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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1862 La expulsión de los franceses

Francisco Zarco, 20 de Septiembre de 1862

De algunos días a esta parte, gracias al franco programa del gabinete, a la libertad de la prensa, al derecho de reunión, y también al entusiasmo producido por la conmemoración del aniversario de la independencia, se nota cierta reanimación en el espíritu público, cierta preocupación general en favor de la nacionalidad y de las instituciones, lo cual tenemos por síntoma muy favorable en estas circunstancias, pues conviene que ante el invasor, este pueblo amenazado, se presente lleno de vida y de ardimiento. En la prensa y en los clubes surgen patrióticas ideas, hay buena fe, hay un deseo unánime de que se obre con actividad y energía en la defensa nacional. Las adhesiones populares a la política del ministro Puente, la prisa con que el pueblo acude a trabajar en las fortificaciones, los donativos para los gastos de la guerra y los hospitales militares, el paso de los contingentes de los estados más remotos, los honores fúnebres tributados al general Zaragoza, las señales de fraternidad hacia las repúblicas americanas, el odio a los traidores, todo demuestra que el pueblo mexicano conoce su situación, se ocupa de sus intereses y está dispuesto a sacrificarse en defensa de su libertad, todo esto inflama el espíritu público, y hará ver al invasor que tiene que habérselas con el país entero y no con una minoría opresiva que hubiera desaparecido, si lo que así llamaron los comisarios del emperador, no contara con el poderoso apoyo de la opinión. El pueblo ofrece al gobierno buenos y eficaces elementos, para que pueda cumplir el primero de sus deberes; sostener con honor y con brío la lucha a que ha sido provocada la República.

Pero en medio de esta excitación del espíritu público, que lo repetimos, es un síntoma favorable para fortalecer la esperanza, pueden surgir ideas poco meditadas que produzcan embarazos al gobierno que todos deseamos auxiliar, u ofrezcan en la práctica gravísimos inconvenientes. Tales ideas, aunque parezcan muy generalizadas, deben ser examinadas por la prensa fríamente, y contrariadas con franqueza si presentan algunas dificultades, si envuelven un error o una injusticia. La prensa, no sólo debe ser eco de la opinión, tiene un deber más alto y más difícil, advertir a la misma opinión cuando se extravía, y declararse en contra del torrente del entusiasmo y de la pasión, si su desbordamiento puede causar daños al país.

En algunos periódicos y en algunas asociaciones populares, se ha creído necesaria y conveniente la expulsión de los franceses; algunas comisiones de clubes se han acercado al gobierno a pedir esta medida, y esta pretensión, aunque no está apoyada unánimemente por la opinión, va tomando cuerpo de día en día, y merece por lo mismo algún examen.

La cuestión no es nueva, y nos parece dignamente resuelta por el presidente de la República en los manifiestos que dio a sus conciudadanos, acerca de la cuestión internacional. El presidente declaró en esos documentos, que los extranjeros, los de las potencias agresoras inclusive, estaban bajo la protección de nuestras leyes, que serían bien tratados en el país; pero que los que faltando a la hospitalidad que recibían se convirtieran en trastornadores o en auxiliares del enemigo, serían severa y ejemplarmente castigados. Creemos que estas dos ideas no pueden dejar que desear, ni a los más exigentes. Fiel a ellas el gobierno dejó tranquilamente en el país a los españoles, ingleses y franceses, muchos de los que han correspondido bien a esta generosa conducta, y no creemos que el gobierno obre con debilidad cuando tenga datos para considerar como pernicioso a algún extranjero.

Decimos que hubo generosidad en esta conducta del gobierno, porque conforme a los tratados, al derecho de gentes y a las leyes de la guerra, la ocupación de Veracruz por las tropas españolas, en nombre de España, Francia e Inglaterra, era motivo suficiente para decretar la expulsión de los súbditos de esas potencias que traían a México la guerra. No se hizo así, y por ello no debe arrepentirse el gobierno, pues evidentemente su prudencia y su circunspección contribuyeron muchísimo a la disolución de la triple alianza contra México, y a traernos la simpatía de la España y de la Gran Bretaña.

En lo que respecta a esta cuestión de expulsión, creemos que en nada ha cambiado la situación, y que por lo mismo no hay motivo para cambiar de política. El gobierno, en plena paz, tiene expedita la facultad de expulsar al extranjero pernicioso, y esta facultad que le da la Constitución está reconocida como necesaria por todas las naciones del mundo. Conforme a derecho, la guerra autoriza la expulsión de todos los franceses. Y si imitáramos la conducta de naciones que se tienen por muy ilustradas, podríamos recordar que Napoleón I, al hacer la guerra a Inglaterra, declaró prisioneros de guerra a todos los ingleses residentes en Francia, y les confiscó sus bienes para emplearlos en los gastos militares.

La facultad de expulsar al extranjero pernicioso, es conveniente; tal vez sea necesario ejercerla en estos momentos, y acaso sea humano emplearla oportunamente, antes que la ira popular se desborde contra alguno de los que han promovido la contienda actual.

De la expulsión general de los franceses, que sería conforme a derecho, el gobierno ha prescindido, dando una prueba de humanidad y de civilización que el mundo aplaudirá debidamente, y no vemos motivo para abandonar una conducta que es honrosa y digna para el país, que realza la justicia de su causa y enaltece el nombre mexicano.

El ejemplo de Napoleón I es injusto y bárbaro, y nunca estaremos por que el gobierno de México se manche con actos de injusticia y de barbarie.

Estamos, pues, por que el gobierno, si lo cree necesario y prudente, expulse a los extranjeros notoriamente perniciosos, pero procediendo con calma y circunspección, sin que parezca ceder a extraáas excitativas. Estarnos por que no sean expulsados los franceses, por que sigan viviendo al amparo de nuestras leyes, con toda clase de garantías en sus personas e intereses; y estamos por que si alguno de ellos conspira, o se convierte en auxiliar del invasor, no sea expulsado, sino castigado ejemplarmente con todo el rigor de las leyes. Esto es lo que nos parece justo, conveniente, necesario y digno de la República.

Honra y magnanimidad hay seguramente en minorar los horrores de la guerra y en seguir amparando a los súbditos de la potencia que nos trae la invasión, la que es obra de Napoleón y no del pueblo francés. Entre los franceses residentes en México, hay muchos que reprueban y deploran la conducta del gobierno de su país, muchos que hacen cuanto pueden por ilustrar la opinión en Francia; muchos, cuyo interés está en que se salven nuestra independencia y nuestras instituciones. Conviene recordar que en Puebla los franceses dieron un voto de gracias a la autoridad, por la conducta que observó con los heridos y prisioneros del enemigo; que en Jalisco, Querétaro, Chiapas, y según creemos en otros estados, han manifestado que no tienen el menor motivo de queja contra las autoridades mexicanas, que la misma manifestación remitida de esta capital por 500 franceses en el mes de mayo, con que se metió tanto ruido, no contiene calumnias contra México, que muchos franceses tienen familias mexicanas, que otros en su trabajo o en su industria, están asociados con mexicanos, y que muchísimos, sea cual fuere su opinión en la cuestión actual, la reservan por un sentimiento de decoro y de delicadeza, que nadie puede reprobar, y observan buena conducta sin mezclarse en la política del país, ni ocuparse más que de su trabajo, respetando a las autoridades y obedeciendo las leyes. En Puebla muchos franceses han hecho donativos a los hospitales militares, y así puede decirse, que son muy, pocos los que pueden ser calificados de notoriamente perniciosos.

Se dirá que pueden concederse excepciones de la expulsión como se ha hecho otras veces; pero esto da lugar al error, a la injusticia y al favoritismo; y además, tales excepciones, importarán casi declarar a los franceses que las obtengan, enemigos de la Francia, y cualquier hombre que en algo se estime, nunca querrá ser considerado como enemigo de su patria.

No es fundado temer excitaciones populares contra los franceses pacíficos, pues el pueblo mexicano es generoso y magnánimo, y nunca atacará a hombres indefensos. Los agitadores que tal intenten, son de mala ley y pueden ser pronta y severamente reprimidos.

Prescindiendo de estas consideraciones, nosotros que queremos la guerra a toda costa hasta asegurar la independencia nacional, o sucumbir dignamente en la demanda, creemos que antes de dictar cualquier medida, debe considerarse si es provechosa para nosotros o dañosa para el enemigo, y que reuniendo estas condiciones, no hay que vacilar en adoptarla. Pues bien, no descubrimos la ventaja que saquemos de expulsar a todos los franceses y a sus familias, de paralizar sus giros, de causar daños al comercio en general, y tampoco descubrimos qué perjuicio resultará de esto al ejército invasor. Por lo menos, estamos enteramente en contra de tal expulsión, y ya que el gobierno merece la confianza pública, creemos que hay otros medios de secundar sus esfuerzos en defensa de la patria.

Vale más adquirir un fusil, vale más ministrar alimentos a nuestros soldados o medicinas a nuestros heridos; vale más levantar una trinchera, que expulsar a veinte franceses. Vale más tener una guerrilla que hostilice al invasor, que le quite sus medios de transporte, que le haga prisioneros, que expulsar en masa a comerciantes y artesanos pacíficos.

Debemos, por último, recordar que esta medida nunca fue considerada como necesaria por el general Zaragoza, de cuya energía nadie puede dudar. El heroico vencedor del 5 de mayo que recogía y curaba a los heridos del enemigo para devolvérselos buenos y sanos; el que sin condiciones ponía en libertad a los prisioneros de guerra, no podía aprobar la expulsión de los franceses, porque tenía una idea muy alta del pueblo mexicano, y lo conocía dispuesto a luchar cuerpo a cuerpo con el invasor armado y a salvar su independencia por medios dignos, grandes y decorosos.

Si en esta ocasión nos apartamos del sentir de algunos de nuestros colegas, y de las aspiraciones de aquellos clubes, no ponemos en duda sus buenos y patrióticos sentimientos; y nosotros que anhelamos energía y actividad en la defensa de la nacionalidad, creemos que no debemos ocultar nunca nuestras ideas, y que lejos de eso, tenemos el deber de expresarlas con toda franqueza al gobierno y al país entero.

Al gobierno toca decidir estas cuestiones, y estamos seguros de que lo hará con cordura, con patriotismo, y con esa serenidad de ánimo que es característica en su política patriótica y previsora.

Francisco Zarco

El Siglo Diez y Nueve.