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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1926 Carta a un Amigo

Manuel Gómez Morín

Querido amigo: Londres entero sabe hoy lo que ha pasado en México y nosotros sentimos que en el hotel y en la calle todos ven que somos mexicanos y nos miran con horror y desprecio. A tres columnas, en primera plana de hoy, el Times da la cruel noticia. La gente comenta con repugnancia. Esta gente que vive del respeto a la dignidad y a la persona humana, piensa que China, México y Rusia son ahora ejemplo de comunidades inferiores. A pesar de las afirmaciones revolucionarias con que se revisten. A pesar de las cartas de Romain Rolland, que se muestran también como ejemplo de un complejo psicológico formado de romanticismo revolucionario, de insensibilidad bien burguesa, de cierta exaltada hipocresía muy común entre los que son o quieren ser líderes sociales.

La comunidad no puede concebir que se trate de un procedimiento político, no puede ver en los hechos otra cosa que una repugnante y primitiva brutalidad. Nosotros estamos aniquilados y quedamos sin posibilidad de comentar por muchas horas. Un agudo dolor interior nos tuvo callados hasta mirarnos y sin apenas hablar. Ahora hemos cruzado unas palabras, en voz baja, contando los muertos y recordándolos. Yo me aparté a escribirle porque necesito una disciplina para no perderme en esta agitadora turbulencia de ideas y recuerdos y de penas también.

Rolland, contestando a algunos emigrados rusos -no traidores, bien entendido, ni reaccionarios obtusos, sino revolucionarios de ideal -, dice que si sabe que en Rusia el hambre ha causado millares y millares de víctimas, que si sabe cuánto dolor, cuánta sangre y cuánta miseria ha producido la Revolución. Pero a él sólo le importa que haya algunos campesinos liberados. Lo demás, podrá afectar a las víctimas o a los testigos inmediatos; para él sólo existe el noble movimiento en el campo superior de la Revolución.

Imagínese el efecto que esta teoría causará en toda Europa, el efecto que ha causado aquí y en Francia. A pesar del hondo respeto a Rolland, la gente bondadosa lo cree víctima del vértigo de la altura física y moral en que vive, la gente amable dice algo parecido a nuestro “ver los toros desde la barrera”, y los que están en la lucha le lanzan sin ambages el cargo de mistificador o, cuando más suaves, el de incomprensivo y doctrinario.

No sé que habrá de cierto en cuanto de dice de Rusia; pero si sé muy bien el efecto que ello produce aquí donde sigue siendo postulado esencial de la comunidad la más alta consideración a la dignidad humana. Y Rusia está próxima; estas gentes están acostumbradas a considerar lo ruso, aunque un poco exótico, como consideran lo propio, a medir a los rusos con los mismos patrones con que ellos se miden. China y México son sitios remotos, fuera de la comunidad de iguales, para la mayoría. Pueblos extraños material y espiritualmente, de donde salen de vez en cuando notas de color; pero de donde llegan sobre todo, espantosas noticias de una pobre humanidad ensangrentada y viviendo en el lodo. Países donde no hay política sino escatología o teratología, enfangamiento de corrupción, de ignorancia y de pasiones, o manifestación de monstruosos y disformes fenómenos colectivos. Una noticia como la que ahora llega no choca con los conceptos que la mayoría de estas gentes tienen sobre México; pero horroriza saber que una fiera en el circo mata a un hombre aunque se sepa ya que las fieras matan. No es Inglaterra, seguramente, un país indiferente a nuestro porvenir ni habría de ver con buenos ojos una empresa norteamericana contra México. Así, por lo menos, parecen indicarlo la razón y la experiencia de otras veces. Esta mañana, sin embargo, todos los periódicos al comentar la noticia de allá consideran que cuanto en México pasa es responsabilidad de los Estados Unidos. No como acostumbramos a pensar o decir nosotros, porque los Estados Unidos fomenten pro domo sua nuestras revueltas, sino porque han “tolerado en su frontera sur el degradante e inhumano espectáculo que por años ha venido dando México”. El Daily Mail repite el comentario en tono más comprensivo; pero igualmente peligroso: “un pobre país -dice -con quince millones de habitantes tiranizados y asesinados a mansalva por un grupo armado, sin escrúpulo y sin plan, merece la atención del mundo civilizado y los Estados Unidos, su vecino, tienen ante ese mundo el deber de ayudarlo a ganar su independencia y su paz”. En el mejor de los casos, pues, somos considerados como víctimas de un atraso, merecedores de una acción libertadora y salvadora por parte de los Estados Unidos. Quizá desde allá este aspecto de la situación se vea con la gravedad con que desde aquí se observa. Toda nuestra infame literatura patriotera nos ha acostumbrado a perder de vista el punto internacional, y la política de nuestras cancillerías, hecha de incomprensión y de imprevisión, de notas con ridículos desplantes en algunos momentos y de servil sumisión en la realidad, nos ha hecho un pueblo sin visión mundial, olvidado de la comunidad humana, ignorante de sus cuestiones, y guardamos una actitud despectiva o de fobia para el extranjero.

Desde la independencia para acá, desde 1830 acá, por lo menos, vivimos en el vértigo de nuestras propias inquietudes, en el abandono de nuestra miseria o en la borrachera de nuestra incomprensión.

 Cuantas veces, desde entonces, se han abierto nuestras ventanas, el contacto con el mundo exterior ha sido desagradable y poco provechoso. En 47, en 62, guerras extranjeras que ni siquiera nos dejaron la utilidad que a otros pueblos han dado: unidad moral, depuración cívica, ennoblecida conciencia de un designio común; y no nos dieron ese beneficio, porque nos manchamos con la traición, porque no fueron guerras contra el extranjero sino contra gente nuestra, o porque, como en 47, no peleamos contra el extranjero sino que, ocupados en nuestra enfangada querella política, volvimos las espaldas al invasor, utilizando su estancia allí para sacar provechos y ventajas personales.

Después de la política juarista cuya estrechez de miras (no toco para nada ese ejemplo único de pureza y de verdad que es la Reforma ) anuló las ventajas que del triunfo contra el Imperio pudieron obtenerse, el porfirismo pareció adoptar un sentido internacional. México en paz hizo propaganda mundial, lanzó y consolidó empréstitos, recibió extranjeros, intentó colonización, todo un simulacro de internacionalismo. Simulacro nada más, porque no estaba orientado a hacer de México un valor mundial, a dar a México la consideración de una fuerza moral y económica en el mundo, sino que se limitó a poner a México en el mercado, a lanzarnos en el doloroso camino de imitaciones de pastiche de desprecio o ignorancia de lo nuestro. Política igual a la del reyezuelo negro que abre las fronteras de su tribu a los delegados de un poder europeo, les entrega su marfil y sus plumas y viste desde entonces, sobre el cuerpo desnudo, un frac de opereta, encantado de sus grandes y poderosos amigos nuevos, creyéndose su protector y concibiendo la idea de ser ya el ombligo del mundo; el más fuerte, el más rico, el más bello. Eso pasó a México en el porfirismo. ¿Cómo olvidar el espectáculo aquel que tantas veces hemos oído relatar de los buenos y tontos señores del Jockey jugando a Auteuil en el pobre hipódromo, vestidos con sus grises levitones mandados encargar a Londres o a La Belle Jardíniêre, usando patillas y hablando en falsete mal inglés, mal francés y mal español, mientras en sus haciendas se trabajaba aún en el régimen de hace trescientos años, con peones esclavos, de vida infrahumana, y ellos mismos en su vida privada -a pesar del valet y del chef -conservaban todos los vicios del más crudo criollismo? Recuerdo a algunos de nuestros amigos de esa clase, perfectamente estúpidos, bebiendo en inglés y emborrachándose mexicanamente. Recuerdo también aquel tiempo admirable, de persecución contra el calzón blanco; pero sólo en la ciudad y sólo el calzón blanco. No importaba el calzón en la hacienda: Allí estaba bien. No importaba la pobreza, no la ignorancia, no la mugre siquiera. El calzón blanco nomás. Y en otras muchas cosas, la actitud era igual. No se buscó ayuda internacional para el desarrollo de nuestros recursos; lo que se hizo fue vender cuanto teníamos, cuanto nos querían comprar. Un imperialismo al revés. En vez de recibir, dimos: en vez de llamar para que vinieran a cooperar con nosotros en la tarea de hacernos una economía, entregamos lo que teníamos y todavía nos frotábamos alegremente las manos cuando los compradores se apresuraban mucho en llevarse nuestras cosas. Los ferrocarriles, por ejemplo, ¿puede pensarse en una cosa más infame? Abandonamos los viejos caminos que España nos había dejado hechos y que no eran caminos nada más, sino verdaderas guías políticas: al Pacífico, al interior, a Centroamérica. Con excepción del ferrocarril mexicano, todos los demás fueron concebidos como mera prolongación, estratégica, militar o comercialmente, de las líneas americanas. Algunos como el que va a Cuernavaca son buen ejemplo del robo en grande escala. Y todos, con la excepción ya dicha, han costado muchas veces más de lo que valen. La operación de consolidación tan elogiada es financieramente desastrosa y no sé como pudo decirse que significaba la “nacionalización” de los ferrocarriles. Y los bancos: pero ya en otra vez trataremos de ellos, que bien merecen conversación aparte, La Revolución vino a desenmascarar muchas cosas y a poner de manifiesto, en todos sus sucios detalles, el trabajo y el espíritu de muchas viejas instituciones, aunque la misma revolución ha sido incapaz de corregir esos males y en cierto modo los ha agravado y consentido. El internacionalismo porfiriano fue la sistemática propuesta de México en el mercado para quien quisiera tomarlo. Y todavía dábamos algo en efectivo sobre regalar nuestras riquezas y gravar nuestro porvenir. Carranza -y antes que él, según entiendo, el seño Madero -hizo algún esfuerzo, dentro de la ridícula xenofobia reinante en su tiempo, por fomentar el hispanoamericanismo o “indolatinismo”, como gustaban de decir sus corifeos. Buena tarea que no ha producido frutos mejores por su propia limitación y porque no ha habido quien la haga pasar de la edad retórica a la más elemental vida política o económica. Además, este hipanoamericanismo, concebido como antiamericanismo, se ha conciliado muy difícilmente con las necesidades de la política hacia los Estados Unidos. Se ha hecho valer sólo en declaraciones y como amenaza; parece que en el ánimo de nuestros avispados gobernantes no puede tener otra importancia que la miserable de servir como prueba de un peligro potencial. Y esta concepción -ridícula por cuanto concierne a la presión que sobre los estadistas norteamericanos pueda ejercer tal peligro -ha empobrecido de tal modo la idea hispanoamericana, la ha corrompido a tal punto por hacerla servir a causas mediocres y a propósitos inmediatos y deleznables, que cada día parece más vana la afirmación de la unidad de los pueblos de arraigo hispánico. Cada país nuestro -¿hasta el Brasil? -se empeña en obtener el favor de los Estados Unidos. Chile y Perú rivalizan en hacerse de tamaño aliado para resolver su conflicto. En Centroamérica, están Gómez y Chamorro y tantos otros. Y nosotros mismos, baluartes de la raza, grandes tradiciones y de dos grandes y nobles culturas, “nacionalistas extremados, representantes de una nueva organización social opuesta al imperialismo y al burguesía innoble de yanquilandia”, acudimos con prometedora humildad a cada revuelta a pedir ayuda a los de Norteamérica, no ya siquiera para discernir una cuestión política con otro país, sino para exterminarnos nosotros mismos. De ese modo, el único movimiento internacionalista que en México ha habido después de 1910, generoso y desinteresado y de posible grandiosidad, está desvirtuado o corrompido por los gobiernos y por los políticos. Y México es cada vez más una nación cerrada. Cerrada a los beneficios que de la comunidad internacional podrían venirle, no a los riesgos ni a los prejuicios ni a la explotación. Cerrada a las buenas influencias espirituales, políticas y económicas que derivarían de su postura en el mundo, como nación que entiende y participa de los problemas y de las angustias de las demás; pero bien abierta y bien indefensa para los judíos internacionales, para los políticos yanquis, para los explotadores de toda clase, desde los que toman las riquezas naturales que nosotros somos incapaces de aprovechar hasta los centenares de coyotes que hacen fortuna vendiendo a nuestros políticos su influencia en la Casa Blanca para reconocimientos, ayudas y tolerancia. No vamos, en cambio, a la Sociedad de Naciones, donde podríamos encontrar ayuda; donde, por lo menos, hallaríamos una tribuna con auditorio mundial para decir nuestra verdad, si alguna tenemos, y contrarrestar cuanto en contra nuestra se hace y se dice.

Podríamos entrar a la Sociedad de Naciones por sumarnos siquiera a lo que de elevado y puro representa la liga a pesar de sus limitaciones y de sus fracasos. Pero estamos mejor en nuestro aislamiento de país fuerte y no queremos contaminaciones con las pobrezas y debilidades de esta Sociedad de burlas.

A veces parece, pensando en estas cosas y viendo el efecto práctico de nuestro nacionalismo, que no se trata de mera imbecilidad, de pura incomprensión; que hay algo peor, que hay un plan premeditado y consciente de traición a México. Porque el nacionalismo declarado en leyes y doctrinas sólo ha servido para alejar a los hombres buenos, para impedir el paso a quienes mejor podríamos asimilar a nosotros o cooperar de buena fe con nosotros y, en cambio, en nada ha evitado que el nuevo especulador, que el capital y los hombres sin escrúpulos vayan más allá, medren y prosperen. Y el radicalismo revolucionario, destruyendo o haciendo imposible el trabajo de los mexicanos, no ha podido o no ha querido luchar contra ese especulador, provocando así la ruina de lo poco que era nuestro o como tal podría entenderse, favoreciendo el medro del aventurero hostil, como en el caso aquel del yanqui que compraba haciendas azucareras amenazadas de destrucción en manos de sus dueños mexicanos o franceses o españoles, pero intocables en las suyas; “una nación traicionada”, podría llamarse la historia de México del 80 y tantos para acá. Traicionada por sus políticos y por sus gobernantes con el pretexto, primero, de la paz, de la prosperidad, del ingreso al “concierto de las naciones”; con el pretexto, después, del nacionalismo y de las conquistas revolucionarias. Traicionada en su destino político. Hace apenas 60 años, México tenía una posición respetable en la política mundial, no obstante sus luchas internas. Un papel de primera importancia en el continente, un porvenir en el Pacífico. Todo lo va perdiendo. Y quizá con ello ha contribuido al aminoramiento de toda la América Latina, a la situación que prevalece en Centroamérica. Traicionada en su economía, que de día en día va perteneciéndole menos y va siendo más débilmente autónoma. Traicionada en los afanes de su pueblo, que ha sido cínicamente engañado con un malabarismo de palabras revolucionarias; que después de pelear y sufrir, ve escamoteadas las promesas de mejoramiento y de libertad, y se encuentra con una miseria cada día creciente, con una tiranía cada vez mayor y con una corrupción que no tiene límites. Por 18 años hace lema de sus instituciones un principio político que creyó indispensable u con la lucha más cruel se dice subsistente y conquistado ese principio y casi en su nombre se obra en contra de su mandato. Durante 10 años se hace al país sufrir las consecuencias de una lucha para nacionalizar los recursos naturales y se acaba por claudicar y entregar esos recursos, asegurando que ha llegado la hora del tiempo completo de la nacionalización proclamada. Expresamente se reconoce el viejo anhelo de la masa rural de la población. Se le ofrece tierra y, en vez de la obra de trabajo y apostolado que esta oferta exigía, se hace de la labor agraria una fuente de capital político, un procedimiento más para usar la sangre del campesino, explotando -en una explotación más cruel que la del encomendero -su candidez, su ignorancia, su individual desamparo, su necesidad y hasta su ambición y sus pasiones y defectos. Desde 1917, se proclama con gran ruido la definitiva liberación del obrero, el establecimiento de una política de proletarios, la vigencia de leyes de nueva y completa protección al trabajador, asombro del mundo, sorpresa del capitalismo, y esas leyes, y esa política, aparte de estar muchos años atrás en la evolución de las instituciones sociales protectoras del trabajo, se vuelven también un capital político, un medio de explotación de la fuerza obrera. Es atroz pensar en tanto engaño, en tanta violencia. Lo que ahora ha sucedido parece horroroso por el momento y por las personas; pero hace 18 años que no pasa día sin un asesinato, sin un atentado contra los hombres, contra los ideales. Desde México es algo oscuro y sangriento. Pienso en aquellas noches terribles del Bajío, en agosto. La tierra y el cielo se juntaban en una densa oscuridad que los relámpagos mismos no podían atravesar. El alma se ensombrecía también y no quedaba un solo punto de luz. Noches enteras en que se perdía la esperanza de la aurora. No puedo escribirle más. “A fuerza de pensar en estas cosas, me duele el pensamiento cuando pienso”. Pronto lo veré allá. Mientras más malas son las noticias de México, mayor es mi deseo de volver. Tengo como remordimiento de estar acá cuando allá sufren. Esta paz, esta civilización, no son ya un reposo sino una causa de mala pasión y de amargura. Mi México, mi pobre México.

Hasta muy pronto.