no se gana una sola vez, en el instante en que los tratados la reconocen, los gobiernos la proclaman y las leyes la manifiestan. Como la vida, la independencia debe ganarse todos los días. Y una de las fuerzas más eficaces para ganarla será siempre la educación.

A lo largo de esta semana, vamos a hablar de analfabetismo, de primera y segunda enseñanzas, de formación técnica, de organización universitaria, de investigación científica y de integración cultural Pero no lo olvidemos nunca. Todos esos temas, por importantes que los juzguemos, son nada más aspectos complementarios de un solo asunto: la independencia de nuestros pueblos; o, si he de expresarlo con términos diferentes, la afirmación del alma de nuestros pueblos para el progreso y para la paz. A este respecto, el presidente de mi país, don Adolfo López Mateos, declaró en fecha reciente que "la paz de la escuela debe fundar en todas las latitudes y en todos los continentes la paz del mundo".

Al principio de este discurso, evoqué el ambiente de la IX Conferencia Internacional Americana. Al dirigirme entonces a las delegaciones, recuerdo haberles dicho que sólo pueblos fuertes podrían resistir a la paz de acero que parecía surgir en el horizonte. Y agregué: cuando hablo de pueblos fuertes, no me refiero a pueblos fortalecidos —más o menos improvisadamente— por la preparación militar, sino fuertes por su estructura interna, fuertes por el aprovechamiento adecuado de sus recursos, fuertes en su educación y fuertes por su dominio sobre las incertidumbres del desempleo, los azares de la enfermedad y los constantes amagos de la miseria.

Lo que manifesté en 1948 lo reitero ahora ante ustedes, con toda mi convicción.

Somos, en nuestra calidad de administradores de la enseñanza pública, los encargados de la promoción intelectual, de la capacitación técnica y en cierto grado, de la defensa moral de nuestros países La cooperación interamericana podrá probarse de muchos modos. Pero ninguno tan noble como el que logre elevar el nivel técnico y cultural de los pueblos americanos, preservando su autonomía y velando por mantener, en su originalidad intransferible, las características de cada nación.

Además de una aspiración generosa —la de progresar en la democracia y en la justicia, para mejor contribuir a la convivencia humana—, la amistad de nuestros países supone, como indispensables premisas, el respeto de la soberanía política de cada uno. el pleno ejercicio de su facultad de autodeterminación y el derecho que todos tienen para realizar su personalidad cultural conforme lo establece la Carta de la Organización que patrocina esta Conferencia. La ayuda —técnica o económica— que se impartieran unos a otros con el propósito de elevar el nivel de la educación en el continente no sería un valor de la democracia, ni podría llamarse en verdad colaboración si, en determinados instantes, se convierten en compromiso de acatamiento a cualquiera de ellos.

Queremos una educación para la libertad, una libertad para la justicia y una justicia para la paz. Nada de cuanto decidamos hacer colectivamente a favor de la educación deberá, por tanto, alterar nuestro concepto de la libertad y de la justicia, o amenguar en manera alguna nuestra voluntad esencial de paz.

Al tratar de una educación orientada a la democracia, estamos seguros de interpretar el anhelo más hondo de las colectividades a las que pertenecemos. Ahora bien, esa educación para la democracia (sin cuyo constante mejoramiento la democracia sucumbiría) reclama intrépida decisión. Millones de hombres y mujeres de este hemisferio no saben leer y escribir. Millones de niños y niñas de este hemisferio no pueden terminar sus estudios primarios porque carecen de los medios materiales para seguirlos. Y —al no ver, frente a ellos, ninguna oportunidad accesible de formación práctica o de preparación superior— millones de los que consiguen egresar de los planes de primera enseñanza se preguntan si las luchas contra el analfabetismo y el desarrollo de la educación primera son suficientes para otorgar a un pueblo la capacidad técnica y la integración cultural que le permita sobrevivir, en las condiciones que esta segunda mitad del siglo XX precisa con rigor al género humano. ¿Cómo, en efecto, sin esa capacidad y esa integración, podría una sociedad alfabetizada, pero desprovista de "cuadros" directivos —aptos, libres y fieles a su país—, no resultar a la postre muy fácil presa para las propagandas más engañosas?

He allí lo que más ha de mantenernos en la determinación de intensificar las tareas que nos incumben. Si somos granos de una misma espiga, no podemos mirar con indiferencia que tantos entre los nuestros no lleguen nunca a la hora solar de la madurez. O nos ayudamos en la libertad, respetando la libertad de cada uno, para afianzar mejor la de todos, o correremos el riesgo de dispersarnos por falta de esa firmeza interior que sólo proporciona a los pueblos de nuestro tiempo un desarrollo económico equitativo; es decir: sustentado sobre una educación eficaz y sobre una cultura auténtica.

Desde el observatorio de la UNESCO, cuando tuve el privilegio de participar en su dirección, me di cuenta de que la seguridad colectiva no puede ser el producto de una imposición por las armas o de un dominio por la amenaza de recurrir a esa imposición.

Si no se asocian los hombres para la paz y si sus espíritus no se comprenden unos a otros en la dignidad y en la independencia, toda alianza para el progreso será precaria. Pero la asociación desinteresada de los espíritus y la aptitud de libre y consciente examen que ha de avalarla exigen, en primer término, una igualdad de oportunidades educativas —que no existe en América ciertamente—. Entre la profusión y la aridez, el dilema puede expresarse con dos palabras: la plétora o el vacío. Urge evitar que dilema tan lamentable se perpetúe, vivificando en las nuevas generaciones del continente no sólo la vocación de la democracia, sino la voluntad de justicia social que ha de hacer de las democracias americanas fuerzas constantes de humanidad.

No ignoremos a este respecto que, para muchos -según decía el egregio poeta Guillermo Valencia —, "no se despierta el día / ni se columpia en el cénit la estrella / que llamaron los hombres alegría". Mientras legiones de iletrados padezcan hambre de instrucción y de pan en nuestros países, ¿cómo pedirles esa colaboración enérgica, eficiente y perseverante que, tanto como las luchas duras y estériles de la guerra, demandan de todo pueblo las luchas duras y espléndidas de la paz? En nombre del conocido proloquio ("si quieres la paz, prepara la guerra") ¡cuán pocas conflagraciones se han evitado y cuantas y muy crueles se han producido!

La razón nos obliga a considerar una fórmula diferente quienes deseen sinceramente la paz que se consagren de veras a prepararla. Y nada la prepara mejor que la educación, cuando la educación se propone un positivo y justo equilibrio humano. Circula, desde hace tiempo, una frase de Wordsworth profunda y clara: "el niño es el padre del hombre". ¿Cómo no sentir el valor de esa gran verdad? Lo que no cimentemos en la conciencia del niño de hoy, el hombre de mañana tardará en erigirlo, o lo erigirá débilmente, si es que lo erige.

Rostros ingenuos de niños, de millares de niños, de millones de niños, nos rodean por todas partes en esta América nuestra, de natalidad cada día más vigorosa. Parece que sus ojos nos preguntasen: ¿"Que se disponen ustedes hacer de nosotros? ¿Siervos o ciudadanos?"... Y, cuando digo "servidumbre", no pienso exclusivamente en las tiranías que ejercen a veces los gobernantes, sino en aquellas —casi siempre más prolongadas y no menos devastadoras - que llamamos miseria, ignorancia y enfermedad.

Preocupémonos porque las enseñanzas que hayan de recibir en lo sucesivo las nuevas generaciones de América las hagan fuertes y —hasta donde las generaciones humanas pueden lograrlo — dueñas de su destino, seguras de su trabajo, conscientes de sus derechos, entusiastas en el servicio de sus deberes, leales a su país y capaces de comprensión para todos los hombres libres que hay en el mundo.

Sin educación, el desarrollo económico acabaría por resultar una máscara irónica de abundancia.

Pero sin desarrollo económico, ¿qué educación no sería una vana hipótesis? Cuerpo y mente sanos se condicionan y complementan en la biología como en la historia, y lo mismo en la conducta aislada del individuo que en las tareas colectivas de la nación.

Construyamos la democracia, afirmemos la justicia social y preparemos la paz, señores, desde la escuela. Ése, a mi entender, es el compromiso mayor de la solidaridad que invocamos fervientemente, al iniciar nuestras labores en esta tierra, que es tierra augural de América y, por eso mismo, tierra que sabe el poder de renovación que ofrece al hombre la libertad.

 

 

 

 

 

 

 

Zertuche Muñoz Fernando. Jaime Torres Bodet. Realidad y Destino.