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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1876 Programa de Gobierno del Presidente Interino Constitucional de la República Mexicana. José Ma. Iglesias.

Salamanca, Gto., octubre 28 de 1876

 

Programa de Gobierno del Presidente Interino Constitucional de la República Mexicana.

El atentado contra las instituciones cometido por los encargados especialmente de guardarlas, exige que desaparezcan de la escena política los autores de delito tan grave. El curso de los acontecimientos me ha traído, de una manera provisional y de poca duración, al ejercicio del poder ejecutivo federal. En esa virtud, voy a cumplir con el deber de fijar las bases de la conducta que me propongo seguir en el período de mi transitoria administración.

El principio de la no reelección ha llegado a ser una necesidad imperiosa entre nosotros. Nuestro carácter no nos permite consentir ó tolerar la prolongada permanencia de los gobernantes, aún cuando no incurran en notables desaciertos, o cometan abusos de tal magnitud que los hagan intolerables. Por la naturaleza de las cosas, todo gobierno, por muy digno y respetable que sea el encargado de ejercerlo, empieza desde los primeros días a crear descontento, a causa de no ser posible satisfacer las incesantes as­piraciones de que ha de estar rodeado. El desconcierto va creciendo con el tiempo hasta tomar un aspecto serio, y al cabo de pocos años, el malestar social requiere un cambio violento. Si se tiene entonces la seguridad de una pronta renovación, se llega sin dificultad a un desenlace pacífico, mientras que por el contrario cuando se pierde la esperanza de la renovación, las revoluciones estallan como único medio de obtenerla.

En caso de que no bastara el convencimiento teórico, ninguna duda dejaría sobre la necesidad de la no-reelección, la terrible ex­periencia que por dos veces consecutivas hemos tenido, de los males anexos al principio reeleccionista. Ni los servicios eminentes prestados a la patria por el benemérito Juárez, fueron suficientes para impedir que los descontentos se levantaran en armas para oponerse a su permanencia en el poder. Ante lecciones tan elocuentes, sería una insensatez exponer al país cada cuatro años a fuertes sacudimientos, fáciles de evitar con solo la adopción de una reforma, que debe ser constitucional para darle plena firmeza. Debe, pues, considerarse como una de las principales exigencias de la situación, la aprobación inmediata por parte del Congreso de la Unión y de las Legislativas de los Estados de la reforma constitucional relativa a que el Presidente de la República no pueda ser reelecto en el período inmediatamente posterior al en que haya estado en ejercicio de su encargo.

Una de las grandes ventajas que traerá forzosamente consigo la aplicación del sistema antirreeleccionista, ha da ser la libertad del voto popular, alma y esencia de nuestras instituciones. Fuera de que la propensión al abuso de querer reelegirse, es casi inevitable por parte de quien tiene en sus manos los elementos del poder, ha de dominar siempre la creencia de que tal ha sido su intención, aun cuando no sea esta la verdad, si se llega al resultado de la reelección.

En las actuales circunstancias, mi firme propósito es que las elecciones se hagan con una espontaneidad absoluta, de la cual a nadie quede duda. Pudiera suceder que no faltasen personas para quienes fuera aceptable mi candidatura de Presidente de la República, a pesar de mi falta de mérito para puesto tan elevado.

En precisión de semejante eventualidad, conviene a mi decoro declarar, como declaro desde luego, que renuncio expresa y terminantemente a figurar como candidato en el combate electoral. Dos razones poderosísimas me mueven a tomar esta resolución. La primera es, que de esta suerte doy una prueba inequívoca de que no ha sido la ambición personal el móvil de mi conducta en el grave conflicto que atravesamos. La segunda, que así quedará bien comprobado el afianzamiento de una plena libertad en las elecciones; sobre las que pudiera recaer alguna sospecha maliciosa, si entre las candidaturas apareciese la del funcionario a cuyo arbitrio está cometer un abuso demasiado frecuente.

A fin de que sean completas las garantías del sufragio popular. no solamente queda retirada de antemano mi propia candidatura y la de los ministros que formen mi gabinete sino que no la habrá oficial a favor de persona alguna. Ni un soldado, ni un centavo de la federación, se emplearán en  falsear el voto de los electores. Los partidos que se formen trabajarán con amplia libertad por el triunfo de sus respectivos candidatos: la victoria será del que realmente tuviere mayor popularidad.

El vivo deseo de que las elecciones presidenciales se celebren cuanto antes, depende de la realización de varios acontecimientos. Tiene que comenzarse sin demora, por el levantamiento del estado de sitio en que se encuentra casi la mitad de la República. Los Estados puestos fuera del régimen constitucional, no pueden emi­tir su voto de una manera válida. Hay necesidad de quitarles esa traba, para dejarles expedita su libertad de acción en materia de tamaña importancia.

Al levantamiento del estado de sitio debe acompañar la pacificación de los Estados en que predomina ó a lo menos existe con algún vigor, el elemento revolucionario. Del patriotismo de los jefes que lo representan, es de esperarse su cooperación al restablecimiento del orden constitucional. Sus principales aspiraciones pronto quedarán logradas. La falsa reelección con que se pretende imponer al país, por cuatro más una administración desprestigiada, caerá seguramente por fortuna. El principio capital de la no reelección se propondrá como reforma constitucional.  Los autores y los cómplices del reciente atentado contra las instituciones serán sometidos a sus jueces, para que se les aplique el castigo legal que corresponda. Las nuevas elecciones se celebrarán con una libertad ilimitada. Alcanzados estos grandiosos fines ¿a qué más pudiera aspirarse dentro de los límites constitucionales?

Levantado el estado de sitio; pacificada la República mediante el patriotismo de las fuerzas revolucionarias, se podrá ya expedir inmediatamente la convocatoria para las nuevas elecciones. Pero ¿quién ha de expedirla? Para salir del orden constitucional debe ser la Cámara de diputados. Pero ¿cómo ha de hacerlo una Cámara, cuya mayoría acaba de atentar contra las instituciones? Formándola de nuevo con los diputados fieles a su deber, en unión de los suplentes de los que han delinquido.

Para la expedición de las otras leyes en que se necesita la concurrencia del Senado, se observará una conducta semejante. Quedarán eliminados también los senadores que sean reos de lesa Constitución, reuniéndose los que no reporten tan tremendo cargo con los suplantes de los primeros. Solamente así se evitará que deje de funcionar el cuerpo legislativo. Luego que comenzase a ejercer sus funciones, se le presentarán por el Ejecutivo provisional iniciativas de diverso género, encaminadas todas a procurar el bien y la prosperidad de la República, en lo que ya está bien marcado como causa eficaz de su decadencia.

En primer término se presenta a la vista con ése carácter la cuestión de Hacienda, en la parte relativa a la nivelación de los ingresos con los egresos. Hasta aquí ha sido imposible lograr esa nivelación, y seguirá siéndolo mientras continúen las detestables prácticas con las que parece que estamos ya familiarizados.

Llevamos, en efecto, varios años en que, al decretarse los presupuestos por el Poder Legislativo, el de egresos va siempre subiendo, mientras que el de ingresos permanece estacionario. Actualmente, el primero pasa ya de veinticinco millones, siendo así que el segundo no excede de diez y seis, en la parte perteneciente al Erario federal. Como no es posible cubrir veinticinco millones de gastos con diez y seis de entradas, la aprobación de dos presupuestos tan discordantes equivale, en realidad, a la autorización otorgada al Ejecutivo de que aplique los ingresos según mejor le parezca, o lo es igual, al establecimiento de una dictadura permanente en materia de Hacienda pública.

Gastados los diez y seis millones de entradas al arbitrio del Ejecutivo, quedan sin cubrir los ocho ó nueve millones restantes del presupuesto de egresos. Con este desfalco, a más de ir aumentando considerablemente, año tras año, la deuda flotante de la Nación, a lo que deja de atenderse es a ramos de importancia como la instrucción pública, como las mejoras materiales; ramos en que se cifra cabalmente el porvenir del país.

El cáncer de la Hacienda pública está en el Ministerio de la Guerra. A los gastos que corren a cargo de esa Secretaría del despacho, se sacrifican los de las otras. Esa vorágine se traga las dos terceras partes de las entradas efectivas del Erario.

El problema administrativo no tendrá solución en México, mientras no se comience por la nivelación de los ingresos con los egresos. Lograrla no es posible sino por uno de dos medios: ó el aumento de las contribuciones, o la diminución de los gastos. El aumento de las contribuciones es imposible en las actuales circunstancias, cuando puede decirse que están casi cegadas todas las fuentes de riqueza de los particulares. No queda pues, otro arbitrio sino el de la diminución de los gastos, empresa no difícil si se acomete con decisión, perseverancia y buena voluntad.

En el ramo de gobernación, en el de hacienda y en el mismo de fomento es posible hacer economías que, unidas al ahorro siempre seguro en todo presupuesto respecto de un gran número de partidas, producen ya un rebajo de consideración en el conjunto de los gastos. Pero la reducción de mayor importancia tiene que concretarse al ramo de guerra.

Infundado el temor de que así quede indefensa la República, ó impotente el Gobierno nacional para la conservación del orden y de la paz. Examinando la cuestión en vista de lo que enseñan recientes acontecimientos, encontraremos bien demostrado que ni la paz, ni el orden, ni la defensa de la República, están garantizados, siquiera sea medianamente, con la fuerza armada sostenida a costa de un gasto exorbitante. Luego que ha habido una perturbación seria en contra de la independencia del país ó de sus instituciones, se ha visto clara la insuficiencia del ejército permanente para llenar su cometido. A poco andar ha habido necesidad de ocurrir al odioso sistema de la leva, arrancando a millares de desvalidos de sus casas y talleres para convertirlos en carne de cañón. No vale la pena, en verdad, de consumir lo más florido de las rentas públicas en el sostenimiento del ejército, cuando la experiencia acredita que tan costoso sacrificio no tiene eficacia bastante para realizar el plan que se busca.

Hay ventaja, por otro lado, en reducir el ejército al número que exigen las escaseces del erario, porque de esa manera estará siempre bien atendido, con sus pagos en corriente, con su material completo, bajo bases severas de organización en la disciplina, pudiendo, en una palabra, servir de modelo pata conservar el crédito que ha adquirido, por su lealtad en el cumplimiento de sus deberes, de fiel sostenedor de las instituciones.

El medio natural y sencillo de cohonestar el mantenimiento del orden con la economía en los gastos militares, es el establecimiento inmediato, de la guardia nacional, sobre bases de sólida garantía. Hasta aquí se ha huido como del fuego, de plantear una institución preceptuada por nuestra ley fundamental. Un temor infundado, o más bien la mira de que los Estados no cuenten con elementos propios de defensa, para conservarlos en perpetuo pupilaje, ha sido la causa de que se impida la formación de la guardia nacional, cuantas veces se ha pensado en organizarla. La presente administración, que no abriga temores infundados, ni quiere tratar a los Estados como menores, ni se propone deber su existencia, su prestigio y su respetabilidad, sino al fiel cumplimiento de sus obligaciones de todo género, obrará en sentido inverso del observado hasta ahora, haciendo prácticos los preceptos constitucionales en un punto de tan vital interés.

A impulsos de ese afán de reconocer el deber como única guía, prestando el culto debido a la Constitución y a las leyes, las garantías individuales, reconocidas en nuestra carta política como derechos del hombre, serán en su conjunto y en sus especialidades, objeto del más profundo respeto. Ninguna será desconocida, ninguna será violada, porque el ataque a cualquiera de ellas, rompe la cadena formada de eslabones que deben estar siempre sólidamente unidos. Estos derechos, anteriores, superiores a toda legislación, esos derechos, base y esencia de las instituciones sociales, formarán una barrera insuperable para una administración moralizada.

Como resguardo de los otros derechos, será especialmente acatada el de la libertad de imprenta. Por sabido que sea con cuánta facilidad pasa la prensa del uso al abuso; por graves que puedan ser las trascendencias del desenfreno de los periódicos, es de tal manera inherente a nuestra forma de gobierno una ilimitada libertad de imprenta, que por ningún motivo se la debe sacar de sus quicios constitucionales. Hay que advertir por otro lado, que contra un gobierno fiel a sus deberes, son impotentes los ataques de sus enemigos, cualquiera que sea la forma de que se revistan.

Para repelerlos, es mala defensa la de los periódicos subvencionados, cuya supresión traerá la ventaja de poner término a un despilfarro bastante costoso. La mejor apología de un gobierno estriba en la conformidad de sus actos con las prescripciones legales. Cuando esa sea la conducta que siga, los tiros de la pasión y de la calumnia se embotarán ante la realidad de los hechos. Cuando no marche por el sendero legal, ineficaces serán los elogios que se le prodiguen. La moralidad de sus propias acciones, no el aplauso de panegiristas a sueldo, le hará estimable y respetado.

Contra la violación de las garantías individuaos, existe el precioso recurso de amparo. Las disposiciones de leyes opuestas a la Constitución; los actos arbitrarios de todas las autoridades, sin excepción alguna, caerán bajo el dominio de la justicia federal, celoso guardián de los derechos del hombre, siempre que fuere administrada con imparcialidad y energía. Para hacer su acción más eficazy más expedita, convieneintroducir algunas modificaciones en la ley de amparo, entre las que descuella la de que se abra desde luego el correspondiente juicio de responsabilidad contra la autoridad que hubiere violado cualquiera garantía individual. Actualmente sucede, que concedido el amparo por sentencia definitiva del tribunal pleno de la Corte de Justicia, lo cual envuelve forzosamente la declaración de que hay garantía violada, la autoridad responsable queda sin embargo impune, y de consiguiente alentada para cometer nuevas arbitrariedades, con la seguridad de que no han de ponerla en riesgo de ser castigada.

La obediencia a las sentencias judiciales es uno de los signos característicos de la civilización de una sociedad. Tan pronto como la cosa juzgada se convierte en ludibrio de los que la deben acatar, desaparece la garantía prominente del orden establecido. En buena hora que se procure evitar con exquisita diligencia los abusos de los tribunales, ó cercenar sus facultades si llegaren a parecer exorbitantes, sin desacatar por eso las disposiciones que dictaren en ejercicio de sus atribuciones.

Con respecto a los fallos que pronuncien, se enlaza naturalmente la completa independencia del poder Judicial. Entre los vicios arraigados todavía en la República Mexicana, como resabios del Gobierno colonial  figura en primer término el de considerar el poder judicial como una rama ó emanación del ejecutivo. De ahí la existencia incomprensible, ya bajo nuestras instituciones democráticas, de varias disposiciones contenidas en leyes secundarias, conforme a las cuales el Presidente de la República tiene una injerencia indebida en los actos de un poder, declarado supremo e independiente por la Constitución. Con el objeto de cortar de raíz mal de tanta trascendencia, en lo concerniente al poder judicial de la Federación, necesario es que sea de su exclusiva incumbencia, el nombramiento y remoción de los funcionarios y empleados de su resorte, así como todo lo demás que afecte la independencia de que debe gozar.

En iguales términos hay que respetar la soberanía de los Estados en cuanto concierna a su régimen interior. Así como esa soberanía, que no es absoluta, nunca debe sobreponerse a las restricciones del pacto federativo; así también los poderes centrales deben cuidarse mucho de no inmiscuirse en lo que no es de su competencia. Solamente el firme propósito de no traspasar los límites que marcan sus recíprocas atribuciones; solamente el mutuo apego a los preceptos constitucionales, pueden conservar entre los poderes de la Federación y los de las localidades, la armonía que preserve a la República de los opuestos peligros del centralismo o de la anarquía. En la mente de todos debe estar siempre grabada la sabia máxima de que "el respeto al derecho ajeno es la paz".

Inútil es encarecer la importancia de la instrucción pública en un país republicano. El porvenir se cierra al engrandecimiento de la patria, cuando los habitantes de una nación no son capaces de conocer sus derechos y obligaciones. En México con mayor razón que en otros países, hay ingente necesidad de propagar la instrucción pública, especialmente la primaria, con sus dos caracteres bien marcados de gratuita y obligatoria, por componerse las dos terceras partes de la población, de indígenas reducidos en realidad, a pesar de una igualdad legal que no comprenden ni estiman, a la triste condición de bestia a de carga y de abastecedores de la leva. Ese estado de inferioridad práctica, no desaparecerá hasta que la luz de la instrucción bañe a raudales las inteligencias embrutecidas de una raza degradada.

Sobre el ramo de las mejoras materiales, hay una distinción que establecer. Sistema es invariable de todo tirano astuto emprender grandes trabajos públicos, para entretener a los obreros con cierto bienestar aparente, a fin de que hagan menos caso de las garantías de que están privados. Aparente es el bienestar proporcionado por la tiranía, por que el pueblo cuyos derechos no están garantizados cuyo destino depende de una voluntad caprichosa, es siempre víctima de catástrofes que truecan en males permanentes goces de escasa duración.

No son pues, las obras materiales indemnización bastante de la pérdida de la libertad. No afianzan el bienestar social, mientras no van asociadas con otras indispensables condiciones de estabilidad. Pero donde se han conquistado ya los grandes principios que forman el credo de la civilización moderna, donde están ya sólidamente asegurados los derechos del hombre, que no vive solamente de pan, sino que necesita fruiciones acomodadas a su privilegiada naturaleza, intelectual y moral; allí vienen entonces las mejoras materiales a ser el complemento del bien público. México las necesita en gran de escala, para el desarrollo de sus grandes elementos de riqueza. De la indiferencia o del empeño con que se las vea, depende en gran parte su porvenir.

Ninguna es de tanta importancia, como la relativa a la construcción de ferrocarriles, la falta de ríos navegables, hace indispensable la existencia de vías expeditas de comunicación por tierra, entre las que bien conocida de todos es la inmensa ventaja que llevan las ferrocarrileras a los demás. Hasta que una red de caminos de hierro cruce en todas direcciones el suelo patrio, será cuando salgamos de la pobreza que hoy nos agobia.

Los troncos principales han de ser: el ya construido de Veracruz a México; y el que debe construirse atravesando el interior de la República. Con ambas vías quedarán atendidas las exigencias sociales, sin sacrificar los intereses del Pacífico a los del Atlántico, ni viceversa. Estando ya terminada parte de la obra, ningún esfuerzo debe perdonarse para emprender la del resto.

Durante mucho tiempo se abrigó la falsa idea de que México era un país rico por los asombrosos productos de sus minas, como si la plata constituyera la única riqueza, como si los rendimientos de nuestros minerales supliera a todo lo que nos falta. Hoy a la luz de ideas más exactas, estamos ya desengañados de una ilusión perjudicial. Sabemos en la actualidad que somos un pueblo pobre, porque nuestro principal, casi nuestro único ramo de exportación, representa una cifra verdaderamente miserable, ya considerada en sí misma ya con mayor razón comparada con la que en otras naciones corresponde a su comercio exterior.

Abandonando rancias preocupaciones, debemos hacer que México no sea un país exclusivamente minero. Sin desatender ese importante ramo de la producción nacional, digno por el contrario de amplio mejoramiento, estamos en caso de no olvidar otras industrias, y sobre todo de dar a nuestra agricultura el ensanche de que es susceptible. La feracidad de nuestro suelo, donde encontramos reunidos todos los climas, hace fácil la producción de frutos preciosísimos, capaces de entrar en competencia con los de cuales quiera otros terrenos. El algodón, el tabaco, el café, el azúcar, las frutas y otros muchos efectos, fáciles de trasportar al extranjero, luego que se cuente con ferrocarriles centrales, de los que se desprendan ramales a las principales poblaciones cambiarán por completo la suerte del país. En vez de una raquítica exportación de poco más de veinte millones, como la que ahora tenemos la tendremos espléndida, en la que los millones se cuenten por centenares.

A la exportación de frutos nacionales corresponderá necesariamente la importación de efectos extranjeros. Esa importación rendirá pingües  productos aduanales, bastando por sí solos para cubrir un alto presupuesto de egresos. La actividad del comercio llevará consigo los gérmenes de un bienestar general.

Fácil será entonces resolver otro problema de incalculable importancia social: el concerniente a la colonización. Estudiado en sus puntos esenciales, se presenta como de realización imposible, mientras no parta de estos antecedentes: paz consolidada, libertad de cultos, afianzamiento de garantías individuales, ventajas prácticas, otorgadas desde luego a los colonos.

En sus relaciones exteriores debe la República Mexicana ser cauta a la vez que digna, aprovechando las lecciones de una costosa experiencia. Las garantías de que disfruten los extranjeros han de ser plenas, sin necesidad de la protección diplomática de sus ministros, para dar así al mando un testimonio inequívoco de que merecemos ocupar un lugar entre los pueblos civilizados. La fiel observancia de los tratados vigentes, respecto de las naciones con las que los tenemos, será siempre la mejor política, para no faltar a nuestras obligaciones internacionales. Con los países que de nuevo quieran reanudar relaciones interrumpidas sin culpa nuestra, o con los que por primera vez quieran formalizarlas, conviene estar dispuestos a la aceptación de las indicaciones que se nos hagan en ese sentido. En la época luctuosa de nuestra secunda guerra de independencia, acreedores extranjeros que juzgaron sólidamente consolidada una administración usurpadora celebraron con ella arreglos de diversos géneros. Derrocado el llamado gobierno con el que se apresuraron a tratar, ni pudo la República reconocer como válidas combinaciones en que no estuvo representada, ni convalecieron después obligaciones que habían perdido su fuerza por las indebidas maniobras de una de las partes contratantes.

En las propuestas que se hayan presentado ya, ó que se presentaren en lo sucesivo, para revalidar concesiones caducas no habrá que olvidar ni un sólo momento lo que exija la dignidad nacional.

Recorridos los principalen puntos de interés general para la Federación, algo corresponde decir relacionado con esa entidad anómala, sin vida propia, sin carácter determinado, sacrificada siempre a todo linaje de obligaciones, aunque destituida de los derechos a que tiene mil títulos. Ya se deja entender que hablo del Distrito Federal, para el que ha quedado en la categoría de vana promesa, el solemne deber constitucional de sacarlo de la abyección en que se encuentra.

Ya que por carecer de autoridades de su elección, funcionan el Legislativo y el Ejecutivo de la Unión como sus poderes locales, justo es que atiendan a sus necesidades más apremiantes, entre las que dos figuran en primera línea.

Una es la de las obras del desagüe ó de la canalización del Valle de México, que libre a la Capital de la República del peligro de que está constantemente amenazada, de una desastrosa inundación. Los causantes de las alcabalas que cobra lo Adminis­tración de Rentas del Distrito, llevan muchos años de estar pagando una contribución que asciende a trescientos mil pesos anuales, destinada a ese objeto Si hubiera tenido la correspondiente aplicación legal, estaría ya a la fecha muy adelantada la obra cuyos gastos iba a subvenir. Por haber sido distraída para otras exhibiciones, ha resultado perdida la cantidad que en un tiempo se invirtió en dicha obra, quedando por empezar de nuevo la que definitivamente se adopte.

La otra necesidad imperiosa es la construcción de una Penitenciaría. Diez y nueve años hace que está pendiente la abolición de la pena de muerte del establecimiento del régimen penitenciario, ofrecido en la Constitución de 57. Mengua es para el país que casi nada se haya hecho para establecer mejora tan reclamada por la civilización, pues si bien en algunos Estados se han levantado ya edificios con el nombre de Penitenciarías, falta todavía mucho para que se adopte el sistema que los haga dignos de ese título. Solamente la establecida en Salamanca, para honra del Estado de Guanajuato, de su digno Gobernador, y del encargado de dirigirla, reúne ya las condiciones propias de un plantel de esa naturaleza, mereciendo el aplauso de cuantos llegan a visitarla.

La Capital de la República que deberla haber dado el ejemplo en materia de tanto interés, no ha podido pasar de los estudios preliminares encaminados a la realización de la obra. Tanto más de sentirse es tan deplorable atraso, en cuanto que la Penitenciaría mexicana, a más de coadyuvar a una de las miras nobilísimas de los legisladores constituyen tea, pondría término al ho­rrible estado en que se encuentran la cárcel de la Ciudad y la de Belem, focos de corrupción, sentinas del crimen, escuela del vicio- amago constante de la población.

Confundidos los fondos del Distrito, en su recaudación e inversión, con los del erario Federal, ha sucedido lo que era inevitable: los gastos generales han tenido siempre supremacía sobre los de las localidades. Respecto de los que en esta se han empleado, se ha cometido el lamentable abuso de derrochar en objetos secundarios y hasta inútiles, fuertes cantidades que hubieran debido reservarse para obras de urgente necesidad. Así han quedado en proyecto las dos mencionadas del desagüe y de la Penitenciaria, aplazadas quien sabe por cuánto tiempo, en vista de las dificultades de la situación.

Bueno será, después de largas explicaciones en que ha sido forzoso entrar, recapitular los puntos principales contenidos en el presente programa. Los que simplemente se refieren al debido cumplimiento de lo preceptuado en la Constitución y en las leyes vigentes, sólo requieren mención especial si son de excepcional importancia. En los que requieren cambios ó reformas de notoria utilidad, nada se alcanzaría con limitarse a consignarlos, cuantía deben convertirse en disposiciones legislativas; que los hagan prácticos y eficaces. El Ejecutivo los presentará a la mayor brevedad posible en forma de iniciativas, cuyo despacho agitará constantemente.

El Catálogo general es como sigue:

— Reforma constitucional sobre la no-reelección de Presidente de la República, en el periodo inmediato al en que haya estado en ejercicio de su cargo.

—Plena libertad en las próximas elecciones, con expresa renuncia de mi propia candidatura y la de los Ministros que forman el gabinete, y supresión de toda candidatura oficial

—Levantamiento inmediato del estado de sitio en los Estados sujetos a esta medida contraria a la Constitución

—Apelación al patriotismo de los jefes revolucionarios para que sus pretensiones no traspasen los límites constitucionales.

—Reorganización del Congreso con los Diputados y Senadores fieles a sus deberes, en unión de los suplentes de los que han delinquido.

—Nivelación de los ingresos con los egresos, mediante las economías que se hagan en los ramos de Gobernación, Hacienda y Fomento, y especialmente en el de Guerra.

—Establecimiento inmediato de la Guardia Nacional para hacer sin peligro el arreglo del Ejército, y proveer a la defensa de las instituciones.

—Respeto profundo a las garantías individuales, reconocidas como derechos del hombre, sin consentir que sea violada ninguna de ellas.

—Inviolabilidad especial de la libertad de imprenta, como resguardo de las otras, y supresión de los periódicos subvencionados. —Reforma de la ley de amparo, en el sentido de que se abra desde luego el correspondiente juicio de responsabilidad contra la autoridad que hubiere violado cualquiera garantía individual.

—Obediencia a los fallos judiciales, enlazados con la completa independencia del Poder Judicial.

—Respeto constante a la soberanía de los Estados, en todo lo concerniente a su régimen interior.

—Fomento incesante de la instrucción pública, especialmente de la primaria en sus dos caracteres bien marcados de gratuita y obli­gatoria.

—Desarrollo de las mejoras materiales, y con especialidad la relativa a la construcción de ferrocarriles, para hacer fáciles de trasportar al extranjero los frutos de nuestra agricultura y nuestra industria; para reanimar el comercio exterior e interior; y para ob­tener pingües productos de nuestras aduanas marítimas.

—Planteamiento de un buen sistema de colonización, sobre las bases de paz constituida, libertad de cultos, afianzamiento de ga­rantías individuales, y ventajas prácticas para los colonos.

—Fiel observancia de los tratados vigentes, respecto de las naciones con las que los tenemos; y buena disposición para aceptar las indicaciones de los que quieran reanudar relaciones interrumpidas sin culpa nuestra, o formalizarlas por primera vez.

—Apego sumo a la dignidad nacional, respecto de las propuestas encaminadas a revalidar concesiones caducas.

—Organización violenta, conforme a la Constitución, del Distrito Federal.

—Preferencia otorgada a las obras del desagüe o de la canalización del Valle de México, mientras el Legislativo y el Ejecutivo de la Unión funcionen como poderes locales del Distrito Federal.

—Construcción de una Penitenciaría mexicana, que facilite la abolición de la pena de muerte, y ponga término al horrible estado en que se encuentran las cárceles de la ciudad y Belem, mientras los poderes de la Unión sean los locales del Distrito.

Tal es en compendio el sistema de gobierno que observaré, durante el corto período de mi Administración provisional. Los ministerios respectivos trabajarán desde luego con ahínco en el desarrollo de la parte del programa que cada uno corresponde. Si el pensamiento es bueno en su conjunto, allanará el camino a mis sucesores. Si fuere defectuoso, ellos sabrán corregir los vicios de que adolezca. Por lo que a mí toca, al separarme de un puesto que no he ambicionado, al que he venido en cumplimiento de un deber ineludible, llevaré la satisfacción de haber hecho cuanto ha estado a mi alcance, para merecer la estimación del pueblo mexicano.

Salamanca, Octubre 28 de 1876. —José M. Iglesias.

José Ma. Iglesias. La cuestión presidencial en 1876. México, Tipografía Literaria de Filomeno Mata. 1892. pp. 412-425.