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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1862 La Convención de Londres sobre los asuntos de México

Francisco Zarco, 6 de Enero de 1862

Si disertar sobre las intenciones que hacia México abrigan las potencias occidentales, antes de conocer el texto de la convención de Londres del 31 de octubre, y ateniéndose sólo a las revelaciones de la prensa semioficial, era exponerse a extraviarse en un dédalo de conjeturas y de falsas hipótesis; ahora que es conocido el pacto celebrado entre Inglaterra, Francia y España, quedan en pie grandes dudas, y nadie puede calcular hasta qué punto sea cierta la opinión de que México es sólo el pretexto de ese tratado, que envuelve siniestros y secretos designos contra todo el continente americano.

Sin poder conocer a fondo esos designios, sin disimular que nos asaltan muchas dudas sobre los acontecimientos que se preparan, no podemos dejar de examinar la convención de Londres, en que tres potencias europeas, sin oír siquiera a México, sin conocer su situación y dejándose llevar de falsos y exagerados informes, han resuelto de la suerte de esta República, violando el principio de no intervención, tan decantado en estos últimos años en todos los consejos de la diplomacia.

Sólo la fecha en la que se firmó la convención, indica que había un plan deliberado de hostilidad a México y de intervención en sus negocios, una vez que se pactaron sus graves estipulaciones sin esperar el resultado de las negociaciones que aquí habían entablado los representantes de Inglaterra y de Francia, para arreglar las reclamaciones pendientes. ¿De qué serviría haber accedido de buen grado al ultimátum del señor Saligny y al de Sir Carlos Wyke, si la invasión y la ocupación de nuestras costas era cosa resuelta, y si esta resolución no había de modificarse ante ningún esfuerzo de México para procurar una reconciliación? ¿ Cómo, pues, si se tenía el intento que revela la convención, se mantenían en México negociaciones diplomáticas que no habían de dar ningún resultado? ¿Qué papel se hacía representar aquí a los ministros de la Gran Bretaña y de la Francia? ¿ Estaba reducida su misión a adormecer al gobierno mexicano con la esperanza de un gobierno pacífico y honroso, para asestar mejor un tiro aleve contra nuestra independencia? Tales astucias y artificios no cuadran bien con la grandeza y el poder de las primeras potencias del mundo, y sólo hacen recordar las intrigas de baja estofa de las repúblicas italianas de la edad media, que tenían al menos como disculpa su propia debilidad.

El mundo entero ha de sorprenderse de ver unidas para una acción común a tres naciones, cuyas tendencias y cuyos intereses no son susceptibles de asimilación, ni de amalgama. Es sabido que al principio España quiso obrar por sí sola y emprenderuna expedición a México y que tenía la tendencia de intervención y de reconquista. El orgullo del triunfo en Marruecos, la perspectiva ofrecida por la reversión de Santo Domingo, consumada por la traición y la perfidia del infame Santa Anna, y la necesidad de distraer el espíritu público, para que el pueblo español, a costa de una gloria militar, prescinda de sus libertades y se entregue inerme a la reacción, impulsaban a la Corte de Madrid a obrar por sí sola en los negocios de México. Además creía que el partido retrógrado en la República tenía síntomas de viabilidad, y que los amigos del oscurantismo habían de ser sus más eficaces colaboradores. La España soñaba, pues, con infamias como las de Santo Domingo, con un protectorado o intervención y hasta con poder crear en México una monarquía en apariencia independiente, y en realidad tributaria de la corona de Castilla.

La Francia no podía tener serios motivos de queja contra México, había reconocido al gobierno constitucional de la República, mantenía con él buenas relaciones y tenía en vía de arreglo todas sus reclamaciones. La suspensión de pagos decretada el 17 de julio, no podía en nuestro concepto, ofrecer pretexto plausible para secundar las miras cíe la España, y así la unión a esta potencia, es un enigma como todos los que hace tiempo presenta al mundo la indescriptible política de Napoleón III.

La Inglaterra, que ha visto con disgusto el ascendiente español en África, que no ha querido considerar a España como potencia de primer orden, no podía resignarse a que en el continente americano predominara sobre la suya la influencia hispanofrancesa; y nos parece que para evitar ese predominio ha entrado en la convención, sin identificar sus miras con las de las otras partes contratantes. El interés comercial de la Gran Bretaña, el monto de la deuda que a sus súbditos reconoce México, no son por su cuantía comparables a los intereses franceses y españoles. Por otra parte, nadie habrá olvidado que en la cuestión de instituciones, la Inglaterra ha simpatizado con el partido liberal, y que cuando temió que aquí se prolongara la guerra civil, la principal base de la pacificación por ella propuesta, consistía en que se estableciera de un modo sólido la libertad civil y religiosa. La Inglaterra reconoció al gobierno constitucional, y espontáneamente le ofreció apoyo moral para ayudarlo a consolidarse y a pacificar al país. En todas las cuestiones pendientes entre México e Inglaterra, se versan sólo intereses pecuniarios; no hay ni sombra de agravio inferido por nuestro país al gobierno británico, ni asomos de una de esas serias dificultades que la Inglaterra ha tenido a menudo con los Estados Unidos, y que han llegado a una solución satisfactoria por medios pacíficos. La Inglaterra, parecía inclinada a seguir en esta vez la vía de las negociaciones, y así no parece sino que ha entrado en la convención para moderar o contrapesar las exigencias hispanofrancesas y templar las ideas de intervención.

Lo que parece seguro, es que se ha permitido que la España obre por sí sola, viniendo a México con sus pretensiones de reconquista; así parece indicarlo el discurso de la reina en la apertura de las cortes, al decir que su gobierno tenía hechos los preparativos necesarios, cuando dos grandes potencias manifestaron que también tenían que vengar actos de violencia, cometidos por las autoridades mexicanas, y que siendo los ultrajes recibidos de la misma naturaleza, la acción debía ser común. Por más que el discurso regio añada que éste era el deseo del gobierno espafiol, está mal disimulado el disgusto de la cooperación forzosa de las otras dos potencias.

Increíble se hace que la única mira de la convención sea nuestro país, y parece fundada la conjetura de que se quiere aprovechar la guerra civil de los Estados Unidos para obrar contra la doctrina i\Ionroe, y de que causa alarmas en Europa, ver que la Unión Americana en poco tiempo puede elevarse al rango de potencia militar de primer orden, y caer no sólo sobre Cuba, sino sobre todas las posesiones que en las Antillas conservan las potencias europeas. Pero apartémonos de conjeturas, y examinemos el texto de la convención.

El preámbulo es de una vaguedad extrema. Las partes contratantes se dicen obligadas, por la conducta vejatoria y arbitraria de las autoridades mexicanas, a exigir de ellas la más eficaz protección para las personas y propiedades de sus súbditos, residentes en este país, y el cumplimiento de todos los compromisos contraídos por la República. No se explica más que en estos términos vagos y exagerados, el motivo de haber combinado la Francia, la España y la Inglaterra sus medios de acción contra México.

El cargo de arbitrariedad y vejación que se hace recaer sobre las autoridades mexicanas, ha sido desvanecido mil veces. Si aquí ha habido ultrajes al extranjero, no ha sido obra del gobierno, se han indemnizado con munificencia, y no hay queja que no se haya reducido a dinero. Las potencias europeas olvidan que el malestar de los tres años últimos de guerra, se ha hecho sentir por nacionales y extranjeros, y que si esta guerra se prolongó tanto tiempo, si el pueblo mexicano tuvo que luchar tanto para reconquistar su derecho, fue porque la facción usurpadora contó con el imprudente apoyo de la diplomacia europea.

Ni la Francia, ni la Inglaterra podían desesperar de llegar a un arreglo equitativo de sus reclamaciones por la vía diplomática que habían emprendido. La España no ha intentado ese medio. En los mayores ultrajes que puedan hacerse los pueblos, antes de recurrir a las armas, se manifiestan sus quejas y agravios, formulan sus exigencias, establecen sus condiciones, intiman al menos sus pretensiones, y recurren a toda clase de medios antes de llegar a un rompimiento. Así lo exige la civilización del mundo, y la paz general cuya conservación está encomendada a todos los gobiernos cultos. Pero en esta vez, todos los medios se desechan, pues estamos viendo que ni en cuenta se tenían las gestiones de las legaciones acreditadas cerca del gobierno mexicano, y así, no había más que un designio agresivo, un plan de hostilidad, cuya ejecución ha comenzado la España, con una invasión que tiene todos los caracteres de pirática.

Lo acordado por las potencias es verdaderamente inexplicable, y no da a conocer sus verdaderas intenciones. Fuerzas combinarlas han de ocupar, en nombre de las tres potencias, las 'fortalezas y puntos militares de las costas de México, pero no se limita ni la extensión de los puntos que han de ser ocupados, ni el tiempo que ha de durar la ocupación, ni se determina siquiera qué es lo que ha de exigirse de México para hacer cesar esta hostilidad. El fin principal, se dice, que es asegurar la vida y propiedad cíe los súbditos extranjeros residentes en la República, pero las operaciones militares quedan al arbitrio de los comandantes en jefe, sin que sea fácil prever cuáles puedan ser esas operaciones.

Ellas han comenzado ya con la ocupación de Veracruz por los españoles, instituyendo tribunales y autoridades, sin dirigirse para nada al gobierno del país, sin indicarle lo que de él se exige, acto de queno creemos se prescinda, y que acaso se reserva para cuando lleguen los comisarios de las tres potencias.

En el artículo 24, se protesta no procurar adquisiciones de territorio, ni ventajas políticas, ni ejercer influencia alguna en los asuntos interiores de México, ni coartar los derechos de la nación mexicana para escoger la forma de gobierno que mejor le parezca, y constituirse libremente. Pues bien, para exigir reparaciones, para arreglar las cuestiones pendientes, no se necesita de ningún aparato hostil, puesto que México jamás se ha negado a atender la justicia y el buen derecho, ni a imponerse los más duros sacrificios para cumplir sus compromisos internacionales. En adquisiciones de territorio sólo podía pensar España, y así esta protesta puede haber sido dictada por los ingleses para contrariar tales miras. Entre la protesta de no intervenir en nuestros asuntos interiores y la de dejarnos escoger formas de gobierno y constituirnos libremente hay, si bien se considera, cierta contradicción que nace del falso conocimiento que se tiene del actual estado de nuestra sociedad. Creese en Europa, que el partido reaccionario es un partido político con algunos adeptos en el pueblo, que la reacción es potente y formidable, y que el país está dividido y disputado entre (los gobiernos de igual fuerza, de igual influencia, de igual prestigio. La Francia y la España no han disimulado sus simpatías por la reacción, reducidas hoy a unas cuantas gavillas de bandoleros, que día a día huyen despavoridos, o reciben terribles escarmientos de las tropas del gobierno legítimo. Si se pretende dar libertad a los mexicanos para escoger uno de esos partidos a la sombra de las bayonetas extranjeras, se trata cíe un proyecto ridículo, injusto e insensato.

En México no está por resolver la cuestión de instituciones; la ha decidido el pueblo del modo más libre y espontáneo, eligiendo en 1856 una asamblea constituyente, que sin coacción de ningún género expidió el código fundamental, aceptando esta Constitución en 1857, defendiéndola con las armas durante tres años, haciéndola triunfar en 1861, eligiendo después sus mandatarios; y declarándose unánimemente por el mantenimiento del orden legal. La elección del presidente Juárez es el resultado de una elección cuya libertad envidiarían los pueblos más adelantados; y su permanencia en el gobierno es la obra de la voluntad nacional, que se ha dado a conocer de la manera más explícita y terminante, burlando las intrigas de todos los aspirantes y contrariando con admirable buen sentido las intrigas mejor tramadas de los anarquistas. Este gobierno, creado y sostenido por la nación, ha podido consumar el triunfo definitivo de las instituciones, ha vencido a la facción reaccionaria, ha adelantado mucho en la obra de restablecer la seguridad, y, por fin, se encuentra hoy investido de poderes amplísimos que le ha conferido la representación nacional dándole un ilimitado voto de confianza que lo autoriza no sólo a negociar, sino a terminar todo género de arreglos con las potencias extranjeras. Si estas potencias quieren entrar en arreglos con la República Mexicana, deben hacerlo sólo con su legítimo representante, con el gobierno del señor Juárez, creado, sostenido y apoyado por la voluntad nacional.

México tiene escogida ya la forma de gobierno que le conviene, y se ha constituido libremente. Nada tienen que hacer en esto los extranjeros, a no ser que se decidan a ultrajar todos los principios del derecho y de la justicia, y a desmentir las reglas quehan proclamado en todas las cuestiones del viejo continente. La falaz libertad que se nos ofrece, envuelve acaso una segunda mira, sobre la que creemos imposible el perfecto acuerdo de las tres naciones. Una querrá dotarnos de instituciones a la inglesa, aunque con la preocupación que la domina de creer que todas las razas son inferiores a la anglosajona; otra pensará sólo en un gobierno fuerte que aniquile las fórmulas parlamentarias, y la tercera por último, no se dará por satisfecha sino cuando vea un régimen tan absurdo, tan contrario a la civilización, como el que introdujo en sus colonias. Pero todo esto ¿ qué tiene que ver con las cuestiones del Derecho Internacional, y con el fiel cumplimiento de los tratados ? ¿ Desde cuándo importa algo a las naciones el régimen interior de un pueblo que bajo cualquier forma de gobierno puede cumplir con sus deberes para con los otros pueblos? Si se pretende crear en México un sistema a gusto de las tres potencias, el acuerdo de éstas será imposible, y cualquier forma como impuesta por el extranjero, será impopular y aborrecida, y alejará para siempre de este suelo la paz interior, el primer elemento de su prosperidad, la mejor prenda para la seguridad de los intereses de las otras naciones.

Habrá tres comisarios, conforme al artículo 39, uno de cada parte contratante, con amplios poderes para celebrar toda clase de arreglos para el reparto de las sumas que vayan recaudando de México, según los justos derechos de cada una de las potencias. Si estos comisarios no han de tener otra atribución, pues no se indica, que vengan autorizados para tratar con el gobierno de México, parece que se trata sólo de la intervención hacendaria predicada por la prensa inglesa; pero aun así, es evidente que para el reparto de los fondos, se necesita que previamente los créditos sean reconocidos por México, pues de otro modo les faltaría su primer título de legitimidad, y las potencias signatarias de la convención, tropezarán entre sí con mil dificultades.

Como notamos que a estos comisarios no se les da el carácter de negociadores, sino sólo el de recaudadores, no sabemos si se pretende hacer permanente la ocupación de las aduanas, o qué clase de garantías han de exigirse para devolverlas a México. Tampoco se indica qué suerte se reserva a los créditos reconocidos a súbditos de otras naciones, ni lo que ha de hacerse con el sobrante de las rentas. Quedan todavía otras dificultades como la del arancel, la de hacer productivas las aduanas con una ocupación militar y la de asegurar los consumos en el país.

Hasta aquí no encontramos más que el acuerdo de la ocupación militar del territorio y de las rentas de México, sin descubrir el menor indicio de que se recurra todavía al medio de las negociaciones. Pero no podemos creer que se adopte esta conducta violenta e incalificable; y aunque es duro tener que tratar después de la convención y de la ocupación de Veracruz, esperamos que al menos las potencias se apresuren a formular sus demandas presentándolas a nuestro gobierno.

En dura y aflictiva situación va a encontrarse la República, pero de su conflicto no resulta gloria, ni honor a las potencias coludidas para perpetuar un abuso de la fuerza.

En el artículo 44, que según se sabe fue introducido por el gobierno inglés, teniendo presente que los Estados Unidos también tienen reclamaciones contra México, y seguramente no queriendo chocar abiertamente con los americanos, se estipula que seinvite al gobierno de Washington a adherirse a la convención o a no oponerse a ella. Pero se estipula también no suspender los preparativos, ni las operaciones de la expedición, mientras se conoce la respuesta de los Estados Unidos. Las potencias europeas aún respetan a los Estados Unidos a pesar de considerarlos debilitados por la guerra civil, y fían acaso en que la situación que hoy atraviesa ese país le impedirá oponerse a sus miras. Cierto es que la Unión americana tiene reclamaciones pendientes contra México; pero el gobierno de Washington, que está mejor informado de los hechos, no participa de las precauciones y prevenciones de las potencias europeas, y ha hecho plena justicia a los esfuerzos de nuestro gobierno para restablecer la paz y ofrecer seguras garantías a los extranjeros.

El gobierno de Washington, por medio de su representante el señor Weller, declaró oficialmente al gobierno de México, a principios del año pasado, que viendo con interés la suerte de sus instituciones, estimando sus esfuerzos laudables y su buena fe, prescindía de urgir por sus reclamaciones, pues le importaba más la paz y la prosperidad de la República, que las cuestiones de dinero. Esta declaración, que honra sobremanera a nuestro gobierno constitucional, entendemos que ha sido repetida después por el señor Corwin, quien no protestó contra la suspensión de pagos, aunque ella alcanzó a cuantiosos créditos americanos, comprendiendo, sin duda que la suspensión era medida puramente transitoria, cuyo objeto era restaurar la paz, salvar el orden y poder dar protección a todos los intereses.

Recordando estos antecedentes, nos prometemos que los Estados Unidos, no sólo no combinen su acción con la europea contra México, sino que respondan a la invitación en términos favorables a nuestro país, ya por un sentimiento de estricta justicia, ya porque deben considerar que el ataque a México, es el preludio más seguro contra todo el continente americano.

¿Qué aconsejar ante la terrible crisis que amenaza a la República? ¿Qué partido indicar cuando aún queda tanto de duda y de incertidumbre sobre las miras de Francia, Inglaterra y España?

Comprendemos la difícil situación en que se encuentra el gobierno; y deseando no suscitarle más embarazos, hace días que aun nos abstenemos de discutir ciertas cuestiones, porque no sabemos hasta qué punto esté de acuerdo con nuestras ideas. Sin embargo, aprobamos plenamente la actitud en que se ha colocado, y celebramos que sin arredrarse ante el peligro, se empeñe en reunir todos los elementos de defensa con que el país pueda contar. Si hemos de ceder al abuso de la fuerza, hagámoslo al menos con gloria y dignidad, y como un pueblo digno de ser libre.

Esperamos, porque otra cosa sería bárbara y salvaje, que las potencias formulen sus pretensiones, y den lugar a que se abran nuevas negociaciones. Entonces el gobierno puede desplegar mucho tino, macho patriotismo, mucha habilidad, mucha prudencia, y llegar a un arreglo que salve la honra del país. La opinión pública hará justicia a sus esfuerzos, y aceptará el resultado que sea posible obtener al patriotismo acendrado del gobierno.

Por ahora, y mientras avanzan los acontecimientos, sólo nos permitimos indicar, que sería conveniente que con motivo de la convención cíe Londres, nuestro gobierno se dirigiese al de Washington con la mayor franqueza y lealtad, para que aprovechándose las cordiales relaciones que existen entre las dos repúblicas, contemos con su auxilio en la presente crisis, y si esto no es posible, evitemos al menos que un amigo se filie entre nuestros enemigos, que lo son también suyos.

Conocemos que no podemos hacer la guerra, ni afianzar la paz, sino a costa de inmensos sacrificios. A ellos deben prepararse los mexicanos todos, rodear al gobierno para que defienda la independecia y honra de la República, y no exigirle sino lo que cabe en la esfera de lo posible. Los pueblos pueden sufrir grandes reveses, pero no perecen jamás. Con la independencia es preciso salvar nuestra libertad política y nuestras instituciones.