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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1867 Los capitalistas. Ignacio Ramírez.

1867

 

LOS CAPITALISTAS

 

O domina entre nuestros artículos la inútil pretensión de dar consejos; nuestro constante propósito se reduce á provocar la discusión sobre negocios de actualidad, persuadidos de que las cuestiones graves ofrecen numerosos aspectos, muchos de ellos seductores para la preocupación y la ligereza: la concurrencia de las opiniones para determinar el interés común, es una admirable garantía de acierto. Deseamos que todos los ciudadanos dediquen algunas meditaciones para examinar el papel que representa el capital en la República mexicana.

El capital no es lo que el hombre produce y consume luego; el capital es el depósito de valor que en bienes materiales, en instrucción y en crédito, forma y aumenta indefinidamente una sociedad para hacer frente á las exigencias de la paz y de la guerra; por eso el capital sirve de medida á la grandeza de las naciones. Esparta pudo contener un pueblo libre, vencedor y extraordinario; pero desdeñando el capital en sus ciudadanos, puso límites muy estrechos á su engrandecimiento, y fue necesario que atropellando su sistema entablase relaciones profanas con el Egipto, se dejase corromper por el rey de Persia y codiciase el lujo de Atenas, para que pudiese alcanzar, durante algunos días, la supremacía de la Grecia.

El capital se aumenta á proporción que se reparte; por eso siempre son pobres los pueblos donde el Gobierno y unos cuantos monopolizan las riquezas; y por eso hasta hoy ha sido irrealizable el comunismo, que en último resultado á todos empobrece.

El capital necesita movimiento y circulación; para el movimiento, le basta que las manos en que se encuéntralo aventuren á continuas especulaciones; para la circulación, es necesario que todas las clases de la sociedad no tropiecen con privilegios ni otras trabas, cuando se encaminan en busca de la riqueza.

Después de meditar sobre estos principios de economía política, reconocemos, proclamamos con orgullo, que la ley progresista ha hecho cuanto estaba de su parte para proteger el capital y para multiplicarlo con el número de sus poseedores. La sola ley de manos muertas ha borrado todo gravamen de las fincas rústicas y urbanas, y ha improvisado propietarios donde sólo había censuatarios, inquilinos y arrendadores; las leyes sobre el comercio extranjero han abierto á los ciudadanos, por mar y tierra, las puertas de un comercio cuyos emporios antes sólo eran conocidos de los españoles: si la colonización no ha dado pasos agigantados, la culpa menos ha sido del legislador que de la guerra; y en este llamamiento al trabajo y á su recompensa, están comprendidos igualmente nacionales y extranjeros.

Tal es el capital ante la ley; ¿por qué no corresponde á esa protección, ni la actitud ni la conducta de los capitalistas?

Es verdad que una parte del capital se encuentra en vía de explotación en las minas, en la agricultura, en la industria y en el comercio; pero es el capital existente desde el tiempo de los aztecas; capital hereditario, al cual el régimen colonial agregó algunas artes y oficios, y que después hemos aumentado con mezquinas tentativas en los puertos, en algunas fábricas y en dos ó tres colonias, y con otras empresas mal en vueltas en los pañales de proyecto. En vano los pozos artesianos convidan con raudales de fecundidad á los propietarios de áridas llanuras; en vano el telégrafo se acerca á todos los oídos revelando negocios oportunos; en vano el vapor recorre dos ó tres espacios de nuestros terrenos para hacer gala de su potencia; en vano la ciencia pública manifiesta sus prodigios sobre la industria; en vano la misma naturaleza reclama su matrimonio con el arte; en vano, por último, existe en todos los ánimos la persuasión de que el mexicano no da un paso sin tropezar con un tesoro: contra todas las esperanzas, una tercera parte del capital mexicano, va á solicitar mezquinos réditos en Europa, y otra tercera parte se evapora al acaso desde el cofre del capitalista. Si nuestro territorio pudiera venderse para trasladarse en un convoy á una nación extranjera, ya sus dueños lo hubieran vendido ó derrochado, y una mañana los mexicanos amanecerían vagando por el aire.

Este ruinoso desaliento se atribuye á varias causas, que á nuestro parecer no tienen una eficacia tan destructora. La primera de todas, la que tiene los honores de la vulgaridad, es el estado constantemente revolucionario de nuestra patria. Pero obsérvese que nuestras revoluciones, lejos de obstruir las empresas útiles, antes las han protegido; más bien se puede afirmar que el espíritu de especulación no ha correspondido á la intención revolucionaria; nos bastarán algunos ejemplos.

Antes de la independencia los capitales de los extranjeros no podían ayudar á los mexicanos en ninguna clase de negocios; no podían venir en especies, ni como simple consignación, ni bajo la forma inocente de crédito, y aun tenían dificultades para presentarse en la luz de la ciencia: después y poco á poco comenzaron por ser llamadas las personas, y con ellas sus libros, sus conocimientos prácticos y todas las producciones de su tierra; en seguida todos los extranjeros pudieron ser propietarios. Así es como en la minería, sobre los capitales primitivos, la revolución ha derramado más de doscientos millones de capitales extranjeros. Ni se diga que el oro y la plata salen del país, porque esa objeción, entre muchas razones para quedar insubsistente, jamás se sostendrá ante esta verdad: los metales siempre han salido del país; pero hoy en nuestras rumas hay doble movimiento de capitales.

¿La revolución ha perjudicado á la agricultura? Sobre los beneficios innegables de la ley desamortizadora; sobre los capitales extranjeros que han buscado colocación en nuestros campos; sobre otras mil circunstancias favorables, que solas contrapesan las adversas, nos permitimos afirmar en primer lugar, que la guerra ha pagado generosamente todo lo que ha consumido, habiendo hacendado que en dos años de revolución se ha hecho reconocer cuarenta mil pesos de paja. Los capitales que reconocían todas las fincas rústicas, han sido redimidos con esa clase de negocios. ¿No es verdad que la revolución ha regalado á los agricultores más de un millón de pesos? Los campos han sido respetados; las contribuciones han sido graves, pero no ruinosas; y sólo en esta última guerra han tenido que ser víctimas algunos hacendados.

¿El comercio podrá quejarse del estado revolucionario? Recorren nuestros mares multitud de buques de cabotaje, hijos de la independencia; frecuentan nuestros puertos buques de altura y caudalosos vapores; animan nuestras calles establecimientos que nuestros padres no habían soñado... el solo contrabando es de tanta importancia, que en el ramo no más de platas, se dedican al embarque fraudulento los buques de guerra de la Gran Bretaña.

La última razón de importancia que se da para el descontento de los capitalistas, es la mala voluntad con que miran nuestras instituciones: los capitalistas no son republicanos, ó lo son á medias; los capitalistas desdeñan unirse con el pueblo. En confirmación de ese espíritu hostil, se manifiesta la resistencia con que siempre pagan las contribuciones; el abandono con que ven las mejoras municipales, que en todas partes se promueven y costean principalmente por los ricos; su aversión á figurar en las elecciones; su indiferencia en las luchas internacionales; su apego á las clases y costumbres proscritas, y sus pretensiones aristocráticas. Cargos más ó menos fondados, pero ello es cierto que en el gran movimiento popular y en las necesidades de la patria, los capitalistas mexicanos figuran por lo común como si fuesen capitalistas extranjeros; sonríen á nuestras autoridades solamente cuando pueden explotarlas.

Hemos expuesto la acusación contra los capitalistas con entera franqueza, pero con igual sinceridad manifestaremos que nosotros tenemos alguna culpa, aunque involuntaria, en esos condenables errores. El partido progresista, desde su origen, ha tenido que combatir contrarios poderosos, y tomar sus necesarios elementos de guerra donde las circunstancias de la nación se los han proporcionado; todos los beligerantes hemos hecho lo mismo, no sin avergonzarnos de la escasa respetabilidad de nuestros auxiliares; ya elevamos á un jefe ignorante y acaso cobarde, y le damos fama y ponemos bajo sus órdenes á jóvenes pundonorosos é instruidos, que pasan ignorados porque la ambición no los postra jamás ante las puertas del Ministerio; ya permitimos que otros campeones hagan en el erario las hazañas que los acreditaron en los caminos; ya ponemos en pequeñas dictaduras á felices campesinos que no saben ni hablar, pero que muy pronto aprenden á enriquecer á los suyos, y adoptan del trato social todos los vicios; ya corremos tras un desacreditado agiotista, y lo llevamos en triunfo para devolverle diez, veinte veces, la suma que ha prestado á la nación, tal vez sacándola de sus mismas arcas; ya la influencia y la impunidad la ostenta un extranjero insolente; ya... existen oficinas, corporaciones enteras adonde no se entra sino por necesidad, de donde no se sale sin disculparse con los que pasan: “Dispensen ustedes, vine para ser regañado por una falta, por una equivocación    ... de la autoridad.”

Esto se ve y se padece en toda la República; pero pues todos los partidos hemos contribuido al entronizamiento de entidades vergonzosas, todos debemos conspirar para derrocarlas. Los hombres que por convicción ó por resignación tienen que vivir en la democracia, no deben envilecerla sino depurarla: los ardientes partidarios del pueblo, y sobre todo los que no se avergüenzan de ser pueblo, deben tener presente que el capital, ya figure como talento, ya como posición social, ya como riqueza, no solamente representa al individuo que lo posee, sino la vasta esfera de sus influencias. Por su lado los capitalistas, que si son nuevos hacen el papel de ingratos, y si son antiguos no tienen de que quejarse pues se les ha respetado, no olviden la lección que han recibido de los franceses; no basta tener dinero; es más necesario todavía tener patria, aun cuando sea para no exponer la riqueza al despotismo del conquistador y á la venganza del pueblo.
1867.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En: Obras de Ignacio Ramírez. México. Oficina Tip. de la Secretaría de Fomento. 1889. T. II.