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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1935 Prólogo a Un Siglo de Relaciones Internacionales de México. (México a través de los mensajes presidenciales). Genaro Estrada.

1935

Desde la instalación del primer gobierno, que con el nombre de Junta Gubernativa principió a funcionar el 27 de septiembre de 1821, sólo hasta dos años después, pasando por la Junta Nacional Instituyente del Imperio de Iturbide, y por el Primer Congreso -cuando el mando pasó a las manos del Supremo Poder Ejecutivo- y al abrir su periodo de sesiones el segundo Congreso, fue el Presidente en turno del mismo, don Miguel Domínguez, quien por primera vez en la historia del país hablaba de las relaciones internacionales de México. Se recordará que ese primer gobierno de forma Republicana era de tricápite mando, encomendado a don Nicolás Bravo, el magnánimo insurgente; don Guadalupe Victoria, después Presidente de la República, y don Pedro Celestino Negrete, el esforzado mílite español que se unió a la causa de la emancipación mexicana, como propietarios, y a su lado, como suplentes, fueron designados otros tres egregios varones: don Mariano Michelena, don Miguel Domínguez, y más tarde don Vicente Guerrero.

Es verdad que desde varios años antes se habían realizado intentos y negociaciones de esos cuya tramitación es característica de las cancillerías de países soberanos; pero entonces no lo era el nuestro, y cuando hubo logrado serlo, sus primeros pasos en el uso del derecho de gentes, fueron aquellos indispensables para ir organizando una nación autónoma e independiente, deseosa de adquirir la mayor experiencia para que su aparición entre los pueblos libres pudiera encarrilarse en las vías más normales a su alcance. Era natural que los primeros negocios exteriores estuvieran fincados en el trato con los Estados Unidos, al menos por obvias razones de la geografía, y que correspondiese a los primeros agentes diplomáticos -al nuestro, señor Torrens, de 1822 a 1823, y al norteamericano señor Poinsett, de 1825 a 1829- la gestión de los primeros negocios mutuos; y era natural, también, por otra parte, que recién desligada la colonia de su metrópoli, el primer anuncio hecho al Congreso tocase como punto principal el de las dificultades que todavía se señalaban entonces como final de la crisis de la independencia, la situación pública con España, cuyos últimos esfuerzos de dominio se encerraban en los precarios recintos de la fortaleza veracruzana de San Juan de Ulúa, en donde un núcleo de hombres bravos, a las órdenes de un Gobierno de estrecha visión, podía sostenerse contra el impulso noble de una nación que reclamaba lo más noble y sagrado a que pueblo alguno puede aspirar.

Inglaterra en Europa, Estados Unidos en la América septentrional, Colombia en la del sur, y Roma por cuanto al espíritu religioso de la época, marcaban sobria y seguramente las directrices que se quería dar a nuestra todavía elemental convivencia en la sociedad de los pueblos.

Había de tocar al primer Presidente de la República, don Guadalupe Victoria, en el periodo que va de 1825 a 1829, intervenir en sucesos de la más variada importancia, ya que por entonces se inauguraba formalmente y con todas sus consecuencias, la vida de la nueva República; iniciar en materia de relaciones exteriores todo un aprendizaje que a veces fue duro y cruel, pues sin otras experiencias que las que ofrecían las historias de otras naciones, con psicologías y problemas muy diferentes de los de México, se presentaba la necesidad de aprender en nuestra propia carne y en nuestro propio espíritu, evitando con cuidado aquellas irremediables caídas en que fácilmente pueden incurrir los primerizos.

El reconocimiento que Inglaterra hacía a México como nación independiente, ponía con justicia destellos de júbilo en el informe del primer Presidente; pues al alto significado de esta resolución había que agregar el hecho de venir de una potencia cuyo poderío y notables virtudes la colocaban en un lugar preeminente entre los pueblos del mundo. La actitud del gobierno español, negándose todavía a reconocer nuestra independencia, ponía en la voz oficial de México acentos de indignación que a veces llegaban a la iracundia, por más que aquella situación era ya tan definida en la práctica que resultaba imposible volver a reanudar el antiguo dominio; y aquel mismo acento se transformaba en gozo irrefrenable cuando se refería a la amistad con las naciones hermanas de América, especialmente cuando el triunfo de Ayacucho, en donde la espada de Antonio José de Sucre consolidó definitivamente el espíritu y el coraje de los países que luchaban y sufrían por obtener su emancipación y por vivir con su propia libertad.

La acción de Inglaterra fue vista en nuestro país como la decisiva en el triunfo de la independencia de los pueblos americanos, y no sería difícil atribuir a la pluma de don Sebastián Camacho, Secretario de Relaciones Exteriores, aquellas tiradas en donde se pagaba tributo a la insigne Britania, entre párrafos de inflamada literatura como este: 'Concédase a la nación británica el generoso sentimiento de volar al socorro de la causa de la razón, de la justicia y de la libertad, y de haber redimido a las Américas de los males y desastres de la guerra, por la interposición de su tridente." Este desbordamiento mitológico de la gratitud oficial, ¿no sería por entonces uno de los más eficaces motivos para que el Gobierno de Washington, celoso de una influencia que se apuntaba en tal forma apresurárase a contrarrestarla, enviando por de pronto a aquel Mr. Poinsett, cuya imprudentísima injerencia en nuestros asuntos interiores fue causa de graves daños y de muy malos entendimientos? Se puede señalar el informe del Presidente Victoria, en 1826, como el que marca con más detalle y precisión el principio de nuestra amistad internacional, pues que anuncia jubilosamente la aproximación de las principales potencias europeas y de los nacientes países americanos, habla por primera vez de que ya por entonces era demasiado urgente el arreglo definitivo de la línea fronteriza del norte, y anuncia ciertas dificultades en cuanto a la frontera del sur y a la integridad de la provincia de Chiapas. Es de señalarse también, en el mensaje presentado en la clausura del Congreso, el mismo año, la amplia alusión a la doctrina de Monroe y a cierta nota del Secretario de Estado, señor Clay, en cuanto a la inmixtión de potencias europeas en los negocios americanos, originado todo ello, como es sumamente conocido, por una declaración oficial del gobierno ruso sobre sus dominios en América. Todavía sin cuerpo de doctrina, y sin las intrincadas y malas consecuencias que el tiempo Ie ha dado, la idea de Monroe es examinada en el informe de Victoria, desde un punto de vista ocasional en aquellas circunstancias, y bajo la impresión de que España, por sí o con ayuda de otras naciones, intentaría una reconquista de sus antiguos dominios americanos. Es curioso que el proceso de una doctrina que bajo la idea de neutralizar un imperialismo, primero -el de Rusia-, se interpretaba en seguida como barrera al imperialismo español, y se usaba, en el curso de los años, como signo del imperialismo norteamericano. Ni el mismo Monroe reconocería ahora su doctrina, alterada, interpretada al capricho circunstancial de sus oportunistas exégetas.

A los nombramientos de cónsules, agentes comerciales y comisarios se les atribuía entonces una excesiva importancia; pero este optimismo, que a veces parecía ingenuidad, era muy explicable en la época, porque todo acto oficial de otras potencias que pudiera evidenciar o revelar un reconocimiento hacia la soberanía del país naciente, o una sencilla cortesía, era sumamente estimado y servía de fácil demostración hacia los progresos de consolidar un régimen y de obtener la confianza del extranjero, lo cual, por otra parte, alejaba, ya en el terreno jurídico internacional, ya en el bélico, la posibilidad y la razón de una vuelta al coloniaje. Así, poco a poco, pero seguramente, mientras que a nuestro territorio llegaban las primeras e incipientes representaciones oficiales de otros países, la bandera de México, todavía desconocida en el mundo, principiaba a flamear más allá de los mares.

En 1827 se da cuenta al parlamento del Congreso Panamericano de Panamá, precursor de las actuales Conferencias Internacionales Americanas, y en el cual tanto se interesó el Gobierno y la opinión  pública de México. Ya en el tomo 19 del Archivo Histórico Diplomático Mexicano quedaron explicados ampliamente y muy bien documentados los proyectos y trabajos sobre dicha asamblea, en la cual intervinieron tan activamente México, Colombia, Perú y Centroamérica; los enormes trabajos que se realizaron para la reunión en Panamá, de los representantes de algunas naciones; los muy importantes acuerdos a que se llegó para que las Repúblicas hispanas de este continente, por sus propios recursos y voluntad, se unieran y organizaran en la mutua defensa, que entonces era asunto esencial en la vida de estos nacientes países; el aplazamiento del congreso para una segunda reunión en Tacubaya, y el fracaso final de la asamblea y de sus elevados ideales, por causa de numerosas circunstancias, entre las que se destacaban como principales los acontecimientos cada día cambiantes en los países de Sudamérica, la ausencia de los Estados Unidos, y su ninguna simpatía por los trabajos respectivos, y la misma situación que prevalecía en México y en la cual era difícil cohonestar las voluntades.

México, estableciendo alianzas directas, tanto en el terreno de los intereses espirituales como en el más peligroso de los recursos financieros y bélicos, asumía plenamente su soberanía, tanto como sufría las primeras consecuencias de quien, sin la suficiente fuerza, se lanza a empresas que parecen reservadas a la experiencia y al poderío.

Es posible afirmar que el periodo del Presidente Victoria, quizá por los inevitables esfuerzos que había que realizar por el encarrilamiento de México en sus negocios con el extranjero, ha sido uno de los más interesantes en cuanto al aspecto de sus relaciones internacionales, y aunque después se han presentado otros que ofrecen excepcional importancia, no disminuyen la de la época que ahora reseñamos, antes avaloran aquellos esfuerzos que, andando el tiempo, han podido ser cimiento y a veces ejemplo de algunos actos internacionales. México iniciaba entonces su trato exterior, ya estableciendo sus misiones y sus consulados, ya firmando los primeros tratados de amistad y comercio que ha tenido, ya tomando resoluciones de la mayor gravedad en cuanto a extremos que, bien examinados, ponían de relieve el puro patriotismo con que se atendían aquellos negocios y la ardiente fe en hacer de la nueva nación un pueblo importante, libre y respetable. Terminaba Victoria su periodo realizando en materia internacional negocios tan complejos como el de un tratado de limites con los Estados Unidos, un concordato con la Silla Apostólica, la primera ley para naturalización de extranjeros y varios tratados de comercio, asuntos todos en los que se interponían espinosas dificultades que, con prudencia ejemplar, iban siendo allanadas.

El Presidente Guerrero titula de "esencialmente americano" el sentimiento que caracteriza la política exterior de México, y ya al hacerse el Vicepresidente Bustamante cargo del Poder Ejecutivo, se anuncia al Legislativo, por primera vez, que "la restauración del crédito extranjero ha sido uno de los objetos cuya gravedad e importancia" preocupan al Gobierno, el cual manda que en las aduanas se paguen los dividendos de los prestamistas al erario. Prácticamente principiaba entonces para nuestro país un largo periodo de desavenencias políticas, de irregularidades constitucionales, de planes y contraplanes, de feroces apetitos personales y de vicios políticos. Bustamente, Santa Anna y Gómez Pedraza se lían en pronunciamientos y contrarrevoluciones; desfilan por la Presidencia Gómez Farías y Múzquiz, y entre acciones liberales y reacciones conservadoras, adviene la República de sistema federal, en medio de un desconcierto en que se barajan pronunciamientos y presidentes de la República. No es el más propicio este clima para el buen cultivo de las relaciones exteriores, y así se puede señalar la indiferencia con que este ramo es visto y su constante declinación a partir del término de la presidencia del general Victoria. Pero en 1837 el inquieto Bustamente da la voz de alarma, tardíamente, sobre las dificultades separatistas en los departamentos de Texas y las Californias; presenta un falso panorama de los negocios extranjeros, con la única excepción del alteramiento de las relaciones con los Estados Unidos y, con este motivo, anuncia que en el caso de que el punto de vista del interés nacional no llegue a ser respetado, México se pondría en la actitud que reclaman su dignidad y su honor. De hecho, pues, se iniciaba un periodo de graves dificultades y se aludía prácticamente a la posibilidad de una guerra. Y cuando tal situación se presentaba como tétrica amenaza en nuestra vida nacional y extranjera, surge inopinadamente un caso bélico con Francia que ya había venido alentando excesivas pretensiones sobre su situación en México, especialmente en cuanto al trato pnvilegiado de sus intereses; y así, de la exageración a la insolencia, unos barcos de guerra franceses bloquearon Veracruz, se apoderaron de San Juan de Ulúa, y dando lugar a una situación muy parecida a lo absurdo, agregaron nuevas y poderosas dificultades a las que ya hacían debatir al país entre conflictos domésticos y amenazas exteriores. Seiscientos mil pesos de nuestro paupérrimo erario pusieron fin a las reclamaciones, que pasando de lo injusto llegaron hasta los terrenos de lo ridículo. No sería la primera vez que una misión diplomática a México estuviera confiada a la fuerza abusiva de un almirante o de un general; pero cualquiera que fuera el procedimiento coactivo que se empleaba contra este país, el tiempo se ha encargado de hacer Justicia, condenando con rigor aquellas formas atentatorias para humillar a un país débil que nacía de buena fe a la vida independiente. La historia oficial de aquel lamentable episodio está consignada en el informe del 10 de agosto de 1839. Principia entonces la cadena de las reclamaciones internacionales y se firmaba con Washington la primera convención, precursora de estas otras a las cuales se quiere dar remate por los días que corren.

1839: el gobierno "considera como una fatalidad que se hubiera abandonado el proyecto de reunir una Asamblea de Plenipotenciarios de las Repúblicas del Continente americano, para arreglar el derecho internacional de éstas y adquirir por su unión la fuerza que pudiera faltarles aislando el poder y los recursos de cada una de ellas". Gran decir. Pero es que desde el Ministerio de Relaciones Exteriores suena la voz del insigne Manuel Eduardo de Gorostiza... Los negocios internacionales se hallan ahora en las mejores manos por experiencia, por capacidad, por patriotismo, por visión de política exterior y por seguridad sobre política interior, la que pedía como base la de que la paz y la unión de todos los mexicanos se procuren francamente y a costa de cualesquiera sacrificios.

De nuevo Bustamente en el poder, se vuelve a hablar de las dificultades en Texas, cada vez mayores, y ya entonces -por 1840- perfectamente definidas; se alude a las incursiones fronterizas de las tribus bárbaras, de las cuales en realidad se conoce ahora muy poco y es materia casi olvidada, pero de la cual ofreceremos algún volumen en esta colección; y se produce un hecho también del más alto interés en la vida internacional de México: el establecimiento de la primera misión diplomática que enviaba España a su antigua colonia, haciendo coincidir este suceso con la negociación de un tratado de comercio. Venía de primer agente aquel don Ángel Calderón de la Barca esposo de Frances Erskine Inglis, la dama escocesa que como resultado de su corta estancia en nuestro país produjera uno de los más curiosos libros de la bibliografía de viajeros en México. Las alusiones de sospecha y de desconfianza sobre nuevos apetitos imperialistas de España desaparecieron entonces del lenguaje oficial. En cambio se presenta nuevo motivo justificado de fricción con el gobierno de Francia: el reconocimiento que otorgó éste a los separatistas de Texas, y muy pronto a este agravio debía de seguir el escandaloso incidente del nuevo ministro que enviaban las Tulleras, el barón Alleye de Ciprey, sobre cuya intervención enojosa en una disputa se han  publicado los documentos correspondientes, en un tomo de esta colección. El año de 40 marca también un paso de positiva trascendencia en el campo de nuestras actividades internacionales, como lo fue la invitación hecha por México a las Repúblicas iberoamericanas para realizar una asamblea de plenipotenciarios, que iba a pretender, nada menos, que arreglar -según la expresión de aquel tiempo- "su derecho internacional, adquiriendo por su unión la fuerza defensiva de que pudieran carecer si permaneciesen aisladas". Nobles y dificilísimos propósitos, inalcanzables todavía después de un siglo.

Mientras tanto el país se debate en ese tenebroso periodo -de aspectos medievales- de nuestra historia contemporánea. Paredes en Guadalajara y Santa Anna en Tacubaya son consumados artistas en pronunciamientos y cuartelazos, y a partir de la presidencia interina de Echeverría, se inicia con Santa Anna la primera dictadura formal, y a la sombra de las Bases de Tacubaya entran y salen presidentes, y surge y desaparece el sistema centralista. Desfilan por el Palacio Nacional Bravo y Canalizo, Herrera y Paredes, Salas y Anaya. La llamada "Alteza Serenísima" hace y deshace, quita y pone, triunfa y pierde; tan pronto se presenta en toda la gloria de su dictadura, como se escapa cubierto de ignominias. Parece el deus ex machina de todas las desdichas que revolotean siniestramente sobre México. Estos ocho años del panorama internacional del país no permiten distinguir otra cosa que la negrura cerrada del caso de Texas; los informes presidenciales silencian cualesquiera otros aspectos de nuestra convivencia en el mundo, y concentran su atención en las graves circunstancias que dominan en nuestras regiones del norte. Tan pronto el comentario es francamente indignado, como se presenta a la consideración de los legisladores un torpe optimismo en la eficacia de la misión diplomática. La guerra, inevitable, cierra con su infame sello esta larga jornada. Los informes adquieren su máximo interés, y era natural, porque se trataba de cuanto de más grave y fundamental se había registrado hasta entonces en la historia de nuestros negocios extranjeros. Es inútil extenderse aquí en un hecho sumamente conocido; pero es conveniente insistir en recomendar la lectura del mensaje que, en recapitulación de los sucesos, presentó el ilustre mandatario interino, don Manuel de la Peña y Peña, quien asumía el poder después de la descomposición física y política del país, en su calidad de Presidente de la Suprema Corte. El documento explica, comenta, detalla, sugiere y ahonda con un acento infinito de dolor, apenas recatado entre conceptos de suma prudencia. Por su tono de gran elevación, por su ardiente patriotismo humillado, y por su misma forma, el mensaje del Presidente De la Peña debe figurar en la antología de las grandes piezas históricas mexicanas. 

Acallada por la guerra la importancia de los demás temas exteriores la vida internacional se deprime hondamente, y apenas si surge después el enfadoso tópico de las eternas reclamaciones. Después del Tratado de Guadalupe Hidalgo, la baja de nuestras relaciones internacionales es evidente. Los informes del Presidente Arista en 1852, son verdaderos trenos. México está acosado por los trapaceos de las potencias; se multiplican dificultades que van desde Belice hasta las cámaras del Vaticano; surge el proyecto de abrir un canal de comunicación en Tehuantepec, y el tema más socorrido es el de las exigencias de dinero; el pretexto más baladí es objeto de reclamaciones diplomáticas frecuentemente ignominiosas y rapaces, y la hacienda pública, del todo exhausta, completa este paisaje desolador de la vida  pública. Continúan mientras tanto las asonadas, los motines y los cuartelazos, y los jefes militares son los árbitros del pensamiento y de la dirección de la política, lo que equivale a decir, de todas las actividades de la nación, hasta que expedida la Constitución de 1857, Comonfort se encarga de la presidencia bajo el signo de la legalidad, el que, por otra parte, no debía brillar muchos días en el firmamento de las instituciones, ya que, como es bien sabido, el mismo débil funcionario se colude con Zuloaga y los conservadores en la aceptación del Plan de Tacubaya que debía venir a echar abajo las nacientes reformas, y se inicia la guerra llamada de Tres Años, hasta que Juárez, en 1861, reinstala la República Federal y restaura la legalidad que muy pronto debería ser lesionada con el máximo daño mediante la intervención extranjera, la reacción conservadora y la creación de un imperio regido por la casa de Austria y protegido por la francesa de Napoleón. Otra vez la gravedad de la situación internacional llegaba al máximo grado.

Al iniciarse la breve estancia del Presidente Juárez en la ciudad de México, las dificultades con el extranjero se señalan con el decreto de 17 de julio de 1861, que tendiente al arreglo y distribución de los fondos públicos, provoca la protesta de otros gobiernos, y también con motivo del extrañamiento de los representantes diplomáticos de España, Guatemala y el Vaticano, por causa de andar mezclados en intrigas de política interior. La intervención bélica de la efímera alianza tripartita que formaron Francia, Inglaterra y España, desata una nueva calamidad sobre la nación, y enciende simultáneamente la guerra extranjera y la guerra civil mezcladas en esta vez en un vergonzoso maridaje. Inglaterra abandona la partida, apenas iniciada, con esa delicada sabiduría de política internacional que tanto distingue al pueblo británico y a sus gobiernos, y la noble conducta y penetrante sagacidad de don Juan Prim salva simultáneamente a su patria y a México, de volver a enfrentarse en una aventura dolorosa y totalmente inútil para pueblos de sangre común. Destaquemos del informe del gran Juárez, estos párrafos en donde se revive el acento de los patricios atenienses:
 
 
Proclamar como lo hacen nuestros agresores -¿eran palabras de su Ministro de Relaciones, don Manuel Doblado, o del glorioso reformador?; en cualquiera de los dos estaban perfectamente-, proclamar que no hacen la guerra al país sino a su actual gobierno, es repetir la vana declaración de cuantos emprenden una guerra ofensiva y atentatoria; y por otra parte, bien claro está que se ultraja a un pueblo cuando se ataca al poder que el mismo ha elevado y quiere sostener. La apelación al voto del país, consultado por nuestros enemigos, no es más que un sarcasmo, indigno de tomarse un momento en consideración. En último análisis, la resolución de no tratar con el gobierno legitimo de hecho y de derecho es la declaración de guerra contra el derecho de gentes, porque cierra todas las puertas a satisfacciones convencionales. Si yo fuera simplemente un particular, o si el poder que ejerzo fuera la obra de algún vergonzoso motín, como sucedía tantas veces antes que la nación toda sostuviera a su legítimo gobierno, entonces no vacilaría en sacrificar mi posición, si de este modo alejaba de mi patria el azote de la guerra. Como la autoridad no es mi patrimonio, sino un depósito que la nación me ha confiado, muy especialmente para sostener su independencia y su honor, he recibido y conservaré este depósito por el tiempo que prescribe nuestra ley fundamental, y no lo pondré jamás a discreción del enemigo extranjero; antes bien sostendré contra ella guerra que la nación toda ha aceptado hasta obligarle a reconocer la justicia de nuestra causa.

Sin proponérselo, Juárez establecía en las anteriores declaraciones la inviolabilidad de estos principios fundamentales del derecho de gentes que, si hasta después han venido siendo discriminados en doctrinas, comunicados oficiales y aplicaciones especiales, siempre existieron en la inmanencia del derecho de las naciones. Debemos apartar cuidadosamente, examinar con atención y hacer lucir en toda su importante magnitud, aquellos principios cuya enunciación el tiempo había olvidado.

Juárez tuvo que luchar con una situación frecuentemente angustiosa en política internacional; ocupado el país por la intervención extranjera o por sus aliados de dentro; perseguido cruelmente el gobierno Republicano, que representaba la única legalidad, y sin recursos materiales, la acción internacional debía corresponder a la precaria situación en que se encontraba la nacional. Solo así, quizá, se pueden explicar ciertos errores de gravedad como el proyectado tratado MacLane-Ocampo, y el de la concesión extranjera para un canal en Tehuantepec, a los cuales se podrían agregar otros poco conocidos sobre Sonora y la Baja California. Pero en la balanza de los aciertos hubo muchos de estos, entre los cuales debe señalarse la negociación de La Soledad, en donde el genio político de Doblado alcanzaba muy grandes alturas. Agreguemos que Juárez, en medio de un periodo profundamente calamitoso por los males que se revolvían contra la patria, estuvo siempre asesorado en relaciones exteriores por los más eminentes personajes de la revolución liberal: sus ministros en ese ramo fueron nada menos que Melchor Ocampo, Juan Antonio de la Fuente, Santos Degollado, Francisco Zarco, León Guzmán, Manuel María de Zamacona, Manuel Doblado, Sebastián Lerdo de Tejada, José María Lafragua y otras eminentes personalidades de la época.

Son ya varios los tomos del Archivo Histórico Diplomático que se han ocupado en examinar aspectos de la labor internacional durante el periodo de la Reforma; pero todavía se puede intentar un trabajo de conjunto sobre ese tiempo, que resultará del más alto interés para la historia de nuestros negocios extranjeros, y aunque en él podrá hallar el perspicuo intérprete de nuestras contiendas políticas, extraños claroscuros, siempre resaltarán la virtud acrisolada y el enorme patriotismo de los hombres que en aquella época salvaron a México con tanto denuedo y tan heroicos sacrificios.

Durante el breve periodo de cuatro años de don Sebastián Lerdo de Tejada, pocos negocios internacionales de alto relieve recibieron atención o iniciativa del gobierno, ya que éste encontrábase empeñado en salvar la difícil situación heredada por un país que acababa de salir de una guerra exterior mezclada con guerra civil, y prolongada por un estado de agitación política en la que por una parte, don José María Iglesias sostenía la doctrina de la sucesión constitucional, y por otra el general Díaz se erguía como caudillo del plan revolucionario de Tuxtepec. El que había sido Ministro de Relaciones Exteriores de Juárez, al ocupar la presidencia mostraba profundas reservas y cierta apatía para los negocios internacionales: su mejor formula internacional -que en nuestra opinión era un error de gravedad- el mismo la expresaba con estas palabras: "entre la fuerza y la debilidad, el desierto", es decir; el aislamiento. Sin embargo, su limpieza moral, su claro talento y sus magnificas virtudes ciudadanas, hubieran resaltado brillantemente en los negocios exteriores si el curso de la política Ie hubiera permitido una figuración más prolongada.

Los principales negocios internacionales fueron dos: la iniciación de un tratado de límites con Guatemala y la renovación de la convención de reclamaciones de 1861. Ya entonces decía el Presidente, asombrado ante la excesividad con que México ha sido reclamado en diversas ocasiones: "puede asegurarse que de la enorme cantidad de quinientos cincuenta millones de pesos que se reclamaban a México, no quedará reconocida la centésima parte de aquella suma exorbitante".

Viene en seguida el largo periodo de gobierno del general Díaz: se abre (está justificado comprender en él al periodo de don Manuel González, quien era prácticamente un delegado personal en el poder) en 1876, y se cierra en 1911, lo cual, si descontamos el periodo gonzalista, representa una estancia de más de treinta años en el poder. En un periodo de esta duración, la continuidad puede ser un precioso elemento en la política de los negocios extranjeros, y mucho más si esa continuidad corresponde a los funcionarios encargados de la dirección de aquella política, siempre, claro está, que la permanencia corresponda a la excelencia en el pensamiento y en la acción. El general Díaz tuvo, pues, la mejor oportunidad que cualquier otro gobierno haya podido tener, para realizar el trabajo internacional. Su mismo Ministro de Relaciones, el señor Mariscal, fue titular treinta años de la cartera. Tan prolongado tiempo de un mismo gobierno y de una misma política exterior, debe ser estudiado a fondo, para aclarar si a esa oportunidad excepcional y probablemente irrepetible, correspondió un resultado importante y provechoso a la nación.

Simultáneamente a los primeros años del gobierno del general Díaz, se presentaron en el campo de la discusión y de los trabajos con gobiernos extranjeros, y hasta bien entrado el ultimo decenio del siglo XIX, numerosísimos casos de dificultades en la frontera, que produjeron discusiones y preocupaciones sin cuenta: eran unas veces las irrupciones de abigeos y otras las de indios salvajes que entonces pululaban en el norte; eran otras las de incursiones en nuestra frontera con Guatemala, que estuvieron a pique de desembocar en un caso bélico; en ocasiones se trataba de excesos de autoridades en las regiones limítrofes, y no pocas, de incursiones militares que excitaban violentamente el sentimiento popular.

Uno de los casos más delicados fue cuando en 1877 el gobierno estadounidense autorizó al general Ord para perseguir en territorio mexicano a los indios que merodeaban en la región meridional norteamericana. Esto ocurría dentro del periodo de un año en que el gobierno del general Díaz no era "reconocido" (según el vicioso e indebido procedimiento que tantos perjuicios ha causado en América) por el gobierno de los Estados Unidos. Levantose en México la opinión ante el anunciado atropello, y el Senado de nuestro país autorizó al gobierno para tratar con el americano el paso recíproco de tropas en la persecución de merodeadores, autorización que no llegó a tener prácticos efectos, porque sin avenirse a la invitación, el gobierno de Washington retiró en 1880 la orden que había dado al general Ord.

Por ese tiempo se presentaba un periodo de dificultades, generalmente originadas por desconfianza y malos entendimientos. La incertidumbre en el trazo de la frontera y la incursión de hombres armados en territorio de Chiapas, eran los motivos ostensibles. Fue necesario que México declarara -como era la verdad- que no pretendía ninguna anexión territorial de países centroamericanos.

En 1885 el general Barrios, Presidente de Guatemala, decretaba por sí la unión de las Repúblicas centroamericanas y al mismo tiempo se declaraba supremo jefe militar del nuevo país. Aunque la idea de una unión centroamericana, sobre la cual mucho se lleva escrito, es materia de la mayor importancia y digna de la más decidida atención y quizá también de apoyo y aplauso por cuanto signifique mejoramiento, respetabilidad y engrandecimiento de aquellos países, la forma en que se trataba de realizar, sin tener en cuenta el consentimiento de las partes interesadas, era del todo violatoria del derecho de los pueblos, y así fue como El Salvador, Costa Rica y Nicaragua acudieron a México en demanda de apoyo para defender su amenazada autonomía. El hecho fue reprobado por México y las circunstancias inmediatas hicieron fracasar un proyecto que, siendo viable por las vías legales y amistosas, se realizaba en forma atentatoria.

Marcan también este agitado periodo de agresiones y reclamaciones voraces, el incidente de Cayo Arenas, isla que era reclamada por una casa de Baltimore, explotadora de guano; el encuentro de tropas mexicanas en territorio de Chihuahua con doscientos indios mandados por oficiales extranjeros y una prolongada serie de incidentes menores.

Se extienden las relaciones al exterior con el establecimiento de misiones o la designación de ministros; se inicia en 1888 la amistad oficial con las potencias de Oriente; se negocia, estableciendo bases y discutiendo principios, sobre todos nuestros problemas de la frontera del norte: perfeccionamiento del trazo limítrofe, eliminación y distribución de bancos fluviales, aprovechamiento de aguas y obras de defensa contra inundaciones en los ríos Bravo y Colorado; celébrase en Washington -y asisten nuestros delegados- la primera Conferencia Panamericana; la Cámara de Comercio de Los Ángeles, con apoyo del gobierno de su provincia, inicia proponer a México la compra de la Baja California, que, naturalmente, es rechazada de plano; se denuncia simultáneamente la existencia de planes filibusteros contra la misma península; se instala una comisión mixta de reclamaciones mutuas de nacionales mexicanos y guatemaltecos y terminan satisfactoriamente, en 1895, las negociaciones iniciadas nueve años antes con Estados Unidos sobre la posesión de seis islas situadas frente a la Costa de Yucatán, y en las cuales algunos americanos habían explotado yacimientos de guano.

Por primera vez, con motivo de haber sido invitado nuestro país para expresar su opinión sobre la disputa surgida entre Inglaterra y Venezuela por límites entre este país y la Guayana Inglesa, y de la aplicación en este caso de la Doctrina Monroe, el gobierno de México opina públicamente sobre dicha doctrina, opinión que es conveniente recoger por cuanto a su importancia documental entre las demás que aquí se han emitido sobre la materia.

En 1896 el gobierno del Ecuador inicia un Congreso Extraordinario Panamericano, y propone que se reúna en México. EI proyecto, deficientemente realizado y planteado, fracasa al poco tiempo. Es muy poco conocido este episodio de los negocios internacionales del Continente, y sobre él  publicaremos especialmente un tomo de esta colección. Por último, cierra el siglo con la presencia de México en el Congreso de La Paz, reunido en La Haya.

Inicia México el nuevo siglo con la celebración en su territorio -en 1901- de la segunda Conferencia Internacional Americana, y en el resto del decenio pocos negocios extranjeros graves se presentan a la consideración del gobierno. Transcurre plácida en este terreno, la existencia oficial, y lo que había empezado en una lucha revolucionaria de aspecto democrático, se transforma en una dictadura de brillante exterioridad y de una interna miseria, en donde el país se agitaba entre la inanidad política y la más negra pobreza económica. Sin embargo, en esta última parte de la dictadura se presentan tres negocios de gran importancia, cuyos resultados finales culminaron en lamentables fracasos en dos de ellos, y el tercero está todavía pendiente de una buena resolución. En 1902, México y los Estados Unidos someten al Tribunal de Arbitraje de La Haya la reclamación de la Iglesia católica de California, demandando el pago de intereses de un fondo que en la época colonial se concedió a las misiones religiosas de aquella región. Se trataba de un convenio interno del gobierno español de la colonia, el cual, como todos los actos de su clase, había terminado jurídicamente y de hecho al adquirir México su independencia entre las naciones. La sentencia fue condenatoria para nuestro país, mal defendido en aquel trance.

Otro negocio en que por entonces intervinimos fue el de los conflictos centroamericanos. Nuestra acción desinteresada y a veces generosa, debió ceder, en la práctica, ante la debilidad de nuestra posición enfrente de poderosos intereses.

Por último, en enero de 1911 se firmaron las ratificaciones del Convenio de Arbitraje en la disputa del pequeñísimo territorio del Chamizal, perteneciente a México, y enclavado entre Ciudad Juárez y la ciudad norteamericana de El Paso. El fallo fue favorable a México, y hasta hoy no ha llegado a cumplirse. (1)
 
Con esto se cierra la acción internacional de aquel prolongado periodo y sobreviene la revolución que entra triunfante en la ciudad de México en mayo de 1911, para abrir un nuevo periodo en la vida social, política e internacional de la nación.

Los hechos internacionales en algo más de un siglo están expuestos de manera oficial en los documentos que  publicamos a continuación. Estos documentos han sido separados de la parte más general de los informes presidenciales, uno a uno (2). Quizá no contengan la verdad completa, la verdad verdadera, porque, como ya se sabe, siempre el partidismo pone velos a los hechos o los rodea de deslumbrantes quimeras, o los mismos funcionarios no son todos de la misma altura moral e intelectual y pueden presentar en formas optimistas, hechos criticables o de escaso interés. Sin embargo, descontando lo que haya de opinión exclusivamente oficial en esos informes, siempre queda la enumeración y presentación de hechos importantísimos, unos, reveladores otros de una peculiar visión de los negocios internacionales, y muy interesantes, todos, desde un punto de vista documental, que es donde el escritor, el historiador y el simple hombre interesado en la vida  pública, espigan con provecho, para sacar sus conclusiones y practicar sus aplicaciones.

Aunque  publicamos hasta el último que se ha presentado, de los informes de los gobiernos surgidos de la revolución, su comentario nos presenta tales atractivos que hemos resuelto dedicar un volumen especial a la labor internacional de este periodo. Por otra parte, siendo nosotros, en tal caso, juez y parte, ya que hemos participado como observadores, testigos, colaboradores y directores en los trabajos internacionales de la revolución mexicana, la más explorada cautela nos indica que al realizar un trabajo de pretensiones históricas, no debemos dejar al futuro simples parrafadas expresivas de algo que pudiera parecerse al egoísmo del que habla de sus propios hechos, sino pruebas bien fundadas a las que el tiempo se encargará de dar su ardua sentencia.

 

Notas:

1. En octubre de 1930, se celebró en la ciudad de EI Paso una conferencia de la cual el público no conoce nada todavía. En ella intervinieron el Secretario de Relaciones de México y el Embajador de los Estados Unidos en México, así como los Jefes de las Comisiones Internacionales de Límites y de Aguas de ambos países. En esa conferencia el Secretario de Relaciones Exteriores de México pidió en nombre de su gobierno que se diera cumplimiento aI fallo sobre la Zona del Chamizal y que para facilitar este acto, se realizaran obras de desviación del Río Bravo, de manera de hacerlo pasar aI norte de dicha zona y de la llamada Isla de Córdoba, que también es territorio mexicano y está en posesión de nuestro país. EI proyecto fue considerado factible tanto en su realización técnica como en la económica y su ejecución vendrá a eliminar, dentro de la justicia y de la equidad, un problema siempre latente.

2. Informes y Manifiestos de los Poderes Ejecutivo y Legislativo de 1821 a 1904. 3 tomos. México. Imprenta del Gobierno Federal, 1905, e informes presidenciales presentados al Congreso a partir de 1905, así como Memorias de la Secretaría de Relaciones Exteriores.

Fuente: Genaro Estrada: Diplomático y Escritor. México. Secretaría de Relaciones Exteriores. Colección del Archivo Histórico Diplomático de México. 1978. 1990 pp.