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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1931 México en una Nuez

Alfonso Reyes

I

Los aztecas, raza militar, dominaban por el terror a un conjunto de pueblos heterogéneos y sólo escapaban a su imperio los muy alejados o los muy bravos, como la altiva república de Tlaxcala, cuyos hilos preferirían cocinar sus alimentos sin sal a tener trato con los tiranos de Anáhuac. Los aztecas vivían sobre los despojos de civilizaciones vetustas y misteriosas, cuya tradición ellos mismos habían comenzado a no entender, vaciándola poco a poco de su contenido moral.

Los pueblos americanos, aislados del resto del mundo, habían seguido una evolución diferente a la de Europa, que los colocaba, respecto a ésta, en condiciones de notoria inferioridad. Ignoraban la verdadera metalurgia y desconocían el empleo de la bestia de carga, que era sustituida por el esclavo. Celebraban contratos internacionales para hacerse la guerra de vez en cuando, y tener víctimas humanas que ofrecer a sus dioses. Su sistema de escritura jeroglífica no admitía la fijación de las formas del lenguaje, de suerte que su literatura sólo podía perpetuarse por tradición oral. Ni física, ni moralmente podían resistir el encuentro con el europeo. Su colisión contra los hombres que venían de Europa, vestidos de hierro, armados con pólvora y balas y cañones, montados a caballo y sostenidos por Cristo, fue el choque del jarro contra el caldero. El jarro podía ser muy fino y muy hermoso, pero era el más quebradizo.

La sensibilidad artística de aquel pueblo todavía nos asombra. Y sus herederos, mil veces vencidos por regímenes que parecían calculados para arruinarlos, dan todavía ejemplo de primorosas aptitudes manuales y un raro don estético. Pero también el caníbal sabe trazar sobre su cuerpo tatuajes que no igualaría cualquier civilizado. La civilización se hace de moral y de política. El don del arte, como el don de amor, es otro orden libre y sagrado de la vida.

Gran mente política, Cortés jugó de intrigas y ardides, ahusó del respeto que el indio concedía siempre al que se decía Embajador, y como Embajador vino a presentarse para que le abrieran todas las puertas; se aprovechó de la superstición que lo hacía aparecer como emisario de los Hijos del Sol (verdaderos amos del suelo mexicano que, según los oráculos, un día volverían a reclamar lo suyo), y amparado por la feliz aparición del cometa, triunfó sin lucha en el ánimo asustadizo del Emperador Moctezuma, que así se portó ante él como el Rey Latino, en la Eneida, a la llegada de Eneas, el hombre de los destinos. Y todavía sacó partido del pavor que causaba en el ánimo de los indios la sola presencia de las tropas españolas, haciendo pasar por dioses a los caballos y por centauros a los jinetes. Finalmente, Cortés movilizó, contra el formidable poder central, los odios de los cien pueblos postergados. Y así, bajo las inspiraciones de Cortés, los indios mismos hicieron -para él- la conquista del Imperio Azteca.

Sin la debilidad fundamental de aquellas civilizaciones ya arruinadas, y sin este juego de circunstancias genialmente puestas al servicio de la empresa, ésta hubiera sido irrealizable. No sólo moral, sino numéricamente irrealizable. ¿Unos centenares de hombres y unas docenas de caballos lograron tamaña victoria? Oh, no: como en la Ilíada, todas las fuerzas del cielo y de la tierra tornaban parte en el conflicto.

II

Los pingüinos que San Mae! bautizó fueron convertidos en hombres por dictamen del cielo: había que salvar el honor del sacramento. La iglesia. con todo, tiene piedad del que los más torpes se inclinaban a considerar como bestia o como engendro diabólico. El indio, por lo menos, pasa a la categoría de menor, de ser elemental, y se le admite a los beneficios del catequismo y del bautismo. El conquistador, violento y codicioso, tiende a apagarse en tierras yen almas sus servicios a la Corona. La Iglesia tiene encargo de sujetarlo en lo posible, y de salvar así los rebaños de indios para irlos reduciendo a la verdadera vida cristiana. Habituadas a vivir en un comunismo agrícola, las poblaciones rurales se ven divididas por el conquistador en reparticiones y encomiendas. La repartición del suelo era la cruel verdad, la encomienda de almas era el eufemismo sangriento. Y la Iglesia se lanza a proteger a las poblaciones indígenas: cuida sus tierras, y junta en el atrio a las familias espantadas.

De Cauto cuidar tierras y familias, acaba por quedarse con ellas, convirtiendo en huerta de la Iglesia todo el campo y alzándose como un señor más que desafía el poder de los señores laicos y hasta contrarresta la autoridad de los virreyes. Ya en tiempos de Felipe IV se habla en los consejos de ministros de arrancar a la mano muerta eclesiástica las tierras de la Nueva España, porque el estancamiento de aquella riqueza se vuelve amenazador: la Colonia tiene un quiste en el seno que se la va comiendo toda. Carlos III se distrae con el Pacto de Familia y las luchas de Europa, y así, aunque expulsa a los jesuitas, no ataca la realidad del problema económico. Cada vez se siente más la necesidad de no tolerar que nazca un Estado dentro del Estado.

Durante tres siglos las razas se mezclan como pueden, y la Colonia se gobierna y mantiene por un milagro de respeto a la idea monárquica y por sumisión religiosa a las categorías del Estado. Porque la Metrópoli casi no desarrolló sobre América otra fuerza que la espiritual, desprovista como estaba de un poder naval que correspondiera a la inmensidad de sus conquistas, y hasta desprovista de ejércitos americanos que sólo se improvisaron a última hora. Entretanto, sordamente -los indios abajo, los españoles arriba y en medio los criollos señoriales y soberbios y los mestizos astutos y sutiles-, se engendra el nuevo ser de una patria.

Cuando sobreviene la guerra napoleónica en la Metrópoli, los caudillos liberales de la Nueva España, inspirados en la filosofía de la Revolución Francesa, se lanzan a la independencia. Si ellos no llegan a hacerla -dice Justo Sierra- es posible que la Iglesia hubiera provocado la Revolución, amenazada como se veía ya por la corona. Y, en todo caso, es muy significativo que aparezcan, entre los caudillos insurgentes, tantos eclesiásticos de aldea.

III

La noche del 15 de septiembre de 1810, el Cura del pueblo de Dolores, Miguel hidalgo y Costilla, convocó a sus feligreses a toque de campana y se lanzó a la lucha contra el régimen español y en pro de la independencia nacional. De aquellos vecinos amotinados, de aquel montón de hombres empujados por una fiebre divina, mal armados con picos y hachas -cada uno como podía y con los instrumentos del azar-, surge el primer gran ejército de la Independencia; ejército que llegará a ser formidable, y que sólo se detendrá en el Cerro de las Cruces, ante quién sabe qué fuerzas o qué consideraciones misteriosas y ya a punto de caer sobre la ciudad de México, donde parece que tenla seguro el triunfo. A la majestad de la Historia no siempre conviene el que los grandes conflictos encuentren soluciones fáciles.

La noche del 15 de septiembre, en recuerdo del hecho humilde y memorable, el Presidente de la República congrega al pueblo en la Plaza de Armas de México, frente al Palacio Nacional, sobrio y majestuoso edificio revestido de dolor y de historia; tañe la misma campana con que el Cura Hidalgo dio la alerta al corazón de la patria y repite el grito ritual: "¡Viva México libre e independiente!" Las escenas de regocijo y fiesta que entonces se desarrollan, en medio de la gritería Y las iluminaciones nocturnas, son uno de los rasgos más pintorescos de la vida popular mexicana, y han tentado a todos nuestros novelistas de costumbres. Un hálito de las antiguas panegirias parece volar sobre la hermosa ciudad.

Este motín del pueblo de Dolores, este hecho -uno de tantos, uno entre varios- ha venido, por diversas circunstancias históricas, a ser considerado como el símbolo de la independencia, la cual sólo fue consumada diez años más tarde, en 1821, por el Coronel Agustín de Iturbide. En tanto que los liberales de México insisten en la representación histórica del Cura Hidalgo, caudillo popular, verdadero Padre de la Patria, los conservadores insisten en la importancia innegable de la obra de Iturbide -criollo aristócrata- como consumador de la independencia nacional. Pero Iturbide desvirtuó el brillo de su personalidad por haber caldo en el error de erigirse más tarde Emperador de México. Efímero Imperio el suyo, sin justificación histórica ni arraigo ninguno en los sentimientos populares. Hidalgo queda con el alto prestigio del martirio por una noble causa: la cual, en su tiempo, era más difícil de defender que en tiempos de Iturbide.

Naturalmente que, en los orígenes de la emancipación, obran de consuno muchas fuerzas. Los fenómenos sociales son muy complejos, y las guerras y las revoluciones -estos movimientos acelerados-puede decirse que van depurando sus motivos y sus propósitos a medida que adelantan. Los pueblos empuñan las armas por instinto, y muchas veces no descubren cuál era su verdadero anhelo y la causa principal de sus inquietudes y malestar sino algunos años después. Así acontece con la Revolución Mexicana de 1910, que parecía en un principio movida por el solo afán de expulsar a un hombre aferrado al mando más de lo que parecían consentirlo las mismas leyes naturales. Pero, removidas violentamente las entrañas del pueblo, empezaron a dar de si todos los ocultos y graves problemas que tenían escondidos y que derramaban por todo el cuerpo de la nación un dolor incierto y persistente: justicia social y dignificación del trabajo, equitativa repartición del campo, la incorporación de la raza india a la vida civilizada y a las felicidades del bienestar, defensa frente a pueblos potentes que a veces nos han amenazado en su ciego ensanche natural; problemas, en suma, de intensa educación, a que se reducen todos los otros. Así también, en nuestra lucha por la independencia, se nota -en el fondo- el impulso claro hacia la autonomía política; pero este impulso aparece al principio enturbiado por muchos otros impulsos accesorios, que comenzaron colaborando con aquél y luego se fueron desvaneciendo.

El clero mexicano, clero campesino, clero humilde, cansado de soportar siempre en los altos cargos a los personajes de la aristocracia eclesiástica española, también veía su ventaja en el movimiento de la Independencia. El mismo Hidalgo procede de esta clase social.

Por otra parte. la Iglesia, como hemos dicho, veía con desconfianza las tentaciones de desamortización que se habían infiltrado en los consejos de la Corona Española.

Finalmente, los conservadores y absolutistas de México soñaban con ofrecer a Fernando VII un trono mexicano, independiente de España y limpio de Constitución; pues recordemos que ya el liberalismo español, para esa fecha, había recortado a Fernando VII los poderes absolutos, mediante la Constitución de Cádiz. Ante este solo aspecto de la cuestión (que tiene su equivalente en las demás Repúblicas), los para dojistas han querido demostrar que la Independencia de la América Española fue obra de los monárquicos. 'Canto monta decir que el fuego -cosa tan grande y tremenda como el fuego- es un elemento que tiene por objeto encender cigarros.

IV

La ciencia no nos deja mentir. La verdadera independencia no existe mientras quedan resabios de rencor o de pugna. La verdadera independencia es capaz de amistad, de reconocimiento, de comprensión y de olvido. España fue grande; tan grande, que conjuró contra ella todas sus voluntades, y de aquí nació la Leyenda Negra. El régimen español compartió todos los errores filosóficos de su tiempo. Otros imperios cometieron faltas iguales o peores, pero estaban -como menos grandes- menos a la vista del mundo. Dice un refrán griego: "El desliz del pie de un gigante es carrera para un enano."

El hecho español era tan fuerte, tanto pesaba sobre la tierra la mano de España, que sus menores aparecen agigantados; y singularmente a los ojos de otros pueblos, entonces menos afortunados, que se contentaban con perseguir por el mar a los galeones españoles cargados de oro, o con recoger, bajo la mesa imperial, los relieves del festín español.

La verdadera censura que admite el régimen español está en que España nunca tuvo fuerzas para sujetar su poderío colonial; en que no supo explotar cuerdamente, con buena ciencia de mercader, a sus colonias, sino que se enloqueció fantásticamente con ellas, se entregó a ellas, se fue hacia ellas desangrándose visiblemente, y en vez de crear esas grandes factorías comerciales que engendran los imperios del siglo XIX, produjo naciones, capaces de vida propia al grado que supieron arrancarse a la tutela materna. ¡Culpa feliz por cierto!

Ningún mexicano puede recordar sin gratitud los esfuerzos afortunados que representan las Leyes de Indias, donde los hombres de hoy en día buscamos inspiraciones en la campaña para defender al indio, para salvaguardar los ejidos o propiedades comunales de los pueblos, y hasta para afirmar el dominio eminente del Estado sobre el subsuelo nacional —siempre inalienable según los principios latinos que han dado al mundo su conciencia jurídica.

No: la int. dependencia -en el sentido más profundo y verdadero de la moral y dure la política- podemos decir que se ha hecho, por lo menos, tanto contra un Estado como contra un pasado. Y a veces me parece que rifas bien esto último. De modo que las independencias americanas y la instauración de la República en España son dos tiempos paralelos de la misma evolución histórica. A unas y a otra las gobierna y las justifica igual filosofía. No era todavía independiente el hispanoamericanismo que aun maldecía del español. En la varonil fraternidad gire no se asusta ya de la natural interdependencia, en el sentimiento de amistad e igualdad se reconoce al independiente que ha llegado a serlo de veras.

V

¿Destetaríais a un niño con ajenjo? Pues he aquí que las Repúblicas Americanas nacieron bajo las inspiraciones de una filosofía política que, realmente, es una filosofía política para adultos. De la monarquía absoluta y teocrática, y del gobierno unitario y central, que siempre habían sido las formas de la política mexicana, antes y después de la Conquista, pasamos a los derechos del Hombre y a la Constitución Federal. Mucho tiempo viviremos como prendidos a la cola y arrastrados por el carro ligero de un ideal que no podemos alcanzar. No educado el pueblo p6nra la representación democrática, ajeno todo nuestro sistema de costumbres al trabajo de la máquina federal, no preparado el indígena para hombrearse con el señor blanco poseedor de haciendas y dueño de influencias en la ciudad...

Las ideas importadas de Francia y de los Estados Unidos se convierten en I. a gran aspiración de todos, aun de los que no las entienden. En varo Fray Servando Teresa de Mier (célebre Discurso de las Profecías) augura a la patria todos los males que le vendrán de querer adoptar normas ajenas a su idiosincrasia y a su historia. La idea jacobina, liberal e individualista es la más fuerte. Y por entre el duelo de federalistas avanzados y centralistas retardatarios, como deshaciendo a puntapiés una telaraña de mentiras. avanzan las botas fuertes de los caudillos, cada uno dispuesto a ser Presidente contra la voluntad de los otros. En el primer instante, Iturbide se dispone a más: a ser Emperador. Gran confusión, gran enseñanza.

Corno fuere, el duelo de liberales y conservadores va creando un ritmo de vaivén que cada vez se parece más a un latido, a una circulación coherente, a la respiración de un ser ya diferenciado, ya en proceso de organización. La cara del nuevo pueblo se va dibujando a cuchilladas. Las cicatrices le van dando relieve. Y en esto se gasta la primera mitad del siglo.

VI

Vencidos por el momento los conservadores, y amenazada de desamortización la Iglesia (conflicto que se volvió herencia), algunos engañados cometen el imperdonable error de pedir a Napoleón III la fundación de un Imperio en México. Quieren acabar de una vez con las utopías liberales, poner término a la anarquía y delegar la nacionalidad en manos más expertas, salvándola así (según ellos pensaban) de los nacientes riesgos que suponía la vecindad de un pueblo poderoso en el Norte. Entonces acontece algo comparable al reventar de un abceso interno. Los malos humores se van al torrente de la sangre y hacen daño por todas partes. Pero a veces -y así sucedió entonces- logra el cuerpo eliminarlos e irlos expulsando.

Los conservadores, a efectos del rencor reciente y aunque entre ellos hubiera patriotas y hombres de buena fe, pasaron a la categoría de ofuscados, de cómplices del invasor. Y los liberales, en el primer instante aplastados, se alzaron de pronto con la representación genuina y congruente de la nación, con el sentido claro de sus responsabilidades y del único camino posible. En la mente del salvador de la República, Benito Juárez, o más bien en su voluntad, se calienta y modela definitivamente el metal de la patria, hasta entonces mezclado e informe. De allí sale ya hecho una espada.

Juárez ha sido censurado. La censura afecta unas veces a pequeñas particularidades que aquí no importan. Nos importa la censura cuando se refiere al conjunto de su obra, a su orientación general. Tal censura procede, en unos casos, por la senda que llamamos pasión. En otros, por la senda que llamaremos, mejor que acción, inercia. El resultado de estas censuras es el ofuscamiento de la evidencia en la historia. El efecto sobre la cultura política es la desmoralización. Me explicaré sobre estos conceptos: pasión, inercia, evidencia, desmoralización.

Pasión: Ni siquiera uso de la palabra con intención agresiva. La pasión ofrece una integración de estímulos humanos que, si no es conscientemente aviesa, merece algún respeto. A quienes no participan de la filosofía política de Juárez les reconozco el mismo derecho de examen que para mi propio reclamo. Pero estimo que los apasionados, aunque están muy en su terreno cuando lamentan la dirección que Juárez imprimió al movimiento nacional, se extralimitan y por aquí niegan la evidencia- cuando olvidan que el camino abierto por Juárez era, en sus circunstancias, el único que se ofrecía a la salvación de México. No discuto principios, señalo hechos.

Inercia: Ante la evidencia que acabo de señalar, opera la inercia del espíritu. Una de las formas más disimuladas y agudas de la pereza mental es la incomprensión, ciega y por arrastre adquirido, ante las cosas obvias: la incapacidad de objetivación; la impotencia de los resortes lógicos ante los hechos que deben aceptarse como hechos. El afán de originalidad -risible en el fondo- provoca secundariamente este error del espíritu. Antes dije: los adversarios pueden lamentar, no negar. Ahora (ligo: por inercia, y secundariamente por extravío paradójico, algunos no se conforman con no admitir y quieren que se entienda la historia -al modo del cómico personaje de Pérez Galdós- no como fue, sino como ellos juzgan que debiera haber sido. ¡Claro! ¡Ojala no hubiera habido duelo entre liberales y conservadores! ¡Ojala no hubiera habido intervención extranjera!

El concepto de evidencia queda ya de paso establecido. El de desmoralización se reduce a considerar el funesto efecto que tiene para la educación cívica el escatimar el reconocimiento al austero gobernante que salvó a la patria.

VII

Recapitulemos. Nadie ha visto un río en formación, cuando todavía no tiene hecho el caudal ni ha optado por un cauce definitivo. Pero la historia es mucho más veloz que la geografía, y podemos apreciar mejor, en la perspectiva del recuerdo, los pasos incipientes de una nación, sus tanteos hacia la autonomía primero, y luego sus crisis y convulsiones hacia la conquista de las libertades cívicas.

Los precursores sólo pensaban en ofrecer al Rey de España un trono saneado de todas las "peligrosas novedades" que el liberalismo francés importó a España. Esa entidad nueva que apareció en las Cortes de Cádiz, el pueblo Español, ¿qué tendría que ver con la Nueva España? No: la Nueva España dependía del Monarca. Si la Vieja España le ponía al Monarca cortapisas, había que arrancar a México de la Metrópoli europea, y ofrecérselo, en toda su pureza de dominio absoluto, al Hombre de Derecho Divino.

Un instante después, todo ha cambiado: hidalgo, el Padre de la Patria, ha concebido ya el ideal de una nación libre, y en este empeño lucha y perece. Morelos lucha y perece en plena batalla por la remodelación social. Y cuando Iturbide -un instante más- parte con la espada el nudo gordiano, la nación andaba todavía tan primeriza, que se deja coger en la trampa de un sueño imperial y aventurero.

Pero un secreto instinto -como esa honda gravitación que gobierna el curso del agua y junta los racimos de afluentes para ir engrosando el río y perfilando su trayectoria sobre el suelo-, un secreto instinto dice al oído del pueblo que, una vez transpuesto el gran obstáculo, una vez hecho el gran sacrificio, lo mejor es atreverse a la fórmula última y más promisora de las libertades nacionales. Y es la República. Y empieza a crecer la República, entre el vaivén, el tira y afloja de los que insisten en la tradición por un lado, y los que insisten en la esperanza, por el otro. Este vaivén inevitable -más aún: indispensable- hace veces de circulación, y anuncia la viabilidad del nuevo ser político. Pero, en sus orígenes, suele perturbarse, enredarse en arrepentimientos y asfixias, embarazar el embrión y, en ocasiones, matarlo.

Hubo un día en que este vaivén de liberales y conservadores estuvo a punto de matar a la joven República. Y Juárez aparece entonces como ese último punto providencial en que se refugian la vitalidad y la conciencia del ser en peligro. La nación se reduce a las proporciones del coche en que Juárez peregrinaba, salvando las formas del Estado. Juárez-Eneas: Juárez, el hombre que sale del incendio. Segundo Padre de la Patria, pero ya con la experiencia adquirida por las vicisitudes de medio siglo. En aquel inmenso "borrón y cuenta nueva" que le toca llevar a cabo, traza el cauce por el que habrá de correr el río, y abre una era definitiva en nuestra historia. Por primera vez una conciencia hizo tabla rasa de los hechos amontonados por la casualidad, y comenzó a reedificarlo todo con un plan seguro, con un propósito inquebrantable. Ahora ya no es la naturaleza ciega: ahora es la inteligencia humana. De la frente de Benito Juárez salta la imagen halada de la República.

Y cuando esta hija del espíritu, con los años y con el bienestar mal administrado -"materialismo siglo XIX"-, eche carnes, se aburguese y amenace perder la buena economía del cuerpo y del alma, por causa de la vida antihigiénica, entonces habrá que someterla valientemente a una vida ascética y gimnástica, a una revolución como a una intervención quirúrgica; habrá que devolverle la línea, y ponerla -como hoy se dice- a régimen: a un Nuevo Régimen, que no lo sea solamente de dientes afuera.

Las Leyes de Reforma y la Constitución del 57 quedan como huella escrita de aquel duelo definitivo entre liberales y conservadores. Leyes y Constitución que eran todavía poca cosa para lo que faltaba hacer, pero que hicieron posible -respetadas hasta cierto punto, sorteadas a veces con maña y a veces con fuerza- un alto en el camino. Este alto, sueño reparador del cuerpo después del sobresalto sufrido, fue la Paz Porfiriana.

Por lo demás, Hidalgo, Morelos, Juárez, tienen todavía mucha faena por delante. No se han quitado todavía las botas de campaña.

VIII

Cambia la escena. Paz, estabilidad y bálsamo adormecedor para las heridas de la Patria. Gran respeto de las apariencias legales. Espíritu de conciliación para con los antiguos adversarios, conservadores y demás representantes de los llamados intereses. Concentración del poder en una sola voluntad superior, pero animada de intachable amor al país. y tan independiente y laica que no necesitaba descender a extremos groseros.

Dogmas de la época: lo. La paz ante todo, la paz como fin en sí, por cuanto ella presupone e implica, incluso la domesticación de ciertas salubres inquietudes. ¿Maña y fuerza? Siempre la usaron los gobiernos. ¿Sangre? Mucha más ha corrido antes y después. 2o. "Poca política y mucha administración"; es decir: aplazar lo más posible ciertas cuestiones teóricas y atender a lo inmediato y práctico, pero en una esfera muy restringida. El pueblo ha nacido para ser gobernado por los financieros, por los "científicos", como ellos se llaman 3o. La noción del Extranjero como idea-fuerza: que el Extranjero nos vea con buenos ojos, que el Extranjero se sienta a gusto con nosotros y nos dé su crédito y su confianza, puesto que el marchamo internacional viene de afuera. Es la teoría de que la patria se debe modelar por sus con-tornos, y no nacer de sus propias entrañas. Es la teoría centrípeta, y no centrífuga, de la patria. Es el concepto del Positivismo Evolucionista, que privaba en las escuelas públicas de entonces: el ser es un producto del medio; en consecuencia, el signo de que el ser posee las condiciones de vida consistirá en que el medio ambiente le otorgue su aprobación; consistirá en que el mundo extranjero se deslice y circule en torno al país como acariciándolo. (Aquel desperezo del nacionalismo, a la hora de la Revolución, nacionalismo que hasta tomaba aires agresivos por momentos, se explica, en parte, como una reacción contra la mitología del Extranjero.) Y los capitales extranjeros acuden, el crédito del país se levanta y, más o menos vinculadas con la oligarquía de los "científicos", las clases privilegiadas de todo el país -que son las que dejan oír su voz, porque el pueblo gruñe en voz baja o no entiende que sus males provengan de ningún error político comienzan a disfrutar una era de bendiciones. Y todos olvidan que la primera necesidad de un pueblo es la educación política. El gran caudillo, héroe de cien batallas y, ahora, héroe de la paz, se encarga de las conciencias de todos. llanta la moral de los individuos va a apoyarse en sus decisiones. Los padres le llevan al hijo calavera para que lo asuste o, si hace falta, lo mande a la campaña del yaqui. Los Estados de la República vienen a ser circunvoluciones de su cerebro. "Me duele Tlaxcala", dice, y se lleva la mano a alguna región de la cabeza. Y una hora después, como traído por los aires, el gobernador de Tlaxcala está temblando frente a él.

¿Cómo puede haber, después de este ejemplo -magno y asombro-so si los hay, porque Porfirio Díaz era hombre de talla gigantesca-, cómo puede haber quien todavía predique entre nosotros doctrinas fundadas en el abandono de la educación política? Por encima de la buena voluntad de un hombre, el capital había venido a ser una fuerza de exclusiva explotación, una energía irresponsable y mecánica, una economía de lucro y no de servicio. Y ello deshace a las naciones y entristece el trabajo.

El tiempo hizo su obra: el dormido comenzó a agitarse. El cuerpo intervenido se recobró del marasmo, y el alma -hasta entonces indecisa- comenzó a clamar por sus derechos. El caudillo, envejecido, habla hecho su obra y no supo retirarse a tiempo: al tiempo en que afloraban problemas que, en verdad, ya no le incumbían, ya no pertenecían a su representación del mundo. El viejo cree estar rodeado de sus semejantes, y está solo: un muro de cristal lo separa ya de las cosas, un abismo de tiempo, una dimensión matemática imposible de burlar. La menor palabra indiscreta, un vago ofrecimiento sobre la conveniencia de dejar al pueblo ensayar por su cuenta unas elecciones, y el ánimo del país se desperezó y empezó a conmoverse como una tormenta. Aquel gigante que supo salir airoso de tan graves faenas no acertó en crearse un sucesor, sin duda estorbado por los inevitables malos hábitos de la dictadura. Expulsar al viejo Presidente parecía ser el problema de la Revolución, y resultó lo más sencillo. Como siempre que se intenta apuntalar la tierra para evitar un terremoto o sacar cubas de lava para evitar la explosión de un volcán, aquello de dar por hecha una Revolución con sólo la renuncia de un Presidente fue una quimera.

Sobrevinieron acciones y reacciones. El antiguo ejército no quería darse por vencido sin combatir. La oligarquía de los intereses y todas las fuerzas afines y conservadoras se resistieron. Y tras el golpe de mano de Victoriano Huerta, la verdadera Revolución, que había marchado de Norte a Sur, con Madero, entre aclamaciones y banderas, volvió a emprender igual camino con Carranza, pero ahora entre sangre y fuego.

La Revolución triunfa en un instante. La obra de Carranza se gasta en someter a sus propios caudillos y a sus generales de azar. Así se explica que, obligado a gobernar como combatiente y fuera de las normas constitucionales, no supiera distinguir el momento en que ya la popularidad verdadera señalaba a su sucesor. Quiso aplastarlo como a otro sublevado más, y cayó víctima de su engaño.

La Revolución llevaba diez años de buscarse a si propia. Era mucho el malestar del hombre que despierta después de un largo sueño. Había que enderezarlo todo, y era natural acudir a todos los remedios de la esperanza política. Fórmulas de socialismo obrero y de socialismo agrario, sistema de corporaciones y sindicatos, recetas para la repartición del campo y para la reglamentación del trabajo en las ciudades. Y sobre todo, escuelas, escuelas. Una gran cruzada por la enseñanza electrizó el ánimo de la gente. No se ha visto igual en América. Será, en la historia, el mayor honor de México.

A partir de 1920 se vislumbra más clara la marcha de la reconstrucción nacional, y los gobiernos se suceden de un modo continuo. Los levantamientos fracasan, y cada vez los capitanean figuras de menor relieve. La aplicación de los nuevos preceptos constitucionales da lugar a tanteos, conflictos, incomprensiones en el interior y en el exterior, que poco a poco se apaciguan y toman, aproximadamente, el paso de la ley.

Aquella efervescencia, aquel entusiasmo por lo nacional que ya señalamos, tuvo por causa, además de lo que llevarnos dicho, el bloqueo práctico a que México se vio sometido durante la Guerra Europea, por no haber podido, en mala hora, definir su actitud, ocupado como estaba en la solución de sus propias luchas intestinas. Entonces hubo que sacarlo todo de la propia sustancia, y entonces el país se dio cuenta de sus grandes posibilidades genuinas. Fue como descubrir otra vez el patrimonio ya olvidado; como desenterrar el oro escondido de los aztecas, ¡aquella sugestiva fábula! ¿De suerte que todo esto teníamos en casa, y no lo sabíamos? Pero ¿habremos sabido de veras aprovechar nuestro tesoro?

Algunos nos han compadecido con cierta conmiseración. Ha llegado la hora de compadecerlos a nuestro turno. ¡Ay cle los que no han osado descubrirse a sí mismos, porque aún ignoran los dolores de este alumbramiento! Pero sepan -dice la Escritura- que sólo se han de salvar los que están dispuestos a arriesgarlo todo.