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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1867 La Oposición. Francisco Zarco

10 de diciembre de 1867

Bajo el sistema representativo, cuando gozan de libertad todas las opiniones, y cuando los ciudadanos todos tienen derecho a tomar parte en la cosa pública, cuya dirección no es el monopolio de un grupo de ricos, de fuertes o de sabios, no hay que sorprenderse de que se forme un partido de oposición que tenga órganos en la prensa y en la tribuna; no hay que temer que la existencia de semejante partido sea un peligro para las instituciones, ni mucho menos hay razón para considerar a sus miembros como enemigos de la nación, contra los que es lícito todo recurso de defensa. La oposición es una consecuencia forzosa de la verdadera libertad, y una necesidad de los gobiernos de discusión. Es evidente que es difícil gobernar bajo la fiscalización, la censura y los ataques de una oposición, que puede a veces ser injusta, violenta y apasionada. Pero es preferible para el país que el gobierno tenga que luchar con estas dificultades, al marasmo y a la indiferencia de las situaciones en que bajo el dominio de gobiernos irresponsables toda censura es un crimen y toda diferencia de opinión pasa por atentado. En semejante situación, sólo posible bajo el absolutismo y bajo la dictadura, cesa el poder de la opinión, domina la fuerza, y el gobernante carece de todo medio de ilustrarse y de conocer y enmendar sus propios desaciertos. Tal estado de cosas es la negación de todos los principios republicanos, y por lo mismo no pueden anhelarla los pueblos libres, ni los gobernantes que realmente sean fieles a la causa de la libertad.

A la quietud aparente de los países en que el gobierno lo es todo y el pueblo no es nada; a la armonía artificial que reina donde se falsea el sistema parlamentario, creando una mayoría baja y servil que jamás se atreve a disentir de la voluntad del poder, y llega a hacerle creer en su infalibilidad; a semejantes situaciones es mil veces preferible la que producen las luchas de tribuna sostenidas entre el poder que defiende su política, y una oposición independiente que la ataca para imprimirle un cambio o para sustituir por las vías legales a los que mandan.

Pero hay dos clases de oposición: una que llamaremos legal, y es la que acepta las instituciones, y si aspira a cambiarlas es sólo por los medios que ellas mismas establecen, y otra que degenerando en facciosas, conspira contra la constitución del Estado, y conociendo su impotencia para influir en la opinión, apela a trastornos a mano armada, y no se detiene ante ningún medio, por reprobado que sea. Hasta dónde pueden llegar el extravío y el despecho de un partido que se siente sin apoyo y sin esperanza, lo hemos visto en la criminal conducta de la comunión conservadora, que llegó a mancharse con el crimen de traición a la patria por la convicción que llegó a adquirir de que no podía realizar sus miras sin el auxilio del extranjero. Creemos que los últimos acontecimientos sirvan de lección severa a los mexicanos todos, y que en lo futuro no habrá jamás partido que recurra a la intervención extranjera. Hasta ahora el partido conservador no acepta el orden legal, y si lo invoca, es sólo para buscar el amparo de las garantías constitucionales, siendo un hecho curioso que hasta en la defensa del mismo Maximiliano se haya hecho el elogio de nuestra constitución republicana, calificada antes por el llamado partido del orden de aborto de la demagogia y de la impiedad.

Por ahora, y mientras que el transcurso del tiempo no venga a destruir las ilusiones que aún pueden abrigar los vencidos, no es posible que se constituya una oposición de conservadora en el terreno legal. Acabamos de ver que el llamamiento hecho al clero en la convocatoria fue completamente desoído, y que el partido conservador siguió una política de absoluto retraimiento. Tal vez conservaba la esperanza de que las monarquías de Europa vinieran a castigarnos por la ejecución de Maximiliano. Tal vez se prometía sacar provecho de las discordias del partido liberal, creyendo que había de dividirse y destrozarse el día de la victoria. Pero sea cual fuere el móvil de su conducta, no puede constituir una oposición legal, y aun en la prensa sólo tiene uno que otro órgano vergonzante que no se atreve a formular sus aspiraciones.

La oposición tendrá que nacer del mismo partido liberal, y decimos tendrá que nacer, porque hasta ahora no ha aparecido organizada, y lo que se ha llamado oposición no ha sido más que una de las fases de toda lucha electoral.

El partido liberal es el que ha triunfado al retroceder la intervención y al desplomarse el imperio; pero como en el partido liberal no puede haber jefes, ni corifeos que sean ciegamente obedecidos, ni puede establecerse la estricta disciplina de los absolutistas, de esto resulta que la diferencia de opinión, aun en cuestiones secundarias, pueda producir divisiones más o menos pasajeras, que no den por resultado una escisión, sino que se resuelvan pacíficamente en el terreno de la legalidad.

Sin llegar a constituir un verdadero partido político, bien distinto de los demás por la diferencia de principios, puede haber una oposición parlamentaria, con ecos en la prensa, que difieran del gobierno en puntos de segundo orden y en materias administrativas. Esa oposición puede desear mayor aptitud, mayor inteligencia, mayor actividad en el ejecutivo, y puede tener la aspiración legítima de las oposiciones legales, la de apoderarse de la dirección de los negocios del Estado para poder realizar todas sus miras. Esta oposición no puede ser un obstáculo para la marcha del país, ni un elemento de desorden. Si no pasa de minoría, puede ilustrar todas las cuestiones y ayudar al gobierno con sus censuras, que para el acierto son siempre mejor auxiliar, que los aplausos y las lisonjas. Si llega a estar en mayoría y cuenta con el apoyo de la opinión, entre al poder enhorabuena, que al fin estos cambios de política sirven, cuando menos, para evitar las revoluciones a mano armada.

Pero en el momento presente, es decir, cuando apenas acaba de instalarse el congreso y están por computarse los votos emitidos para la elección de los otros poderes, la formación de un partido de oposición nos parece prematura e imposible. La dictadura se ha desprendido ya prudentemente de sus facultades omnímodas, conociendo sin duda que aun cuando fuera por pocos días, ofrecía serias dificultades la coexistencia de dos poderes investidos de la facultad legislativa. Entramos en un breve periodo de transición, en que casi sólo queda un simple depositario del poder ejecutivo, mientras se instala el nuevo presidente constitucional. La oposición a la dictadura sería un simple examen de lo pasado, que apartaría la atención de lo presente y de lo futuro. La oposición al poder transitorio no puede comprenderse, porque este poder no tiene tiempo ni para fijar una política propia, y porque se perdería el tiempo que debe emplearse en construir los nuevos poderes elegidos por el pueblo.

La política de la dictadura no puede, ni debe ser la política del gobierno constitucional. Terminada la guerra y libre el país de la intervención, la misión del gobierno es de muy distinto carácter del que tuvo durante los últimos cuatro años; entonces debía pensarse sólo en existir, en luchar, en preparar el triunfo de la nacionalidad. Hoy la misión del gobierno es acaso más modesta, pero no menos difícil: se trata de aprovechar los frutos de la victoria; hay que emprender una obra concienzuda de reorganización, y hay que reparar los males causados por la guerra extranjera y por la misma dictadura, no por su voluntad, no por sus faltas, sino por su misma naturaleza. Algo de lo que ella hizo tiene que ser destruido; algo de lo que ella abolió, tiene que ser restaurado, porque es completo el cambio de las circunstancias del país.

Para constituirse un partido de oposición, es preciso que antes se instale el nuevo presidente constitucional, que organice el gabinete y que sea conocido el programa que éste se proponga seguir. Venga de donde viniere el nuevo ministerio, por honrosos que sean los antecedentes de las personas que lo formen, y por grande que sea la confianza que inspire su probidad política, no podrá evitarse que haya quienes crean tener mejores planes en favor del país, y hombres más dignos o más capaces de llevarlos a cabo. Así nacerá la oposición en el terreno legal y su existencia no será un peligro, ni un mal gravísimo, ni una terrible calamidad. Que haya oposición está en la índole del sistema representativo; su existencia es una de las condiciones de los gobiernos de discusión, y es una verdadera necesidad bajo instituciones liberales en que los poderes todos tienen el deber de someterse a las exigencias de la opinión. La oposición debe presentarse bien organizada, con un programa completo y con hombres preparados para ponerlo en práctica. La oposición tiene el deber de ilustrar todas las cuestiones y con sus censuras debe contribuir al acierto de sus mismos adversarios. Cuando están por consolidar nuestras instituciones y cuando están casi perdidas las tradiciones del sistema representativo, la oposición aun a costa de algunos sacrificios, con tal que no sean de principios, debe cuidar mucho de no fomentar el espíritu de la discordia, de no degenerar en facciosa, y de no echar sobre sí la tremenda responsabilidad de nuevos trastornos. La oposición debe cuidar también de no extraviarse en odios puramente personales, ni gastar sus fuerzas en luchas estériles cuyo éxito sea indiferente para los intereses del país.

El gobierno, por su parte, al sostener y defender su política con la conciencia de creerla patriótica y acertada, no debe desdeñar las censuras, las advertencias y los consejos de sus opositores, ni considerarlos como una turba de facciosos o de aspirantes al poder. A la oposición bastarda, desleal e interesada se le puede desarmar con sólo revelar sus miras y dar a conocer los medios de que se vale. Ante la oposición que nace de convicciones profundas y sinceras, hay muchas veces que inclinarse reconociendo su buena fe, aunque se crea que no son acertados todos sus planes, y un gobierno nada pierde de su prestigio, ni de su autoridad, cuando sabe aprovechar las sanas advertencias de sus adversarios. El gobernante puede sacar mayor provecho de estas advertencias por duras que sean, que del suave y melifluo coro de sus aduladores. Hay que pensar que un hombre puede ser ilustrado y patriota sin ser ministerial a todo trance, y sin ser partidario ciego de un presidente.

En las luchas políticas de un país regido por el sistema representativo, no deben entrar para nada el odio, ni las malas pasiones. El espíritu de sistemático exclusivismo contra los que no son perpetuos admiradores del que manda, puede crear amargos resentimientos y privar al país del concurso de grandes inteligencias y de eminentes virtudes.

Los gobiernos deben resignarse a las dificultades de tener enfrente la oposición, sin sentir contra ella odio ni rencor ni convertir en cuestiones de amor propio aquella en que se versan los intereses de la patria.

La oposición, sobre todo en las actuales circunstancias de México, debe procurar no degenerar en facciosa, ni mucho menos en bandería personal. Debe buscar toda su fuerza en la consistencia de sus principios, si quiere contar con el apoyo de la opinión.

La lucha pacífica que se entable no pondrá en peligro las libertades públicas, producirá mayor acierto en los legisladores y en los gobernantes, y si llega a producir algún cambio, éste será tranquilo, sosegado y no tendrá ninguno de los inconvenientes de la revolución armada

Estas reflexiones son tanto más imparciales cuanto que hasta ahora no tenemos ningún dato sobre la organización del nuevo gobierno, y por lo mismo hemos querido anticipar la expresión de estas ideas para que no parezca que estamos prevenidos en pro o en contra de una política que todavía no conocemos.

Prevemos que habrá oposiciones sea cual fuere la formación del gabinete, y esta previsión no nos asusta, ni nos inspira inquietudes acerca del mantenimiento de la paz o de la consolidación de las instituciones. La menor divergencia de opinión se exagerará por nuestros enemigos interiores y exteriores presentándola como un síntoma de próxima disolución y de inminente anarquía. El pueblo no debe alarmarse, debe comprender que esas divergencias y su expresión en la tribuna y en la prensa están en la índole de las instituciones republicanas y son una necesidad del sistema representativo.

El gobierno y la oposición pueden dar decoro y dignidad a sus mismas contiendas, y contribuir así a la consolidación y al prestigio del régimen parlamentario.

Estas contiendas ofrecen embarazos, dificultades e inconvenientes, pero todo ello es preferible a las asonadas de las calles y de las plazas y a los motines en que una soldadesca desenfrenada decidía antes de los destinos de la patria. La práctica del sistema republicano y de las instituciones liberales es difícil y complicada, y requiere el buen sentido del pueblo y la docilidad del gobernante para volver sobre sus errores y sobre sus extravíos. Es más fácil, es más sencillo el mecanismo del régimen despótico, en el que gobierna un solo hombre creyéndose inspirado de Dios o instrumento de una misión providencial, sin permitir que sus actos sean examinados, ni juzgados por el pueblo, sujeto siempre a una obediencia pasiva.

Entre estos dos sistemas, los pueblos han hecho ya su elección. A lo menos el pueblo mexicano no quiso aceptar el régimen del sable de Bazaine ni del cetro de Maximiliano, ya costa de su sangre, de su ruina y de inmensos sacrificios, prefirió el sistema republicano con todos sus inconvenientes, con todas sus dificultades. Dar solidez y perfección a este sistema, es el gran deber que el patriotismo impone a nuestros conciudadanos, ya estén en el poder, ya estén en la oposición.

Francisco Zarco.

El Siglo Diez y Nueve