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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1865 Cartas de Víctor Considérant alMariscal Bazaine.

De la Concepción, 15 de mayo de 1865

 

Mi estimado Bazaine,

Aunque no haya tenido nunca la buena suerte de haberle encontrado, creo que no se sorprenderá de que me dirija a usted como a un antiguo compañero.

Hace más de un año que quiero escribirle pero siempre lo pospongo para la semana siguiente por un temor que, sin duda la falta de costumbre de escribir, me hace asociarlo a la idea de tomar la pluma y el papel. Me parece que ahora estoy resuelto a cumplir mi promesa, y me lanzo a ello.

El año pasado, en la misma época, escribí detenidamente a N. Era por conducto de Vidauri (1) quien pensaba poder ir a Francia por la costa... Antes de salir él, me había dicho que iba a París con la intención de saber qué pretendía la Intervención y, "ahora que se le podía considerar como un hecho más o menos consumado, procurar que rindiera los mejores frutos para el país". Cuando me explicó su actitud, aproveché la oportunidad para sermonearlo sobre un punto que considero absolutamente capital, y que constituye el motivo principal del garabato que hoy le dirijo.

Existe en México una institución detestable, herencia de la codicia desenfrenada de la raza conquistadora y del genio mitad tigre, mitad zorro, del país que durante tanto tiempo cultivó la Santa Inquisición so pretexto de defender a Dios y a su Evangelio.

A esta institución, la llamaremos el Peonaje (2), palabra que me permito acuñar, pues —es una cosa digna de notar— representa una abominación tal, que se ha quedado sin nombre. Aquellos que la han creado, aquellos que la han desarrollado, y aquellos que en la actualidad la explotan todavía, se han tácita e instintivamente puesto de acuerdo para ni siquiera darle, con un nombre, un lugar en el lenguaje humano.

¿En qué consiste el peonaje?... Es muy sencillo: Un hombre pobre (lo que en Europa se llama un proletario) es empleado por un patrón. Este le adelanta unos cuantos pesos. A partir de ese momento el proletario está obligado corporalmente —ya que el patrón se convierte en custodio de su cuerpo— a reembolsar este adelanto con su trabajo, a falta de dinero. Eso es todo; y a los ojos de mucha gente, tal disposición, aplicada a las clases bajas, no parece gran cosa. "Bueno, dicen, ¡qué trabaje el peón! (en efecto nuestro deudor se ha convertido desde entonces en peón). Pronto habrá pagado su deuda y recobrará su libertad. El daño no es muy grande, después de todo; estos mexicanos son la pereza encarnada y es la única manera de obligarlos a trabajar". He ahí el juicio muy general de los espíritus superficiales por una parte, y, por otra, de los imbéciles sin sentimientos, quienes forman todavía multitudes formidables en nuestro siglo de luces. Sin embargo, analicemos un poco la cuestión.

Como no quiero comprometerme más de lo que sé a ciencia cierta, lo que diré se referirá especialmente a las provincias del Norte, cuya población conozco bien, y donde vi cómo funciona el peonaje. Tengo buenos motivos para pensar —pero sólo por medio de informaciones— que las cosas se presentan poco más o menos en la misma forma en las demás partes del país.

El mexicano, hablo del mexicano puro —de lo que suele llamarse el pueblo bajo, el campesino sobre todo— tiene una excelente naturaleza. Lo que más llama la atención en él, especialmente al conocerlo bajo su propio techo, y tan pronto como se sienta tranquilizado en cuanto a las intenciones de usted, son su sencillez y respeto, unida a una dignidad muy notable. En México y en las praderas de Texas, rara vez perdí la ocasión de entrar en el pobre jacal (3) que encontraba en mi camino; el mexicano, después de esperar un momento para contestarse la pregunta mental: ¿será un enemigo?, la cual era contestada siempre en forma negativa —al oír un saludo cordial de mi parte— siempre me ha brindado la misma acogida, llena de hospitalidad y de bondad, y verdaderamente conmovedora.

Como los franceses, por lo menos antes de la guerra, tenían un lugar especial en el corazón de los mexicanos, se podría creer que al darse cuenta de la nacionalidad de la persona con quien trataban, era al francés a quien se dirigía este recibimiento cordial. Pero no es así: es al hombre —al cristiano— a quien reciben en esta forma. La prueba es que los norteamericanos, aun los texanos, quienes distan mucho de ser queridos —por algún motivo será— del otro lado del río, son tratados en la misma forma, tan pronto demuestren, a la pobre gente que los recibe, que vienen como amigos y que son hombres buenos. He conocido a varios de estos americanos, quienes, después de haber tenido un accidente o de haber sido heridos, se salvaron, al guiarles su buena suerte hacia alguna pobre choza perdida en el chaparral (4) gracias a los excelentes cuidados que les fueron prodigados. Los norteamericanos que se encontraron en esta situación no tienen suficientes elogios sobre las "good natural qualities of those mexicans", sobre todo a propósito de las mujeres que son las criaturas más dulces y llenas de compasión que hay en el mundo.

El mexicano que tiene un jacal, una tortilla o un real, está siempre dispuesto a ofrecer la mitad de esos al compadre, o al primero que los necesite. Siempre hablo, por supuesto, del mexicano pobre, del mexicano auténtico y puro: no confundamos con los caballeros mexicanos y las damas mexicanas; pues, como he podido observar —sin duda con algunas bonitas excepciones— estas cualidades, estas encantadoras virtudes sociales, no parecen aumentar con la elevación del individuo en la escala de los rangos y de la fortuna, sino que es todo lo contrario.

Por cierto no es avaro el norteamericano. Pero ambiciona tanto el dinero, que hay que verlo para creerlo. Para él, el auri sacra james es un hambre crónica. Pero gasta el dinero con la misma facilidad que lo gana. Sin embargo, comparado con el mexicano, parece tacaño. Se acostumbra decir aquí que el norteamericano gasta tanto como dos alemanes, y el mexicano tanto como cuatro norteamericanos. El carretero, tan pronto como recibe su jornal, presta o regala dinero al compadre que lo necesita; con el resto entra a una tienda, llevando consigo a su esposa, sus hijos, o a su patrono, y no sale de ahí hasta que no queda literalmente nada, nada en su cinturón. Este desprendimiento excesivo en cuanto al dólar, explotado en forma escandalosa por el tendero, enriquece a los comerciantes de todos los países que se establecen en estas comarcas, y es una de las causas que mantienen al mexicano en la condición inferior a la cual cae fácilmente y de la cual casi no sale. Así ayudan a los ávidos representantes de las razas más fuertes, con los cuales tienen contacto, no solamente a trasquilarlos, sino también a desollarlos vivos v, por una bella disposición de su naturaleza —cuyo carácter excesivo la convierte en defecto y desdicha—, se convierten en cómplices de las aves de rapiña que los devoran.

Esta raza no sólo tiene una gran dulzura, sino también un excelente carácter y una docilidad extrema. No existe pueblo en el mundo más fácil de gobernar, y esta facilidad, tan valiosa cuando se trata de un mando humano e inteligente, contribuyó mucho —ya que este caso nunca se ha presentado, por mucho que se remonte en su historia— a sus sufrimientos pasados y a sus deformaciones presentes.

A pesar del aire de resignación triste que sus largos sufrimientos han impreso en su rostro, eí mexicano conserva una marcada disposición a la alegría, por ser tan vivaz la naturaleza primitiva. Cuando varios mexicanos se reúnen, y las circunstancias despiertan su sociabilidad, la conversación se vuelve animada sin llegar nunca a la grosería. Esta palabra, que llega a mi pluma, me va a llevar a una observación característica; mientras la gente campesina, sobre todo del centro y del norte de Europa, es generalmente —según me parece— naturalmente ruda y más o menos grosera, nada parecido se encuentra en su homólogo mexicano. La palabra grosería, por lo menos aplicada a las personas, no hubiera tenido motivo de existir en la lengua del país, si no hubiera sido importada de Europa. En Europa, naturaleza inculta y naturaleza grosera son casi sinónimos; los campesinos mexicanos, aunque incultos, son tan poco groseros que, de no saber que es así, uno pensaría, al alternar con ellos que se trata de personas cultas que conocen los verdaderos buenos modales. La famosa frase de Rousseau: "Todo está bien cuando sale de las manos del Autor de todas las cosas, todo degenera en las manos del hombre", va en contra de la verdad. Nada está bien (bien — a bueno para el hombre, en el lenguaje humano) en la naturaleza, y todo se mejora gracias a la cultura del hombre. La naturaleza salvaje, la fruta salvaje, los animales salvajes —con muy pocas excepciones— no son más que enemigos para el hombre. Sólo al domar, cultivar y domesticar, el hombre convierte en bueno lo que le era hostil o dañino. Es la acción del hombre, su cultura en el sentido más general, la que crea el bien con el uso inteligente de las fuerzas primitivas. Esta ley general se aplica evidentemente a su propia especie. Entonces, en muchos aspectos, parece que la raza mexicana es una excepción de esta ley; parece una de esas frutas silvestres agraciadas con las cualidades de la fruta más refinada, y si me permiten la expresión, una raza inculta excesivamente culta. Su distinción natural es, en verdad, de un tipo muy superior de lo que llaman en Europa, modales distinguidos.

Con estas particularidades es evidente que esta raza —como nosotros, los falansterianos, lo expresamos en forma atinada, basándonos en las enseñanzas de Fourier—, tiene un título menor. No se debe creer, sin embargo, que carezca de las virtudes mayores. Sin duda no es una raza fuerte propiamente dicha. El mexicano no es como el anglosajón, emprendedor y enérgico por sí mismo, "per se", "self-activo", como se podría decir, tomando al mismo idioma del anglosajón, este self de acero que es la verdadera característica de su raza, Aunque no es "self-activo", el mexicano se anima y se activa fácilmente gracias a su sociabilidad. La sociabilidad es la condición que excita y desarrolla su fuerza latente. Aunque para él —como para la mayoría de los pueblos del sur— el trabajo no tiene, en su forma habitual, grandes atractivos, este pueblo es quizá más apto que cualquier otro en el mundo, al entrenamiento. Junte usted un grupo de mexicanos, deles la oportunidad de apasionarse, y los encontrará entonces llenos de celo para trabajar. Verá brotar fuerzas vivas, donde creía que sólo había inercia. Además hay algo notable en eso; y es que aun en su manifestación de pereza, y contrariamente a muchos pueblos del Sur que buscan el reposo aisladamente y son propensos a dormitar en una hamaca, en un rincón oscuro, las tres cuartas partes del día, el mexicano, cuando no trabaja, encuentra siempre el medio de hablar con alguien y va a platicar con los vecinos. Esta disposición es muy característica del mexicano; aunque éste no afronta de buena gana y sin un motivo determinante, el cansancio que resulta del trabajo corporal, siente sin embargo la necesidad de ejercitar su mente y ante todo sus facultades afectivas y sociales. En este caso, en comparación con los otros pueblos que acabo de mencionar, la diferencia no es menor que entre el hombre y el ostión.

Los mexicanos son inteligentes, en general no con esa inteligencia que combina, profundiza y crea; pero tienen una inteligencia abierta, ágil, frecuentemente ingeniosa, y se puede decir aun social. Con esta palabra, quiero decir que esta inteligencia es notable cuando se aplica a todas las relaciones de orden social. Bastante a menudo, tuve que hacer el papel de juez conciliador oficioso en sus litigios. Casi siempre, me quedé sorprendido de la facilidad con la cual se ponen de acuerdo, y sobre todo de la forma en que reconoce su error aquel que está equivocado, tan pronto como se le explica cómo y por qué su pretensión no es justa. La idea de justicia —y eso es un hecho capital— es soberana entre ellos; con facilidad manifiestan consideración hacia los demás; pero se nota que sienten confianza y respeto por aquel a quien han reconocido como hombre justo. Cosa singular: su gratitud parece ser efímera, ¿tendrá algo que ver esto con su falta de seriedad, como en el caso del niño? ¿O con la despreocupación que demuestran cuando se trata de ellos mismos y que entonces sería natural cuando se trata de los demás? ¿O será acaso que ayudar al prójimo les parece cosa tan sencilla y tan fácil que no tienen concepto de lo que nuestro idioma expresa al hacer de obliger el sinónimo de prestar un servicio? La explicación puede estar en una de estas hipótesis o quizá en las tres juntas.

Se cree en Europa que los mexicanos no tienen madera de soldados. No sé lo que la experiencia le habrá enseñado a usted respecto a los soldados de las provincias con los cuales ha tratado, pero sé muy bien que aquellos a quienes me refiero desmienten absolutamente esta opinión. Son generalmente valientes, sobrios por temperamento y por costumbre, y capaces de ser fieles. Estas tres cualidades, a las cuales hay que añadir lo que decía hace poco sobre su disposición para la alegría, para el entrenamiento en grupo, y para condiciones de excitación apasionada, proporcionan sin duda los elementos necesarios para que sean buenos soldados. Sé también que ésta ha sido la conclusión a la que han llegado los oficiales norteamericanos, un tanto observadores, que participaron en la guerra contra México. Si no me equivoco, los generales Taylor y Scott manifestaron que, bien mandados, los mexicanos serían excelentes soldados. También me dijo el antiguo agente consular francés, el cual participó en muchas expediciones arriesgadas como lo son frecuentemente los viajes por los desiertos de por aquí, que siempre tuvo motivos para estar completamente satisfecho del comportamiento de sus carreteros y de las escoltas ante el peligro y los ataques. Y es que, aunque hubieran sido contratados el día anterior, y por lo tanto, fuesen unos extraños, sus hombres tenían confianza en él. Veían en él al antiguo soldado de las campañas de África y a un jefe, quien, en un momento crítico, no los defraudaría.

Desde que el pobre y destronado King Cotton vaga por esta frontera (5), no se habla más que de cargadores que roban el algodón que se les ha confiado, apoderándose así de una parte del despojo real, y encontrando más tarde un modo para desaparecer. Se habla de norteamericanos, de alemanes, aun desgraciadamente, de franceses culpables de tales desmanes. Todavía no he oído que se haya acusado a un solo mexicano; ¡y se han encargado de todos los transportes durante mucho tiempo, principalmente antes de la llegada de la multitud de negros traídos por los plantadores que se replegaron hacia el Oeste! Antes de la guerra, se hacían responsables de la mayor parte del tráfico de la costa, y los mercaderes nunca tuvieron motivos para quejarse de ellos. Pero como sucede frecuentemente en geometría, en muchos casos no resultaba cierta la reciprocidad. Se dejaban matar en medio de la pradera —para defender mercancías que no les pertenecían— a manos de honorables norteamericanos quienes, como la gente de Goliad, por ejemplo, venían a hablar con ellos amigablemente en el campamento, para luego atacarlos por sorpresa porque, según decían estos señores, no eran más que mexicanos.

Había mexicanos a quienes se confiaban seis u ocho mil dólares de oro para llevar a la costa, y quienes, de haberlo querido, hubieran podido equivocarse de camino, confundir el Oeste con el Sur y llegar en tres días al otro lado. ¡Pero nunca sucedió! Por cierto, puede ocurrir que el mismo hombre, a su regreso, le pida prestado a uno tres pesos y olvide indefinidamente devolvérselos. Por supuesto, estos encargos no se confían a cualquiera, pero es proverbial que un mexicano, aun capaz de robarle a uno en su domicilio, no abusa de lo que le ha sido confiado. Y nótese que nuestra población mexicana se encontraba, en gran parte, compuesta de peones fugitivos, los cuales eran, por lo general, ladrones de hecho (agrego de derecho, mientras eran peones) y que, a pesar de la educación que ha recibido en semejante medio, el pobre mexicano no es, en muchos casos, más que el chivo expiatorio de los robos, muchos más numerosos y variados, cometido por los alemanes, los polacos, los joaffers norteamericanos, etc. Y me limito a hablar de los robos a los cuales se da este nombre. ¡Cómo sería si se tomara en cuenta el robo en los negocios, pequeños o grandes! Pero los autores de esos robos ya no son ladrones, sino tipos Smart, y la cualidad —pues es una cualidad muy preciada— de Smartness, va en proporción con la astucia de la jugada y la cuantía de los beneficios. En suma, en estas regiones, había que multiplicar el robo mexicano verdadero por un coeficiente numérico de tres o cuatro mil, para que estos pobres diablos empezaran a estar en igualdad con la suma de los robos de los cuales son víctimas. Esto se podría demostrar por medio de cifras.

A pesar de lo que se pueda decir, mantengo mi tesis según la cual "el mexicano es capaz de ser fiel", y no dudo tampoco que un ejército mexicano, correctamente disciplinado, con un mando inteligente y valiente, con algo de ropa, de calzado y de alimentos, pueda llegar a ser un excelente ejército.

Pero ya me he explayado demasiado sobre este tema. Pensaba poder esbozar en veinte renglones la naturaleza del mexicano, para examinar luego lo que se ha hecho con ella, y he aquí que mi pluma, la corriente de mi pluma, me ha llevado a escribir casi una monografía, no muy concisa, sobre su carácter. Mi propósito era hablar del peonaje, así que regresemos a ello.

El hombre que debe algunos pesos al patrón, se convierte en peón tan sólo con la declaración del acreedor y el juicio sumario de algún juez del lugar. El peón pertenece entonces al acreedor en cuerpo y alma. Si el peón no está muy conforme con su amo, solamente una vez al año tiene unos cuantos días de libertad para tratar de encontrar otro patrón que se encargue de él y de su deuda. Tomemos nota de esta disposición, de la cual veremos pronto las consecuencias. Aunque yo leo todo lo que puedo encontrar sobre México, no he podido hallar ningún documento sobre la formación, sin duda progresiva, del derecho especial (si se me permite profonar, al emplearla así la palabra que acabo de subrayar) que rige el estado de las masas dedicadas al trabajo manual, o servil como dice también, en sus mandamientos, la Iglesia Católica. Admitamos pues caritativamente que esta disposición tenga un origen caritativo, resultado de alguna presión de la corte de España en favor de los pobres Indios que lograron sobrevivir a las masacres de la conquista y la explotación —mucho más mortífera y devastadora—, que practicaron los gloriosos conquistadores y sus piadosos sucesores.

Pues bien, un origen tal constituiría una prueba más de que, cuando se trata de instituciones sociales, no se pueden perfeccionar, ni se pueden mejorar aquellas cuyo principio es malo, pretendiendo suavizarlas o corregirlas, como tampoco se puede mejorar un tigre o perfeccionar una serpiente de cascabel. Si no se puede transformar algo radicalmente, hay que destruirlo. Este atenuante no ha sido, en efecto, más que una burla para el pobre peón y un escudo para la institución misma, un arma hipócritamente protectora y defensora de los explotadores.

En primer lugar, esta posibilidad de tratar de cambiar de amo, otorgada una vez al año, existe sólo de palabra; los peones, encerrados en las haciendas, no tienen los medios para exigir este derecho, y además las distancias, a veces muy considerables, que separan estas haciendas, harían ilusorio el mismo. En segundo lugar, a los patrones no les gusta encargarse de estos rebeldes, quienes en tal caso, se mostrarían demasiado inconformes con su estado y poco resignados a su suerte que sería la misma en todas partes. En cuanto al peón, sabe muy bien que si abandona a su patrón para ofrecerse a otro, el anterior, con el cual tiene diez probabilidades contra una de regresar algunos días más tarde, lo tratará con más dureza aún. Esta posibilidad resulta pues, en la práctica, ilusoria para el peón.

En cuanto a la institución, le sirve de maravilla.

"Se arguye que esas personas son esclavos —dicen los abogados de la causa— esto no tiene sentido común. Son hombres libres —eso sí— temporalmente sometidos a un trabajo, como compensación de los adelantos que se les han hecho y que ellos han aceptado voluntariamente. Pero es tan limitado el derecho que sobre el peón ejerce la persona a la cual éste debe dinero, que si encuentra otra persona que pague sus deudas, puede dejar a la primera y trabajar para ésta. Esta posibilidad de cambiar de patrón, y la libertad que cada año tienen de exigirla, es además una excelente garantía de que reciben un buen trato, ya que aquellos que lo emplean tienen un interés directo en conservarlos". El argumento, como se podrá apreciar, "pega" muy bien, como dicen los pintores a propósito de una buena pintura. Estos son razonamientos de gente astuta o tonta que habla como si la posibilidad fuese seria, y como si la garantía obtenida a partir de la pretendida competencia de los patrones no fuese irrisoria, cuando se trata de una mercancía tan abundante y tan rebajada como se ha vuelto el peonaje en el mercado de la mano de obra, en México. Esta supuesta intención de aliviar los sufrimientos del peón y de mejorar su condición, no sirvió más que para blanquear el sepulcro.

Aunque mi descripción del carácter mexicano ha sido demasiado larga, por lo menos nos servirá para darnos cuenta cabal de lo que es el peonaje en la práctica. Debido a este carácter que, por su falta de previsión y su tendencia a la facilidad, asemeja al mexicano con el niño, se deja contratar sin ninguna dificultad. No sólo las necesidades de la vida, sino un simple listón que quiere regalar a una mujer, sería suficiente para hacerle contraer una deuda de unos cuantos pesos: acepta y pide con la misma facilidad que presta o da. Los ratones de mi casa, al ver que algunos de sus compañeros han caído en la trampa, se vuelven mucho más desconfiados y más reticentes de lo que es el mexicano a caer en la trampa. Este, al contraer una pequeña deuda, está seguro de que algunos días de trabajo y de sobriedad —lo cual es mucho decir— bastarán para pagarla. La experiencia universal de su raza cuenta para él, tanto como para nosotros la experiencia de nuestros padres. ¡Ya ha caído!

Además, la gran masa de los peones nace peona. "¡Qué significa esto! —diría un europeo— ¿cómo puede ser, puesto que la esclavitud ha sido abolida en México? La muerte, por lo menos termina con la deuda personal y con el peonaje que era su consecuencia". Sí, efectivamente es lo que dirá el europeo nacido en un ambiente donde el derecho social se ha sacudido ya el polvo de los tiempos bárbaros, y a quien este enunciado da la impresión de un enigma ininteligible, de un absurdo. —¿Un absurdo? ¡De ningún modo! Es una monstruosidad sumamente ingeniosa, sumamente odiosa e infame. Si el peón muere sin haber pagado su deuda (veremos cómo todos la han pagado cien veces), su descendencia queda comprometida con el acreedor. La familia responde por el muerto: toma su lugar y hereda su condición. He aquí el misterio. —"¡Pero esto es abominable!". Sin duda; pero eso proviene de España, de los conquistadores y la Santa Inquisición. Es un sistema asfixiante, astuto, calculador y feroz. Es una doble combinación rara de química social, hispano-católico-argiro-conquistadora, si se me permite inventar una palabra híbrida y bárbara para denominar a una institución que es híbrida y bárbara en ella misma.

¿Habremos llegado al colmo de la infamia? ¡Pues no! No hemos visto más que los principios de la institución; veamos ahora cómo funciona.

Como resultado de su carácter, el mexicano una vez peón, peón será toda su vida. Y más aún si nace dentro del peonaje. Suponiendo que el peón manifestara un deseo más o menos constante de librarse, equilibrando, a fuerza de privaciones, su deuda con su crédito, no faltarían medios para retenerlo. Aquellos que tienen tales disposiciones demuestran una superioridad sobre la masa de sus compañeros; son individuos que se deben conservar. El medio, vulgar, pero infalible, consiste en despertar su deseo. Para esto, se exhiben en el tendajo de la hacienda —donde están encerrados los peones— algunos objetos propios a seducirlos y sobre todo a excitar la codicia de las mujeres y los niños, lo cual los hombres no pueden resistir. Por ejemplo: zapatos, listones, cinturones, unos cuantos trapos de colores que vuelven locas a las mujeres. Los convidan a contemplar estas riquezas. Si la tentación no tiene éxito la primera vez, después de decirles que todo eso está a su disposición y que no tienen más que escoger, estas mercancías son almacenadas. Después de ocho o quince días, nueva exhibición. La codicia se ha despertado en sus mentes; las mujeres, las patronas, los niños han minado a los hombres, les han pedido y suplicado; la mina está cargada y lista a explotar; la reapertura de la exhibición la prende y el crédito del pobre peón cae todavía más bajo. La reacción no tarda mucho en producirse; estos objetos no están todavía desgastados o ajados, cuando el pobre peón, desanimado, se resigna tristemente a la suerte común de la cual ya no tiene esperanza de librarse.

Pero el empleo de estos medios es un lujo generalmente inútil: en efecto, el salario otorgado al peón es irrisorio; cuatro o cinco pesos al mes: ¡usted sabe lo que eso representa en México! He visto peones que tenían que mantenerse no sólo a sí mismos, sino también a su esposa y a ocho o diez niños. Sin embargo, no tendríamos en este caso más que una burla a la primera potencia. Se trata luego de elevarla al cuadrado. ¿Cómo? Es muy sencillo. El peón, preso por deudas, entregado a su acreedor, no recibe su salario; el patrón se tomita a abonarlo en su haber. No tiene pues la facultad de comprar y debe pasar por las manos de su amo para procurarse su maíz y los artículos de primera necesidad. Este se los entrega, sí, pero al precio que él impone. La burla a la primera potencia: la insuficiencia de salario, se encuentra así multiplicada por esta segunda burla: la fijación arbitraria de la deuda; tenemos ahora el cuadrado. Y como si eso no bastara, como si estos bandidos temieran que el pobre peón pudiese encontrar todavía, en otra parte, algún crédito, "prohíben a la gente de fuera traer artículos de primera necesidad a la hacienda, y venir a comerciar con los peones. Esto tendría además el inconveniente de proporcionar a los peones términos de comparación con los precios establecidos dentro de la hacienda, y sería poner a los grandes hacendados en competencia con unos miserables buhoneros. ¡Qué horror!, ¡qué falta de respeto!

Así pues de hecho, un joven, caído en las manos de un hacendado a los 18 años, o nacido en su hacienda, ¡habrá trabajado hasta los sesenta años y más, todo los días de su vida y de sol a sol, alimentándose con unas cuantas tortillas, vestido con harapos de cuero o de algodón, y morirá deudor del señor, su amo, y por cualquier otra cantidad que se le habrá ocurrido inscribir a éste, en su libro! Así es como funciona el peonaje.

La primera vez que encontré una chusma de peones (yo no había visto hasta entonces más que el peón de casa, el sirviente), fue en una vinatería donde se fabricaba mezcal. La planta constaba de unos cuantos cobertizos horribles, donde el pulque se fermentaba en cueros de vaca sostenidos por cuatro palos dispuestos en forma de cuadrado. Un alambique antediluviano, enterrado en la basura, estaba destilando en un rincón. Alrededor, uno chapoteaba en un lodozal de pulque y de bagazos de maguey podrido. En frente, un montón de pencas encimadas y cubiertas de tierra, se cocían lentamente, más o menos como en una carbonera (8). Finalmente, un malacate deforme, malhecho, chueco y desvencijado servía para extraer apenas la mitad del jugo de las pencas cocidas, de lo cual una mitad, cuando mucho, llegaba al alambique, y las tres cuatro partes restantes servían para mantener la consistencia pastosa del Iodo. He aquí —para notarlo de paso— el grado de perfeccionamiento al cual este siglo XIX, el peonaje ha llevado a la industria mexicana.

Alrededor de estos mismos cobertizos, y emergiendo de esta podredumbre, divisé varias pocilgas de una altura de cuatro o cinco pies y cubiertas de leña. Eran las moradas de la población obrera del lugar. Al acercarme y mirar más detenidamente, esta vez por arriba de la capa de basura, vi unos agujeros, especie de entrada de subterráneo, más o menos tapados por unos haces de ramas secas. Esperaba oír el gruñido de puercos mexicanos, ya que perros europeos no hubieran aceptado vivir ahí. Lo que ahí andaba, eran las mujeres y los niños de los peones. Se trataba de sus viviendas oficiales, ya que los peones eran hombres libres, según la ley mexicana, y tenían —por lo meaos así lo creo— el derecho de votar, como miembros de la soberanía.

Al día siguiente —un domingo— habíamos acampado cerca de la hacienda de Palo Blanco (7). Apenas acabamos de levantarnos y de poner el café en la lumbre para desayunar, cuando vi en los andamios de la hacienda una nueva chusma de peones medio desnudos, cargando piedras y Iodo —el cual era usado como mezcla— y levantando un edificio ya empezado. —"¡Vaya!, dije a uno de los guías, ¡creí que hoy era domingo!" —"Sí señor, es". —"Entonces, ¿cómo puede ser que los peones estén trabajando?". —"¿Los peones, señor? Los peones trabajan los domingos igual que los otros días; no hay domingo para los peones". ¡He ahí la humanidad de esa canalla magnánima, la religión de esos granujas católicos!... ni modo, tengo que emplear las palabras adecuadas para designar a esas especies.

Aislado del mundo exterior, encarcelado para toda la vida, explotado, esquilmado, desollado día tras día, sin gozar siquiera de los recreos concedidos por su religión (pues no puedo caracterizar más que con una palabra que recuerde las distracciones de la infancia, a la religión que España y su clero dieron a México, tratando yo, a pesar de todo, de tomar la cosa por su lado amable), sin tener nunca descanso, embrutecido, despreciado, tratado como un perro sarnoso, libre desde el punto de vista constitucional y, al mismo tiempo, reo a perpetuidad, con la seguridad de que, al morirse dejará a su familia con un grillete en el pie, y en la misma galera; esa es la suerte del ciudadano mexicano una vez que cae en el peonaje. Y cuando el pensamiento se detiene ante tal inmundicia social, cuando uno piensa que ésta cubre, aún en la segunda mitad del siglo XIX, toda la extensión de un país grande y hermoso, ¿cómo se puede hablar en términos bonitos y mesurados de este horrible virus que envenena, en toda esta parte del "mapa mundi", a un bueno, a un excelente pueblo, por culpa de una aristocracia codiciosa y estúpida? ¡Y acaso se podría hablar de esto sólo en términos fríos y decorosos! No estoy escribiendo un documento oficial a Su Excelencia, estoy charlando con el amigo, y dejo que mi pluma exprese el asco que me causa aquella abominación. Hay que escupir el peonaje a la cara de aquellos que lo explotan o lo toleran.

La esclavitud y el peonaje están separados por el Río Grande. Los conozco por haber visto cada sistema por su lado y en su propio terreno. Comparada con el peonaje, la esclavitud es una institución humana, una flor olorosa, una bendición.

Sin duda, la esclavitud no tiene, ni como efecto ni como meta, el desarrollar en el negro la dignidad humana. Pero aunque, como esclavo y como negro, éste es considerado inferior al blanco, el amo, por lo menos en la vida práctica, no asume una actitud constante de desprecio hacia su esclavo. En la mayoría de los casos, la dominación reviste una expresión habitual de benevolencia y de protección, e implica siempre, aún en el caso más desfavorable, una cierta preocupación del amo por su esclavo que garantiza a éste un mínimo de bienestar, necesario para la conservación de su fuerza y su salud, dos coeficientes indispensables de su valor. El slave-kolder más rudo trata a su esclavo por lo menos como a un caballo preciado, y el tono que prevalece en las relaciones habituales entre amo y esclavo es generalmente patriarcal.

Nada parecido en lo que al peón respecta. La primera vez que tuve la ocasión de sorprenderme del tono de desprecio explícito con el cual lo trataban, sin que este tono fuese provocado por algún motivo especial, pregunté cuál era la causa de esa dureza hacia personas que parecen buenas o por lo menos perfectamente sometidas; me contestaron: "No conoce usted a esa gente, si la tratáramos bien, nos asesinarían". Aquel que me contestaba así, no iba más lejos. Aceptaba las premisas y encontraba la solución perfectamente legítima. No sospechaba que así fustigaba, con una sentencia legítima, una institución infame. Este fenómeno monstruoso (el ser humano que asesina a otro ser humano, cuando éste lo trata bien), le parecía probar la perversidad del individuo y no la acción perversa de la institución. "Ab uno disce omnes o quasi omnes".

En resumen, se considera que en conjunto, el africano ha tenido, en y por medio de la esclavitud, un primer grado de refinamiento, un principio de educación ascendente; por lo menos, tal es la pretensión de los slaveholders. Acabamos de ver lo que, según las propias palabras de los patrones, el peonaje hace de la buena naturaleza de la raza mexicana: Habemus confitentes reos.

Dije algunas palabras acerca de la industria mexicana y quiero caracterizarla con una simple observación. En los Estados de Nuevo León y Coahuila —que son considerados como modelos en México— vi efectuarse las obras de la siguiente manera: los peones escarban la tierra con picos inservibles, barras de fierro, en fin con cualquier cosa; otros, con las manos, o lo que sea, tiran el equivalente de unas cuantas paladas de tierra suelta sobre un viejo costal de pita extendido en el suelo, después de lo cual, los mismos peones u otros, toman con las dos manos, uno un extremo y otro el otro, del pedazo de costal y caminan para llevar la tierra sacada al lugar en que hace falta. En la capital de Nuevo León, la rica Monterrey, vi efectuarse las obras públicas en esta forma. Para ser justo, debo decir, sin embargo, que en algunas ocasiones, una especie de camilla burda reemplazaba ventajosamente al viejo trapo de lona. Pero no vi en ninguna parte ni carretilla, ni cualquier clase de vehículo civilizado o por lo menos racional, excepto en una empresa metalúrgica dirigida por un francés, egresado de la Escuela de Chalons, y que pertenece a unos españoles quienes, entre paréntesis, no quieren tener peones trabajando en su planta. No se trata pues de una industria propiamente mexicana. No dudo, sin embargo, que en grandes empresas del interior, dirigidas por exalumnos de la Escuela de Ingeniería de México se encuentren excepciones a la regla general: pero estas excepciones sólo sirven para confirmar la regla.

¿De dónde viene eso? ¿Cuál es la causa, la causa fundamental de este extraño fenómeno, de un estado industrial tan bárbaro, en la época en que vivimos, o sea el peonaje?

La competencia que se hacen los fabricantes de un producto dado, en un mercado extenso y rico como lo es, por ejemplo, el mercado francés, parece más que suficiente para proporcionar a la producción nacional todos los estímulos que necesita, independientemente de una competencia exterior. Sin embargo, ya es un hecho demostrado y aceptado en economía política, que una industria protegida por la prohibición o por derechos demasiado altos, permanece más o menos rutinaria. Si se quiere que tome auge y que alcance el grado de perfección al que puede llegar, en el estado actual de la ciencia y de los procedimientos técnicos contemporáneos, hay que abrirla poco a poco y exponerla a los ataques de la competencia extranjera.

Si es así en los campos industriales de las grandes naciones, es tan claro como la luz del día que, en un país como México, la industria no puede más, generalmente, que permanecer en un estado de estancamiento vergonzoso y fétido, mientras el contratista tenga a su disposición el trabajo envilecido que le suministra el peonaje. Este trabajo, en efecto, no le cuesta casi nada. Estando totalmente ausentes las consideraciones humanitarias en el amo, ya que son aniquiladas por el peonaje, no queda más en la persona que explota el trabajo de los peones que la rutina y el interés inmediato y vulgar. La rutina es el conjunto de los procedimientos industriales que se transmiten, en México, sin modificación desde Cortés; en otras palabras, los procedimientos de los cuales eran capaces los filibusteros del siglo XVI, españoles hambrientos quienes rivalizaban para devorar el país que habían conquistado presurosos e insaciables, repartiéndose los pueblos indígenas para explotarlos, no como a un ganado valioso, sino como a un ganado desvalorizado por su extrema abundancia. El interés vulgar e inmediato consiste en excluir cualquier mejoría que requiera un razonamiento, investigaciones, informaciones nuevas y que, en todo caso, entrañaría un desembolso. Dos hombres equipados con un pico, una pala americana y una buena carretilla, harían sin duda más trabajo por diez peones con sus manos y sus pedazos de costal. Pero el trabajo se ha hecho siempre así; unos buenos útiles les costarían sus buenos pesos; los peones no los cuidarían; las herramientas se perderían, se desgastarían, se romperían y no sabrían arreglarlas, etc. Los viejos costales, los hay por todos lados, y no tienen valor; en cuanto a los peones es lo mismo: si los costales se desgastan y revientan, sería fácil reemplazarlos, y si los peones se desgastan y revientan, también será igual.

Y sin embargo vi al lado de esto, una fábrica de mantas que podía rivalizar con nuestras mejores plantas, lo que constituye una prueba de que se puede hacer algo con el proletariado mexicano. En este caso —hay que reconocerlo— la fábrica había sido fundada, equipada, y estaba dirigida por norteamericanos. A dos leguas de ésta, se encontraba un molino muy bien montado para trabajar en gran escala- Estas dos excepciones no impedían ver, entre las dos plantas, un grupo de quince a veinte hombres componiendo la carretera con sus costales y sus manos, y con palos que llevaban ganchos de fierro en la punta, y que se suponía que habían sido en su tiempo, picos o algo parecido. Así los puntos luminosos no aclaran la oscuridad general, sólo hacen las tinieblas más palpables.

Creo haber demostrado mi tesis y probado que el estado bárbaro de la industria en México, la esterilidad, la pobreza y las miserias tradicionales de este país, tan Heno de riquezas naturales, se derivan principalmente del envilecimiento venal del trabajo y del envilecimiento social del trabajador. Podría ofrecer otras pruebas, si mi carta no amenazara con convertirse en un libro. Resumamos pues.

El peón es un asesino potencial y llega a serlo en la realidad, según dicen sus explotadores, cuando se le trata bien. —Es un hecho, que en algunas ocasiones, cuando al peón se le ha presentado la oportunidad, ha degollado a aquellos que lo mandaban, se ha opoderado de todo lo que ha podido encontrar, y ha huido al otro lado de la frontera, con los caballos "del bienhechor que le daba de comer"; —¡Qué ingrato!

Los peones son todos ladrones. —De acuerdo.

¡Flojos! ... igual que los caballeros mexicanos. —Nadie lo pone en duda.

Son los obreros más detestables del mundo, sin voluntad de hacer las cosas bien, sino al contrario. —No se puede negar.

Sin energía muscular, además, y desde el punto de vista moral, son los receptáculos de todos los vicios. —Tratándose de gente tan bien alimentada y a quien se da tal ejemplo de virtudes, no deja de sorprender sin duda, pero es un hecho.

Estos son los hechos que esgrimen los defensores del peonaje. Presentados por los amos de los peones, estos hechos constituyen la criminalidad crónica, endémica, la naturaleza diabólica del peón; es su acta de acusación contra los peones, que les sirve para rendirse a si mismos un veredicto favorable que los justifique. De ello concluyen, en efecto, la necesidad y por consiguiente, la legitimidad. 1º de conservar el peonaje como el único medio de obligar al proletario mexicano a trabajar; 29 de recurrir —para mantenerlo en el peonaje y gobernarlo— al uso de la combinación del collar de fuerza, del freno, y del grillete del galeriano, ya que el peón reúne en su ser extraño, según la definición que agrada a esos señores, la naturaleza impersonal del animal bruto y la voluntad viciosa y criminal de un ser responsable.

Tales son las conclusiones de la parte interesada —un magma de egoísmo feroz, de rutina estúpida y una ignorancia... de gran terrateniente mexicano.

Las conclusiones, que dicta un criterio un poco cultivado, o aun el simple sentido común, civilizado o característico de este siglo son:

La institución del peonaje es la causa general de la perversidad del peón y de sus vicios; si hay que imputar esta abominación a quien le corresponde, la culpabilidad recae en su totalidad sobre aquellos que la explotan en su provecho. El robo cometido por el peón no sería más que una mínima y pobre venganza. En pocas palabras, el peonaje hace al peón, y los crímenes de éste, son los crímenes de los responsables y explotadores de esta institución.

Como procedimiento económico y como motor del trabajo nacional, el peonaje es una máquina bárbara, que consume el noventa por ciento de la fuerza motriz en resistencias pasivas, en deterioros físicos y morales del obrero, reduciendo finalmente el efecto útil a su mínimo y llevando a su máximo la suma de los efectos nocivos.

Hasta aquí no hemos examinado el peonaje más que en sí mismo, en sus resultados directos y en su primera intención. Si queremos estudiar sus efectos políticos y sociales más profundamente, el campo se extenderá prodigiosamente, y al hacerlo, mi carta se convertiría, como ya lo he dicho, en un libro. Por lo tanto voy a tratar de proceder —como, sin duda, debía haberlo hecho desde un principio— con simples enunciados; aquí están mis proposiciones:

El peonaje no es más que otra forma de la esclavitud, a la cual el conquistador había reducido originalmente al indio.

Al cobrar poco a poco esta forma, la esclavitud dejó de aplicarse exclusivamente a una raza, al indio, para englobar a una clase, la del proletario o trabajador pobre mexicano. El peonaje abarca así, hoy, a los descendientes pobres del mismo conquistador.

Esta transformación no representa más que un cambio hipócrita y podrido, mucho peor que un cambio franco y abierto.

La acción desmoralizadora, castrante y corruptora del peonaje no vicia solamente a los individuos a los cuales impone su yugo, sino también a toda la clase que es responsable por él.

Las masas en México, se encuentran tanto en un estado de peonaje efectivo, como en un estado de peonaje virtual. El primer sistema comunica al segundo su estada moral como un conductor cargado de electricidad transmite su estado eléctrico al cuerpo del mismo género que lo toca (comunicación por contacto'). El endemismo del robo, de la inercia, de la pasividad entre las masas, el leperismo, etc., son en una proporción muy grande, en México, las consecuencias necesarias de la existencia jurídica y práctica del peonaje.

El peonaje vicia, castra y corrompe en igual forma a la minoría que lo explota. La ignorancia vanidosa, el orgullo jactancioso, la nulidad potenciosa, la vanidad sesquipedal, el desprecio por la humanidad, la insubordinación ante la ley, provocada por el ejercicio habitual de un despotismo ilimitado, cruel y sin control, todos los vicios morales, civiles y también políticos, que adornan en México a las clases que se encuentran fuera y por encima de la clase "peonable" son, en su mayor parte, el efecto del peonaje en la estructra social (desarrollo por influencia, separación de dos corrientes eléctricas opuestas y polarización de los vicios contrarios).

Sobre estas clases se puede establecer a priori las siguientes deducciones:

La propiedad de la tierra, que en sus diferentes grados vive directamente del peonaje, debe producir un gran número de sujetos detestables.

El cuerpo judicial, al aplicar diariamente al hombre pobre una ley que, en lugar de dar fuerza al derecho, da fuerza a lo injusto y así practica, bajo el nombre mismo de la justicia, la farsa de la justicia, debe ser el más venal y el más corrompido del mundo.

El clero católico, cómplice en México de esta abominación, la cual explota vorazmente por su cuenta, valiéndose para consagrar esta infamia del nombre de Dios, ha debido caer en la más abyecta podredumbre.

El ejército mexicano, formado por jefes que desprecian a los soldados, y por soldados que no pueden sentir más que aversión por la clase de la cual surgen sus jefes, debe, a todas luces, ser malísimo.

La aristocracia europea, que se ha formado en las guerras de la barbarie y del feudalismo, y cuyos antepasados han luchado durante mucho tiempo con inteligencia y valor en dichas guerras buscando más el mando que el dinero, y practicando por lo menos el honor militarpodía ser noble. En cambio, la aristocracia formada en México una vez hecha la conquista, y ¡vaya conquista!por medio de una larga explotación, ávida, rapaz, avara y feroz, de manadas de mansos y pobres indios, no podría ser más que una aristocracia vil e innoble.

La clase de los mercaderes, cuya meta es atesorar dinero pagando las cosas a un precio muy inferior al de su valor real, para venderlas después a un precio muy superior, y cuya profesión inclina menos que cualquier otra a los sentimientos elevados y honorables, en nuestra sociedades civilizadas, debe ser una de las más honorables en México, ya que explota el peonaje menos que las otras y esté en contacto menos directo con esta institución.

Es entre los artistas (si los hay), los sabios y una parte de los médicos, donde se debe encontrar aparte de las clases puramente popularesel mayor número de hombres honorables y realmente humanos.

He comprobado, mediante la experiencia, la verdad de sólo una parte de estos enunciados, ya que sólo vi una parte de México, y muy rápidamente para poder dar una relación completa de observaciones sobre el país, que estén basadas en el estudio directo. Pero me extrañaría muchísimo que estas deducciones teóricas que he sacado del peonaje no estuviesen acordes a los hechos de la vida práctica. La fisiología y la patología sociales tienen sus leyes tan precisas como sus equivalentes en el cuerpo humano.

Entre el pueblo, entre los campesinos de los pueblos, los artesanos, todos aquellos que, por estar lejos de las haciendas o por otras circunstancias, se encuentran apartados y a salvo del peonaje agrícola, industrial o doméstico, se encontrarán también los mejores individuos.

Comparaba anteriormente la esclavitud del negro con el peonaje; si se hiciera una comprobación completa, saldría todo a favor de la esclavitud.

Las tres características sociales y económicas que darían la clave de este paralelismo son las siguientes:

a1) La esclavitud se aplica a una raza exótica, importada, completamente diferente e inferior.

B1) El peonaje es una esclavitud impuesta a indígenas, a ciudadanos, por sus propios conciudadanos, de su misma sangre y de su misma raza.

a2) La esclavitud es un hecho social franco, claro, confesado, que tiene su código y en el cual todo deriva lógicamente de un principio único, el cual se discute abiertamente ante la opinión pública y puede engañar la conciencia de aquellos que lo defienden.

b2) El peonaje es un hecho social bastardo, hipócrita, vergonzoso, que se oculta en las sombras, que ni siquiera se atreve a designarse con un nombre y cuya existencia jurídica, en lugar de derivarse lógicamente de un principio dado —bueno o malo, de eso no se trata por lo pronto— no es más que una negación cobarde del derecho público, un holocausto perverso de este derecho a la avaricia del rico, una fustigación perpetua de la justicia por la justicia, una burla jurídica del derecho que se encuentra permanentemente en el seno de la sociedad y en su conciencia.

a3) El esclavo negro es, jurídicamente en el Estado, la propiedad del amo blanco; como persona, éste puede llegar a quererlo; como objeto, tiene interés en conservar su valor; lo que propicia hábitos de protección y relaciones basadas en una dominación reglamentada, atenuada y patriarcal.

b3) El peón no es propiedad de su amo, pero éste es el acreedor que se convierte en carcelero y tiene "carte Manche" para explotarlo; este peón tiene cada año la posibilidad de buscar un nuevo amo; se trata pues, de un conjunto de lo más apto para engendrar relaciones verdaderamente infamantes entre ambas partes.

En un Estado donde existe la esclavitud, se puede concebir el desarrollo del derecho, el reinado de la ley, la existencia de las virtudes civiles y cívicas, el patriotismo, el honor, hombres ilustres, en una palabra, un pueblo (aunque, a la larga, si no se transforma o desaparece, la esclavitud acabaría siempre por corromper a la sociedad). Nada parecido ocurre con el peonaje.

Las conclusiones generales que se desprenden de lo anterior son, en mi opinión las siguientes: mientras en México no quede completamente erradicado el peonaje («o se podrá transformarlo, es demasiado tarde), no se encontrará, excepto en contadas excepciones, más que:

Una agricultura enfermiza y miserable;
Una industria atrasadísima;
Un estado interior profundamente vicioso y viciado;

El robo que florece por todas partes, en los caminos, en las calles, en las ciudades, en las aldeas y en las casas (generalmente adornadas —por algo será— con rejas y barrotes en todas sus puertas y ventanas, como si fueran cárceles). ¡Y en realidad si lo son!

El asesinato ocasional;
La prostitución ilimitada;
Un cuerpo judicial venal;

Un clero disoluto, rapaz, simoníaco, podrido y siempre listo a conspirar contra cualquier gobierno que no se doblegue a sus caprichos y no se ponga al servicio de sus depravaciones;

Nada de soldados, sino concentraciones de tropa más o menos militares, dispersadas y separadas por distancias enormes, sin espíritu de grupo ni unidad, ya que no tienen honor y están siempre listas a seguir cualquier pronunciamiento, a convertirse en hordas de bandidos;

Jefes militares siempre listos a dar golpes de Estado, aun de los más absurdos, y a convertirse en jefes de bandoleros;

Por lo tanto, un ejército inexistente;

Funcionarios amorales y desleales;

Políticos —como se dice aquí para caracterizar un verdadero trade— intrigantes, ambiciosos, orgullosos y siempre listos para conspirar, y en su mayoría, siempre dispuestos a pasarse de un lado a otro con la misma facilidad con la que se toma un vaso de agua cuando se tiene sed, o con la que los oficiales del ejército francés beben —según dicen— el ajenjo;

Finalmente, la cobardía, la traición, la codicia y muchas veces la crueldad, por todas partes; en ninguna parte la honradez; por lo tanto, poblaciones de carceleros, de prisioneros y de corruptos; un pequeño número de grandes ricos malos y legiones de miserables y de léperos(8).

Si se quiere dar a México un ejército, un gobierno y un pueblo, hay

QUE  SUPRIMIR EL PEONAJE.

He aquí mi conclusión. Si no es correcta, consiento, como decíamos en el colegio, en ir a Roma.

Si el emperador Maximiliano quiere quedarse en México, es imprescindible que suprima el peonaje. Es la condición "sine qua non".

Usted notará que no digo que con esta condición podrá permanecer aquí; pero digo que es una condición obligatoria para que tenga una probabilidad de quedarse y que si, después de haber hecho esto, se ve obligado a retirarse, saldrá por lo menos con honor y se hará un lugar en la historia.

Con esta conclusión tengo que apresurarme a terminar mi carta si quiero aprovechar la ocasión que se me presenta de mandársela. El año pasado, por la misma época, mi comunicación hubiera podido terminar ahí. Hubiera entendido usted fácilmente que el crimen, y lo que en política es —según dicen— más que un crimen, una falta, la falta capital del partido liberal: el haber dejado subsistir al peonaje en México, después de haber promulgado excelentes leyes de reforma. Esta falta era una suerte singular para la Intervención; le ofrecía, al repararla, una justificación para la historia —una justificación de la cual, según mi juicio, tendrá mucha necesidad—, de la misma manera que la destrucción de la religión sangrienta de los aztecas casi sirvió de justificación histórica a las infamias de la primera Intervención, la de Cortés. Me reprocho no haberle señalado este punto el año pasado. Quizá le hubiese sido fácil entonces hacer que se tomara una decisión; no hacía falta más que unas cuantas líneas de la autoridad, declarando que todo atentado a la libertad individual por cierta clase de deudas y afectando a cierta clase de personas —siendo contrario al principio de la igualdad de los ciudadanos ante la ley— sería considerado de ahora en adelante como una violación a la ley y castigable como tal. Ahora la cosa se complica; simples consideraciones generales como las anteriores tal vez ya no basten; tendría otras muchas cosas que exponerle, no solamente sobre el tema especial de esta carta, sino también sobre la situación general de México, que me parece particularmente grave. Si mis lucubraciones no le enseñan nada nuevo, sólo habrá perdido una hora para leerlas; y si le he sugerido algunas ideas, en las cuales no le han dejado tiempo de pensar los numerosos asuntos que tiene usted que atender, habrá entonces una compensación a su pérdida de tiempo. Con eso...

 

 

CARTA II

El 23 de mayo de 1865 Mí estimado Bazaine:

Le decía el otro día —reprochándome haber tardado tanto en escribirle— que en esa ocasión me sentía inspirado, y que creía poder cumplir mi promesa completamente. Empiezo a temer que usted encuentre que la cumplo en demasía, pues al tomar mi pluma, me parece que acabo de empezar y temo que usted reciba una carta más larga todavía que la anterior. Si usted tiene noches tan bellas como las nuestras, leerá mi enredijo en la noche antes de, o para dormir.

Hice de paso, en mi primer factum, esta observación: que es algo notable que el peonaje no haya ni siquiera recibido un nombre en la lengua del país que lo usa y abusa de él.

Este hecho extraño merece que uno se detenga a meditar un poco. En primer lugar, prueba que la misma conciencia mexicana —usted sabe a qué parte de la población se refiere el epíteto— se sintió y se sigue sintiendo incómoda con esta institución. A pesar de los bellos argumentos con los cuales se le defiende en la conversación, cuando se le pone en tela de juicio, se comprende muy bien que es un hecho vergonzoso que no se puede discutir públicamente. Digo en la conversación, y cuando uno se ve obligado a hablar de ello, ya que nadie lo hace de buena gana. Es un tema que se mantiene, por un acuerdo tácito y común, en la sombra. Se oculta con tanto cuidado que, a pesar del interés que tengo en buscar todo lo que concierne a México, no he dado todavía con ninguna obra, ningún documento, ningún libro de viaje, ninguna novela, ni ningún cuento cuya acción se desarrolle en este país, donde se trate en lo más mínimo del peonaje. Si esta esclavitud —y llamarla así es hacerle mucho honor— no fuera tan oculta y velada, ¿cómo se podría explicar que tantos libros sobre México y sus costumbres, escritos por viajeros ingleses, franceses, norteamericanos, etc., al tratar el tema de todo lo que han visto y conocido y de muchas otras cosas, no lo hayan siquiera mencionado? El peonaje es totalmente desconocido en Europa (9) ¿Cómo podría ser de otro modo, cuando aun los escritores que viajan parecen desconocer el monstruo que se encuentra por todas partes en el país? Sin embargo es imposible que todos estos autores, de los cuales algunos distan mucho de carecer del sentido de la observación y del sentido crítico, hayan pasado sin verlo. Les habrán contado y habrán admitido sin lugar a duda, que esta servidumbre es la única forma de hacer trabajar al hombre de origen indio.

Leí muchos periódicos mexicanos de los cuales algunos están redactados con un excelente criterio, como El Siglo diez y nueve de Francisco Zarco. Estos periódicos sostenían ardientemente las reformas, hablaban en términos de instruirlos, etc., pero nunca encontré en ellos una protesta, una palabra, una alusión, por remota que fuera, a la espantosa explotación de la cual es objeto el proletario, de un extremo al otro del país, según sé. Juárez es un indio y sería ridículo negar que ha sido un representante enérgico de las ideas modernas y del derecho en México. Pero no ha realizado esta reforma que, entre todas las reformas, parecía ser la que más la atañía. No dudo que sea partidario de ella in -petto. Sólo me limito a establecer aquí, que ni él, ni los hombres con sentimientos realmente honorables y progresistas, rari nantes, han osado proclamar y convertir esta reforma en realidad.

Así los mexicanos —y pienso que esto sucede en todas las antiguas colonias españolas—, lograron ocultar perfectamente su enfermedad vergonzosa al mundo civilizado, y hasta cierto punto, ocultársela a ellos mismos. Hicieron otro milagro: [hicieron alarde ante el universo entero de sus ideas progresistas, su generosidad, su magnanimidad, al abolir pomposamente en su país la esclavitud (negra), a raíz de su independencia! Los aplausos con que los liberales europeos acogieron estos actos, suenan todavía en los cuentos más recientes que escriben acerca de México(10). Pero si notamos, en primer lugar, que nos tenían miedo y luego que la esclavitud es una treta que paga mal cuando uno tiene tantos peones a su disposición, encontramos que el milagro no es más que un truco de prestidigitador y la magnanimidad de los emancipadores, un negocio provechoso: vanitas vanitatum...

Del hecho que el peonaje no tenga un nombre en México, infiero —a falta de documentos precisos al respecto— que no se han atrevido a darle una realidad jurídica en el Estado; que en México hay peones, pero que no existe el peonaje; que esta institución de hecho y de costumbre no es solamente una institución en el sentido legal de la palabra sino que tiene su base en las tradiciones de las regiones más bajas de la cloaca de la justicia mexicana, y por lo tanto que bastaría con exponer aquella bestia a la luz del día para que reventara en seguida.
Que los hombres del partido liberal no se hayan atrevido a matar esta bestia, demuestra, con la misma claridad que un axioma, la ignorancia económica, el egoísmo rutinario y la podredumbre del partido en general. Sigue siendo cierto, sin embargo, que Juárez cometió un error capital al pactar con el crimen de su partido. Pues, si en el momento en que todas las fuerzas vivas del partido estaban dirigidas en contra de la Intervención, hubiese proclamado la abolición del peonaje, como complemento indispensable para la Reforma; si hubiese denunciado la incompatibilidad de este hecho con los principios de ésta y hubiese ensenado a la Nación, en un manifiesto enérgico, lo odioso de mantener esta herencia de la dominación española y de la bárbara explotación del pueblo mexicano; si hubiese condenado 3a infamia de un sistema en el cual los hombres llamados a vertir su sangre para rechazar al invasor estaban expuestos a caer en la esclavitud en el país que defendían, en beneficio de aquellos a quienes iban a salvar de la dominación extranjera; si hubiese actuado y hablado así y agregado al derecho de liberación una ley de concesión de tierras para todos los peones que hubiesen empuñado las armas y servido honorablemente en el ejército, el ilustre Forey probablemente no hubiese sido reducido a prepararse, él mismo, batallas como las de Puebla para ganarse el bastón de Mariscal —que se mereció perfectamente si uno está de acuerdo en la manera en que debía ganárselo...

Mi conclusión es que sólo la supresión del peonaje podía dar a México un ejército nacional, capaz de echar a Forey al mar, y probablemente, junto con él a la Intervención misma. He leído muy pocos periódicos franceses y no he recibido una sola carta de Francia, desde el bloqueo; pero he comprendido, sentido y, más tarde aprendido lo suficiente, para estar convencido de que la guerra con México no era nada popular en Francia, y que el emperador, quien debió haberse sorprendido mucho con el primer fracaso sufrido bajo el mando de Laurencez, y a quien evidentemente habían contado muchas fantasías sobre México, las cuales se había tragado —permítaseme la expresión— lo hubiera pensado dos veces antes de decidirse a invadir México. Cuando es necesario (y no es de ningún modo una crítica que pretendo hacer aquí, ni mucho menos), él sabe muy bien retroceder.

Sea como sea, los hombres del partido liberal, al faltar a su primer deber, han perdido una fantástica oportunidad. Han merecido —desde el punto de vista histórico— ser derrotados, como la aristocracia polaca, por nacionalista que fuera y a pesar de lo formidable de su revolución lo había merecido también, al no liberar a los siervos. Esta liberación les hubiese dado por el incremento de la masa y de la velocidad, una fuerza viva, un momento dinámico y aun una potencia de propaganda eslava, contra los cuales se hubiesen aniquilado los ejércitos de la autocracia rusa. Si todavía estamos sentenciados a tener guerras en este mundo, espero que hemos llegado a una época en la cual, por regla general, la victoria le corresponderá al derecho armado.

En todo caso, la falta cometida por el liberalismo mexicano en su obra de reforma, había dejado el campo abierto a la Intervención, y ahora si me permite, voy 3 hablar un poco de la Intervención. Tuve la suerte, desde las negociaciones de la Soledad(11) hasta principios del año pasado, de recibir, con bastante frecuencia, periódicos mexicanos, y bastantes ejemplares del Moniteur y de algunos otros periódicos franceses para poder verificar los documentos publicados por los primeros. Vi constantemente que éstos daban todo tal cual, mientras que la opinión pública en Francia era mantenida, en cuanto a los aspectos diplomáticos de la Intervención y a los hechos de guerra, en una completa ignorancia, con escasas informaciones semi-oficiales y mentirosas. Sobre las causas de la guerra, sobre las reclamaciones francesas, sobre la actitud, los argumentos y los derechos del gobierno mexicano; sobre la disposición de las poblaciones; sobre el origen, el curso y la meta de la Intervención, la prensa independiente, suponiendo que tuviera alguna información al respecto, guardaba el más absoluto silencio (por algo seria), la prensa oficial o partidaria de la Intervención, mentía a ocho columnas; la voz del ministerio —el señor Billault y sus sucesores— mentía en plena tribuna; Francia mentía en sus proclamas dirigidas a los mexicanos, mentía en sus declaraciones al mundo; finalmente, cuando el ilustre capitán que alcanzó la gloria en Puebla, la mal tomada, se encontraba todavía en Orizaba con cuatro o cinco meses de preparativos por delante antes de pasar a la ofensiva —alrededor del 1º ó del 2 de enero; si recuerdo correctamente— leí en un periódico francés —uno de éstos por los cuales nuestros gobiernos sucesivos se complacen en hacerse sostener; al igual que la cuerda sostiene al colgado— que anunciaba la toma de la ciudad de México y presentaba como un hecho absolutamente cierto que, al llegar el primer transatlántico a Francia, el gobierno publicaría la noticia oficial; esa vez sin embargo, no hubo ningún Tártaro de por medio.

En suma, creo haber conocido un poco esta Intervención —que quizá se conoce muy mal en la actualidad en Francia— una intervención diplomáticamente empezada y conducida por unos... y unos..., el último de ellos más conocido en Texas, donde hizo sus primeras armas, con el apodo de Pigman, que ahí ha legítimamente conquistado; fundada en las reclamaciones Jecker y otras más o menos válidas; adornada por multitud de supuestos asesinatos de fábula, por crímenes atroces cometidos contra ciudadanos franceses, o a instigación de Juárez, pero que se cuidaban mucho de especificar, pese a los retos de la prensa mexicana y a sus instancias de citar por lo menos unos cuantos como muestra; provocada por calumnias tan imprudentes, que el reflejo de éstas teñían hasta los discursos de Julio Fabre, ya que en Francia la opinión más decisiva contra la guerra se dejaba engañar y caía en la trampa; una Intervención que tiene como aliados en México unos Márquez, unos Labastida, unos Miramón —pues este bandido, aliado virtual de la Intervención, lo hubiese sido de hecho sin los ingleses y sin la rivalidad con Almonte— es decir unos bandidos, unos ladrones, unos asesinos, y además el clero político de México, haces de traidores... de traidores mexicanos. Finalmente una intervención conducida militarmente por..., en fin por este nuevo Vauban, inventor del tiro en brecha contra ciudades abiertas, ¡este animal quien, estando el mando de una expedición en México, no sabía ni siquiera interpretar el mapa de este país, y confundía —después de una estancia prolongada en el país— el puerto de Matamoros, que está en la desembocadura del Río Grande, conocido en todo el mundo civilizado por la importancia que le había conferido la guerra de Secesión y la expedición que él mismo conducía, Matamoros en fin, por donde Juárez recibía la mayor parte de su abastecimiento, con un miserable villorrio del mismo nombre perdido en el interior del país!

Aun admitiendo que este señor pudo haber sido inducido al error en cuanto a algunos hechos de detalle, creo poder afirmar que en comparación con esta Intervención, la intervención de Walker en Nicaragua(12) —que el mundo entero tachó de filibustera— resplandecía de derecho y de honestidad. En cuanto a las cualidades de estos dos jefes expedicionarios, no le haré a Walker la ofensa de compararlo con este otro ni en lo más mínimo.

Bueno, a pesar de mi opinión respecto a la Intervención, le dije a usted que todavía hubiera podido justificarse ante la historia al abolir el peonaje. Pues si lo hubiera hecho, la historia hubiera tenido que acreditarle la creación de un pueblo y de una nación, donde no había ni lo uno ni lo otro.

Al reconocer —tan pronto como usted estuvo a la cabeza de la expedición— la posibilidad de esta reforma, me decía: la responsabilidad de la Intervención en sí recaerá sobre la Intervención misma, pero las consecuencias, el resultado social, le corresponderán a Francia. Por lo menos, su bandera habrá dejado a su paso un beneficio inmenso, y su espíritu emancipador habrá dejado su huella. He aquí por lo que quería escribirle, y lo hubiera hecho con seguridad si Vidauri me hubiese puesto en contacto entonces con la persona que le iba a mandar mi carta, como me lo había prometido. Además, como más tarde me enteré que se encontraba en México, supuse que le habría enseñado a usted mis cartas abiertas, de las cuales dos eran dedicadas íntegramente a este asunto, a propósito del cual me había esforzado por catequizar al mismo Vidaurri.

Ahora esta tarea depende del emperador Maximiliano; si comprende la necesidad de ella y la cumple valientemente, entonces se llevará a cabo esta reforma, suceda lo que suceda. Luego, hecha por él, adquirirá un alcance que puede tener consecuencias más importantes en el mundo que si fuera el producto directo de la Intervención misma. Le hablaré sobre este tema con la más completa libertad, como lo he hecho sobre los otros.

Yo no sabía gran cosa acerca de Maximiliano antes de que llegara a México; pero aunque fuese un príncipe austríaco —lo cual no representaba un antecedente precisamente favorable a los ojos de todo el mundo— yo tenía alguna esperanza de que se mostrara bastante progresista y liberal. Me parece inútil enunciar los diferentes motivos de esta especie de presentimiento; notemos solamente que sus dilaciones para aceptar la corona y su respuesta a la diputación que se le había ofrecido, figuraban entre estos motivos.

Aunque desde su llegada a Veracruz, no he visto periódicos mexicanos más que de vez en cuando, y casi nada de periódicos franceses, no tardé en reconocer que estaba evidentemente guiado por muy buenas intenciones. Mi presentimiento (a favor de él) iba en aumento mientras que mi prejuicio disminuía, y consideré pronto como un hecho, que se debía ver en él más bien al yerno del rey de los Belgas que al hermano del emperador de Austria. Eso era algo. Era ya mucho. De pronto, gracias a un paquete de periódicos que me llegó accidentalmente, me enteré que las leyes de Reforma, lejos de ser puestas en duda, serían por el contrario, más fielmente ejecutadas por el gobierno del emperador de lo que lo habían sido por sus autores. El rescripto en el cual Maximiliano invitaba a su ministro a actuar, sin esperar más las instrucciones de Roma que se encontraban tan singularmente ausentes (singularmente, sólo en apariencia, porque nada está más de acuerdo con las prácticas de la decrepitud pontificia) y los decretos que vinieron después a consecuencia de ello, manifestaban ya no solamente buenas intenciones, sino una voluntad firme y una gran decisión en la ejecución. El emperador, en lugar de seguir a los retrógrados, a los traidores, a los aliados de la Intervención, se volvió francamente liberal, democrático, nacionalista, y no reemplazó al gobierno derribado por las bayonetas de usted, más que para realizar mejor sus principios. Para un emperador, estaba muy bien; para un príncipe austríaco que se había convertido en emperador por medio de la Intervención, era magnífico.

Empecé desde entonces a esperar de Maximiliano —sin que hiciera falta el tolle que seguiría, como una explosión, la denuncia del peonaje ante el mundo civilizado— la Reforma capital, la Reforma sin la cual las demás, por excelentes que sean, no representan más que un sistema bastardo, hipócrita, una realización del derecho que contiene una negación categórica del derecho, una monstruosidad jurídico-constitucional, que llevó a la condenación del partido que hizo estas reformas, al poner de manifiesto la pusilanimidad y el egoísmo burgués y de rico malo de lo cual estaba toda vi a impregnado.

Resumiendo y sacando conclusiones con miras a tener un nuevo punto de partida, digo lo siguiente: evidentemente Juárez, indio, hombre de principios, hombre de derecho, debe haber querido la supresión del peonaje. Por las personas que estaban alrededor de él y por su partido, no habría osado hacerlo. No tengo aquí —eso es cierto— más que inducciones, y los motivos están contenidos en esta corta frase, pero me sorprendería mucho si mis deducciones no fuesen justas; en todo caso, concluyo que esa falta al derecho constituye su debilidad ante el ejército de la Intervención. Es también evidente para mí que Maximiliano debe querer esta reforma; agrego que es preciso que se atreva a hacerla. Vamos a hablar ahora de estas últimas palabras.

Digamos, en primer lugar que, con este mismo paquete de periódicos de enero y febrero, los últimos que pude leer, veo que, sin que se sepa todavía de la existencia de elementos adecuados en el país, se empieza a hablar bastante de emigración europea. Se discute este tema, se incita a la emigración, se pretende atraerla por todos los medios; el gobierno nombra comisiones para promoverla y apresurarla. Por lo tanto, se siente muy claramente en la prensa progresista y en el gobierno, que ni civil, ni política, ni económicamente, desde ningún punto de vista, excepto el del número, existe un pueblo en México. Tiene urgencia de formar uno, y lo piden... al extranjero.

Que se desee en México una numerosa población de trabajadores europeos, que se quiera atraer una corriente de inmigración tan grande, tan profunda, y tan poderosa como sea posible, está muy bien y soy el primero en aplaudirlo. Pero, ¡Caramba! si se quiere hacer un pueblo mexicano, una nación mexicana, por qué no se piensa primero o por lo menos al mismo tiempo, en los propios mexicanos? Me limito a formular esta interrogación, puesto que he proporcionado ya los elementos de la respuesta.

El emperador sentía la urgencia de tener un ejército. Tenía razón. En seguida pidió uno a Europa- Otra vez tuvo razón. Respecto al ejército, no tenía un momento que perder. Hacía Falta uno de inmediato con el cual se pudiera contar. Ahora bien, no podía, en un principio, contar con nada en México. Cualesquiera que hayan podido ser en Europa las provisiones, comprobadas con su demora, su prudencia, y su desconfianza al respecto; no dudo que una experiencia de algunos meses en México lo haya desilusionado todavía más. No debía encontrar en México más que tablas podridas. Cualquiera que conociera un poco el país, así como el carácter del emperador, hubiera podido predecírselo, Una fuerza extranjera ajena a los antiguos partidos, ajena a la Intervención, sin tradiciones en el país, neutral por así decirlo, convenía perfectamente en un principio al papel de árbitro que hubiera convenido a Maximiliano.

¿Pero podía esta fuerza extranjera ser otra cosa que una gendarmería y el núcleo de un ejército mexicano regenerado? ¿Había acaso un momento que perder para crear éste y, por lo tanto, para crear las condiciones de existencia, los elementos fundamentales? Ahora bien, ¿eran acaso unos traidores, los vencidos de la víspera o del día siguiente, los mexicanos del México actual y los peones, quienes podían ser estos elementos? ¡Seguro que no, mil veces no! ¡Era entre sus antiguos enemigos, entre aquellos que han seguido defendiendo su nacionalidad y el honor de su país, tales como tienen perfectamente el derecho de sentirlo y de comprenderlo, y que se unirían con él, al considerar que es más capaz que cualquier otro de convertir en realidad las Reformas inauguradas por el gobierno que la Intervención vino a derribar! Entre aquéllos, Maximiliano podía encontrar excepciones honorables. Aparte de estas excepciones, si confía en uno solo de sus generales, de sus oficiales, suboficiales o soldados mexicanos, creo sinceramente que está equivocado. No hay quizás uno de éstos que, en un caso dado, no esté listo a faltar a su palabra.

Si quiere soldados, que haga primero ciudadanos.

Este teorema que aparece aquí como conclusión es más imperativo en México que en cualquier otra parte. En Europa, en nuestros viejos países con sus viejas tradiciones militares y regulares, se pueden hacer soldados con cualquier población. Por ejemplo, los campesinos rusos, austríacos, etc., no son muy buenos ciudadanos. En México, la escasa densidad de las poblaciones, las vastas extensiones desoladas, la dulzura de los climas, el temperamento y el carácter mexicanos, cuarenta años de innumerables pronunciamientos de toda índole, de infidelidad a todas las banderas, otras diez causas secundarias, y sobre todo el peonaje, la causa madre, constituyen los elementos de una demostración que no deja ninguna duda sobre el teorema. Es superfluo hacerle a usted esta demostración.

La situación de Maximiliano es, en mi opinión, una de las más extraordinarias que se puedan encontrar en la historia. Como emperador, es de las más difíciles, de las más peligrosas, pero ofrece uno de los más bellos pedestales de la historia a aquel que logre dominarla y quien al subir a este pedestal, se consagraría como un gran hombre.

Hace poco más de dos años, me encontraba en Monterrey adonde fui casualmente para conocer un poco más de México y buscar cactus en las montañas. Vidauri me preguntó lo que pensaba de esta guerra, y lo que se pretendía. ¿Tenía acaso como propósito la expedición que todavía se encontraba en Orizaba, borrar el fiasco del 5 de mayo? ¿Era un simple asunto de honor militar —como se dijo tan torpemente en este caso— o una intervención, una conquista del país at large? ¿Qué era lo que se pretendía?

La expedición de ustedes era un enigma singular, Había poca gente que podía jactarse de entenderla, y en cuanto a mí, no estaba entre ellos. Sin embargo, contesté a Vidauri que podía considerar como cierto que la meta iría más allá de la simple reparación del chasco de Puebla; que el propósito no era tratar con Juárez sino que se quería tener a México a la disposición de los franceses. ¿Para qué? No lo sabía con precisión y quizá aun en las Tullerías, no se tenía todavía ideas muy claras al respecto. Pero con seguridad, se quería someter al país. Agregaba yo que se quería convertirlo en Grandes Indias, no con la intención de explotar a las poblaciones mexicanas como se explota allá a los hindúes, ni mucho menos; pero que la cosa era difícil y que, en todo caso, no querían ni se atreverían a intentarlo abiertamente. Dentro de estos límites, yo tenía motivos completamente plausibles y agregaba que una gran potencia europea podía seguramente, en vista de la Guerra Civil en Norteamérica, conquistar a México; pero decía yo que con más seguridad aún, ninguna potencia, inclusive si hubiese tomado y ocupado completamente México, podría mantenerse ahí; en suma, que nos habíamos comprometido en una empresa muy absurda en sí y, para emplear un término moderado y parlamentario, injusta. Comprendía muy bien que el punto sobre el cual Vidauri deseaba precisiones era el siguiente: si, en caso de que se obtuviese la victoria y que un ejército francés estuviese en México, se trataría o no con Juárez — lo que mucha gente apoyaba todavía y que, efectivamente, era la única cosa razonable. Al respecto, yo tenía una opinión firme y mi lenguaje no caía en la indecisión. La intención de intervenir era evidente. Se prestaba demasiado contra cualquier insinuación de intromisión en los asuntos interiores de su país, para que la decisión no haya sido tomada precisamente para manejarlos a su antojo. Un procedimiento que no me engañó en la investigación de la clave de los enigmas imperiales, está relacionado con una definición original de Lord Cowley quien contestaba a preguntas sobre el presidente de la República o el emperador de los franceses —no me acuerdo con precisión en qué época: "Es un hombre que no habla nunca, pero que siempre miente." —¡Cómo será cuando habla!— Había en mi opinión motivos especiales, sin duda; pero éste me hubiera bastado y pienso que el alto y poderoso personaje de la definición, admitiría, por lo menos interiormente que, el procedimiento, tiene algo de bueno. El autor de la Vida de julio César(13)no (tendría por qué quejarse) podría importunarse por ello.

Pero caigo en una plática que, aunque no esté completamente desligada de mi carta, alarga demasiado el camino. Quisiera llegar a esbozar, tal como lo entiendo, los peligros y la grandeza de la situación del emperador Maximiliano; para lograrlo, tengo que regresar al tema de la Intervención, por lo menos en sus elementos políticos, ya que la situación del emperador y el mismo emperador son la consecuencia de ello. Mi tesis es la siguiente:

Políticamente, la Intervención era un absurdo —tomado este término en el sentido que tiene en geometría.

La situación que resultó directamente de ella: el imperio de Maximiliano, debía ser, en consecuencia, igualmente absurdo, es decir, si se traduce al lenguaje político, imposible —dentro de los elementos directos e intrínsecos de la Intervención.

La imposibilidad era doble: imposibilidad interior e imposibilidad exterior (imposibilidad mexicana e imposibilidad norteamericana); estas dos posibilidades no constituían dos términos que se sumaran, sino dos imposibilidades que se multiplican una por la otra —un producto, no una suma.

Las posibilidades favorables a esta situación están todas fuera de los elementos de la Intervención y de la ayuda que de ella se podía esperar. Son fortuitas, para hablar el lenguaje común y corriente aunque, al examinarlas, se puede relacionarlas con una ley superior que no tiene nada de fortuito.

Las probabilidades intrínsecas, las armas de Maximiliano están sólo en su persona. La situación requiere un corazón muy noble y un concepto iluminado por una inteligencia muy firme.

Finalmente, su política debe ser la negación sistemática y resuelta, la destrucción y la contraria en absoluto de la política que ha sido el principio, la esperanza y el alma de la Intervención.

Con estas condiciones, él puede salvar la situación, y si la salva con estas condiciones, habrá salvado al mismo tiempo el honor (lo que llaman el honor) de la pobre Intervención y —lo que tiene mucho más peso— los más altos intereses de Francia, de México, de América misma y del mundo, puesto que hemos llegado a una época en la cual el campo de las revoluciones, de las guerras y de todos los acontecimientos de alguna importancia no es ya tal o cual nación, ni siquiera tal o cual continente, sino que ahora, como decía el apóstol: el campo, es el mundo.
Sin estas condiciones, si el emperador no quiere o no puede hacerlo, —creo verlo tan claramente como veo el papel sobre el cual le escribo bajo esta luz tropical— no le queda, por su honor y por otros intereses muy graves — y más graves aún— otra salida que la de preparar dignamente su abdicación.

Esta es mi tesis. Creo poder demostrarla rigurosamente. Pero que pueda parecer ridícula o visionaria, y que usted mismo, estimado mariscal, la considere como perteneciente al campo del romanticismo político-social mucho más que a aquel del positivismo práctico y del sentido de los negocios, lo entendería; usted debe saber bastante sobre mí para imaginarse que, por mi carácter y también por una larga experiencia —aunque sin duda lo lamentara— estaría a cien leguas de enojarme por ello. Sin embargo, no puedo impedir tener alguna fe en mi manera de ver, cuando reflexiono en que desde hace cuatro años, mis hombros de utopista se alzan por sí solos ante la ignorancia tremenda de la Gran Política europea, sobre los asuntos de América, ante las utopías y los errores de sus políticas clásicas y prácticas, ante la serie de peligros y de vergüenzas que han preparado y acumulado a su gusto para el porvenir; cuando pienso en fin, que los acontecimientos en lugar de desenvolverse como lo creían y lo querían los hombres de la política seria, sucedieron, a grosso modo y también en detalle, como lo habían soñado y anunciado los visionarios. Sea como sea. Platico con usted, eso es todo. Si esto puede servir de algo, experimentaré una profunda dicha: si no, habré tenido el gusto de charlar con usted —y no es poca cosa para mí, en mi rincón perdido, el tener una oportunidad de ejercitar un poco mi mente, oxidada desde hace diez años, y de empaparla por un momento en las ideas que eran mi vida— cuando estaba vivo. En pocas palabras, me es grato sentirme resucitado; experimento esta sensación y soy otro Lázaro.

Se me presenta la ocasión de mandarle esto. Deberá usted disculpar lo deshilvanado de mi carta, pero sólo puedo escribirle a ratos perdidos. Interrumpí mi carta al final del párrafo anterior para ir a cocer mi pan; ¡la masa ya se estaba pegando a la tapadera de la olla! Aquí somos nuestros propios peones y esclavos. Siempre hay algo que hacer en la casa, en el jardín, con las gallinas ¡qué sé yo! Además, desde hace algunos días, las campanas de la ciudad vecina repican de vez en cuando dando la alerta, porque vivimos con la agradable expectación de ser, de un momento a otro, saqueados por los soldados de la ex Confederación del Sur, quienes invaden las carreteras en tropeles desbandados, pero todavía armados —por su propia cuenta. Le contaré lo demás en mi próxima carta, y quedo cordialmente de usted...

 

Notas:
1.- El citado N. es seguramente el emperador francés Napoleón III. Vidaurri era el gobernador del Estado de Nuevo Lean, más tarde fusilado por "colaboracionista" por los republicanos. N. del E.
2. Todavía en la edición del año 1970 del Diccionario de la Real Academia no figura el término en esa acepción, pero antes de Considérant se usó en Europa incluso por Hegel y Marx. N. del E.
3. Rancho, tugurio campesino. N. del E.
4. Matorral, que lo mismo que jacal figura en el mexicanismo original en el texto francés. N. del E.
5. Referencia a los vencidos confederados del sur, regiones tradicionalmente algodoneras. N- del E.
6. El aguardiente del maguey, cuyas hojas se llaman pencas, se le conoce con los nombres también mexicanos de mezcal o pulque, palabras todas usadas por Considérant en el texto francés, como otras que hemos anotado. N. del E.
7. Localidad del Estado de Tamaulipas cerca de Matamoros en la frontera norteamericana. N. del E.
8. En México y América Central sinónimo de miserable, y al tiempo de delincuente. N. del E.
9. García Cantú sostiene a p. 496, El socialismo en México, ob. cit. que esto no es exacto como tampoco lo que se dice sobre Zarco. N. del E.
10. Aparentemente V. Considérant ignora las disposiciones dictadas por Simón Bolívar, José de San Martín, y especialmente Hidalgo y Morelos, aboliendo la servidumbre indígena. N. del E.
11. El 19 de febrero de 1862 se firmó un acuerdo preliminar entre el gobierno mexicano y las fuerzas de intervención en la localidad La Soledad. N. del E.
12. William Walker, aventurero norteamericano, que después de intentar la secesión de California mexicana, consiguió hacerse nombrar "presidente" de Nicaragua, siendo reconocido por los EE.UU. N. del E.
13. Napoleón III. N. del E.

 


Rama Carlos M. El utopismo socialista en América Latina (1830-1893). Biblioteca Ayacucho nº26, Caracas. 1977. 345 pág, pp. 208-245.