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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1860 Informe del presidente de Estados Unidos James Buchanan. (Fragmento).

Diciembre 3 de 1860

Nuestras relaciones con México siguen siendo insatisfactorias. En mis dos informes anuales anteriores describí extensamente el estado de dichas relaciones, y no pretendo repetir ahora los hechos y argumentos presentados entonces. Estos probaban concluyentemente que nuestros ciudadanos residentes en México y nuestros comerciantes que venden allá han sufrido una serie de daños y perjuicios que no han sido pacientemente tolerados en otras naciones. Invocando su confianza en los tratados, nuestros sucesivos representantes han persistido en exigir la reparación de los daños y una indemnización por los mismos, pero no han conseguido nada. De hecho, tan confiadas están las autoridades mexicanas en nuestra paciente resistencia, que están totalmente seguras de que pueden cometer esas injusticias con ciudadanos estadounidenses con absoluta impunidad. Por eso, en 1856 nuestro representante expresó por escrito su opinión de que "sólo servirá una manifestación del poderío del gobierno y su decisión de castigar esas injurias".

Posteriormente, en 1857, en México se adoptó una nueva Constitución; de acuerdo con esta se eligió un presidente y se estableció un Congreso que se encargó de investir al presidente. No obstante, apenas un mes después, este presidente fue expulsado de la capital por una rebelión en el ejército, y el poder supremo de la república fue asignado al general Zuloaga. Muy pronto, el usurpador fue a su vez obligado a retirarse y dejar el puesto al general Miramón.

De conformidad con dicha Constitución, el señor Juárez, como presidente del Supremo Tribunal de Justicia, se convirtió en presidente legal de la república. El objeto de la guerra civil que entonces se inició, y aun continúa, fue conservar la Constitución y su autoridad, emanada de ésta.

Durante el año de 1857, el partido constitucional adquirió cada vez mas fuerza. En ocasiones anteriores, una revolución militar que tuviera éxito en la capital era signo casi inconfundible de sumisión en toda la república, pero no en esta ocasión. La mayor parte de los ciudadanos apoyaba al gobierno constitucional. Cuando este fue reconocido por el gobierno de los Estados Unidos, en abril de 1859, su autoridad se extendía a una gran mayoría de estados y del pueblo, incluido Veracruz y los demás puertos de mar importantes del país. A partir de ese momento revivió nuestro comercio con México y el gobierno constitucional le ha concedido toda la protección que está a su alcance.

Mientras tanto, el gobierno de Miramón seguía rigiendo en la capital y sus alrededores; también seguían los ultrajes a los pocos ciudadanos estadounidenses que aun tenían el valor de permanecer bajo su poder. Y el colmo, después de la batalla de Tacubaya, en abril de 1859, el general Márquez ordenó que tres ciudadanos de los Estados Unidos, dos de ellos médicos, fueran capturados en el hospital de ese lugar, apartados de ahí y asesinados, sin delito ni juicio. Así se hizo, a pesar de que nuestros desafortunados conciudadanos se ocupaban en ese momento de la sagrada tarea de proporcionar alivio a los soldados de ambas partes heridos en las batallas, sin hacer distinciones entre ellos.

Desde mi punto de vista, había llegado el momento de que este gobierno ejerciera su poder para vengar y corregir los atropellos cometidos contra nuestros ciudadanos y proporcionarles protección en México. El problema era que para llegar a la parte del país regida por Miramón era necesario pasar por el territorio que estaba bajo la jurisdicción del gobierno constitucional. Dadas las circunstancias, en mi último informe presidencial consideré mi deber recomendar al Congreso la utilización de fuerzas militares suficientes para penetrar hacia el interior, donde se encontraba el gobierno de Miramón, con el consentimiento del gobierno de Juárez, o sin el si era necesario, aunque no me cabía duda de que lo obtendríamos. Nunca estuve más convencido de algo, como de la justicia y sabiduría de dicha política. No quedaba alterativa, salvo abandonar totalmente a nuestros ciudadanos, que estaban en México por su confianza en los tratados, a la injusticia sistemática, la crueldad y la opresión del gobierno de Miramón. Por otra parte, es casi seguro que la simple autorización para utilizar esa fuerza habría bastado para lograr nuestro objetivo sin dar un solo golpe. Para entonces, quizás el gobierno constitucional se encontrara ya en la ciudad de México y, en la medida de sus posibilidades, habría estado dispuesto a hacemos justicia.

Por otra parte -y considero esto de la mayor importancia- los gobiernos europeos ya no habrían tenido pretexto para intervenir en el territorio ni en los asuntos internos de México. Así, nos habríamos visto relevados de la obligación de enfrentar, de ser necesario incluso con la fuerza, cualquier intento de dichos gobiernos de privar a nuestro vecino de partes de su territorio, deber que no podíamos evadir sin faltar a la política tradicional y establecida por el pueblo estadounidense. Me complace observar que, sobre la base de la justicia y la buena fe de dichos gobiernos, no hay peligro de que se presente tal contingencia.

Dándome cuenta de que mi recomendación no hubiera sido apoyada por el Congreso, la siguiente alterativa era, en la medida de lo posible, alcanzar los mismos objetivos mediante un tratado con el gobierno constitucional. Dichos tratados fueron llevados a buen fin por nuestro anterior representante en México, de excelente desempeño, y presentados al Senado el 4 de enero para su ratificación.

Dado que dicho organismo aun no se ha pronunciado al respecto, no me es posible presentar en detalle las medidas que incluye. No obstante, me permito adelantar mi opinión de que su fin es promover los intereses agrícolas, manufactureros y comerciales del país y garantizar nuestra justa influencia con un vecino cuya suerte y destino nunca podrá sernos indiferente, en tanto que se toman las medidas pertinentes para el pago de una suma considerable para satisfacer las demandas de nuestros conciudadanos ofendidos.