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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1863 La cuestión extranjera y la intervención francesa en México

México, 31 de mayo de 1863
José María Iglesias

¡Zaragoza ha sucumbido; el ejército del Centro ha sufrido un revés; el ejército de Oriente ya no existe!

Estos tres acontecimientos dolorosos, los más notables del mes que va a expirar, embargan de tal manera nuestro ánimo, que apenas nos deja tranquilidad para ocuparnos en la narración de otros sucesos menos interesantes; para entrar en la fría apreciación de cuanto no se refiere a la situación actual. Y no en verdad porque haya menguado la fe que hemos tenido en el triunfo de la buena causa, no porque desesperemos del porvenir de nuestra patria, que antes bien vemos ahora más grandioso que nunca, sino porque siempre es penoso que no haya coronado una espléndida victoria la heroicidad desplegada por los defensores de la independencia nacional, ante los que han sido impotentes las acreditadas armas francesas, y que sólo han sucumbido por falta de víveres y municiones. A no haber llegado un momento en que carecieron completamente de ambas cosas, se habría prolongado la de fensa de la ciudad invicta, sin que sea temerario suponer que allí habrían fracasado los inicuos planes de la intervención extranjera.

Pero no anticipemos observaciones que serán más oportunas en otro lugar; y dejando para el fin de nuestra revista la asombrosa historia de la caída de la Zaragoza mexicana, inmortal como su hermana mayor, encarguémonos previamente de los demás puntos que debe comprender nuestra labor mensual.

No sólo México tiene grandes desgracias que lamentar. También otra nación, heroica entre las primeras, encuentra para la salvación de su independencia poderosos obstáculos en esa fuerza física y brutal que, para mengua del siglo en que vivimos, sostiene aún el caduco despotismo de épocas menos ilustradas. La Polonia apura hasta las heces el cáliz del dolor en una lucha terrible, en la cual, sola como México, abandonada como México por cuantos debieran tenderle una mano amiga, no se acobarda sin embargo, y prefiere, como México preferiría combatir sin descanso en desigual contienda hasta el postrer aliento de sus buenos hijos, antes que renegar traidoramente de la independencia alcanzada a costa de ingentes esfuerzos.

La aglomeración de fuerzas considerables por parte de los rusos, dio lugar naturalmente a varios desastres de las tropas polacas, en uno de los cuales cayó prisionero el dictador Langiewicz, que fue conducido a Cracovia. Creyóse de pronto que la consecuencia inmediata de tales sucesos serían la completa represión del levantamiento nacional; pero lejos de ser así, la insurrección ha continuado con carácter imponente, desafiando altanera a los opresores del país.

Indispensable es, sin embargo, que acabe por sucumbir, abandonada como está a sus propias fuerzas, pues según indicamos antes, las potencias en quienes se había supuesto la decidida intención de intervenir a favor de la Polonia, se han abstenido de hacerlo. Cabe en esa deserción parte muy principal a la Francia, donde las generosas excitativas de los amigos de la resurrección de la nacionalidad polaca, se han estrellado en el frío egoísmo que teme enemistarse con un poderoso soberano. Para disipar toda duda y desvanecer toda ilusión en esta materia, el famoso ministro sin cartera Billault pronunció un discurso en que puso en relieve la política de su gobierno; y no contento todavía el emperador con tan explícita manifestación, dirigió una carta a su órgano oficial con el pretexto de felicitarlo, para tener ocasión de decir que había interpretado su pensamiento de la manera más satisfactoria. Queda, pues, notificada oficialmente la Polonia, de que S. M. Napoleón III, el grande amigo de los oprimidos, el generoso protector de la parte sana de las naciones, el civilizador por excelencia, no hará otra cosa que solicitar de su ilustre amigo Alejandro de Rusia algunas concesiones otorgadas como de limosna, en obsequio de un país con el que tiene la Francia importantes obligaciones que llenar.

En España, después de muchas combinaciones frustradas, en que figuraron el marqués del Duero, Armero, Mon, Pacheco y otras varias notabilidades, quedó por fin formado el nuevo ministerio de la manera siguiente:

El marqués de Miraflores, ministro de Estado y de Ultramar, con la presidencia del consejo.

Concha ( D. José), ministro de la guerra.

D. Florencio Rodríguez de Vahamonde, de gobernación. D. José Sierra y Cárdenas, de hacienda.

El general Mata y Alos, de la marina.

Monares, de gracia y justicia

D. Manuel Moreno López, de fomento.

Como anunciábamos en nuestra revista anterior, domina en el gabinete formado de tales personas, el partido de los afrancesados, cuya expresión más genuina es el marqués de La Habana, y al que se inclina también su compañero el de Miraflores. Por fortuna, todos convienen en que ese ministerio es transitorio, debiéndose su existencia exclusivamente a las dificultades que de pronto se han presentado para la formación de otro de significación más determinada. Establecido únicamente para llenar un hueco que se necesitaba cubrir de cualquier modo, desaparecerá luego que la reina escoja sus consejeros con carácter definitivo, entre los candidatos de los partidos contendientes.

El terrible enemigo de México, D. José de la Concha, sufrió, a poco de haberse encargado de la secretaría de la guerra, un fuerte ataque cerebral, que lo obligó a retirarse de los negocios públicos. Aunque se anunció al principio que tardaría mucho tiempo en volver a encontrarse en estado de despachar los negocios de su departamento, parece que su restablecimiento será menos tardío de lo que se había pensado.

El partido progresista, dirigido por Prim y Olózaga, va adquiriendo cada día mayor importancia. Constituido ya de una manera más formal, puestos de acuerdo sobre su programa los más notables de sus sectarios, apoyado por el duque de la Victoria, que se propone salir de su lar go retraimiento, recobra así su natural fisonomía, perdida necesariamente en ese engendro monstruoso que usurpó el nombre de unión liberal. El partido progresista ha de ir creciendo en número y en poder, porque es en España, y como en todas partes, el representante del porvenir, y para su triunfo no se necesita más que el simple transcurso del tiempo.

En la audiencia de recepción de Istúriz, el embajador español en Francia, nada hubo de notable, encerrándose los discursos pronunciados por ambas partes en la generalidades propias de esa clase de actos.

La cuestión mexicana ha continuado siendo en el imperio francés el negocio de mayor entidad de la época presente. Hemos visto ya el triste desenlace que tuvo el de Polonia, en el que el complaciente cuerpo legislativo se conformó dócilmente con la voluntad del soberano.

No se desmintió este eterno servilismo en la discusión del presupuesto, en la que entraban de lleno las consideraciones poderosas e incontestables, de los fuertes desembolsos necesarios para la continuación de una empresa descabellada. Como estaba previsto con toda seguridad, los consejos de la razón, los derechos de una nación independiente invadida sin causa justificada, y los intereses bien entendidos del pueblo invasor, han vuelto a ser sacrificados por cortesanos sin conciencia, al capricho despótico de Napoleón. Toda la diferencia que ha habido entre esta votación y las anteriores, consiste en que a los cinco votos, representantes habituales de una oposición fundada en las desconoci das reglas de la justicia, se han reunido otros tres, separados de la grey que camina siempre bajo la dirección de Billault. Sentimos no saber los nombres de los disidentes, muy recomendables por ese valeroso acto de independencia.

Pero si en las regiones oficiales no encuentra obstáculos la voluntad imperial; si su sistema despótico no permite tampoco la externación pública de las impugnaciones de su política, el sentimiento nacional busca en cambio respiraderos que le permiten desahogarse, sobreponiéndose así la verdad a las aduladoras declamaciones de los panegiristas de profesión. En periódicos extranjeros, especialmente ingleses y belgas, han visto la luz pública interesantes correspondencias, en que bien a las claras se revela la impopularidad de la guerra de México, emprendida y continuada por miserables fundamentos de los que ha hecho ya justicia el criterio universal. Los autores de esas correspondencias se lamentan con razón de la falta de justicia con que se ha promovido la contienda; de la tenacidad con que se insiste en sostenerla, una vez averiguadas las falsedades que pudieron al principio servirle de disculpa; de las dificultades cada vez mayores de una empresa que se consideró de fácil ejecución; del resultado negativo que en definitiva han de tener tantos sacrificios y calamidades. Desgraciadamente esas sentidas quejas se pierden en el bullicio de la adulación y no surtirán efecto sino cuando el sufrimiento nacional logre sobreponerse, como lo esperamos, al yugo que inhumanamente lo explota.

Los síntomas del malestar público, encubiertos todavía por la opresión, se van haciendo más marcados a medida que el término de la expedición se prolonga. El anuncio de la continuación del levantamiento anual de cien mil hombres, ha sido recibido con profundo disgusto, como que denota la insistencia de una política agresiva, a la que se sacrifican la sangre y los tesoros de la Francia. El desnivel cada vez más espanto so de los ingresos y los egresos, desconcierta de todo punto a Fould, cuya renuncia vuelve a presentarse como segura, a consecuencia de la imposibilidad absoluta de realizar los planes formulados en el programa de su nueva entrada al ministerio de hacienda.

A fin de no dar pábulo al descontento, continúa con rigidez extremada la prohibición de que circulen folletos, periódicos, documentos oficiales y hasta cartas privadas, en que se trate de los negocios de México en términos desfavorables a la política napoleónica. No es ya sólo en la misma Francia donde se observa este sistema inquisitorial, establecido también en cuantos puntos están sujetos a la obediencia del emperador. Así en Argelia el gobernador general, que es nada menos que el mariscal Pellisier, duque de Malakoff, prohíbe bajo penas severas la introducción de cuantos impresos escritos pongan las cosas en su verdadero punto de vista, y se enseña particularmente con la Discusión, diario español en que nuestra justa causa ha encontrado elocuentes defensores.

De resultas de esa persecución a la verdad, están siendo ya objeto de pesquisas administrativas y judiciales en París, personas a quienes se supone dispuestas a darla a conocer. Nuestro compatriota Rodríguez anda ya en cuestiones con la policía, y debe haber comparecido ante un tribunal. El Sr. Montluc, cónsul general de México en París, que en nada ha faltado a sus deberes de francés, que en todos sus actos se ha guiado por un recto espíritu de conciliación, ha visto allanado su domicilio, cateados sus papeles, desconocido su carácter. Por ese tenor se están cometiendo tropelías con otros individuos, de los que se sospecha que traen entre manos la defensa de los vulnerados derechos de este pobre país, al que ni oír se deja, por temor de que sus razones pongan en evidencia la iniquidad con que es invadido.

La larga inacción del general Forey llegó a causar fuerte alarma, así como marcado disgusto en la corte imperial. Atribuyéndose a apatía personal la demora de sus operaciones, se pensó nombrarle un sustituto, que debía ser el mariscal Niel. Según otras noticias, la lentitud del jefe expedicionario vino a corroborar los datos anteriores, relativos a las dificultades de la empresa. Hubo entonces junta de mariscales, en la que se asegura que se convino en la necesidad de aumentar el ejército francés hasta el completo de cien mil hombres. Se discutió por último so bre la disyuntiva de tratar con Juárez después de la toma de Puebla, o de establecer allí un gobierno intervencionista, en vez de esperar para formarlo a la ocupación de la capital.

Siendo los puntos referidos reservados por su naturaleza, no puede haber seguridad de su exactitud. Es necesario, sin embargo, mencionarlos, por haber venido consignados en los periódicos o correspondencias europeas, que a más de merecer crédito por la veracidad y buenos datos de sus autores, tienen visos marcados de verosimilitud. Empero, los hechos están desmintiéndolos.

Puebla ha caído en poder del ejército francés, sin que hasta ahora se realice ninguno de los extremos de la disyuntiva propuesta. Forey no ha sido revelado; Saligny no vuelve a figurar en primer término; no se mandan nuevos refuerzos. Ya que las noticias recibidas no se confirman, esperemos el curso de los acontecimientos para saber a punto fijo a qué atenernos, teniendo en cuenta a la vez que los últimos sucesos pueden modificar sustancialmente las instrucciones anteriores, y dar giro nuevo a las que se manden cuando sean conocidos.

La firme resolución en que está la República Mexicana de seguir defendiendo a todo trance su soberanía, ha seguido manifestándose con la no interrumpida reproducción de los actos que así lo demuestran de una manera práctica. En todas las poblaciones se siguen colectando donativos; de diversos puntos viene nuevos refuerzos de tropas, y se continúa el levantamiento de otras, cuya organización se procura con empeño; los hospitales de sangre están atendidos en esta capital con singular esmero por señoras de las familias más distinguidas, que no se desdeñan de asistir personalmente a los soldados heridos en defensa de la patria. Si el emperador Napoleón tuviera conocimiento de estos interesantes pormenores, acabaría de cerciorarse de que los buenos hijos de México, sin distinción de sexo, edad, ni fortuna, trabajan cada cual en su línea en contrariar la invasión francesa.

Algunas nuevas protestas en contra de la intervención ha habido por parte de individuos que habían sido reducidos a prisión como partidarios del extranjero, o de notabilidades conservadoras, sobre las que pesaba la misma sospecha. De las manifestaciones hechas en sentido patriótico, la que encierra más sinceridad es indudablemente la de D. Luis G. Cuevas, que ya muy de antemano, cuando no podía suponérsele guiado por motivos de temor, había negado espontáneamente todo participio en los proyectos intervencionistas. La continuación de la contienda podrá por necesidad de manifiesto, como está sucediendo ya en Puebla, quiénes son los hipócritas que tienen una cosa en los labios y otra en el corazón.

La celebración del 5 de mayo ha dado lugar a nuevas y entusiastas demostraciones del amor del pueblo mexicano a su independencia, defendida con tanto brío como felicidad en aquel día memorable. La República entera se ha esmerado en solemnizar con acendrado patriotismo el fausto aniversario de la victoria alcanzada sobre el primer cuerpo expedicionario francés. Al segundo debe servir de lección ese entusiasmo popular con que se patentiza la decisión nacional en contra de la intervención, únicamente apetecida de una escasa minoría de traidores.

Ni son los actos de los invasores propios en verdad para disminuir el odio con que es vista la empresa que se les ha encomendado. A los abusos reseñados con anterioridad vienen a agregarse otros nuevos, como por ejemplo el del robo de los cuadros de reconocido mérito que remiten a Francia como si fuera de su propiedad. No sabemos si esas valiosas pinturas irán a fijarse en los museos públicos como frutos del derecho de conquista, a imitación de Napoleón I, que despojó de sus obras maestras a todas las capitales europeas y a otras ciudades de importancia, o si en lo particular se declararán dueños de lo ajeno algunos jefes de la escuela del mariscal Soult, a cuya casa fueron a parar los más exquisitos trabajos de los pintores españoles.

En el teatro de la guerra las fuerzas del coronel Milán, comandante militar del Estado de Veracruz, obtuvieron un triunfo sobre una compañía de la legión extranjera, recién llegada al país entre los refuerzos mandados al ejército francés. En su tránsito para incorporarse a éste fueron atacados sesenta soldados en el Camarón, y después de una desesperada defensa, en la que se obstinaron por la creencia de que se batían con guerrilleros que no les darían cuartel, tuvieron que rendirse los pocos que sobrevivieron entre los que casi ninguno dejaba de estar herido. Esos prisioneros fueron tratados con la humanidad empleada con todos, y así lo ha publicado uno de ellos en una carta dirigida a su coronel.

Hasta principios de este mes se tuvo aquí conocimiento de los pormenores de los combates habido en Puebla el 24 y 25 de abril, en los que tan bien puestas quedaron nuestras armas. El ataque de la calle de Pitiminí, y sobre todo el de la huerta de Santa Inés, rechazados con extraordinario arrojo, son brillantes episodios que harían honor a cualquier ejército del mundo. El valiente coronel Auza no pereció como se había creído cuando se recibió el primer parte: quedó solamente contuso, y se encuentra ya en estado de convalecencia. Quien sí murió fue el malogrado comandante de batallón del 3° de Zacatecas, C. Mateo Salas, saliendo heridos muchos oficiales. Nuestra pérdida fue considerable, aunque muy inferior a la del enemigo.

Los triunfos alcanzados en la gloriosa defensa de la ciudad sitiada, encubrían un gravísimo mal que tenía alarmados a cuantos estaban al tanto de su existencia. Los víveres y municiones de nuestro ejército estaban ya a punto de agotarse. Carecemos de los datos necesarios para saber sobre quién deba pesar la responsabilidad de semejante estado de cosas, que venía a inutilizar los más heroicos esfuerzos.

El 29 de abril anunció el general en jefe del ejército de Oriente al del Centro, que no teniendo absolutamente víveres ni de dónde sacarlos, había llegado el caso de romper el sitio, arrollando dos campamentos del enemigo, para lo cual contaba con la fuerza suficiente. Se indicaba el día 2 del corriente mes para la salida, que debía ser protegida por el ejército de observación.

Transmitidas estas noticias por extraordinario al supremo gobierno impuso éste como primera y urgentísima obligación al general Comonfort, la de introducir a la plaza los artículos de que tenía tanta necesidad. Para el caso de que se frustrase esta operación, se le prevenía que protegiera con las tropas de su mando la salida de los sitiados, y que en caso necesario se librar una batalla campal.

A fin de expedir la ejecución de sus órdenes, se dirigió el presidente de la República, en unión de los ministros de relaciones y guerra, al campamento de Comonfort. Allí se insistió que se llevara adelante lo mandado, no obstante los riesgos y dificultades de la empresa.

El gobierno obró a nuestro juicio con patriotismo, apoyándose en sólidas razones. Después de una defensa tan heroica como la de Zaragoza, era lamentable perder la plaza, no por la fuerza de las armas, sino por la falta de provisiones. Peligrosa y aventurada como era la operación, valía la pena de exponerse a los azares de la guerra por un resultado que habría puesto a los franceses en la necesidad de levantar el sitio. Antes de permitir que cayera en poder del enemigo la segunda ciudad de la república, se debía hacer un esfuerzo supremo para salvarla. El mal éxito de la tentativa no sirve de argumento contra su prescripción, a no ser que estuviera demostrado que había de desgraciarse indefectiblemente, lo cual no es cierto.

Acordada definitivamente la operación, se trató desde luego de ejecutarla. El plan concebido por el general Comonfort y aprobado por el general González Ortega, consistía en llevar el convoy por el pueblo de San Pablo del Monte, sosteniendo uno o más combates con el ejército francés, en los cuales el del Centro debía ser auxiliado por cinco o seis mil hombres del de Oriente.

El movimiento se emprendió rumbo a Santa Inés Zacatelco, donde se pernoctó el día 4, después de una marcha penosísima. El general Comonfort había mandado de antemano abrir un camino que conducía a San Pablo del Monte; pero a más de que el enemigo había destruido los puentes construidos, abierto zanjas y obstruido el paso con árboles, tenía reunida una gran fuerza esperando la llegada del convoy. Estos graves incidentes hicieron cambiar el plan adoptado, y tomándose el camino recto de Puebla, se ocupó el cerro de San Lorenzo, para que sirviera de base a las operaciones que se iban a ejecutar.

Enfrente de San Lorenzo queda otro cerro llamado de la Cruz, estando ambos separados por la BarrancaHonda, que desemboca en el río Atoyac. Distando el segundo menos de una legua del fuerte de Santa Anita, la comunicación de Puebla quedaba abierta con la ocupación permanente de aquel punto, para lo cual había que tomarlo a viva fuerza.

San Lorenzo fue ocupado por la primera división del ejército del Centro, quedando las demás escalonadas para auxiliarla oportunamente. El día 6 se estuvieron batiendo las tropas mexicanas con las francesas, consiguiéndose algunas ventajas por nuestra parte, y conservando unas y otras sus respectivas posiciones. El 7 se tomaron las disposiciones convenientes para el ataque general del cerro de la Cruz, siendo la principal flanquearlo por su derecha.

Esta hábil combinación hubiera surtido probablemente el efecto deseado, si el enemigo no se hubiera anticipado al movimiento de nuestras fuerzas, tomando la iniciativa en vez de esperar a ser atacado.

En la madrugada del día 8 se desprendieron del cerro de la Cruz cuatro columnas francesas sobre San Lorenzo, donde se resistió el asalto. En la defensa se distinguieron los coroneles Montenegro, Rojas y López, de los cuales el primero cayó en poder del enemigo; el segundo logró abrirse paso, salvando la bandera de su cuerpo; y el tercero sucumbió en unión de muchos de sus soldados, después de haber hecho prodigios de valor. El general Echegaray, jefe de la división atacada, salió ligeramente herido, y la acción se perdió. El general Comonfort trató de restablecer el combate. Gracias a su denuedo, a su serenidad, a la impre sión causada por la vista de su caballo herido, logró ordenar la retirada, impidiendo que se convirtiera en un desastre completo, como fácilmente hubiera podido suceder.

Contenido el enemigo con el marcial continente de nuestras tropas formadas en batalla, suspendió sus movimientos, con lo cual pudieron ya aquellas retirarse en buen orden a Tlaxcala, de donde se dirigieron a San Martín Texmelucan. El general Garza, situado en Ocotlán, se replegó a la hacienda de San Bartolo para no ser cortado.

Nuestra pérdida entre muertos, heridos, prisioneros y dispersos, ascendió a cerca de dos mil hombres. En poder del enemigo cayeron ocho piezas de artillería y una parte del convoy destinado a la plaza.

El revés sufrido no habría sido de grande importancia, a no haber hecho imposible la introducción de municiones y víveres a Zaragoza, que así quedaba reducida a la impotencia de seguirse defendiendo, por carecer de esos artículos de primera necesidad.

Pocos días después renunció el general Comonfort el mando del ejército del Centro. Admitida la renuncia, fue nombrado para esa importante comisión el general Garza. Después de la catástrofe de Puebla, el ejército se ha retirado a esta capital, donde descansa de sus fatigas pasadas, en espera de los nuevos combates a que se apresta para defender la independencia nacional. Esta corre hoy nuevos peligros, por haber sucumbido la ciudad ilustre que había estado conteniendo el impulso del invasor, y de cuya caída vamos a ocuparnos, relatando a la vez los sucesos que la precedieron.

Los franceses, sabedores sin duda del triste estado que guardaban los sitiados, condenados a perder la plaza si no recibían provisiones de boca y guerra, suspendieron los ataques en que tan mal librados había salido siempre, y se limitaron a impedir la introducción de los efectos que debían servir para prolongar la defensa.

Celebróse entretanto por los generales en jefe de ambos ejércitos una convención para el cange de prisioneros de una y otra parte. En ese arreglo se estipuló que los oficiales serían canjeados grado por grado, y hombre por hombre; y de sargento abajo hombre por hombre sin distinción de grado. Los heridos quedaron comprendidos en la estipulación, para ser remitidos luego que lo permitiera el estado de su salud.

Al efectuarse el canje, resultaron sobrando veintiséis soldados franceses, que fueron enviados graciosamente a su campamento. El general Forey, en una cortés carta del día 6, dio las gracias por ese acto espontáneo, y en cuenta de lo que había recibido de más, mandó veintiún prisioneros mexicanos de las tropas de Comonfort. El general Ortega contestó a su turno en términos urbanos.

El 9 le dirigió otra nota el jefe enemigo, para comunicarle el desastre del ejército del Centro, que hacía consistir en mil hombre muertos o heridos, otros mil prisioneros, ocho piezas de artillería, tres banderas, once guiones, veinte carros cargados, cuatrocientas mulas, carneros y armas. Advirtió que entraba en estas explicaciones, para evitar el engaño de los diarios mexicanos, que disfrazaban la verdad de la manera más escandalosa. Fundó además en la mencionada función de armas, la esperanza de que contribuía a abrir los ojos a los ciegos que se niegan a creer en la leales intenciones de la Francia, encaminadas a concurrir con los hombres sensatos de México, a establecer el orden y la libertad en este desgraciado país, arruinado y desolado por la guerra civil. Y remitió los siete prisioneros en su campamentos de antemano.

Forma en este último punto contraste, la liberalidad con que el general Ortega puso en libertad hasta el último prisionero francés, y la mezquindad con que Forey se limitó a enviar los veintiocho soldados de que se consideraba deudor, sin soltar uno sólo más de los comprendidos en el cange.

Nuestra pérdida en la acción de San Lorenzo, confesada con lisura en los partes oficiales y en los periódicos, ha sido exagerada por Forey, que ha incurrido así en el mismo vicio que pretendiera censurar. La acusación que hace a los diarios mexicanos provoca a risa, cuando se considera por una parte la veracidad con que generalmente se expresan, y por otro lado la cínica desvergüenza con que insertan mentiras de a folio la Patrie, la France, el Moniteur y todos los demás diarios franceses, oficiales u oficiosos, bien que en esto de desfigurar los hechos de la manera más descarada, los periodistas se quedan muy atrás de los diplomáticos, generales en jefe y ministros sin cartera. La experiencia que en este punto hemos adquirido con los sucesos de nuestro país, nos hace ver ya como bonitas novelas las pomposas relaciones francesas de los acontecimientos contemporáneos; y si Voltaire viviera, quedaría verdaderamente asombrado del modo con que sus paisanos escriben historias.

Nuestra limitada inteligencia no alcanza a comprender cómo el triun fo alcanzado por las armas francesas pueda servir para abrir los ojos a los ciegos sobre las intenciones del emperador. La lógica del general Forey se remonta a regiones muy elevadas. Las intenciones del emperador, malévolas e injustificables para nosotros, que pertenecemos al número de los ciegos, no cambiarán de carácter, ni con una ni con cien victorias de sus soldados. Dominará la fuerza; el derecho se conservará intacto.

Los hombres que el general Forey llama sensatos, son conocidos en el mundo entero con el epíteto de traidores. No son ellos ciertamente los que han de establecer en México la libertad y el orden, cuando venden a su patria por miserables intereses personales, cuando son mirados con horror y desprecio por toda la nación.

Tampoco la intervención francesa servirá para bien del país, que ni pide tutela ni la tolerará, ni cree en las miras generosas de sus mentidos protectores. Absurdo remedio al par que burlesco, para un país asolado por la guerra civil, es agregarle las calamidades de la extranjera. Los amigos de Forey deben aconsejarle que no siga escribiendo, porque sus proclamas y notas oficiales se prestan a los más desfavorables comentarios.

Sobrada razón, pues, tuvo el general Ortega, para afirmar en su digna contestación, que la nación pasará por todo, y sostendrá una guerra indefinida, ya sea de un modo irregular o regular, antes que consentir en perder su independencia o mancillar su honor, lo cual sucedería si admitiera una intervención extranjera en los negocios de su política interior.

Cuando se supo el desastre sufrido por el ejército del Centro, se creyó generalmente que desde luego se evacuaría la plaza de Zaragoza, haciendo los sitiados a todo riesgo una salida, en la que si bien sufrirían por necesidad pérdidas de consideración, se salvaría una parte del ejército de Oriente, cuya cooperación sería preciosa para la defensa de esta capital. Desconocemos las razones en virtud de las cuales no se tomó esta resolución, que parecía la más natural, aunque suponemos que serían graves y decisivas. El hecho es que no hubo salida, y que el desenlace del sitio fue verdaderamente inesperado.

Los sitiadores, saliendo de pronto del sistema de inacción que habían seguido por muchos días, atacaron el 16 con gran furia. Sus esfuerzos, dirigidos especialmente contra el fuerte de Ingenieros, se estrellaron como todas las veces anteriores en el invencible arrojo de nuestros soldados. No contentos estos con rechazar al enemigo, hicieron una salida sobre su campamento. Este acto de valor fue ejecutado por las tropas de Durango, dirigidas por su jefe el intrépido general Patoni, llegándose hasta las obras de zapa de los franceses.

Consumidas en este último asalto las municiones que quedaban, agotados igualmente los víveres, al extremo de llevarse ya días de tomar un alimento escasísimo y poco nutritivo, la defensa no podía prolongarse. Había sonado la hora fatal en que era preciso sucumbir, no ante el enemigo, cuya impotencia para tomar la plaza a viva fuerza había quedado demostrada en cien combates, sino ante el hambre, ante la falta de parque. La ocupación de Puebla podrá acaso servir para los designios del emperador Napoleón; pero no en un triunfo para las armas francesas, por no haber sido ellas las que han decidido la cuestión.

A fin de saber las condiciones que impondría el vencedor por casualidad, pasó el cartelmaestre, general Mendoza, a entenderse con Forey. Consentía este en la salida del ejército mexicano, con sus armas, banderas y todos los honores de la guerra, con tal de que se situara en el punto que se le designase, comprometiéndose a permanece neutral en la presente lucha en que se juega nada menos que Ios destinos de la patria. La propuesta fue desechada con un patriotismo digno de los mayores elogios.

Entonces se adoptó una resolución que bien merece la calificación de heroica y sublime, supuesta la imposibilidad de abrirse paso a viva fuerza. En la orden general del día 17, expedida a la una de la mañana, se mandó que de las cuatro a las cinco se rompiera todo el armamento para que bajo ningún aspecto pudiera utilizarlo el invasor: que se inutilizaran todas las piezas de artillería, que se disolviera el ejército, manifestándose a los soldados que no quedaban excluidos de seguir prestando sus servicios al suelo en que nacieron, sino antes bien, obligados a presentarse al supremo gobierno, para continuar defendiendo en torno suyo el honor de la bandera mexicana; que a las cinco de la mañana se tocaría parlamento y se izaría bandera blanca; y que a la mis ma hora se reunirían los generales, jefes y oficiales, en el atrio de Catedral y Palacio de gobierno, para rendirse prisioneros, sin pedir garantías de ninguna clase, por cuyo motivo se les dejaba en absoluta libertad para elegir lo que creyeran más conveniente a su propio honor y a sus deberes militares.

Acordadas estas disposiciones a las cuatro de la mañana se pasó una comunicación oficial al general Forey, noticiándole que la plaza quedaba a sus órdenes y podía mandarla ocupar. "No puedo, decía con laconismo y nobleza el general en jefe de nuestro ejército, seguir defendiéndome por más tiempo; si pudiera no dude V. E. que lo haría."

Todo se efectuó como se había mandado. Se rompió el armamento, se desmuñonaron los cañones, y mil cuatrocientos generales, jefes y oficiales, entre los que sólo faltaban unos cuantos que habían preferido salir de la plaza por su cuenta y riesgo sin constituirse prisioneros, esperaron la suerte que les deparara el enemigo como en otro tiempo los senadores romanos, cuando la toma de la ciudad de eterna por los galos, se entregaron también en brazos del destino sentados en sus sillas curules.

La ínclita decisión de los defensores de Zaragoza, llenará de asombro al mundo, así por su sublimidad, como por tratarse de un hecho inaudito en los anales militares. La defensa de la plaza había sido ya demasiado heroica, para que sin mengua del decoro se aceptaran las condiciones de práctica universal en casos semejantes. En el sitio, de duración igual al segundo de la Zaragoza situada a las márgenes del Ebro, habían abundado hazañas merecedoras de eterna remembranza. Cuando está ya a salvo el honor militar, se busca en una capitulación honrosa la concesión de garantías personales para una guarnición obligada a rendirse. Estaba reservado a los soldados mexicanos, después de haberse batido con heroicidad, dar el insigne ejemplo de una abnegación patriótica, que les hizo olvidarse de sí mismos, para que fuera menos fructuoso el accidental triunfo del enemigo extranjero. La caída de Puebla, corona espléndida de un triunfo memorable, será en la historia de México una página escrita con diamantes.

La ciudad altiva, ocupada, pero no tomada; rendida, pero no vencida, vio entrar por sus calles a los soldados del emperador, en unión de los traidores que fueron apedreados sin que lo impidieran sus aliados, de quienes son vistos con merecido desprecio.

Los prisioneros fueron tratados al principio con las consideraciones debidas a sus gloriosos hechos, no empleándose el rigor sino cuando dieron nuevas pruebas de una entereza indomable. Como no hubo capitulación, ni habían contraído compromiso de ninguna clase, se quiso inutilizar sus servicios haciéndolos firmar una protesta, en la que se obligaban bajo su palabra de honor a no salir de los límites de la residencia que se les asignara; a no mezclarse por escrito o de obra en la guerra ni en la po lítica por todo el tiempo que permaneciesen prisioneros de guerra; y a no tener correspondencia con sus familias y amigos sin previo conocimiento de la autoridad francesa.

Luego que fueron conocidas estas proposiciones, una voz unánime, como salida de un solo pecho, la voz de mil cuatrocientos ameritados mexicanos, las rechazó con desdén. Los generales presentes hicieron constar además por escrito su renuncia a firmar, tanto por prohibirles las leyes de la guerra aceptar compromisos que menoscabaran la dignidad del honor militar, como por prohibírselo también sus conciencias y opiniones particulares.

Este segundo rasgo de desprendimiento vino a renovar la seguridad de que la decisión fría y tranquila adoptada desde un principio, era de todo punto inalterable. De nuevo se entregaron nuestros valiente a merced del enemigo, sin admitir para sus personas garantías que pugnasen con sus deberes de ciudadanos y de militares. La lección repetida ha sido más heroica y más saludable.

Irritado sin duda de tanta firmeza, el general enemigo tomó entonces la determinación de sacar a los recalcitrantes rumbo a Orizaba y Veracruz. ¿Qué se propone hacer con ellos? Si en virtud de la resistencia que han mostrado, piensa conservarlos en prisión segura, para que no vuelvan a empuñar las armas en su contra, como han protestado hacerlo, está en su derecho ciertamente. Pero si va a mandarlos a la Martinica, según se ha anunciado ya, cometerá un acto de barbarie. La falta de capitulación y de cualquier convenio mutuo posterior, no priva a nuestros prisioneros de las garantías que les otorga el derecho de la guerra. En las acciones campales, en las que por lo común no media estipulación alguna, los militares que caen después de la derrota en poder del vencedor, están amparados por las prácticas humanitarias de las naciones civilizadas. La dureza de los tiempos antiguos comenzó a templarse con la reducción a la esclavitud de los prisioneros de guerra: hoy su pena está reducida a impedirles que vuelvan a hostilizar al que se ha hecho dueño de sus personas. Cuando a ello no se prestan de buena voluntad, hay autorización para ponerlos a buen recaudo. Hasta aquí llega lo lícito; lo demás es atentatorio.

La falta de compromisos por parte de los prisioneros de Zaragoza, los ha puesto en aptitud de escaparse, para seguir prestando sus importantes servicios en la presente guerra de independencia. Así lo han efectuado ya muchos de los jefes y oficiales y aun algunos de los generales, habiendo llegado de estos a la capital los C. C. Berriozábal, Díaz, Negrete y Régules. El primero, previa licencia de la cámara en que había entrado a funcionar como diputado, se ha encargado del ministerio de la guerra, vacante por renuncia del general Blanco; los otros han sido ya, o serán próximamente colocados en puestos dignos de sus antecedentes.

De los oficiales que han recuperado su libertad, unos ochenta la lograron en la hacienda de los Álamos, salidos ya de Puebla, echándose sobre la fuerza que los custodiaba. En este acto de arrojo perecieron dos o tres de ellos.

Al sacarlos en unión de sus compañeros, se les ha llevado a pie y entre filas. Habiéndose negado a recibir el socorro que se les ofreció de la caja francesa, van caminando sin recursos. Es dudoso que les lleguen los que les ha mandado el supremo gobierno, cuidándose como siempre de atender a los esforzados defensores de los derechos de la nación.

Los generales han salido en coche. La opinión más generalizada es que se les conducirá a Francia hasta la conclusión de la guerra.

De los soldados prisioneros, se cuenta que se ha empleado a dos mil en destruir las fortificaciones de Puebla, y mandando tres mil a trabajar en el ferrocarril de Veracruz, lo cual equivaldría a una sentencia de muerte. Este será un nuevo abuso de la fuerza sin justificación posible.

Mientras los buenos mexicanos caminan así al destierro y tal vez al sepulcro, vuelven a Puebla los simpatizadores de la parte sana a humillarse ante los franceses. El clero recobra sus ropas talares; los frailes andan de hábito; las monjas intentan regresar a sus conventos; los canónigos entregan las llaves de la Catedral a Forey y le entonan un sacrílego Te Deum, para demostrar que no ha acabado todavía la familia del obispo D. Opas. Los mayordomos de los exclaustrados de ambos sexos, dando por restablecido todo el antiguo régimen, reclaman la propiedad de los bienes de cuya administración sacan tan pingües beneficios; pero en esta parte tropiezan con la resistencia de los invasores, que declaran hecho consumados e inalterables los de la desamortización.

El gobierno supremo, que se había abstenido de decretar la expulsión de los franceses mientras no la consideró oportuna, la acordó luego que se tuvo noticia de lo ocurrido en Puebla. Hechas las excepciones convenientes en favor de quienes las merecían, el decreto se está cumpliendo con los demás.

El congreso ha otorgado al invicto ejército de Oriente recompensas que simbolicen la gratitud nacional.

La cuestión de facultades omnímodas ha sido por fin resuelta, después de un largo y animado debate. La oposición se empeñó en negar la atribución de ratificar tratados, pero fue vencida, quedando el gobierno con las mismas autorizaciones que antes, sin más restricción que la de no aceptar intervención extranjera.

La nación mexicana se prepara a continuar, sin tregua, sin descanso, con patriotismo, con heroicidad, la guerra que se encapricha en hacerle el déspota coronado de la Francia. Lejos de que las desgracias sufridas en este mes la acobarden, servirán por el contrario para levantar el espíritu público con la contemplación del sublime ejemplo dado por la vanguardia armada del país. Así, aun después de disuelto, se guirá sirviendo a la causa de la patria ese inmortal ejercito de Oriente, del que gentes propias y extrañas dirán en la actitud del más profundo respeto: ¡Honor al valor desgraciado!