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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1899 Política y carácter del mexicano. Francisco Bulnes

1899

En las personas cultas dominan las convicciones, en las incultas las creencias. La creencia es una idea admitida en virtud de la fe. La convicción es un mandato irresistiblemente imperativo de la razón. Para tener convicciones es necesario saber razonar, para tener creencias simples basta que la ignorancia combinada con la esperanza produzcan la fe.

Cuando el individuo se ha llegado a adaptar bien a la creencia que le dicta su fe, esta creencia se convierte en sentimiento. Los sentimientos son los músculos de la conciencia dotados de sus correspondientes nervios de sensación, locomoción y acciones reflejas. Cuando el conjunto de los sentimientos imponen al individuo una acción precisa e incesante para alcanzar determinado objeto, en este individuo se ha formado un carácter.

No son sus ideas, sino su carácter, lo que gobierna a cada individuo; el individuo sin carácter, cualquiera que sea el grado de su talento y el número de ideas que tenga, será el esclavo humilde de todo individuo que tenga carácter. La acumulación de ideas sirve para bien hablar, sólo el carácter sirve para ejecutar. Cuando todos o la gran mayoría de los individuos de una nación tienen carácter y el objeto que éste se propone realizar es uniforme para todos los individuos de una nación, resulta entonces un pueblo de carácter.

El pueblo romano fue de gran carácter, el objeto de este gran carácter era el bienestar de los ciudadanos romanos por la sumisión incondicional de todos los demás pueblos. El parasitismo militar sobre el trabajo de los vencidos fue, no un ideal, sino el objeto claro preciso e incesante del pueblo romano. Mas esa gran base de la sociología romana formó este ideal latino: Todo individuo debe buscar su bienestar en la protección y favores del Estado, en cambio de desaparecer como individualidad por medio de una obediencia absoluta al Estado.

Antes de caer el imperio romano se había levantado ya otro gran imperio espiritual sobre la misma base: Todo el mundo debe comer del altar cuando el altar sea el Estado o el soberano del Estado. Nadie pensaba en producir, todos tenían por ideal consumir y tal ideal formaba su carácter.

La educación teocrática y monárquica sustituye los sentimientos que determinando acción precisa e incesante forman el carácter individual por sentimientos opuestos a toda acción, por sentimientos de conformidad, de resignación, de edificación por el mal. En la escuela teocrática y monárquica, el Estado abre sus grandes brazos paternales al individuo para oprimirlo hasta sofocarlo, inspirándole la creencia de que es nadie para resistir a la omnipotencia del Estado; tal educación conduce a la catalepsia permanente de las masas, estado que no admite existencia o manifestaciones de carácter en ningún individuo.

Desgraciadamente para la civilización de los pueblos latinos, si se puede cambiar pronto de ideas, es muy difícil cambiar de carácter o adquirirlo. Un individuo, mientras más ilustrado, más facilidad tiene de adquirir ideas; pero aunque se proponga cambiar de carácter no lo consigue. Según los sociólogos más observadores, un pueblo que sabe leer y se encuentra sometido sin interrupción a la acción de la prensa, puede en veinticinco años cambiar de ideas y necesita aproximadamente de mil años para adquirir o cambiar de carácter.

De aquí resulta que los pueblos latinos europeos poseen el viejo carácter latino de buscar en el Estado o por medio del Estado su bienestar en cambio de una absoluta obediencia al Estado, y al mismo tiempo poseen las ideas modernas que proclaman la soberanía del individuo, gobernándose por sí mismo, con el ejercicio de los derechos del hombre y no teniendo el Estado más que la suma estrictamente necesaria de poder para garantizar el libre ejercicio de sus derechos a cada individuo. Estas ideas emanan del carácter anglosajón que se propone realizar el bienestar de cada individuo por él mismo y por medio de la mayor independencia del Estado.

Como ya lo exprese, las ideas sirven para operaciones mentales y para hablar, sólo el carácter sirve para ejecutar y el conflicto eterno en los pueblos latinos es que su ilustración les proporciona ardientes deseos de ser hombres libres y al ejecutar hacen lo posible por seguir de esclavos y naturalmente lo consiguen. Tanto los latinos como los anglosajones, obran lógicamente; más la lógica latina tiene como base ideas imposibles de realizar en centenares de siglos, mientras que los anglosajones apoyan su lógica en los hechos, y como éstos varían incesantemente, tal lógica no les produce ni les puede producir los ridículos principios eternos que tanto tiranizan a los latinos.

No pudiendo prescindir el latino de sus leyes de gravitación cala la obediencia absoluta a un poder absoluto de conformidad con su falta de carácter para gobernarse y al mismo tiempo, odiando el latino a causa de sus ideas modernas las tiranías ha creído librarse de ellas, deponiendo al rey y decapitándolo para nombrar en su lugar como tirano a la masa, es decir, que maldice ser vasallo real, para con entusiasmo convertirse en esclavo del pueblo.

A esta siniestra humillación conduce proclamar la soberanía absoluta del pueblo, a la inversa de los anglosajones, que rehúsan abiertamente reconocer soberanía ilimitada al pueblo. Nuestra Constitución de 57, latina hasta la heces, nos asegura (articulo 39) que la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo; esta estupenda herejía destruye el articulo l de la misma Constitución, que asegura que los derechos del hombre son la base y objeto de las instituciones sociales. Para los anglosajones, la masa, o sea el pueblo, sólo posee una cualidad efectiva, su fuerza bruta y la soberanía reside esencial y originariamente en los individuos. Para un latino, pueblo e individuos quiere decir la misma cosa y por tal motivo, al copiar servilmente las instituciones anglosajonas han sustituido la palabra individuos por pueblo creyéndola igual, lo que es un desatino. No es lo mismo el Banco Nacional que los accionistas del Banco Nacional, por la sencilla razón de que el capital y facultades, del Banco Nacional, que constituyen su personalidad moral, no es el capital de todos los accionistas de dicho Banco, ni sus facultades son la reunión de las facultades humanas de todos sus accionistas. Desde el momento en que se reconoce como soberanía ilimitada la del pueblo, es absurdo pensar en la existencia de los derechos individuales, porque ante la omnipotencia o sea el poder absoluto, nadie puede tener derechos.

No es lo mismo afirmar: en México la propiedad pertenece a los mexicanos, que decir: la propiedad en México pertenece a la nación. La propiedad de las personas morales no reconoce nunca el derecho de propiedad a cada una de las personas físicas que la forman. La catedral católica de la ciudad de México pertenece a la nación, y por lo mismo ningún mexicano tiene derecho a pedir su pedazo de catedral para venderlo, destruirlo, hipotecarlo, regalarlo o arrendarlo. Lo que es de una persona moral no es todo ni en parte por pequeña que sea de cada persona física integrante de dicha persona moral. El parque de Chapultepec es de la nación y ningún mexicano tiene derecho a la propiedad particular de un millonésimo de grano de polvo de ese parque. Igualmente, cuando se dice la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo, queda negada la soberanía individual y en consecuencia todos los derechos individuales. Semejante frase herética en la doctrina democrática proclama el absoluto poder para el pueblo y la absoluta esclavitud para el individuo.
Hay ciertamente una soberanía nacional en todas las naciones, como hay una soberanía de capital en el Banco Nacional; pero esta soberanía no reside esencial y originalmente en La nación ni en el banco, sino en los individuos que constituyen la nación y en los individuos que constituyen el Banco, los que se reservan el derecho para aumentar, disminuir o deshacer conforme a ciertas reglas previamente estipuladas, la soberanía de la nación o la del Banco. Todo esto es lógico, mientras que no tiene sentido común una soberanía absoluta residiendo originariamente en una persona moral sobre las personas físicas que la forman y al mismo tiempo grandes derechos en cada una de esas personas. Los derechos del gobernado limitan necesariamente la soberanía nacional, y es un absurdo completo creer que puede haber límites para una soberanía que como absoluta no puede admitir ninguno. Todas las constituciones políticas de las naciones latinoamericanas, con excepción de la de Brasil, que sólo tiene el gran disparate de un Senado de origen popular; son amasijos de principios democráticos correctos norteamericanos con absurdos franceses que un niño de doce años, después de la escuela primarla, puede fácilmente reconocer, pero que no pueden ser distinguidos por la vista miope de los estadistas latinos, aunque tales absurdos se hagan sentir como montañas sobre cada vaso capilar del derecho humano. Nuestras constituciones políticas, fuera de la de Brasil, son magnificas, no para darnos gobiernos, sino para proporcionarnos mientras existan las más espantosas desgracias, hasta llegar a la de la pérdida de la nacionalidad, que tendrá que ser pronto la. final, si no nos resolvemos a estudiar historia, lógica, nuestro medio físico y social, y a aprender de preferencia qué cosa es una república democrática representativa federal; que es lo primero que se proponen Ignorar todos los fundadores y conservadores de repúblicas democráticas, representativas federales en la América Latina. ¿Cómo queremos ser libres, si no sabemos siquiera distinguir las diferencias entre la esclavitud y la libertad? Mientras no sepamos distinguir lo negro de lo blanco, es prodigiosamente ridículo titularnos peritos coloristas.

Nunca me cansaré de deplorar que todas las instituciones democráticas latinas reposen sobre los "Girondinos" de Lamartine, sobre "La Marsellesa", sobre las visiones geométricas de Robespierre; sobre la copia servil del parlamentarismo inglés, no el actual, sino el profundamente corrompido de la época de Jorge I; sobre algunas canciones socialistas dedicadas a Luís Blanc, todo esto revolcado en un polvo de principios federalistas y de fórmulas políticas norteamericanas, para llegar a establecer convenciones en vez de cámaras democráticas.

PODER Y AUTORIDAD

El segundo enorme error latino, surge de su modo especial de plantear el sistema representativo. El anglosajón, una vez que usa de la fuerza bruta de la masa y que la convierte en persona moral, en soberanía muy limitada para que así puedan existir sus grandes derechos, procede al sistema representativo bajo la base indeclinable de sólo delegar a sus representantes una parte muy limitada de la soberanía muy limitada del pueblo y esta parte muy limitada de la soberanía limitadísima del pueblo no la delega por nada a sólo un poder, ni a los tres poderes, sino a los tres poderes federales y a los de los estados. El anglosajón considera como primera garantía de su libertad vincular la parte de soberanía popular delegada en una pluralidad de poderes.

Eso mismo pretende hacer el latino, sin que hayan logrado sus hombres más eminentes saber lo que es poder, y la prueba de ello, es que creen que puede haber jerarquías de poderes, lo cual es un desatino garrafal. Solo hay un modo de que coexistan varios poderes, siendo independientes. Las autoridades pueden encontrarse jerarquizadas teniendo como primer término de la jerarquía un poder o jerarca, y por último, un esclavo. El tipo perfecto de la jerarquía es la militar. El soldado raso, último término, es el esclavo, su inmediato jerarca es el cabo, y éste a su vez es el esclavo del sargento, se entiende que tal esclavitud tiene lugar para el servicio. El sargento, en asuntos del servicio, es el esclavo del subteniente, y este a su vez es jerarca del sargento y esclavo del teniente, y así sucesivamente hasta llegar al soberano, que es supremo jerarca y el único poder en el ejército, todos los demás grados representan autoridades.

Ahora bien, para que haya poderes preciso que haya soberanía; poder y soberanía son la misma cosa, y la diferencia entre poder y autoridad consiste en que el poder es irresponsable por el uso de sus facultades, mientras que el uso de todas y cada una de las facultades de una autoridad son susceptibles de revisión y reprobación por sus superiores. Es, pues, un absurdo que pueda haber jerarquía entre poderes, porque el poder sólo obra soberanamente, es decir, sin tener que dar cuenta a nadie de sus actos como soberano y esto es incompatible con la noción de jerarquías. Es ridículo hasta enunciar una jerarquía de soberanos, nadie concibe una jerarquía de reyes.

Cuando un poder es limitado sólo es responsable por actos que no corresponden a su soberanía. Por ejemplo, el presidente de los Estados Unidos tiene la facultad soberana de movilizar el ejército de los Estados Unidos dentro del territorio de la Unión, y si el presidente de los Estados Unidos manda a Puerto Rico todo el ejército y allí perecen todos los soldados de fiebre amarilla, nadie puede exigir al presidente de los Estados Unidos responsabilidad por tan gran torpeza, porque obraba como poder, mientras un general en jefe, obrando como simple autoridad al ordenar el mismo acto, sería consignado por su torpeza a un consejo de guerra. Pero si el presidente de los Estados Unidos decreta una contribución, es responsable porque ha cometido un delito puesto que la Constitución no le da facultades para imponer contribuciones. Todo poder limitado es responsable; pero nunca por el uso torpe, inteligente o nulo de sus facultades constitucionales, sino tan sólo por actos extraños a estas facultades.

He hecho esta explicación porque casi no hay estadista latino, que no acepte como dogma el gran disparate gramatical, lógico, político, filosófico, de los poderes jerarquizados, disparate que conduce a considerar el Poder Legislativo como el supremo jerarca de todos los poderes públicos. Este error conduce directa e irremisiblemente a la república parlamentarla, en la que están todos los poderes reunidos en la Cámara popular, pues ésta hace y deshace ministerios que representan al Ejecutivo y da órdenes al llamado Poder Judicial como en Francia; conduce al espantoso sistema convencional, que significa para el individuo y para la sociedad la mas odiosa e intensa de !as tiranías, la de una multitud sin responsabilidad y sin el freno del miedo a las venganzas, porque no tiene cuerpo, ni corazón, ni vida de hombre. El desatino de la jerarquía de poderes hace necesariamente de una Cámara que pretende ser democrática una Convención. Y este error que hace imposible en cualquiera nación el establecimiento de una república democrática, es el primer dogma de los latinos, que cuando no son esclavos sienten, como decía el poeta:

¡Duelo en el corazón, llanto en los ojos!

El latino confunde la libertad con la novedad. Obedecer ciegamente cien años continuos a un mismo rey es la tiranía; obedecer ciegamente cien años continuos a cien reyes durando cada uno un año en el trono, es la libertad, merecedora de los trinos de "La Marsellesa". Para el latino la libertad no es cuestión de derechos, sino de una obediencia de perro a muchos amos sucesivos; es la esclavitud de las modas aplicada a la política. ¿Cuál es la recompensa que en realidad recibe un latino por su absoluta obediencia, sea a su rey o a los ex cortesanos y ex camaristas de su rey convertidos en representantes del pueblo con toda su soberanía?

Ninguna, y por eso los latinos están siempre disgustados de sus repúblicas. Lealmente, ellos consagran dueña absoluta de sus destinos a su Cámara popular; abandonan todos sus derechos en allant o en revenant de la revue. Para ellos es lo mismo Boulanger soldado y a caballo, que Boulanger-Cámara y en cambio de tanta obediencia, no obtienen los beneficios que hasta la monarquía absoluta ofrecía a los obedientes ciegos.

El latino goza obedeciendo al rey, a la plebe o a lo que se figura que es figura de la plebe, pero después de haber considerado como un triunfo de la libertad obedecer sucesivamente a muchos cuerpos legislativos en vez de obedecer a un solo rey, se encuentra más robado, mas expoliado, mas maltratado y mas burlado que antes.

EL PODER DE LOS PLEBES

¿Quién ha hecho al latino europeo entúpidamente republicano? Su prensa. Y para remediar el mal, la prensa determina hacer socialista a su esclavo para acabarlo de aniquilar; a un pueblo latino le sirve aprender a leer para alistarse como esclavo de la prensa más inmunda a que puede dar lugar la filosofía industrial, única que puede reinar en materia de prensa de gran circulación en los países latinos, que tienen la desgracia de haber ido a la escuela para aprender a leer y a escribir.

El sufragio popular, utopía ruinosa para los pueblos que no están en estado de manejarlo, ha colocado como lo recordé el poder en las plebes y en los países donde hay mayoría nacional de plebes, el poder pertenece a la hez social. Pero es muy diferente adquirir el poder y saber conservarlo. La plebe en el poder tiene, por supuesto, el mismo ideal que las clases que la han gobernado: explotar al Estado en su exclusivo beneficio. Esto es imposible por la sencilla razón de que un noble puede vivir opulento expoliando el trabajo de mil plebeyos, y es absurdo que mil plebeyos puedan hacerse ricos con el trabajo de un noble. Desde el momento en que las plebes obtengan completamente el poder, la minoría oprimida se apresurará a desaparecer y entonces la plebe tendrá que explotarse a sí misma para adquirir su bienestar, lo que significa que los aptos de la plebe se convertirán en nueva minoría explotadora de los numerosos imbéciles. La ley humana siempre se cumplirá: los aptos vivirán bien explotando a los dueños del cielo con el honroso titulo de su pobreza de espíritu.

A las plebes las gobierna la prensa como hábil cortesano, corrompiéndolas por la adulación. La prensa gobierna a los pueblos tan pronto como estos aprenden a leer. La escuela obligatoria, gratuita y universal, ha depositado el poder en manos de la prensa, la que gobierna según es su público. En los países latinos en que todos o casi todos los hombres saben leer y escribir, la prensa para obtener circulación inmensa se dedica a halagar no a educar. Toma a las plebes como a un incapacitado rico a quien es fácil gobernar despóticamente ejerciendo el lenonismo sobre todos sus vicios y en todas sus pasiones. El buen lenón, el excelente lenón, no debe limitarse a calmar la lujuria de su víctima, sino que debe inflamar sus pasiones, saciarlas y crear nuevas. Los gobernados por la adulación, hombres o pueblos, deben tener su amor propio constantemente al estado eréctil.

En los pueblos latinos, nada importa a sus individuos los célebres derechos del hombre; no es el gobierno de sí mismo, el self government del anglosajón lo que apasiona al latino que gusta de andar desgobernado con tal de tiranizar a los demás. Las plebes del cesarismo desarrapadas y en la miseria gozan con la tiranía que su Cesar descarga sobre los pueblos extranjeros y sobre las clases altas. Mal de muchos, consuelo de tontos, dice el proverbio, que en política debía decir: mal de grandes o de extranjeros paraíso de abyectos. Un latino no le exige a la República justicia, esto lo horroriza pues todos los que no son él son indignos de la justicia y la democracia tiene que ser la negación de la justicia para todos sus enemigos, exactamente como la justicia divina interpretada por la religión y la justicia real que brilla en las monarquías. Las plebes en el poder no son malas, tienen el comportamiento de sorprendentes discípulos, no hacen más que copiar las instituciones con que han sido gobernadas. Cuando un latino queda libre como un canario fuera de la jaula, se vuelve a meter en ella buscando el alpiste y pidiendo cualquier yugo consolador y balsámico para su miedo de marchar', oír, pensar, hablar, trabajar libremente.

 

 

 

 

 

 

 

Bulnes Francisco.  El porvenir de las naciones latinoamericanas ante las recientes conquistas de Europa y Norteamérica: estructura y evolución de un continente. México. Sociedad de Artistas y Escritores “Generación del segundo cuarto de siglo" [S/fe]. (Serie El pensamiento vivo de América). 340 p.