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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1906 Huelga de Cananea, Sonora. Esteban Baca Calderón.

Cananea, Sonora, 1° de junio de 1906

 

 

Huelga de Cananea, Sonora. 1° de junio de 1906 [*]

 

En la noche del 31 de mayo, dos mayordomos de la mina Oversight informaron a los rezagadores y carreros que desde el día siguiente la extracción del metal quedaría sujeta a contrato. Esto no quería decir que los obreros se convertirían en contratistas ni que se les obligaría a trabajar en lo sucesivo a destajo, por los consabidos tres pesos de salario. El contrato de extracción de metal se celebraba entre los dos mayordomos citados y la compañía. En consecuencia, los mayordomos quedaban facultados para reducir el número de trabajadores y recargar la fatiga en los que continuaran en servicio. Se le daba a los contratistas la oportunidad de alcanzar muy fuertes ingresos metálicos a costa del esfuerzo de los mexicanos.

Tal intento de explotación desenfrenada, que humillaba más a los hombres de nuestra raza, no sólo causó indignación entre los trabajadores afectados sino también entre los barreteros y ademadores nacionales y despertó, además, las simpatías entre los unionistas extranjeros que trabajaban en la Oversight.

En la madrugada del 1° de junio, antes de que llegara la hora de dar por terminada la jornada de trabajo, aquel conglomerado de mineros integrado por rezagadores y carreros, por barreteros y ademadores, todos mexicanos, se amotinaron a la salida de la mina precisamente a las puertas de la oficina de la misma y prorrumpieron en gritos: “¡Cinco pesos y ocho horas de trabajo! ¡Viva México!”, resurgieron otros gritos por los que se nos llamaba a Diéguez y al que habla para que encabezáramos aquella manifestación de enérgica protesta contra los abusos de la compañía. Álvaro L. Diéguez, que vivía también en Buenavista, fue el encargado de llamamos. A. Diéguez le causó contrariedad la intempestiva resolución de los mineros, porque consideró, y con plena razón, que sin una organización general y sin una fuerte suma de dinero para satisfacer las necesidades de los trabajadores durante la suspensión de labores en la mina, la huelga estaba condenada al fracaso.

Yo le manifesté mi resolución de acudir al llamado de los mineros y le expresé también mi opinión en el sentido de que si no obsequiábamos sus deseos quedaríamos descalificados como hombres de acción ante el concepto público.

Al llegar yo a la mina Oversight el jefe de la policía de los campos mineros, un tal Fermín Villa, arbitrario y altanero, modelo de esbirro de la dictadura, pretendió capturarme apoyado por diez o doce policías que comandaba. En el acto lo rodearon los mineros, amenazándolo con las candeleras de mina, que tienen la forma de alcayata y como 30 cms. de longitud. Le dijeron: “A este hombre no lo toca usted”.

Pocos minutos después se presentó el doctor Filiberto y Barroso, presidente municipal del mineral, acompañado de don Pablo Rubio y del señor Arturo Carrillo, comisario y juez auxiliar del Ronquillo, respectivamente. Los mineros le manifestaron la causa de aquella airada protesta, denunciadora de los abusos de la compañía y de la nueva humillación que sufríamos en el trabajo, retribuido sin equidad, y el funcionario mencionado dispuso que todos los motivos de queja los expusiéramos a la empresa, por conducto de los delegados que los mineros deberían designar en el momento. Diéguez y yo fuimos elegidos desde luego, y a iniciativa nuestra fueron designados doce delegados más. La misma autoridad municipal nos recomendó que a las 10 de la mañana nos presentáramos en la comisaría del Ronquillo para que discutiéramos con los representantes de la empresa, en presencia de las mismas autoridades, la organización del trabajo y el pago de salarios. A esa hora los mexicanos que trabajaban en otras minas, El Capote, La Demócrata, etc., ya tenían conocimiento de que en la Oversight se había declarado una huelga, por la falta de justicia y de equidad en el pago de salarios y sin vacilar la secundaron. En la misma mañana el movimiento de huelga se propagó a la concentradora de metales y a la fundición. Lo que indica que el resentimiento de los mexicanos contra la compañía era general.

Antes de que los centenares de trabajadores agrupados en el exterior de la oficina de la mina Oversight se retiraran a sus hogares, les hablé en representación de los delegados y en nombre propio, agradeciéndoles la confianza que en nosotros depositaban y exhortándolos para que desde ese momento se constituyeran en agentes del orden público a fin de impedir que elementos malsanos, mal intencionados, cometieran actos de violencia contra las personas, contra la propiedad, dando pretexto a las autoridades para disolver la huelga, acontecimiento inusitado que les infundía alarma [...]

En las primeras horas de la mañana, más de dos mil trabajadores recorrían los talleres y las minas, haciendo engrosar sus filas con todos los trabajadores mexicanos, y aprestándose a verificar una gran manifestación.

Escribí sobre la marcha con el fin de someterlo a la consideración de los delegados y que sirviera de orientación en la discusión que pronto entablaríamos con los representantes de la empresa, un memorándum en estos términos:

I. Queda el pueblo obrero declarado en huelga.
II. El pueblo obrero se obliga a trabajar sobre las condiciones siguientes:
1) La destitución del empleo del mayordomo Luis (nivel 19).
2) El mínimo sueldo del obrero, será cinco pesos, por ocho horas de trabajo.
3) En todos los trabajos de la Cananea Consolidated Copper, Co., se ocuparán el 75% de mexicanos y el 25% de extranjeros, teniendo los primeros las mismas aptitudes que los segundos.
4) Poner hombres al cuidado de las jaulas, que tengan nobles sentimientos, para evitar toda clase de fricción.
5) Todo mexicano, en los trabajos de esta negociación, tendrá derecho a ascenso, según se lo permitan sus aptitudes [...]

A las diez de la mañana, los 14 representantes de los huelguistas que eran: Manuel M. Diéguez, Justo Félix, Enrique Ibáñez, Francisco Méndez, Alvaro L. Diéguez, Juan N. Río, Manuel S. Sandoval, Valentín López, Juan C. Bosh, Tiburcio Esquer, Jesús J. Batrás, Mariano Mesina, Ignacio Martínez y el que habla, nos presentamos en las oficinas de la comisaría del Ronquillo, en donde nos esperaba el apoderado de la negociación, licenciado Pedro D. Robles, y las autoridades del lugar, representadas por el presidente municipal, doctor Filiberto B. Barroso, el comisario Pablo Rubio y el juez menor Arturo Castillo.

Una multitud de obreros en número que calculo en 1, 200, se instaló frente a la comisaría del Ronquillo, con el deseo de conocer pronto el resultado de nuestras gestiones.

Fue Manuel M. Diéguez, quien dio a conocer las pretensiones de los obreros, haciendo saber que estaban inconformes con la preponderancia y la diferencia de los salarios que los extranjeros gozaban, con las largas jornadas de 10 y 11 horas y con los salarios de $3. 00 diarios; que en cambio pedían $3. 00 como sueldo mínimo uniforme; 8 horas como jornada máxima de trabajo y la destitución y cambio de algunos capataces que se significaban por su odio hacia los mexicanos. Diéguez ajustó su demanda al deseo expresado por la inmensa mayoría de los obreros mexicanos. Los delegados en general reforzaron la demanda de Diéguez. El abogado de la empresa calificó de absurdas las peticiones, pero yo insistí en que era injusto que mientras los mineros mexicanos, que ascendían a la respetable suma de 5, 300 ganaban, en una inmensa mayoría, $3. 00 diarios, los extranjeros en número muy aproximado a 3, 000 disfrutaban de un sueldo mínimo de $7. 00 diarios.

Ante la resistencia con que tropezaban los delegados para que los representantes de la empresa comprendieran la justicia en que nos apoyábamos, creyeron conveniente formular una petición escrita y más conciliadora, la que si no alcanzaba el éxito deseado, pondría en mayor evidencia a la compañía, haría más monstruosa su injusticia, y robustecería la indignación popular para que la clase obrera pudiera ajustarle tarde o temprano las cuentas a la compañía, que por lo visto, se consideraba omnipotente gozando del apoyo oficial.

Nosotros éramos la parte débil, carecíamos de fondos para sostener la huelga. El pliego definitivo conteniendo las demandas obreras, escrito por el que habla y con la anuencia de los delegados, dice así:

Señor presidente de la Cananea Consolidated Copper Co., S. A.

Los que suscribimos, delegados designados por los mineros mexicanos para representarlos ante usted, manifestamos, que con menoscabo de nuestros intereses y nuestro decoro personal, hemos servido a la compañía que usted preside, porque nunca hemos encontrado estímulo ni bases de equidad en el sueldo asignado a los mexicanos.

Con verdadera pena comunicamos a usted que dos mayordomos de la mina Oversight recibieron un contrato para la extracción de metal, y en consecuencia muchos de nuestros compatriotas quedarán sin trabajo; por tal motivo, los mineros mexicanos han decidido no trabajar más en las condiciones en que hasta hoy han servido.

Es preciso, urgente, que sean únicamente los trabajadores quienes sirvan de árbitro en los destinos del obrero mexicano; en bien de la justicia, creemos que es muy conveniente que también los mexicanos tengan jefes entre sus mismos compatriotas, escogidos con atingencia a fin de garantizar nuestro porvenir.

El pueblo minero ha demostrado siempre su amor al trabajo, porque así se ha educado; pero las aspiraciones de ese pueblo, en el orden actual, se han encaminado a la muerte, porque como no existe equidad en la distribución de sueldos, los extranjeros tienen la preferencia, y ese pueblo, amante del trabajo, en condiciones de dignidad daría mejores utilidades a la compañía. Deseamos pues, que se utilice la inteligencia de los mexicanos y se mejore la organización a que han estado sujetos.

Desde luego proponemos a usted que a todos los mexicanos en general se les pague un peso más sobre el sueldo que han disfrutado. Nosotros creemos que son muy justas nuestras pretensiones, y que si la compañía accede a nuestras peticiones, nada perderá en sus intereses y el beneficio que resulte de esa liberalidad será de gran significación para esta ciudad.

Esta proposición beneficia también a los mexicanos que ganarán más de $3. 00 al día.

No debemos omitir otra consideración de orden superior; si a los mineros mexicanos se les otorgara justicia en el caso que nos ocupa, ocho horas de trabajo serán suficientes para que, el trabajo de todos rinda tantos o más productos de los que hasta hoy se han obtenido y, por otra parte, será un beneficio que los pueblos de día disfruten más libertad.

Respecto a los señores mayordomos que con su conducta originaron la presente manifestación, nada pedimos contra ellos; pero consideramos que usted hará la más cumplida justicia [...].

Mientras [...], una columna de huelguistas, en número de más de 1, 500, se dirigió serpenteando por entre lomas y cuestas hacia Ronquillo.

A su paso por frente a Buenavista, camino allá, abajo, se les unieron por lo menos otros 500 trabajadores y a poco caminar, como 200 más de la Concentradora de Metales, capitaneados por Plácido Ríos.

El paso de esta tumultuosa manifestación tenía que ser por frente a la fundición, donde cerca de mil hombres seguían atareados en sus labores. Todo fue que unos cuantos comisionados les demandaran a gritos su solidaridad al movimiento aquél para que los trabajos empezaran a paralizarse y para que los obreros lanzando “hurras” a la huelga se aprestaran a engrosar las filas. Así de espontáneo fue este movimiento.

En más de una docena se podían calcular las banderas mexicanas y los estandartes con diversas inscripciones alusivas, desplegadas por los huelguistas. Resaltaban variados estandartes: uno con la siguiente inscripción, “Cinco pesos, ocho horas”; una bandera grande, blanca y una roja al frente de la columna.

Cuando esta columna de huelguistas, que parecía interminable, desfiló frente a la tienda de raya y el edificio de las oficinas generales de la compañía, todas las labores se paralizaron, y numerosos empleados, reverentes unos y amedrentados los más, parecían hacerle guardia a los manifestantes.

Los “vivas” a la huelga y a México partían lo mismo del seno de la manifestación que de los entusiastas transeúntes.

Ningún acto de violencia; ningún insulto procaz; nada que denunciara inconsciencia o indisciplina en todos aquellos trabajadores de tosca y sucia indumentaria, de manos y rostros oscurecidos por el trabajo.

―— el desfile seguía por el centro de El Ronquillo. Era aquel el centro comercial, nacido de la actividad viril de esforzados hombres de empresa. Mexicanos, árabes, griegos, chinos, de todo había entre los comerciantes. Todos participando de la alegría producida por aquel acto de redención obrera.

―— continúa el desfile, cada vez más imponente; por el número de obreros, por el entusiasmo, por el orden. Y porque confiaban en la justicia de su causa y en la honestidad de sus procedimientos, su optimismo parecía saturar el ambiente. Jamás se imaginaron que se encontraban a unos cuantos minutos del principio de la tragedia.

La columna, en orden perfecto, cruzaba la Mesa Norte por las calles de Chihuahua, iba rumbo a la maderería donde numerosos trabajadores mexicanos prestaban sus servicios a la misma compañía inconformes, la mayoría de ellos, por la forma humillante en que era tratada por el gerente del departamento.

Tras la manifestación, pero a respetable distancia, dos automóviles, tripulados por 30 norteamericanos provistos de magníficos rifles, escoltaban a míster Greene y a míster Dwight -alto empleado de la compañía-, que seguían con toda atención el desarrollo de los acontecimientos.

Los manifestantes hicieron alto al llegar a la maderería; los que iban a la cabeza empezaron a llamar a gritos a los trabajadores a los que se les había cerrado el portón para impedir que se unieran a los huelguistas. Jorge A. Metcalf había recibido aviso, por teléfono, dado por Greene o por alguno de los altos jefes de la empresa -seguramente con las instrucciones del caso- sobre el próximo arribo de aquéllos y se había preparado convenientemente para destruir, a todo trance, sus planes. Sin esperar a que los huelguistas trataran de forzar la entrada a sus dominios, entre él y su hermano William, hicieron funcionar una de las poderosas mangueras de presión -destinadas a apagar los incendios- bañando a numerosos huelguistas, inclusive las banderas que portaban.

Se les acababa de arrojar el guante y ahora no había más remedio para los provocadores, que atenerse a las consecuencias. Al forzar los huelguistas el portón varios disparos de rifle hechos por el gerente, George A. Metcalf, mataron a uno de sus compañeros e hirieron a varios más.

Uno de los huelguistas, con el fin de desalojar de su parapeto a los agresores, le prendió fuego a la oficina, la que era de madera. George saltó hacia afuera por una de las ventanas para ser recibido a pedradas, una de las cuales lo hizo rodar por tierra con todo y arma para ser rematado con su propia arma.

Ahora era William el que vengaba a su hermano allí muerto. Empezó a disparar su rifle con certera puntería y fueron unos obreros de apellido Silva, Ledezma y Amavisca, los que lo persiguieron y al darle alcance William hirió en un brazo a Ledezma, pero al fin fue despojado de su arma y muerto con ella misma. Mientras tanto el fuego se propagó rápidamente al departamento de maderas, leña y forrajes. La gigantesca pira formada por aquel enorme combustible, con valor no menor de $250, 000. 00, iluminó el espacio en una área increíble, siendo vista desde las poblaciones fronterizas de los dos Nacos, donde la impresión los hizo suponer que Cananea entera estaba siendo devorada por el fuego Habla León Díaz Cárdenas:

Mientras esta lucha se desarrollaba en el edificio y los almacenes de la maderería, empezaban a levantarse llamas rojizas y espesas nubes de humo. “El fuego se hacía lenguas, como queriendo hablar...” y hablaba, gritaba el coraje proletario que, inerme, había destruido sin conmiseración la riqueza que antes había fabricado.

Fue ésta la señal de una lucha dura y encarnizada.

Los automóviles tripulados por Greene y Dwight, ante el cariz que los acontecimientos tomaban, retrocedieron y premeditadamente fueron a parapetarse cerca del palacio municipal.

Los obreros, llevando sus heridos y muertos a la cabeza, prosiguieron su manifestación, que desde ese momento no fue pacífica sino que estaba animada de un coraje proletario sublimado dirigiéndose al palacio municipal para demandar justicia.

Ya se acercaba la manifestación al palacio cuando una descarga cerrada de fusilería, desde el cruzamiento de las calles de Chihuahua y tercera Este, abrió brechas sangrientas en la carne proletaria. Seis personas cayeron muertas en el acto, entre ellas un niño de apenas once años. La masacre fría y premeditada empezaba... Los obreros indignados, no podían repeler la agresión. Inermes, contestaban a los disparos con maldiciones y con piedras, trabándose una lucha desesperada y desigual.

Mientras que algunos obreros se parapetaban en las esquinas, otros se dirigieron a las casas de empeño, las asaltaron y tomaron todos los rifles, pistolas y cartuchos que a la mano encontraron.

Ya armados, los obreros arremetieron furiosos contra los empleados armados por la compañía, quienes ante el empuje vigoroso de sus rivales que ejecutaban un movimiento envolvente, empezaron a retroceder con intenciones de parapetarse en las oficinas de la empresa.

Mientras tanto, frente al Palacio, se amotinaba la gente pidiendo armas. No pedía misericordia, ni protección, de antemano sabía que las autoridades aliadas con el capitalismo, no les defenderían, pero ellos no lo necesitaban: solos podían bastarse.

Un señor Murrieta [¿Antonio?], que iba en un carro repartidor de leche, abandonando su vehículo corrió a la comandancia pidiendo armas para defender al pueblo que estaba siendo miserablemente asesinado. Inmediatamente fue encerrado en la cárcel por orden del licenciado Isidro Castañedo, ex juez de Primera Instancia, quien a caballo, pistola en mano, recorría la plaza echándose sobre los grupos huelguistas que se acercaban al palacio pidiendo armas.

Así como Murrieta fueron encarcelados muchos ciudadanos, que sin ser obreros huelguistas, indignados por el atropellamiento y la masacre al pueblo inerme, protestaban, enérgicamente contra los norteamericanos, quienes en nada fueron molestados.

Cerca de una hora duró el encarnizado combate y se dio por terminado sólo porque los cartuchos en las armas de los obreros se habían agotado. Los trabajadores, con rabia impotente, se retiraron a una loma cercana.

El número de muertos en este segundo combate llegó a diez, ocho de los cuales eran mexicanos. Los heridos eran mexicanos. Los heridos eran más de diecisiete y su muerte era casi inevitable. Los norteamericanos habían usado balas dum-dum, prohibidas en todos los ejércitos del mundo, por lo terrible de sus destrozos, ya que toda bala que atraviesa el cuerpo o algún miembro, donde hace la salida se llevan hueso y carne, dejando un agujero enorme.

Así terminó el primer día de lucha en las calles de Cananea.

Pero los fieles perros del capitalismo no se contentaron con lo hecho. El señor Pablo Rubio acompañado de los señores Castañedo y un señor Carrillo, juez menor de Ronquillo, sustituyeron la guardia de la alcaldía municipal y de la cárcel por un grupo de catorce norteamericanos armados, tomados de los treinta que habían asesinado vilmente, momentos antes al pueblo indefenso.

Los particulares que cerca de la escena se encontraban no dejaron de mostrar su indignación por hecho tan vergonzoso. Castañedo, que se había tomado atribuciones oficiales que no le correspondían, pudo oír y darse cuenta de que se criticaba su proceder, y en un arrebato de cólera mal contenida ordenó a voz en cuello que fueran disueltos todos los grupos de personas cercanos a la alcaldía y que a los que se rehusaran a hacerlo “se les matará como a un perro”. Algunos de los amenazados se refugiaron en sus casas y otros en algunas oficinas particulares hasta ya bien entrada la noche. Desde su escondite pudieron darse muy bien cuenta, como la mayor parte de los habitantes de Cananea, de los aprestos bélicos de Greene que convirtió su casa en un verdadero arsenal. Por las calles de la ciudad se veían pasar los automóviles conduciendo a la casa del gerente de la compañía, situada en la parte noroeste de La Mesa a las familias norteamericanas.

Y el cuadro se cargó de oprobio y vergüenza cuando se vio a “un grupo de mexicanos” armados de rifles y escopetas dirigirse a la casa de Greene, con el objeto de pasar la noche al lado de los norteamericanos, quizá para defenderlos o para pedir protección abandonando sus familias...

Cuando cayó la noche, sólo las oficinas de la compañía y la casa del gerente estaban iluminadas. Bien entrada la noche, un furgón de ferrocarril, custodiado por cerca de 150 individuos, desembarcó su cargamento de armas y parque.

Un pobre mexicano que llegaba de Naco, a pie, desconociendo los acontecimientos del día, al pasar frente a la casa de Greene, convertida en fortaleza, fue asesinado de la manera más cobarde e inmisericorde por algunos norteamericanos que guarnecían la casa.

Mientras tanto Izábal, el gobernador del estado, iba rumbo a Cananea. En el camino, Greene, en mensajes que ya habían dejado de ser corteses para convertirse en secos y autoritarios, le recordaba su deber: “Venga inmediatamente...” “Desembarque sus fuerzas en Ibures...” “Envíeme soldados...”, eran las órdenes que recibía el gobernador. Más de doce mensajes recibió Izábal de Greene aquella noche, todos por el mismo tenor.

Pero Greene no se contentó con esto sino que pidió auxilio a sus amigos del otro lado y éste no se hizo esperar. A las once de la noche el administrador de la aduana en Naco tuvo conocimiento de que como a dos kilómetros al oriente de la población, un grupo de norteamericanos armados pretendían cruzar la línea divisoria.

Destacó cinco celadores, quienes minutos después trababan combate con ellos, pero que no pudiendo resistir su avance, ya que venían a caballo y bien pertrechados, pidieron auxilio a la aduana, habiéndose destacado el propio administrador acompañado de seis celadores más. Aparentemente hicieron huir a los norteamericanos, pero más tarde, se supo que habían pasado un poco más al oriente de Naco.

Izábal hizo todo lo posible por cumplir las órdenes del capitalista extranjero: desembarcó en Naco con 50 rurales, habiendo con anterioridad ordenado al coronel Kosterlitsky, con 20 rurales y 30 gendarmes fiscales mexicanos, que avanzaran al mineral desde Magdalena.

El gobernador del estado de Sonora llegó a Naco, Arizona, entre seis y siete de la mañana del día 2; más de doscientos hombres, norteamericanos en su mayoría, perfectamente armados y municionados, perteneciendo a las fuerzas fiscales (rangers) de los Estados Unidos, estaban allí. Los comandaba el coronel Thomas Rynning, con quien el gobernador Izábal celebró en los andenes de la estación una breve conferencia [...]

Izábal, al llegar a Naco se puso en comunicación telefónica con el gerente de la compañía minera y éste, conociendo la preponderancia que sobre el gobernador tenía, a pesar de su investidura oficial, conociendo, además, su ignorancia y pusilanimidad, explotó su cobardía con falsas alarmas: “45 muertos”, “intentan volar con dinamita la negociación”, “es necesaria su presencia”, “hay muchos obreros armados”.

Utilizando otros conductos, Greene sembraba la alarma. Los periódicos norteamericanos ostentaban cabezas llamativas y noticias mentirosas: “La casa de Greene fue volada con dinamita escapando el gerente y su familia milagrosamente... han muerto como cien norteamericanos... los mexicanos matan gringos como a perros...”

Galbraith, el cónsul norteamericano en Cananea ayudaba por medio de sus informes amarillistas a acrecentarla alarma: “los norteamericanos están siendo asesinados y las propiedades destruidas con dinamita...”. “Urge que se preste inmediato auxilio a los ciudadanos norteamericanos... muchos norteamericanos han muerto... manden tropas inmediatamente... yo como cónsul debo ser protegido...”

Izábal, en el colmo del terror, ordenó a las autoridades de Cananea armaran gente bastante para contener el desorden, pero la contestación fue como una bofetada en el rostro de aquel gobernador de petate, impotente para comprender a los mexicanos y torpe para saber lo que era la solidaridad proletaria. La respuesta tajante y lacónica decía: “Es imposible conseguir un solo hombre a ningún precio.”

Amaneció el día 2 de junio de 1906 en Cananea. Desde temprana hora en las esquinas de las calles se reunía la gente a comentar los acontecimientos de la víspera y pudo presenciar el encarcelamiento de nuevos grupos de huelguistas que se atrevían a manifestar su descontento.

Los norteamericanos, en actitud provocativa, recorrían las calles armados de rifles, y portando cananas de tiros cruzadas en el pecho.

Poco después de las nueve de la mañana se supo que el gobernador Izaba] llegaría en tren especial, y con fuerzas mexicanas, para desarmar a los norteamericanos. Todos los empleados municipales y del estado así como muchos vecinos del pueblo se apresuraron a ir a la estación y cuando a las diez y media sonó el silbato del tren anunciando su llegada todos buscaron acomodo para presenciar el arribo de Izaba]. Llegó el tren formado de seis carros de pasajeros, y al apearse el señor gobernador, a quien acompañaban varios personajes oficiales de Hermosillo, comenzaron a oírse hurras y gritos de entusiasmo de los norteamericanos allí congregados, pues los cinco carros restantes venían pletóricos de norteamericanos armados, encontrándose entre ellos 275 soldados de las fuerzas rurales del Disfrito de Arizona, al mando del capitán Rynning.

La indignación y el coraje del pueblo llegó a su máximo. Hasta “gente bien” que estaba presente no pudo menos que exteriorizar su desaprobación y su indignación al ver hollado el suelo mexicano por esbirros extranjeros que venían, como perros, a defender la casa del patrón.

Todo el mundo lamentó la larga guerra del Yaqui, que prohibía la entrada de armas al estado. De haber habido facilidades para armarse el pueblo obrero y no obrero pero mexicano hubiera rechazado dignamente la agresión que sancionaba con su presencia aquel gobernador mentecato y estúpido.

Lázaro Gutiérrez de Lara, a quien no le dolía la boca para decir verdades, con voz tronante y frase dura y enérgica, imprecó, rojo de indignación, a los que consumaban aquella fechoría contra la patria. Tanto él como Rafael J. Castro fueron a los pocos momentos, a terminar su acceso de coraje a un oscuro calabozo.

Ya empezaban a bajar las tropas norteamericanas cuando Greene, que era quien verdaderamente mandaba allí, ordenó que reembarcaran... pero para ir a Ronquillo, donde se encontraban las principales oficinas de la compañía. Ya en Ronquillo, divididos en grupos, los norteamericanos fueron a resguardar la tienda de raya, el banco, la oficina general, la fundición, la nueva concentradora y el depósito de maderas.

Sigue en el uso de la palabra León Díaz Cárdenas:

Indiscutiblemente, la huelga de Cananea fue la iniciación primordial de las luchas sociales en México, y ella fue obra en conexión con los trabajos de la Junta Organizadora del Partido Liberal Mexicano.

Las actitudes de todos los que en ella tomaron parte, directa o indirectamente, fueron características: los obreros encontrando en la huelga y en la organización sindical una forma natural y lógica de lucha; los capitalistas internacionales, representados por Greene, tomando primero una actitud llena de falsedad y marrullería, ordenando, con insolencia, a las autoridades nacionales que protegieran sus botines del saqueo y, más tarde, ordenando la masacre de los trabajadores, sin piedad ninguna; las autoridades venales sirviendo incondicionalmente a los intereses capitalistas y extranjeros sin el menor asomo de nacionalismo y de equidad; la prensa vendida, justificando la conducta antipatriótica y antiobrera de un funcionario y siguiendo toda una línea de conducta característica: El Imparcial publicó, por varios días, datos biográficos del coronel Greene, haciéndolo pasar ante la opinión pública como un hombre honrado, trabajador y de empresa, gracias al cual Cananea era un emporio de felicidad y progreso y, por otra parte, contagiado del pavor que invadió a los hombres de la dictadura, por aquella actitud resuelta de los trabajadores, se convirtió falaz y tendenciosamente en consejero de los obreros, insinuándoles que quienes padecían con las huelgas no eran los capitalistas sino los trabajadores; que las huelgas eran hechas por los líderes y sólo en su provecho; que todos aquellos movimientos eran inspirados en el anarquismo y en el socialismo, que eran doctrinas exóticas, importadas y en descrédito.

Por su parte, los valientes mineros, que de una manera tan viril habían despertado su conciencia de clase, acosados por el hambre empezaron a bajar del lomerío volviendo a sus trabajos unos, emigrando a otros minerales y a los Estados Unidos otros, rumiando todos dolorosamente, su coraje proletario... pero no tuvieron que esperar mucho: cinco años después, impetuosa, desbordante, con las armas en la mano, alistados bajo las rojas banderas de la Revolución Social Mexicana, salían a exigir justicia para los trabajadores...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

[*] Fuente: La Revolución Mexicana: Textos de su historia, México, Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 1985, tomo I, pp. 343-357