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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1913 Discurso de Venustiano Carranza en el Ayuntamiento de Hermosillo, Sonora

Septiembre 24 de 1913

 

Es para mí muy satisfactorio tener una nueva oportunidad para agradecer en público a este gran pueblo sonorense la manifestación de que fui objeto como jefe de la Revolución y del Ejército Constitucionalista a mi arribo a esta ciudad, y una vez más aprovecho la ocasión de encontrarme ante tan selecta concurrencia y distinguidas personalidades revolucionarias para expresar, aunque sea someramente, mis ideas políticas y sociales, porque creo de mi deber ir exponiendo y extendiendo lo que el país necesita para su mejoramiento y desarrollo.

Séame permitido dar una ojeada retrospectiva a nuestra historia, y se verá que el origen de nuestra Revolución fue una tiranía de treinta años, un cuartelazo y un doble asesinato. Esta tiranía fue una consecuencia de la inmoralidad llevada al extremo en el Ejército y esos asesinatos resultante de la misma inmoralidad. Era mi deber como gobernador constitucional del Estado Libre y Soberano de Coahuila, protestar inmediatamente contra los criminales acontecimientos del cuartelazo consumado por Victoriano Huerta y los que lo secundaron, y protestar por medio de las armas, haciendo a la vez un llamamiento a todos los ciudadanos de la República para que se pusieran a la altura de sus obligaciones cívicas, viendo con satisfacción y orgullo que todos los mexicanos conscientes han respondido a mi llamado, surgiendo por todas partes ejércitos de ciudadanos que se han convertido en verdaderos soldados todavía no con la instrucción militar requerida en los cuarteles, pero sí con el corazón bien puesto y con él entusiasmó bélico desbordante para construir una patria mejor, pues no es la lucha armada y el triunfo sobre el ejército contrario, lo principal de esta gran contienda nacional; hay algo más hondo en ella y es el desequilibrio de cuatro siglos: tres de opresión y uno de luchas intestinas que nos han venido precipitando a un abismo.

Durante treinta años de paz que disfrutó el país bajo la administración del general don Porfirio Díaz, no hizo el país sino estar en una calma desesperante y en un atraso más grande que el de los países similares de nuestra vasta América indoespañola: sin progreso material ni social, el pueblo se encontró durante esos treinta años sin escuelas, sin higiene, sin alimentación, y, lo que es peor, sin libertad. Los periódicos diarios engañaban constantemente al público hablándonos de los progresos educativos, del crédito de la República, de la consolidación de nuestra moneda, de nuestra balanza bursátil con los mercados extranjeros, de nuestras vías de comunicación, de nuestras relaciones con las demás naciones civilizadas; pero lo cierto es que lo único que se hacía era robustecer cada día más la tiranía que ya carcomía el alma nacional. Siempre he creído que esta época por que atravesó México fue semejante a la época de Augusto y a la de Napoleón III, en que todo se le atribuía a un solo hombre. Y cuando más trataba de engañarnos la prensa gobiernista, apareció un hombre proclamando la Revolución como único medio para resolver la vida política de la nación, llevando escritos como principios de ella, el SUFRAGIO EFECTIVO Y NO REELECCIÓN; esto desgraciadamente no era una novedad, pues ya el general Díaz, como promesa, había escrito los mismos principios en el Plan de Tuxtepec reformado en Palo Blanco, y el general Díaz hizo de su promesa la más grande falsía, la mentira más sangrienta al pueblo y la conversión a la tiranía nada menos que por treinta años; así es hoy ya es tiempo de no hacer falsas promesas al pueblo y de que haya en la historia, siquiera un hombre que no engañe y que no ofrezca maravillas, haciéndole la doble ofensa al pueblo mexicano de juzgar que necesita promesas halagüeñas para aprestarse a la lucha armada en defensa de sacrosantos derechos. Por esto, señores, el Plan de Guadalupe no encierra ninguna utopía, ni ninguna cosa irrealizable, ni promesas bastardas hechas con intención de no cumplirlas; el Plan de Guadalupe es un llamado patriótico a todas las clases sociales, sin ofertas y sin demandas al mejor postor; pero sepa el pueblo de México que terminada la lucha armada a que convoca el Plan de Guadalupe, tendrá que principiar formidable y majestuosa la lucha social, la lucha de clases, queramos o no queramos nosotros mismos y opónganse las fuerzas que se opongan. Las nuevas ideas sociales tendrán que imponerse en nuestras masas, y no es sólo repartir tierras, no es el Sufragio Efectivo, no es abrir más escuelas, no es construir dorados edificios, no es igualar y repartir las riquezas nacionales; es algo más grande y más sagrado, es establecer la justicia, es buscar la igualdad, es la desaparición de los poderosos, para establecer el equilibrio de la conciencia nacional. El pueblo ha vivido ficticiamente, famélico y desgraciado con un puñado de leyes que en nada le favorecen; tendremos que removerlo todo, ordenarlo y construirlo de verdad, crear una nueva Constitución, que nada ni nadie pueda evitar su acción benéfica sobre las masas; cambiaremos todo el sistema bancario evitando el monopolio inmoral de las empresas particulares que han absorbido por ciento de años todas las riquezas públicas y privadas de México. Ya de hecho hemos evitado la emisión, o el derecho de emisión, mejor dicho, por bancos particulares de papel moneda, que debe ser privilegio exclusivamente de la nación, y al triunfo de la revolución, ésta establecerá el Banco Único, el Banco del Estado, y si es posible la desaparición de toda institución bancaria que no sea controlada por el gobierno. Nos faltan leyes que favorezcan al campesino y al obrero, pero éstas serán promulgadas por ellos mismos, puesto que ellos serán los que triunfen en esta lucha reivindicadora social. Las reformas enunciadas y que se irán poniendo en práctica conforme la revolución vaya marchando hacia el sur realizarán un cambio en todo y abrirán una nueva era para la república. Y con nuestro ejemplo se salvarán otras muchas naciones que padecen los mismo males que nosotros, especialmente las Repúblicas hermanas de Centro y Sur América.

La América Latina no debe olvidar que esta lucha fratricida tiene por objeto el restablecimiento de la justicia y del derecho, a la vez que el respeto que los pueblos grandes deben tener por los pueblos débiles: que deben acabarse todos los exclusivismos y todos privilegios de las naciones grandes respecto a las naciones pequeñas, deben aprender que un ciudadano de cualquier nacionalidad que radica en una nación extraña, debe sujetarse estrictamente a las leyes de esa nación y a las consecuencias de ellas, sin apelar a las garantías que por la razón de la fuerza y del poderío le otorgue su nación de origen. Entonces reinará sobre la tierra la verdadera justicia, cuando cada ciudadano, en cualquier lugar del mundo, se encuentre y se sienta bajo su propia nacionalidad. No más bayonetas, no más cañones, ni más acorazados para ir detrás de un hombre que por mercantilismo va a buscar fortuna y a explotar las riquezas de otro país, y que cree que debe tener más garantías que cualquiera de los ciudadanos que trabajan y viven honradamente dentro de su propio país. Esta es la Revolución, señores, esto es lo que regirá a la humanidad más tarde como un principio de justicia.

Al cambiar nosotros totalmente nuestra legislación política implantando una nueva Constitución dentro de una estructura moderna y que cuadre más con nuestra idiosincrasia y nuestras necesidades sociales, deberemos también excitar a los pueblos hermanos de raza, para que no esperen tener un movimiento revolucionario como el nuestro, sino que ellos lo hagan en plena paz y se sacudan tanto en el interior como en el exterior los grandes males heredados de la Colonia y los nuevos que se hayan creado con el capitalismo criollo, así como que se sacudan los prejuicios internacionales y el eterno miedo al coloso del Norte.

En fin, señores, para terminar, sólo me basta felicitar públicamente al Estado de Sonora, que tan virilmente respondió con las armas en la mano, no sólo para vengar un ultraje que constituye un baldón para la patria y una vergüenza de la civilización universal contemporánea, sino para poner el más grande ejemplo de civismo a los demás estados de la República.

 

Fuente: De Antuñano Maurer Alejandro (Compilador) Antología del Liberalismo Social Mexicano. México. Cambio XXI. 1993. 249 pp.