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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1862 Carta del general Prim a José de Salamanca en la que analiza la situación de México.

Orizaba, 6 de abril de 1862

 

 

Excelentísimo señor don José de Salamanca [1]

Mi siempre querido don Pepe:

Recibo la de usted de marzo y me apresuro a contestarle, no con la esperanza de que por medio de sus buenas relaciones en París pueda usted contribuir a evitar el cataclismo que nos amenaza, pues estoy ya persuadió que es inevitable; sino para dejar sentado lo que el tiempo se encarará de probar, esto es, que los comisarios del emperador han emprendido una política que llegará a ser fatal para la Francia.

Mientras el vicealmirante La Gravière ha creído ser intérprete fiel de la política del emperador, hemos estado en todo acordes y todo ha ido bien; pero desde el momento en que llegó Almonte y con él nuevas instrucciones, más en armonía con las opiniones de Mr. de Saligny que con las del almirante, éste se desanimó, se entregó, se dejó ir hacia la política de su colega y desde entonces vamos mal y empeoramos por instantes, tanto que dentro de tres días debemos tener una conferencia, la cual dará por resultado la ruptura entre los aliados; no me cabe la menor duda. ¡Qué fatalidad! Y ¿por qué esa ruptura? porque los comisarios franceses se han empeñado en destruir al gobierno de Juárez, que es el gobierno constituido de hecho y de derecho y que tiene autoridad y fuerza para poner en su lugar al gobierno reaccionario del señor general Almonte, que ni tiene prestigio, ni fuerza, ni autoridad, ni representa más que unos centenares o miles de reaccionarios; insignificante número en la escala de uno contra nueve; pero, en cambio, el señor Almonte ofrece proclamar en su día al archiduque Maximiliano de Austria, rey de México. Así me lo declaró a mí mismo el día que tuvo la bondad de ir a verme recién llegado a Veracruz.

Ahí tiene usted las verdaderas causas de la disidencia, la que, repito, será fatal para los franceses, pues yo estoy resuelto a reembarcarme con mis tropas, dejando a mis colegas de Francia únicos responsables de sus actos... y le aseguro a usted, por mi vida y por mi honra y por lo demás sagrado que puedo invocar, que al obrar así estoy poseído de la más amarga pena por tener que separarme de mis bravos franceses, a quien tanto quiero y por los males sin cuenta que van a experimentar en la lucha injusta y desigual que van a emprender.

Que el gobierno del emperador no conozca la verdadera situación de este país, no es del todo extraño, máxime cuando forma su juicio por las apreciaciones de Mr. de Saligny; pero, que éste, que está sobre el terreno, que ha vivido largo tiempo en México y que no es nada tonto, comprometa, como lo hace, el decoro, la dignidad y hasta la honra de las armas francesas, no lo comprendo, no lo puedo comprender, porque las fuerzas que están aquí a las órdenes del general Lorencez, no bastan, no, para tomar siquiera a Puebla; ¡no, no, no!

Los soldados franceses son extraordinariamente bravos, nadie lo reconoce y admira mejor que yo y me precio de ser voto en la materia; pero, el valor del hombre, como todo lo que hay en la humanidad, tiene sus límites y le repito a usted que los soldados franceses no podrán vencer el cúmulo de dificultades que se les opondrán en su marcha y, cuando llegue el momento de combate serán pocos, carecerán de transportes, de víveres tal vez y los vencedores en cien batallas serán vencidos o no podrán conservar las posiciones que conquisten, por no poder guardar las comunicaciones con Veracruz. Los emigrados y vencidos reaccionarios ofrecerán mucho y darán poco o nada y, por fin, el emperador tendrá que hacer grandes sacrificios en hombres y dinero, no digo para consolidar el trono en que siente al archiduque de Austria, porque esto no lo podrá realizar, por no haber hombres monárquicos en México; los sacrificios tendrá que hacerlos para que sus águilas lleguen siquiera a México.

Las simpatías que usted tiene por todo lo que es también, hacen que usted no dé crédito a mis pronósticos. Le estoy a usted viendo sonreírse incrédulo y diciendo: “Mi amigo don Juan exagera; voy a guardar esta carta para probarle en su día que se equivocó, que no vio claro y que mejor hubiera hecho en machar adelante con los franceses”.

—Bueno, acepto; guarde usted esta carta y en su día hablaremos.

Cuidado que yo no niego que las tropas francesas lleguen a apoderarse de Puebla y también de México; lo que sí niego resueltamente es que basten los batallones que hoy tiene el general Lorencez. Las águilas imperiales se plantarán en la antigua ciudad de Moctezuma, cuando vengan a sostenerlas 20,000 hombres más, ¿lo oye usted bien?, 20,000 hombres más, con el inmenso material que tan numeroso ejército necesitaría para marchar por este desolado país; porque México es de los países que según decía Napoleón I, aunque su frase no la dirigiera a México entonces: “Si el ejército es de mucha gente, se muere de hambre y si es de poca, se lo come la tierra”.

Admitamos que a fuerza de tiempo, a fuerza de hombres y millones, lleguen los franceses a México; repito que no lo dudo, pero, y ¿qué habrán conseguido con eso? ¿Cree usted que crearán la monarquía con visos de estabilidad? Imposible, tres y diez y cien veces imposible.

¿Podrán a lo menos crear un gobierno estable bajo la presidencia de Almonte? Tampoco, porque la gran mayoría del país —de la gente de los pueblos, se entiende; pues los millones de indios no se cuentan—, la inmensa mayoría, digo, es liberal y todo lo que sea querer fundar un gobierno contra el sentimiento público, es un sueño, es una quimera, ¿sabe usted lo que yo pienso, mi buen amigo? Pienso que el emperador de los franceses está muy lejos de querer lo que sus comisarios están haciendo; estos señores le están comprometiendo y lo comprometerán más y más hasta un punto que cuando quiera retirarse de la descabellada empresa, no podrá, porque estará empeñado el lustre de sus águila y hasta el prestigio y honra del imperio.

Y cuidado que más de una vez se lo he dicho al Almirante: “Vous agissez contrairement a la politique de l’Empereur; vous ne le comprenez pas, et allez l’engager dans una aventure indigne de lui”. [2]Y luego me preguntó: ¿Qué interés pueden tener ni el emperador ni la Francia en que el archiduque de Austria reine en México? Ninguno ¿Lo tiene acaso en que el gobierno de la República se llame de Juárez o Almonte? No; porque rojos y blancos han dejado de pagar las convenciones, no por falta de voluntad, sino por falta de recursos. Pues, entonces ¿por qué empeñarse en querer derribar un gobierno en provecho de otro, cuando ello ha de costar la vida a muchos miles de bravos franceses? No lo comprendo y la frialdad de lenguaje de Saligny me desespera. ¡Qué fatal va a ser ese hombre para el emperador y para la Francia! Yo no soy francés y, sin embargo, no perdonaré jamás a ese hombre los males que va a causar a mis bravos camaradas.

Con la suave y buena política que inauguramos juntos al llegar a Veracruz, hubiéramos llegado a todas partes y lo hubiéramos alcanzado todo; la amnistía, las elecciones generales, buenos tratados, buenas garantías de pago y seguridades para el porvenir; pero, por malas, no alcanzarán los franceses nada; yo se lo digo a usted y téngalo muy seguro.

Hace unos días tuve el honor de escribir una razonada carta al emperador, contestando a la que me hizo la honra de dirigirme. Le hablo con el profundo respeto que le profeso, pero con noble verdad. Mi carta llegará tarde, pues sus comisarios tienen prisa de romper el fuego. El 9 tendremos la conferencia; ¡será por desgracia la última! y lo más tarde, 15 días después, los franceses atacarán el Chiquihuite. Lo que después sucederá sólo Dios lo sabe; pero de seguro que no será nada bueno y sí mucho malo para la Francia.

Si usted quiere pasar por profeta, anuncie usted al conde Morny, nuestro amigo, que las fuerzas que actualmente están aquí no bastan y que se preparen otros 20,000 hombres, con los que podrá el general Lorencez llegar a México, si con los batallones vienen carros y mulas bastantes, pues sin ese elemento indispensable, tampoco podrán llegar.

Le dejo a usted, ya es hora, pues tengo todavía que escribir a mis jefes, el duque y don Saturnino. La condesa y Chiquito siguen bien y con muchos deseos de ir a México, pero ya no es posible. Según mis cálculos a mediados de mayo habré embarcado mis tropas, material y ganado y, entonces, saldré yo para La Habana. Podré salir de allí en junio y llegaré a España en julio o agosto. Probablemente iré a desembarcar a Inglaterra. Usted probablemente estará en París.

¿Qué dirán la reina y el gobierno de España cuando sepan el embarque de las tropas? El primer momento será de sorpresa; luego los amigos y adversarios pondrán el grito en el cielo, creyendo llegado el momento de hundirme; pero unos y otros no tardarán en reconocer en que obré con prudencia, con abnegación e impulsado por el más acendrado patriotismo. Además, en mi calidad de senador, podré defenderme de los cargos que se me dirijan, y, por último, el tiempo se encargará de probar que obré como bueno. El emperador quedará disgustado de mí; pero en su fuero interno y en su alta justificación, no podrá menos de reconocer que obré como cumplía a un general español, que, obedeciendo las instrucciones de su gobierno, no podía ni debía hacer otra política que la que su gobierno le dictara. Los franceses, partidarios de la torcida política planteada por Mr. de Saligny se desatarán contra mí; pero la Francia, la noble y generosa Francia, cuando conozca la verdad de los hechos, deplorará lo sucedido como lo deploraré yo, pero no me culpará.

Y usted, ¿qué dirá? Conocido el attachement [3]que tiene usted por el emperador y su buena amistad para la Francia y los franceses, al leer esta carta la estrujará usted con desenfado y estará de mal humor mientras esté usted en París; pero luego nos veremos en Madrid, me oirá usted y, como después de todo es usted buen español; convendrá usted en que hice bien en volverme a España con mis soldados y que, al punto a que hemos llegado, no puedo hacer otra cosa, so pena de falta a mis deberes como funcionario, como español y como hombre leal.

Le quiere a usted mucho y bien su amigo.

(Juan) Prim

 

 

Notas:
1. Estadista y financiero español, nació en Málaga (1811-1883). Diputado en varias legislaturas; Ministro de Hacienda; Marqués de Salamanca. Promotor de el ensanche de Madrid y de importantes cambios en la política de obras públicas. Intervino decisivamente en la construcción de las más importantes líneas ferrocarrileras y telegráficas de España en el siglo pasado, así como de la zona residencial de Madrid que lleva su nombre, empresa ésta que lo arruinó pero luego pudo rehacer su fortuna. Con gracia andaluza decía que había dos maneras de hacerse rico: ahorrando ochavos y tirando onzas. Fue muy amigo de Prim.

2. Usted actúa en forma contraria a la política del Emperador, usted no lo comprende y lo va a comprometer en una aventura indigna de él.

3. Apego.