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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1867 El Emperador Maximiliano, el pensamiento español

Francisco Navarro Villoslada, 6 de Julio de 1867

La situación del Emperador de Méjico es de las más lastimosas en que se ha visto jamás ningún Soberano de la tierra; pero su infortunio, por deplorable que sea, nos parece merecido.

Elevado al Trono hace cuatro años por el llamamiento de los notables de aquel país y por influencias francesas; sostenido en él por las armas de esta nación, al primer amago de retirada de las tropas extranjeras, se ve reducido, no a retirarse con ellas, no a renunciar o defender la Corona como otro hubiera hecho, sino a entregar la existencia de su dinastía y la forma misma de Gobierno al incierto vaiven del sufragio universal. Conócense en la historia Reyes conquistadores, o impuestos a un país por la fuerza de las armas, que sólo han durado en él lo que ha subsistido esta fuerza; pero Monarcas que creyéndose alzados sobre el pavés por la voluntad de los pueblos, dudando al poco tiempo de su fidelidad, sometan de nuevo su soberanía a la soberanía popular, no los hemos visto hasta Maximiliano I. Abundan ejemplos de Reyes que abdican y deponen su cetro por creer que no son capaces de hacer la felicidad de sus súbditos; pero Reyes que sin abdicar se presenten candidatos de la Corona que ciñe sus sienes, como actualmente sucede en Méjico, no creemos que se registren en la historia.

Ha sido preciso para ello que cundiesen ciertas falsísimas ideas liberales, hasta el punto de reputarse el Soberano como un empleado amovible, puesto en el Trono por la superior voluntad de los partidos políticos, a quienes hay que consultar de cuando en cuando para saber, permítasenos esta frase de las áulas, si ha dado gusto a los señores. Se necesita además ese candor de neófito que honra mucho a Maximiliano como hombre; aunque le rebaje un tanto como Soberano. Esta sola consideración de su índole apacible y de su bondadoso desprendimiento basta para hacernos más sensible su desventura.

Su desventura, sin embargo, nos parece merecida. Méjico, después de haber hecho el ensayo del imperio con Iturbide, cayó en brazos de la república que le condujo a la anarquía. Aquel vasto territorio estaba desgarrado por las facciones que alternativamente y por lo general, según las vicisitudes de la guerra civil, se sucedían en el mando para oprimir, vejar y exterminar si les era posible a sus enemigos, los cuales pasaban desde el gobierno a la rebelión, desde la presidencia a las guerrillas. La situación de Méjico era tal, que cuando no había mas que un solo gobierno en la nación y un solo partido enemigo con las armas en la mano, podía considerarse como feliz. Lo común era que hubiese un presidente de hecho, algunos cuantos que se creían tales de derecho, y tantos facciosos como descontentos.

La república había llegado al paroxismo de la anarquía bajo el mando del indio Juárez. En medio de ese caos conservábase en aquel desdichado país un elemento de órden y de civilización que bien aprovechado podía ser la tabla de salvación de una sociedad que naufragaba. Era este elemento la religión católica, llevada allí por el celo religioso de los españoles del siglo XVI. Juárez se propuso acabar con el catolicismo de los mejicanos declarando a la Iglesia la guerra mas impía y atroz.

No fué otra la causa de su caída. Herido el pueblo mejicano en sus más vivos sentimientos, sintió la necesidad de órden y concierto, al ver que la anarquía, traspasando la esfera de las ambiciones personales, embestía furiosa contra el alcázar de la fe. Las personas sensatas de aquel país comprendieron que la república no podía ya darles garantía alguna de estabilidad y de respeto a las ideas católicas, y acordándose de que corría por sus venas sangre española, pensaron en la monarquía. Con estas intenciones laudabilísimas, y echando de ver que toda monarquía necesita un príncipe de régia estirpe, si ha de tener condiciones de vitalidad, acudieron a Maximiliano de Austria, y con el auxilio de las armas francesas, crearon el Imperio.

¿Qué miras pudo llevarse Napoleón III para patrocinar el imperio mejicano?

El 3 de Julio de 1862 escribía el Monarca francés al general Forey: —«Si Méjico conserva su independencia y mantiene la integridad de su territorio; si allí se constituye un Gobierno estable con ayuda de Francia, habremos devuelto a la raza latina de allende el Oceano su fuerza y prestigio; habremos garantido la seguridad a nuestras colonias de las Antillas y a las de España, y establecido nuestra benéfica influencia en el centro de América: y esta influencia, abriendo inmensos mercados a nuestro comercio, nos proveerá de primeras materias indispensables a nuestra industria.»

Aquí está todo, para quien sepa leer.

Aquí está el sueño dorado de Napoleón, que es el de ponerse al frente de la raza latina contra las del Norte: en Europa, por medio de alianzas; en América por medio de un vasto imperio cual el de Méjico, que, preponderando sobre las desgarradas repúblicas del Sur, pudiese hacer frente a la invasora y siempre creciente república de los Estados Unidos. El pensamiento, justo es confesarlo, sería grande, colosal y digno de un émulo de Carlomagno y de Carlos V, si al mismo tiempo llevase consigo el espíritu católico que informa a la raza que abriga en su seno el centro, la capital del catolicismo. El pensamiento es tan grande, que antes que francés ha sido español, y nos da envidia de que hoy no lo sea.

El proyecto era antiguo en la mente del Emperador. En 1846, cuando este se llamaba Luis Bonaparte, y trataba de abrir el istmo de Panamá, deseaba ver en la América del Sur un Estado floreciente y considerable que restableciese el equilibrio del poder, creando en la América española un nuevo centro de actividad industrial, bastante fuerte para inspirar el sentimiento de nacionalidad, e impedir sosteniendo a Méjico, nuevos desbordamientos de la raza anglo-sajona por la parte del Norte.

Solamente que al expresar esta idea como Emperador de los franceses, Napoleón la convierte, como es natural, de pensamiento de raza en pensamiento francés, poniendo a su nación al frente de las demás naciones latinas.

Tras la idea noble, viene la idea útil, y por eso Napoleón, en su carta al general Forey, no se olvida de decirle que constituido en Méjico un Gobierno estable bajo los auspicios de Francia, esta tendría allí un inmenso mercado para su industria, pudiendo sacar de las feracísimas regiones de la América meridional las primeras materias que tanto necesita.

He aquí completa la idea de Napoleón al favorecer a tanta costa la formación del Imperio mejicano, y al fijarse en la persona del Príncipe Maximiliano de Austria. La historia le hará, sin duda la debida justicia, por más que su proyecto, magnífico desde el punto de vista francés, haya tenido un éxito desgraciado. Porque, no hay que forjarse ilusiones: consérvese o no el Imperio para Maximiliano, el Imperio de Méjico ha perecido para Francia desde el momento en que se embarque el último batallón francés de los que ahora ocupan aquel país.

Napoleón, sin embargo, echó a perder su proyecto por no haber sabido, al intentar llevarlo a cabo, desprenderse del espíritu liberal. Lo que se llama raza latina no se forma sólo de unos cuantos pueblos que hablan idiomas derivados del Lacio, y descienden más o menos directamente de los romanos: la raza latina la constituyen las ideas de Roma, las creencias romanas, la manera de ser de la capital del orbe católico, de que son fieles conservadores los pueblos que vienen de los antiguos dominadores del mundo. Sin espíritu católico, no hay verdadero espíritu de raza latina. Con él, esta sería grande otra vez, preponderante, y daría la ley a todos los pueblos cultos, o por lo ménos restablecería el equilibrio del poder entre el Norte y Mediodía, conteniendo en sus invasiones a los Estados Unidos en América, a Rusia en el Asia, y a Inglaterrra, Alemania y Rusia en Europa.

Francia, pues, cometió el yerro de apoyar a un Príncipe alemán para levantar allende el Atlántico un Trono latino, e incurrió en la falta incalculablemente más trascendental y más grave de amasar los cimientos de este Trono con ideas liberales tan opuestas a la naturaleza de las ideas castizas y genuinas de la raza latina.

Méjico, en su generosa reacción contra la anárquica impiedad de Juárez; Méjico, horrorizado de la persecución que declaró a la Iglesia el último presidente de la república; Méjico, por la voz de sus notables y por la voz de los indios que conservan las tradiciones españolas aún mejor que los descendientes de nuestro suelo, necesitaba un Gobierno anti-liberal y un Monarca profundamente católico, no sólo como hombre sino como Rey.

Así debió comprenderlo en parte el mismo Maximiliano antes de embarcarse para la tierra en que iba a empuñar el cetro. «Acepto, dijo, el poder constituyente y pienso conservarlo el tiempo necesario para crear el órden y establecer un estado de cosas regular, y organizar instituciones liberales y conservadoras... Al partirme para mi nueva patria, tengo intención de detenerme en Roma a recibir una bendición tan preciosa para todo Soberano, y que lo es doblemente para mí que estoy llamado a fundar un nuevo imperio.»

Y el Príncipe austriaco cumplió su promesa. Fué, en efecto, a Roma y arrodillado ante el altar en que celebraba Su Santidad, oyó de los labios de Pío IX que tenía en sus manos la Hostia consagrada, estas solemnes y memorables palabras que todo gobernante debe tener profundamente grabadas en su corazón:

«Hé aquí el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Por Él reinan y gobiernan los Reyes... En su nombre os encomiendo la dicha de los pueblos católicos que se os ha confiado. Grandes son los derechos de los pueblos, y es menester satisfacerlos; pero mayores y más sagrados son los derechos de la Iglesia, Esposa inmaculada de Jesucristo, que nos ha rescatado a precio de su sangre: de esta sangre que dentro de un instante va a enrojecer vuestros lábios.»

»Respetad, pues, los derechos de los pueblos y los derechos de la Iglesia, y así trabajareis por la felicidad temporal y por la felicidad espiritual de esos pueblos.»

Así piadosa y santamente preparado Maximiliano, llegó a Méjico, donde si hubiera seguido los hermosos y paternales consejos del mejor y más santo de los Padres, sin duda hubiera fundado un trono estable y seguro sobre cimientos de verdadera justicia.

Mas antes de llegar a Méjico el nuevo Emperador estaba moralmente minado o destruido el imperio mejicano. Habíase fundado un Consejo de regencia de que formaba parte el Arzobispo de aquella metrópoli, el cual tuvo que hacer al poco tiempo renuncia de su cargo o por lo menos protestar contra los actos del Gobierno y dejar de tomar parte en sus deliberaciones. Motivaba esta conducta del venerable Prelado el empeño del general Bazaine en sostener contra toda justicia, contra toda conveniencia política, contra el mismo pensamiento radical de que había brotado la monarquía, las impias leyes de Juárez sobre los bienes de la Iglesia.

Entró el Emperador en la capital de su monarquía, y se dejó arrastrar por la influencia liberal francesa, que tenía un activo y no poco molesto representante en aquel general. Entonces (Octubre de 1864) el Padre Santo recordó a Maximiliano las promesas que le había hecho en Roma, los sagrados compromisos que había adquirido. «Viva fue entonces, decía Pío IX, la alegría de los dignos Obispos mejicanos presentes en Roma, que tuvieron la dicha de ser los primeros en ofrecer su sincero homenaje al Soberano electo de su patria, y de recibir de sus mismos labios las más lisonjeras seguridades de la resolución enérgica que tenía de reparar los daños hechos a la Iglesia y de reorganizar los trastornados elementos de la administración civil y religiosa.»

Mas a pesar de estos recuerdos y paternales reconvenciones, Maximiliano siguió por la torcida senda que le había trazado el general Bazaine; los monárquico-religiosos tuvieron que apartarse de su lado, y hoy en día el partido católico es en Méjico más débil que en 1860.

Háse dicho que Máximiliano, arrepentido de sus faltas, vuelve hoy los ojos hacia los hombres y las ideas que en sus cuatro años de reinado ha tratado con tanto desdén. Esto es posible, y está muy en el órden de las cosas que corazones bien inclinados y naturalezas de buena índole se tornen prudentes y sensatos en las desgracias que les acarrean sus propios extravíos. Es también probabilísimo que el Emperador se haya desengañado de los funestos consejos que ha recibido del comandante general de las tropas francesas; el cambio que ha sufrido la política de Francia respecto de Méjico, ligándose a la de los Estados-Unidos, ha debido servirle de lección y de escarmiento; pero séanos permitido dudar de la sinceridad de este arrepentimiento. Por lo menos, los medios que adopta el Emperador de Méjico para sostener algunos meses más un Trono que bambolea, no nos parecen dignos de alabanza. Un Monarca de sentimientos enérgicos y verdaderamente poseido de la idea de su dignidad de Soberano, no recurre para afirmar su Trono al sufragio universal: porque en el hecho mismo de poner en tela de juicio su propia autoridad, manifiesta que reconoce un superior y da pruebas irrecusables de no tener la conciencia de la verdadera soberanía.

Mas aunque de esto prescindamos, y dando por cierto lo que no pasa de ser una mera suposición, ¿llegará a tiempo el arrepentimiento? ¿No será tardío? ¿Logrará con él inspirar confianza a los pueblos?

Nosotros creemos que no; pero sólo el tiempo es el encargado de dar la respuesta.

 

 

 

En: El Pensamiento Español. Edición semanal. Madrid, sábado 6 de julio de 1867. Tomo I, número 27, página 432