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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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Discurso en Río de Janeiro. José Vasconcelos

Septiembre 7 de 1922.

Discurso en Río de Janeiro. José Vasconcelos

(En el ofrecimiento que México hace al Brasil de una estatua de Cuauhtémoc.)

Excelentísimo señor Presidente [del Brasil]:

Señores:

Me cabe la altísima honra de ofrecer al Brasil, a nombre de México, esta estatua de nuestro mayor héroe indígena, del héroe que está más cerca del corazón mexicano. Un héroe fracasado si se le ve desde el punto de vista de los que sólo reconocen el ideal cuando se presenta en el carro de la Victoria, domeñando altiveces y aplastando rebeldías; mas, para nosotros, un héroe sublime porque prefirió sucumbir a doblegarse, y porque su memoria molestará eternamente a los que tienen hábito de halagar al fuerte, y son esclavos incondicionales del éxito, en cualquiera de sus míseras formas. Un héroe del dolor vencido alza en este bronce su penacho enhiesto, su flecha voladora y su boca muda, sin jactancias en la acción y supremamente desdeñosa en la derrota. Se yergue una vez más ante los siglos, ya no sólo en la capital de México, sino también en este Brasil cordial que abre sus puertas a todos los pueblos, pero que sabe aliar su corazón a la justicia y al derecho, al heroísmo y a la bondad. El bronce del indio mexicano se apoya en el granito bruñido del pedestal brasilero; dimos bronces; y nos aprestáis roca para asentarlo, y juntos entregamos, en estos instantes, las dos durezas al regazo de los siglos para que sean como un conjuro que sepa arrancar al Destino uno de esos raptos que levantan del polvo a los hombres y llenan los siglos con el fulgor de las civilizaciones: el conjuro creador de una raza nueva, fuerte y gloriosa.

¿Por qué deseamos partir de este símbolo?, ¿qué es, para nosotros este indio que hoy se levanta orgulloso entre el fausto de gentes que no son las suyas? La historia de Cuauhtémoc es breve como un episodio y resplandeciente como una ráfaga divina; una de esas majestades que hacen enmudecer al poeta, callar al filósofo y ante las cuales sólo el narrador procura ensayar un canto que emite al ritmo del maravilloso suceso humano. Sabéis la historia; los conquistadores, el conquistador, el más grande de todos los conquistadores, el incomparable Hernán Cortés, que vencía con la espada y convencía con la palabra, después de su audacia gloriosa de quemar barcos para encadenar victorias, avanzaba con grandes ejércitos, iluminado por la aureola de las leyendas. Los caciques indígenas que pretendían resistirle, caen aniquilados por el fuego sagrado de armamentos inauditos, que servían a los conquistadores como si fuesen hijos del mismo dios Sol que ilumina la tierra.

Veracruz, Tlaxcala, media docena de reinos limítrofes se habían declarado vencidos y habían puesto sus ejércitos a disposición del conquistador, y el mismo Moctezuma, el orgulloso monarca, lo recibía en la capital azteca, y le entregaba su palacio y le prestaba su vasallaje. Era la civilización nueva que avanzaba; la raza de los fuertes; la raza de los semidioses, que invadían sin remedio y aniquilaban para siempre la antigua, la orgullosa raza conquistadora mexicana. Y los hombres avisados del imperio azteca, los que correspondían a lo que hoy se llama la gente sensata; los egoístas, los pusilánimes, los ingenios sin corazón, proclamaban que la resistencia era inútil, y mejor plegarse a lo inevitable, y entregar las tradiciones y los ideales propios a la voluntad del más fuerte para que los forjase a su antojo, tal y como todavía tantos exclaman ante el avance de todos los fuertes. Pero un héroe es un hombre que tiene la audacia de romper toda esta maraña de pensamientos cobardes para poner en obra el impulso interior de la justicia divina. Lo mismo si triunfa que si cae vencido, el héroe es ímpetu sincero y noble arrogancia. Ímpetu que niega y anula los hechos si los hechos son viles; y arrogancia que desafía la adversidad si la adversidad derrota al ideal. "Es la raza invencible de los hijos del Sol", decían los timoratos, y entonces Cuauhtémoc se puso a matar hijos del Sol, y exhibía a los muertos con escarnio para que el pueblo viese que los cobardes mentían. Y usando de su calidad de príncipe y del poder que había en su alma férrea, logró sugestionar a algunos de los suyos, reunió a los jóvenes, formó falange y empezó la lucha desigual, la lucha eterna y sagrada del débil que posee la justicia contra el fuerte que la reemplaza con sus conveniencias. Lucha que, aunque sea desesperada y obscura, debe siempre aceptarla el débil, porque es el espíritu quien impone las normas y su propósito repercute en el tiempo y a veces trueca la amargura en dicha y la derrota en triunfo.

Todo esto, sin filosofía, lo dijo Cuauhtémoc en la página elocuente de sus arrebatos, y fue con la ironía y la prédica, con el desdén y la violencia, forzando combates, befando a Moctezuma como un traidor -porque hay ya un traidor en todo el que transige con la injusticia- y retando a Cortés, y por fin venció a Cortés, y ayudando a Cuitláhuac lo destrozó, lo arrojó fuera de la ciudad, y lo hizo llorar sus pérdidas en la célebre Noche Triste del gran conquistador. Noche memorable en que Cortés debe haberse sentido hermano de su gran enemigo, hermano por la grandeza y el dolor, y también porque, desde entonces, quedó escrito que en las tierras de Anáhuac no sería una sola raza la vencedora, sino dos razas en perenne conflicto, hasta que la República viniese a poner término a: la pugna, declarando que el suelo de México, no es, ni será propiedad de un solo color de la tez, ni de dos razas solas, sino de todas las que pueblan el mundo, siempre que amolden sus ímpetus al ritmo secular indoespañol.

Todo este proceso del futuro pasó, sin duda, en forma confusa, por la mente de aquellos dos héroes en la célebre noche en que el indio vio llorar al español, y el Destino siguió su marcha inflexible que arrastra a los hombres. Más tarde Cortés volvió con todos sus soldados y compañeros, y, después de un sitio prolongado y cruento, capturó la ciudad y a Cuauhtémoc, y lo llevó al tormento para arrancarle el secreto de los tesoros reales; y Cuauhtémoc, como sabéis, aprovechó la ocasión para hacer una célebre frase, y finalmente, cuando ya prisionero y vejado, era conducido al cadalso y el fraile que le acompañaba le prometía el cielo si abrazaba la fe de sus vencedores, Cuauhtémoc le preguntó si a ese paraíso de que hablaba el fraile iban también los enemigos de su patria, y, habiéndole contestado afirmativamente el indio repuso: "Entonces, padre, yo no voy al paraíso", y éstas fueron las últimas palabras que dijo, y con Cuauhtémoc desapareció, para siempre, el poderío indígena.

Tal es la simple y férrea historia del héroe para quien os pedimos la hospitalidad de esta playa abierta al mar y apoyada en la montaña, es decir, por el frente la libertad de todos los caminos, pero en la base el granito en que labra su futuro la nueva raza latina del continente, una en la sangre y en el anhelo, en el dolor y en la dicha. Tal es el símbolo que entregamos a vuestras miradas de todos los días, y que pretendemos quede enraizado en vuestra propia tradición para que en ella signifique lo que hoy significa en la nuestra: la certidumbre de la propia conciencia y la esperanza de días gloriosos. Pues este indio, es para nosotros un símbolo de la rebeldía del corazón; es la crispación del brazo ofendido, pero también el alarde de la mente. Y ahora Cuauhtémoc renace porque ha llegado, para nuestros pueblos, la hora de la segunda independencia, la independencia de la civilización, la emancipación del espíritu, como corolario tardío, pero al fin inevitable, de la emancipación política.

El primer siglo de nuestra vida nacional ha sido un siglo de vasallaje espiritual, de copia que se ufana de ser exacta, y ésta es la hora no de la regresión, pero sí de la originalidad que, aunque fuese vencida en la tierra, buscaría refugio en la mente para expandirse, porque ni quiere ni puede perecer y brega porque la anima un impulso sagrado.

Y esa originalidad que toda civilización verdadera trae consigo no la hemos logrado en un siglo, porque nos ha faltado la valentía de Cuauhtémoc, su fe en una concepción propia del mundo, y su audacia para poner en el cielo lo que de momento no pueda triunfar en la tierra.

Yo bien sé que hoy, como ayer, hay quienes niegan y hay quienes ignoran estos presagios que ya resuenan en el viento; estas voces de una gran raza que comienza a danzar en la luz; pero los incrédulos de hoy, lo mismo que los que aconsejaban a Cuauhtémoc que no batiese a los españoles, porque los españoles eran de raza superior, la raza civilizada, pasarán como pasaron los pusilánimes de antaño, sin dejar ni siquiera un rastro, mientras que el indio magnífico, el rebelde absurdo, se levanta orgulloso sobre la tierra de dos continentes. Ellos no son, así como los de hoy no serán mañana, y por encima de todos resplandece la flecha que apunta a los astros.

Cansados, hastiados de toda esa civilización de copia, de todo este largo coloniaje de los espíritus, interpretamos la visión de Cuauhtémoc como una anticipación de este florecimiento, o más bien dicho, nacimiento del alma latinoamericana, que en todos nuestros pueblos se ha acentuado con intensidad irrevocable, y miramos en su gesto unas veces el desafío y otras "el ensueño; un presagio feliz de esta vida nueva que se desborda en todas las naciones del continente nuestro, y que ha de verse consolidada en mentes que le den gloria, en corazones blandos que la tomen noble, y en voluntades firmes como el bronce azteca.

Claro está que la nación mexicana, en su culto por Cuauhtémoc, no quiere significar un propósito de hacerse estrecha y de cerrar sus puertas al progreso; no pretendemos volver a la edad de piedra de los aztecas, como no aceptaríamos volver a ser colonia de ninguna nación. Tampoco renegamos de Europa ni le somos de manera alguna hostiles, agradecemos sus enseñanzas, reconocemos su excelencia y tendremos siempre abiertos los brazos para todos sus hijos; pero queremos dejar de ser colonias espirituales. "independencia ou morte", dijo un héroe ilustre de Brasil, y el Destino le respondió con la libertad y la vida, y ahora reclamamos vida propia y alma propia. La importación ha sido tal vez fecunda, pero ya no es necesaria; hemos asimilado, y ahora estamos en el deber de crear. Esto no es rencor ni es petulancia: es lozanía y es generosidad. Inventaremos la forma según nuestro propio gusto, y crearemos vida universal, pero imprimiéndole el ritmo que está en nuestra alma. Lejos de volverse rencorosa al pasado, la flecha de Cuauhtémoc apunta generosa al porvenir y lo invoca para que se someta a las normas de su augusto sueño; un sueño aplazado y modificado, como se modifican ante la realidad todos los sueños; pero próximo a cumplirse, aún más glorioso y alto que el más alto ensueño. La Historia ha dividido el Continente americano en dos grandes razas ilustres que deben dar a la humanidad ejemplo de un desarrollo fraternal y fecundo. No somos como los norteamericanos, ni ellos como nosotros, y esta diferencia interesa al progreso del mundo, porque sólo el concurso de las distintas aptitudes de los pueblos creadores podrá asentar las bases de una civilización integral y armoniosa.

Los norteamericanos han creado ya una civilización poderosa que ha traído beneficios al mundo. Los iberoamericanos nos hemos retrasado, acaso porque nuestro territorio es más vasto y nuestros problemas más complejos, acaso porque preparamos un tipo de vida realmente universal; pero, de todas maneras, nuestra hora ha sonado y hay que mantener vivo el sentimiento de nuestra comunidad en la desdicha o en la gloria, y es menester despojarnos de toda suerte de sumisión para mirar al mundo, como lo mira ese indio magnífico, sin arrogancia, pero con serenidad y grandeza; seguros de que el destino de pueblos y razas se encuentra en la mente divina, pero también en las manos de los hombres, y por eso, llenos de fe, levantamos a Cuauhtémoc como bandera y decimos a la raza ibérica de uno y otro confín: "Sé como el indio; llegó tu hora; sé tú misma."

La ceremonia que se verifica en estos instantes tiene, para nosotros una conmovedora solemnidad. Somos algunos centenares de mexicanos, los primeros que jamás se hayan reunido en territorio del Brasil, y nos congregamos para hacer entrega de algo que es como un trozo del corazón mismo de la patria mexicana.

En las líneas de esta estatua han aprendido nuestros soldados, los soldados que ahí veis, esa su rigidez estoica, y en la flecha del indio aprenden nuestros poetas el volar audaz de sus sueños, y todo lo que de esa fuerza es nuestro, todo nuestro amor infinito lo ponemos ahora en el Brasil generoso, en el Brasil hermano, y en la misma voz y el mismo acento con que proclamamos amor y lealtad por la patria del indio que aquí se queda, juramos, con un juramento solemne, amar al Brasil como una patria distante; pero también nuestra; juramos defender al Brasil, gozar en sus dichas y sufrir con sus penas y llevado siempre en el pecho, tal y como esta estatua se queda enclavada en el corazón del Brasil.