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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1923 Los Tratados de Bucareli

Miguel Alessio Robles

Tanto Vasconcelos en su Breve Historia de México, como el licenciado Luis Cabrera, en su libro Veinte Años Después, se refieren a los tratados de Bucareli.  Dice Vasconcelos en su Breve Historia de México: "Había sido orgullo de la administración de Obregón el haber podido sostenerse más de tres años sin el reconocimiento expreso del gobierno de Washington. Este vacío había servido para librar a Obregón de la presión de las reclamaciones. Y como el país estaba contento con su gobierno, las rebeliones organizadas desde Estados Unidos no prosperaron contra el obregonismo, no obstante que no había nadie en Washington que defendiera sus derechos. Pero apenas Obregón se divorció del pueblo por su capricho de imponer a Calles, la preocupación, la necesidad del reconocimiento yankee se le hizo inaplazable. Al hacerse impopular no podría sostenerse sin el apoyo norteamericano."

En su libro Veinte Años Después, dice el licenciado Cabrera: "No sólo no prohijé los Tratados de Bucareli, sino que fui el único que los objeté".

¿Pero qué; existen los Tratados Bucareli? En caso de existir, ¿qué encierran?, ¿qué contienen, que constituyen una mancha para la memoria del general Obregón?

Yo no trato de atacar ni de defender a nadie. Sólo voy a exponer hechos rigurosamente ciertos. ¿Son patrióticos esos Tratados? Si esos Tratados son patrióticos, ¿por qué los objetó el licenciado Cabrera? Asegura enfáticamente Vasconcelos que esos -tratados no son patrióticos al afirmar en su Breve Historia de México, que: "Al hacerse impopular Obregón no podría sostenerse sin el apoyo norteamericano. Y aquí fue donde Washington tomó desquite. Para conceder el reconocimiento puso condiciones: por ejemplo, la derogación de las leyes agrarias en lo que hace a los intereses de yankees y el reconocimiento de la no retroactividad de las leyes de petróleo, en lo que afecten a compañías extranjeras. La pretensión era inaudita porque Carranza, que expidió esas leyes, había sido reconocido por Washington y ahora se exigía de Obregón, que no las había aplicado, que además las derogase. Pero más grande era la necesidad que Obregón tenía de abrirse la frontera americana en materia de parque y armas para la lucha que sabía tendría que sostener para la imposición de Calles."

Como puede verse, la acusación que formula Vasconcelos en Breve Historie de México es muy grave. No hay que guardar silencio por más tiempo. En los Tratados de Bucareli intervinieron directamente el general Obregón, el ministro de Relaciones Exteriores, los comisionados de México y los de Estados Unidos, el Senado de la República, e indirectamente el general Calles y don Adolfo de la Huerta. Al Consejo de Ministros nunca se nos dio a conocer jamás "el intercambio de opiniones e informes que se estaba llevando a cabo en la casa número 85 de la calle de Bucareli". Una sola vez se trató en Consejo de Ministros, un asunto de la Compañía Richardson, de Sonora, que lo involucraron en esas conferencias.

Estaba para terminar su interinato don Adolfo de la Huerta, cuando solicitó del Presidente de la República una audiencia Mr. King, que venía de los Estados Unidos recomendado por don Roberto Pesqueira, agente confidencial del gobierno mexicano. Habló Mr. King con el Presidente De la Huerta, en el Palacio Nacional, expresándole que el gobierno de Washington reconocería al de México, con sólo firmar una carta garantizando los intereses norteamericanos en nuestro país. La carta sería dirigida a Mr. Colby, Subsecretario encargado del Ministerio de Estado, el cual acababa de hacer importantes declaraciones en la prensa de los Estados Unidos, muy amplias y satisfactorias para el gobierno mexicano.

Algunos días después, por iniciativa de Obregón se celebró en mi casa una conferencia; el caudillo sonorense me suplicó que invitara a ella al Presidente De la Huerta porque iban a estar presentes en esa reunión, que no tendría ningún carácter oficial, el general Calles, entonces ministro de la Guerra, y el abogado norteamericano Mr. King, que a todo trance deseaba salir victorioso de su misión. En esa conferencia se volvió a tratar el mismo asunto de la carta que solicitaban del Presidente de la República para reconocer al gobierno de México. El señor De la Huerta repitió allí las mismas razones que ya le había expresado anteriormente a Mr. King para no escribir la carta que solicitaban y reconocer así al gobierno mexicano. Es decir, el Presidente expresó con firmeza que el reconocimiento fuera sin condiciones. En verdad, tanto Obregón como el general Calles estuvieron de acuerdo con las ideas allí expuestas por el señor De la Huerta; y no se volvió tratar más del asunto en esa conferencia.

AI iniciar el general Obregón su administración, el gobierno de Washington, comenzó a insistir en la conveniencia de que se firmara un Tratado de Amistad y Comercio entre México y los Estados Unidos. Entonces tuvieron otra junta en uno de los salones del Castillo de Chapultepec el Presidente de la República, don Adolfo de la Huerta, el ministro de Hacienda y el general Calles, ministro de la Gobernación. El caudillo sonorense les comunicó a esos dos secretarios de Estado que el gobierno norteamericano pretendía la firma de un Tratado de Amistad y Comercio. El ministro de Hacienda volvió a insistir en sus ideas expuestas anteriormente para que se rechazara toda proposición de firmar un tratado, porque era humillante para la Nación. El señor De la Huerta añadió que el gobierno mexicano contaba con el apoyo popular y no había necesidad alguna de buscar su reconocimiento firmando antes un Tratado de Amistad y Comercio. La conferencia se prolongó hasta las once de la noche en la mayor armonía, con toda cordialidad, apoyando abiertamente el general Calles las ideas expuestas por el señor De la Huerta.

"Algún tiempo después, en abril de 1923, se acordó, dice el ingeniero Pani en su libro Mi Contribución al Nuevo Régimen, sustituir la lenta intercomunicación de las Cancillerías por pláticas directas e informales entre representantes de los Presidentes de ambos países, para cambiar impresiones e informar a sus respectivos altos comitentes. Fueron designados, al efecto, los señores licenciado Fernando González Roa y don Ramón Ross, por parte del Presidente Obregón, y los señores Charles B. Warren y John Payne, por parte del Presidente Harding".

"El acuerdo a que llegaron los dos gobiernos continúa diciendo el ingeniero Pani apenas terminadas esas pláticas fue reanudar al fin sus relaciones diplomáticas, después de haber estado interrumpidas durante más de tres años;" no fue, pues, el fruto de compromisos contraídos o de convenios pactados con tal objeto o de nada que pudiera contravenir nuestras leyes o las normas del Derecho Internacional o lesionar el decoro o la soberanía nacionales.

Como puede verse por las anteriores afirmaciones del ingeniero Pani, no existen compromisos ni convenios que lesionen nuestros derechos y nuestra soberanía. Esas afirmaciones son categóricas y rotundas. Cuando los comisionados de México y de los Estados Unidos se reunieron en Bucareli, el 16 de mayo de 1923, para concretarse a un intercambio de impresiones e informes, para emplear las mismas palabras del ministro de Relaciones Exteriores, el señor De la Huerta, secretario de Hacienda, se hallaba en Sonora. En la ciudad de Hermosillo lo sorprendió la noticia de que se iban a reunir en esta capital  los comisionados de México y de los Estados Unidos. Inmediatamente, al tener conocimiento de que se iban a reunir en Bucareli los comisionados de ambos países para cambiar impresiones, el señor De la Huerta le envió al Presidente un mensaje, cifrado en clave de la Secretaría de Hacienda, que por cierto descifró la señorita Julieta Tovar, expresándole su inconformidad por esas conferencias que se iban a celebrar en la capital de la República, con delegados de México y los Estados Unidos, porque era sumamente impolítica e inconveniente la presencia de Warren y Payne en nuestro país, y porque no era ese el acuerdo que habían tenido los Triunviros de Sonora en la junta que celebraron una noche en una de las salas del Castillo de Chapultepec. Ese mensaje lo conoció el licenciado Salvador Urbina, Secretario de Hacienda, encargado del despacho y después le fue enviado al general Obregón a su oficina del Palacio Nacional.

El Presidente de la República contestó en el acto ese mensaje de su ministro de Hacienda, diciéndole que regresara inmediatamente a la capital para hablar de ese importante y trascendental asunto. El señor De la Huerta regresó inmediatamente para hablar con el Presidente de la República de las famosas conferencias de Bucareli. Para hablarle con toda franqueza, como le hablábamos Vasconcelos y yo al caudillo sonorense, con absoluta lealtad, con todo desinterés y con gran afecto, cuidando siempre de su prestigio histórico y de los intereses nacionales.

Al regresar de Sonora el ministro de Hacienda, don Adolfo de la Huerta, inmediatamente fue a conferenciar con el Presidente Obregón, que se mostraba dolido y lastimado por el telegrama que su colaborador le dirigió desde Hermosillo haciéndole ver los graves inconvenientes de la presencia de Warren y de Payne en México.

La entrevista entre el Presidente de la República y su ministro de Hacienda fue en extremo cordial. Pero el señor De la Huerta sostuvo y defendió su punto de vista: que no deberían celebrarse ningunos tratados o convenios con los Estados Unidos, ni mucho menos antes de ser reconocido el gobierno de México sin condiciones, porque tal procedimiento era humillante para la nación.

- Nadie mejor que tú me conoce, Adolfo -exclamó el Presidente-; mi patriotismo no puede ponerse en duda. Porque mis antecedentes me avalan y me cubren de toda sospecha.

- Si, es verdad, Alvaro; nadie, puede dudar de tu patriotismo, pero un error todos lo podemos cometer. Las conferencias de Bucareli, por si solas, constituyen una equivocación muy grave. Como amigo, como colaborador y como mexicano me permito llamarte la atención. Defiendo tu prestigio, el de tu gobierno y el de mi país, al cual estamos obligados a defender todos, con serenidad y abnegación, viendo lo que más le conviene, haciendo a una lado la política, las simpatías, las conveniencias, los odios y los rencores. No debemos tener presente más que los intereses de la patria.

- Hemos dado un mal paso. Ahora dime, ¿cómo saldremos de él?

- Pues diciendo que Warren y Payne han venido a México a escuchar informes, y nada más y en último caso, tratarlos como periodistas, pero de ninguna manera como delegados del gobierno norteamericano para firmar tratados o convenios.

El Presidente Obregón le aseguró a su ministro de Hacienda que los delegados del gobierno de Washington solamente venían a celebrar con los delegados del gobierno de México un intercambio de ideas y de opiniones, pero, que de ninguna manera se firmaría ningún protocolo.

Esa conferencia que celebraron el Presidente Obregón y su ministro de Hacienda, será histórica. Se efectuó en el castillo de Chapultepec, con toda cordialidad, reconociendo el señor De la Huerta el prestigio y los méritos indiscutibles de Obregón, méritos y prestigios que él quería que nadie pusiera en duda. El caudillo sonorense creía que se le hacía una humillación a su gobierno al no reconocerlo la Casa Blanca, cuando, en verdad, era más humillante firmar un tratado o convenio antes de ser reconocido, aun cuando en ese tratado o convenio se estipulara expresamente que los Estados Unidos respetaban todas las leyes mexicanas, y no constituía ninguna violación a la soberanía de México y a los principios del Derecho Internacional.

Entretanto, los delegados del gobierno de Washington y del gobierno mexicano seguían reuniéndose todos los días hábiles, en la casa número 85 de la avenida Bucareli. El intercambio de ideas y opiniones se había prolongado bastante. Una tarde surgió en esas conferencias un incidente muy desagradable. Don Ramón Ross había almorzado ese día en el Club Sonora-Sinaloa, y seguramente, tomó unas copas más de las debidas. El caso fue que durante esa sesión, escuchó que Mr. Warren al estar haciendo una exposición mencionó el nombre de la República de Panamá. El delegado mexicano estaba suavemente adormecido por los vapores del vino. Pero al oír la palabra Panamá, se irguió y dijo que él no podía permitir que se comparara a México con esa República, destrozada y humillada por el poderío yanqui, y que todos los gringos eran unos tales por cuales.

En el acto se levantó esa sesión en medio del natural escándalo. Los delegados norteamericanos, Warren y Payne, abandonaron precipitadamente el salón y el licenciado González Roa, hombre sin recursos audaces ni energías, no pudo conjurar la tormenta que se desencadenó esa tarde en el seno de las conf,erencias, de por sí tan severas y tranquilas. Pocos momentos después, ese suceso registrado en el seno de las conferencias de Bucareli era conocido con toda clase de detalles en las secretarías de Estado. Los delegados norteamericanos dieron por terminada su misión y mandaron hacer sus preparativos para regresar en seguida a Washington a informar a su gobierno del resultado de esas conferencias. Mandaron preparar sus baúles y sus maletas y solicitaron el tren para marcharse de México inmediatamente.

Los delegados norteamericanos pusieron ese hecho en conocimiento de don Roberto Pesqueira, hombre hábil, experto e inteligente conocedor de los asuntos yanquis. El señor Pesqueira, en el acto fue a comunicar ese suceso al ministro de Hacienda, que no podía creer lo que le acababan de contar.

-iCómo va a ser posible semejante hecho! -exclamó el ministro de Hacienda lleno de asombro, y luego añadió-: No lo creo, no puedo creerlo.

En el acto le mandó hablar al general Ryan, representante amistoso del Presidente de los Estados Unidos en México. Hombre correcto Y cumplido caballero. Poco después se presentó ante el ministro de Hacienda, y le informó, con toda clase de detalles, cómo se registro ese penoso incidente entre don Ramón Ross y los delegados norteamericanos.

Los representantes de México en las conferencias de Bucareli, como ya se ha dicho, eran los señores licenciado Fernando González Roa y don Ramón Ross. Era el licenciado González Roa un abogado inteligente, instruido en varias disciplinas, conocedor de las leyes de nuestro país, como pocos mexicanos. Honrado, laborioso y excelente caballero, de finos modales y amplia cultura universitaria. Su carácter era tranquilo, apocado y nada práctico. Su talento claro. Su educación esmerada. En él todo era pulcritud y esmero, reveladores de su espíritu acendrado en el trabajo noble y en el estudio perseverante. No era hombre de lucha y de combate, y con frecuencia abandonaba el terreno práctico para elevarse a las regiones infinitas de la discusión para hacer gala de su saber y de su cultura. Dejaba perplejos y atónitos a Warren y a Payne. Sencillo y humilde. De una humildad y sencillez casi franciscanas.

iY don Ramón Ross? ¿Quién era don Ramón Ross? A don Ramón Ross nadie lo conoció antes del Plan de Agua Prieta. Surgió a la vida pública de México al llegar el general Obregón a la Presidencia de la República. Vino de Huatabampo, pequeño pueblo de Sonora, donde estaba consagrado al comercio y a la agricultura. No se había distinguido más que en esas actividades de la vida humana, sin llegar a sobresalir sobre el nivel de los demás habitantes de su tranquila ciudad natal, de donde fue arrancado para convertirlo en un prócer de la política nacional. Hombre mediocre. No se le conoció nunca un rasgo de altruismo, de nobleza. de generosidad. Fue gobernador del Distrito Federal y ministro de Comunicaciones, en donde no dejó, por cierto, la huella de su paso. En las conferencias de Bucareli se hizo célebre por la actitud que asumió frente a Warren, cuando este representante de los Estados Unidos pronunció el nombre de la República de Panamá. Por sus labios brotó un torrente de improperios: "¡No faltaba más -prorrumpió- que estos gringos nos vengan a comparar con esa nación!"

El general Obregón lo había sacado de la obscuridad en que vivía; sin embargo, no desfiló en el cortejo fúnebre del caudillo sonorense el 18 de julio de 1928, al lado de los fieles amigos del caudillo sacrificado un día antes en "La Bombilla". "El muerto al pozo y el vivo al gozo", como reza el adagio popular. La ilustración de don Ramón Ross era menos que mediana, y no le daba ninguna fuerza ni prestigio a la administración pública. Orgulloso, soberbio, él se había envanecido extraordinariamente con la amistad cariñosa que le dispensaba Obregón. La inteligencia de don Ramón Ross no llegaba a comprender que aún la posición de su jefe y amigo era efímera como una tormenta, con mayoría de razón la de él, que su luz era indirecta, que su fuerza no era propia, que los puestos que ocupaba se los debía exclusivamente al poderío del soldado victorioso de Santa Rosa y de Santa Maria, que había encumbrado a su amigo hasta los puestos más altos sin temer merecimiento de ninguna clase. ¡Fue ese uno de los milagros que hizo Obregón! Realizó muchos en su vida el caudillo sonorense, pero ninguno tan grande y extraordinario como ese, en que hizo que su amigo de Huatabampo se codeara con González Roa, con Warren y con Payne en las famosas conferencias de Bucareli, que estuvo a punto de hacer que terminaran como el rosario de Amozoc, que seria lo único grande que hubiera realizado en su vida, en su larga vida, que recorrió varias etapas, desde agricultor y comerciante de Huatabampo hasta corifeo de la política nacional cuando la dirigía uno de los jefes de Estado más inteligentes que ha tenido México.

Al interrumpirse aquella tarde las conferencias de Bucareli don Ramón Ross corrió en el acto al Palacio Nacional a ver al Presidente de la República para comunicarle el penoso incidente que se acababa de registrar.

-¡Nos han querido comparar los delegados norteamericanos con Panamá, y yo tuve que protestar enérgicamente -llegó diciendo don Ramón Ross- como era mi deber de mexicano, y por tal motivo, se han suspendido las conferencias, y Warren y Payne pretenden marcharse inmediatamente! ¡No faltaba más que toleráramos semejante insolencia! Yo me sublevé ante ese desacato, "y les paré el alto".

El general Obregón escuchó asombrado el relato que le hacía el delegado mexicano a las conferencias de Bucareli.

-¿Cómo es posible semejante hecho? -preguntó el general Obregón, nervioso, lleno de inquietud.

- Pues así han pasado las cosas, y ya no hay solución posible. No es posible ningún entendimiento con los delegados de los Estados Unidos.

El día siguiente abandonó el Presidente Obregón el Castillo, muy temprano. Se dirigió en su automóvil a la Casa del Lago. Iba en busca de su ministro de Hacienda.

-Vengo a verte, Adolfo, porque los delegados norteamericanos pretenden que su país tenga una injerencia en nuestros asuntos interiores, como en Panamá; y don Ramón Ross protestó ruidosamente, en la sesión de ayer tarde, contra semejante actitud, y las conferencias se suspendieron en el mismo instante.

- No; te han informado mal. El general Ryan me explicó ayer en la noche, con toda exactitud, el episodio registrado, porque don Ramón

Ross había...

- Bueno -lo interrumpió el general Obregón-, sea como fuere, la situación es delicada. Los delegados norteamericanos pretenden marcharse hoy mismo. Yo te suplico que intervengas tú directamente en este asunto para impedir que se interrumpan las Conferencias de Bucareli.

- ¡Hombre, Alvaro; tú sabes que nunca he sido partidario de esas conferencias. He protestado por la presencia de Warren y de Payne en México!, ¿Cómo voy ahora a intervenir en ese asunto?

- Sr., como amigo, como colaborador y como mexicano quiero que intervengas en ese asunto. El fracaso de esas conferencias, por ese incidente que surgió ayer en la tarde, sería de una resonancia grandísima. Es, por lo tanto, conveniente impedirlo para que continúe ese intercambio de informes y de ideas, nada más, sin firmar protocolos ni memorándum para no comprometernos.

Entretanto, el Presidente de la República y el ministro de Hacienda, abandonaron la Casa del Lago. Recorrieron en automóvil el Bosque. La luz pendía sus vivos destellos en los milenarios ahuehuetes, y después se deslizaba por los prados y las calzadas irisando el verde follaje de suaves colores. Poco después el general Obregón y el señor De la Huerta caminaban por la Reforma, rumbo al Palacio Nacional. El ministro de Hacienda se dirigió a su oficina. En el acto mandó buscar al caballeroso general Ryan para ver la mejor manera de terminar el penoso incidente que surgió la tarde anterior. El equipaje de Warren y de Payne estaba listo. El tren esperaba solamente órdenes para salir. No había, por lo tanto, tiempo que perder. El Presidente de la República esperaba que su ministro de Hacienda le comunicara con toda urgencia el resultado de sus gestiones.

El señor De la Huerta le mandó hablar en el acto al general Ryan. El correcto representante amistoso del Presidente de los Estados Unidos se presentó pocos momentos después en la Secretaría de Hacienda.

-Quiero que me haga usted el favor -le dijo el señor De la Huerta-de hacer que los señores Warren y Payne hablen conmigo antes de que se marchen. Ha sido muy penoso el incidente que se registró ayer, en el seno de las conferencias, entre don Ramón Ross y los delegados norteamericanos, y que usted me narró anoche con toda clase de detalles. Deseo hablar con ellos para que no se lleven una mala impresión de nuestro país, para ver si es posible que se reanude el curso de esas conferencias.

El general Ryan realizó su misión en un momento. Concertó una cita con el ministro de Hacienda y los delegados de Estados Unidos. Tanto Warren como Payne se presentarían esa tarde en la secretaría de Hacienda para hablar con el señor De la Huerta.

El general Ryan llegó esa tarde al ministerio de Hacienda. Iba acompañado de Warren y de Payne. El señor De la Huerta esperaba a Ios representantes de los Estados Unidos en compañía de don Olayo Rubio, que sería el intérprete en esa conferencia.

Los delegados norteamericanos expresaron su satisfacción en saludar al ministro de Hacienda, y le dijeron que de ninguna manera tenían pensando abandonar el país sin despedirse antes de él, porque así lo deseaban ellos, y, además, tenían instrucciones de su gobierno de cumplimentarlo antes de marcharse.

El señor De la Huerta les agradeció profundamente sus frases de cortesía diplomática, y en seguida abordó el asunto que le había encomendado el Presidente de la República. Un asunto delicado. ¿Cómo componer esa situación? Las conferencias habían quedado interrumpidas la tarde anterior, cuando don Ramón Ross injurió a los delegados norteamericanos. ¿Cómo reanudarlas ahora? El señor De la Huerta comenzó a hablarles de la misión amistosa que tenían encomendada por su gobierno, y que sería conveniente que se reanudaran las sesiones de las conferencias interrumpidas por un incidente, penoso, desagradable, pero no de las proporciones que le dieron, y dirigiéndose al señor Warren expresó:

-La situación de usted es aún más delicada, porque siendo usted un diplomático de carrera, ¿cómo va usted a justificar ese fracaso ante su gobierno y ante la opinión pública del país por unas frases más o menos despectivas, pronunciadas por un hombre en estado anormal?, pues usted mismo reconoce que el llegó a la sesión de ayer en la tarde con su cerebro trastornado por las copas que había tomado en el Club Sonora-Sinaloa.

La conferencia celebrada esa tarde en la Secretaría de Hacienda se prolongó bastante tiempo. Tanto Warren como Payne convinieron en reanudar las conferencias de Bucareli; pero le suplicaron al señor De la Huerta que interviniera él directamente para suplicarle al señor González Roa que discutieran los asuntos que se estaban tratando en esas conferencias de una manera práctica, porque ya les habían hecho perder mucho tiempo con digresiones y citas de autores que a nada conducían. Esa es la misión que solicitamos de usted acerca del licenciado González Roa.

¿Y qué misión le encomendarían Warren y Payne para que desempeñara acerca de don Ramón Ross, que los había ultrajado la tarde anterior, cuando creyó el delegado mexicano que pretendían hacer con México lo mismo que el gobierno norteamericano hizo con Panamá? El señor De la Huerta, mientras don Olayo Rubio estaba traduciendo la súplica de Warren y Payne y Mr. Ryan clavaba en él su mirada penetrante para escudriñar las impresiones que le causaban las palabras de los delegados de los Estados Unidos, pensaba en la misión que le tocarla desempeñar cerca de don Ramón Ross, el autor de la ruptura de las conferencias de Bucareli. El señor De la Huerta estaba lívido. Con González Roa era fácil, muy fácil desempeñar esa misión, pero, ¿con don Ramón Ross? Además de difícil era penosa y delicada.

El señor De la Huerta quería que no le dieran otra comisión los delegados norteamericanos, cuando Mr. Warren le dice irónico y ofendido a la vez:

-'también le suplicamos, señor De la Huerta, que tenga la bondad de decirle al señor Ross, que no visite el Club Sonora-Sinaloa, mientras estemos celebrando las conferencias.

Apenado y mortificado, el señor De la Huerta, ofreció hacerlo así. Entretanto el general Ryan se levantó de su asiento para hablar por teléfono a la servidumbre de Warren y Payne para que suspendieran el envío de maletas y baúles a la estación. El viaje de los delegados norteamericanos quedó suspendido. Las conferencias iban a reanudarse. En la primer sesión, Warren y Payne, volverían a estrechar la mano de don Ramón Ross, amistosa y cordialmente. Nadie recordaría, entonces, el penoso incidente registrado en el seno de esas conferencias. Don Ramón Ross volvería a presentarse a ellos como si nada hubiere acontecido, como si la tarde esa en que se interrumpieron, los hubiera cubierto de cálidos elogios y de frases rebosantes de admiración y afecto.

Las conferencias de Bucareli iban a continuar su curso, como si en el seno de ellas no se hubiera registrado ningún incidente. Iba a continuar el intercambio de informes y opiniones entre los delegados de México y de los Estado Unidos.

De ese intercambio de informes y opiniones surgieron los Tratados de Bucareli, y recientemente se ha proclamado que honran a México, porque en ellos se obligó nuestro gobierno a pagar lo que debe. Pagar es siempre justo y honroso. Pero pagar a todos, sin excepción alguna, lo mismo a los mexicanos que a los extranjeros. Todos por igual, sin privilegios, que ya es mucho conceder que no sean primero nuestros compatriotas.