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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1913 El Señor General Victoriano Huerta. José Juan Tablada.

 

EN estos momentos en que la gratitud de un pueblo habla incesantemente de lealtad, de honor, de abnegación, de todas las supremas virtudes militares que rodean como ciudadela de inexpugnables muros a los sagrados intereses de la Patria, hay que fijarse, para sacarla de la modestia en que voluntariamente se esconde, la venerable y gloriosa figura del señor General Victoriano Huerta.

Porque esas virtudes militares a las que la gratitud pública paga en estos instantes tan justo y ferviente homenaje, es el del señor General Huerta prestigioso depositario; lo es a tal grado; condensa esas virtudes de manera tan cabal y enérgica que usando de las palabras del filosófico Emerson puede llamársele un hombre representativo.

Es un arquetipo de lealtad, un sacerdote de honor, un héroe de la abnegación y en su marcial figura culminante se concentran los esplendores de esos prestigios, como los rayos de un sol de oro que rompe la noche, se fijan en los basaltos de una cumbre enhiesta.

Hoy que tras de su admirable campaña ha regresado el bravo divisionario a esta metrópoli, ceñido de laureles y aclamado por la gratitud patria, en su rostro austero y viril, que recuerda con sus enérgicas líneas el del Bartolomeo Colleone cincelado en bronce por el maestro de Miguel Ángel, no se refleja vanidad ni vanagloria, refléjase sólo la noble satisfacción del deber, enérgicamente cumplido...

Ese rostro impasible y sereno, reflejo de la magnanimidad interior, muéstrase hoy en los días de gloria idéntico al de ayer en los días aciagos. En su austera y digna serenidad, el General don Victoriano Huerta es el mismo de adversos días ya lejanos, cuando yo lo conocí en la casa de otro hombre eminente, el doctor Aureliano Urrutia, cuando los méritos insignes del preclaro militar fueron injustamente desdeñados, cuando la enfermedad y el dolor lo herían sin agobiarlo, cuando el meritísimo guerrero, después de una carrera irreprochable, veía pasar la vida sobre sí mismo y sobre su hogar de patriarca sin una sonrisa, ni un aliento, ni un halago, y llena en cambio de injusticia, de hostilidad y de amargura...

En esos días de prueba que indudablemente dieron a su espíritu el acerado temple que hoy lo fortalece, de los estoicos labios del guerrero no surgía una queja ni un reproche; ni siquiera revelaron la amarga voluptuosidad de los mártires, como hoy en los días de triunfo y de apoteosis no se abren al paso del orgullo y de la vanagloria ni tampoco reflejan la voluptuosidad extrahumana del héroe victorioso.

Es que el General Huerta es un hombre de bronce. No en vano he hablado a ese propósito de la broncínea figura del ilustre "condottieri" que el Verrochio esculpió. También vienen a mi memoria las figuras de los héroes japoneses que han asombrado al mundo y cuyos rostros también sellan con estoicismo impenetrable las almas magníficas que no se sabe si se exaltan hacia la luz sideral de empresas de titanes o se desploman entre las sombras de las catástrofes sin remedio.

El General Huerta es semejante en su estoicismo impávido a los japoneses y a los guerreros del viejo Anáhuac. El pueblo cariñosamente, con evidente orgullo nacionalista le llama "el indio Huerta". Tiene en efecto las virtudes, las virtudes insólitas de la raza en sus días heroicos. Es de bronce, ya lo he dicho, del mismo bronce de Cuauhtémoc, que no pudo fundir la infame hoguera.

Son las virtudes militares que tan prestigiosamente condensa el general Huerta, las líricas y deslumbrantes virtudes del guerrero de todos los tiempos.

Son esas, sí, las que Píndaro cantó, las que los cinceles ilustres de Grecia y Roma glorificaron en el antiguo mármol inmortal; pero además son otras.

Al valor personal, al ímpetu, al arrojo, al espíritu de sacrificio que el guerrero de hoy como el de antaño debe llevar siempre a flor de corazón como sus condecoraciones, precisa en la complicación del arte de la guerra moderna, la posesión de complejas virtudes menos brillantes, pero más eficaces. Exige prudencia, cautela, y al entusiasmo bélico que contagia, inflama y devora a las legiones por una ley incontrastable de la psicología de las multitudes, el moderno Jefe del Ejército debe sustituir su serena calma y su reflexiva frialdad. Así el invierno con su hielo, dijo un poeta, convierte el encrespado río que es un obstáculo, en un terso y resistente camino. Ese camino fue el que el general Huerta, con su serena previsión y con su fría prudencia, tendió ante el Ejército del Norte, que por él guiado llegó de victoria en victoria hasta los bastiones del Norte remoto, donde al fin dejó clavada en la almena más culminante, la bandera del orden y de la ley.

¡Y qué ejército! Aquí la obra del General Huerta fue la de un verdadero creador. Fue un ejército improvisado, formado por unidades heterogéneas y elementos bisoños, que para agruparse en torno del luminoso lábaro, surgió hasta la sombra de las prisiones. ¿Qué milagro portentoso de organización y de energía tuvo el General Huerta que operar para convertir esa masa informe, desigual, caótica en una legión que se movió armoniosamente de la descubierta a la retaguardia, con la ajustada precisión de una máquina perfecta, a la sugestión imperiosa de su voz de mando?

¡Quién sabe! Pero el prodigio se apoderó y aquella masa áspera, informe y ligada con los más bajos metales adquirió bajo el volumen de hierro de la voluntad del General Huerta, una fuerza, una unidad, un temple, un brillo que sólo pueden compararse al temple supremo, a la fuerza incontrastable, al brillo diamantino de la propia espada, que el general Huerta blandió en su noble diestra y que como la columna de fuego, guió a sus legiones a través del Desierto, a la tierra de promisión, al triunfo, ¡a la gloria!

Jamás aquellas legiones, al rendir sus jornadas, a través de sierras y desiertos, dejaron de encontrar el fuego para calentarse, el pan para nutrirse y el agua para desalentarse y con todo eso el austero ejemplo de su Jefe Supremo que mostraba a todo instante su rostro de bronce ante las rojizas fogatas del vivac, como una estatua que simboliza el Deber, reanimando las fatigas, reanimando la fe e inculcando la serena confianza en el triunfo próximo.

Esa movilización, esa marcha precisa, esa organización en que todo estaba previsto, en que la impedimenta, y el matalotaje y las ambulancias y los servicios todos, llenaban sus funciones y estaban incesantemente en su sitio, revelaron al General Huerta, bajo un nuevo aspecto. Antes, todo el mundo le concedía las cualidades de un viejo militar, valor a toda prueba, lealtad y pundonor, astucia y malicia afirmadísimas. "No lo sorprenderá el enemigo, se decían a raíz de la catástrofe del primer Rellano; Huerta es "chucha cuerera". Esta frase significa en el caló militar una astucia que todo prevé, una previsión siempre alerta que ni emboscadas, ni alarmas pueden sorprender.

Y bien, el General Huerta no sólo confirmó esas predicciones, sino que se reveló un organizador militar a la manera alemana y japonesa, un verdadero "estratega", no en la simple manera antigua, sino en la difícil y complicadísima acepción moderna.

Cierto que el General Huerta fue admirablemente secundado, que contó en su concurso con los méritos grandísimos de Rábago, Blanquet, Téllez, O'Horan, Trucy, que tuvo un Jefe de Estado Mayor como Carlos García Hidalgo y un Jefe de artillería como Guillermo Rubio Navarrete; pero así como en los días dudosos, adversos y difíciles del General Huerta se esperaba todo y a él se le exigían las supremas responsabilidades y él hubiera cargado sobre sus hombros el desastre de que su genio militar salvo a la Patria, así hoy el General Huerta, el ilustre Jefe de la División del Norte, debe, a semejanza de los grandes Generales de la Roma antigua, ser el primero en entrar a la ciudad que lo aclama por la brecha abierta en la muralla y el primero en ceñir sobre su frente los supremos laureles del triunfo obsidional.

De los jefes que militaron a sus órdenes en las épicas jornadas del Norte, seguiremos hablando, porque desde hoy en estas páginas queda abierto el registro de la lealtad y del heroísmo y este es el primer capítulo de la Leyenda de Oro del Ejército Nacional.

Hay que ser generoso en discernir los honores dignamente ganados, hoy que el exuberante extravío de los espíritus peregrina por las avenidas con apasionados clamores que no deben turbar la serenidad de la Justicia entregada a graves y supremas meditaciones.

Y ahora que se pide sangre y muerte de hermanos, que nadie puede reclamar sino la Justicia, una diosa que impera muy por encima de las bajas pasiones de los hombres, ahora que hay tal exuberancia en los sentimientos protervos, hay que ser exuberante también en los sentimientos nobles y pedir no muerte para los hermanos: sino vida, la vida de la gloria para los héroes de la Patria.

¡Hay que apartar los ojos de los sombríos dramas callejeros, de la venganza innoble y del bajo rencor y levantarlos a lo alto donde brillen glorias como la que he intentado consagrar en estas líneas, genios que como el de todos nuestros héroes, como el genio militar del General don Victoriano Huerta, brillan sobre la tierra convulsa, lucen con rayos de oro en el zodiaco de la patria y hoy la iluminan y mañana la guiarán como los astros del cielo guían a las naves sin rumbo en medio de la noche obscura y del océano proceloso!

Fuente: Tablada José Juan. La Defensa Social. Historia de la Campaña de la División del Norte. México. Imprenta del Gobierno Federal, 1913.