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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1859 Explicación de la nacionalización de bienes eclesiásticos y la separación de la iglesia y el estado.

Heroica Veracruz, julio 12 de 1859

 

Excmo. señor:
Tengo el honor de acompañar a V. E. ejemplares del supremo decreto que en esta fecha se ha servido expedir el Excmo. señor Presidente interino constitucional de la República, de acuerdo con el consejo unánime de sus ministros.

La importancia de este decreto, da lugar de que al remitirlo a V. E. me extienda por acuerdo del mismo Excmo. señor Presidente, a indicarle algunos de los graves y poderosos motivos que el gobierno ha tenido para expedirlo, y las principales razones en que se fundan los artículos relativos a la reforma que contiene, para que V. E. más íntimamente convencido de todo, lo ponga en práctica con la energía y justificación que corresponde.

Treinta y ocho años ha, señor Excmo., que el esfuerzo heroico de nuestros libertadores rompió para siempre la cadena de oprobio que nos ligaba al trono de Carlos V, y si atentamente registramos las páginas tristes de nuestra historia en este largo período, no podremos señalar un hecho, en la continua y dolorosa lucha que la razón y la justicia han sostenido contra la violencia y la fuerza, que no esté marcado con caracteres de sangre, escritos por la mano del clero mexicano. Éste, valiéndose de su influjo sobre las conciencias, derrochando las ofrendas destinadas al culto y al alivio de la indigencia y pagando con ellas la perfidia y la traición, conmovió por primera vez los cimientos de nuestra naciente sociedad, allá en el año de 1822, y selló con sangre la conquista de sus privilegios y preponderancia. En 1833, en 1836, en 1842, en 1847, el clero y siempre el clero aparece insurreccionando al país, intentando de diversas maneras contra la autoridad, oprimiendo al pueblo y derramando su en los combates fratricidas que arteramente preparaba.

En 1852 se afianzó del poder público mientras sirvió a sus miras, y él mismo impulsó el movimiento que espantó a su caudillo, que lo hizo huir abrumado por el grito de su conciencia, y horrorizado con el rastro de sangre que dejaba marcado el período de su administración.

En 1856 combinó la más formidable de las revoluciones que hasta entonces había preparado, y V. E. no olvidará que en los campos de Ocotlán y en las calles de la ciudad de Puebla se derramó a torrentes la sangre de nuestros hermanos, lanzados al combate por los ministros de Dios de la paz.

Últimamente en 1857, después de mantener en constante inquietud a la república, valiéndose aun del vandalismo y audacia de espurios mexicanos y de aventureros españoles, se elevó hipócritamente hasta las regiones del poder. Allí explotó la debilidad y la poca fe del encargado del poder público, lo obligó a ser perjuro, y lo comprometió a arrojarse al fango del baldón y de la ignominia, manchando con este sello oprobioso la frente del mismo hombre que hasta entonces estaba cubierto de gloria.

Por medio de semejante infamia combinó los elementos que necesitaba para conspirar, y descansando en la impunidad que le ofreciera la complicidad del primer magistrado de la república, dio a la nación el golpe formidable que aún la tiene conmovida. Desde entonces, escandalosamente y sin disimulo, ha sostenido con los tesoros destinados a otro objeto, la fuerza armada que lanzó al combate. Desde entonces, olvidando lo sagrado de su ministerio y faltando a la conciencia de su deber, ha alentado el espíritu fanático de algunos ilusos, enseñándoles el funesto error de que, sosteniendo con las armas los fueros, los privilegios y los intereses materiales del clero, defendían un principio religioso. V.

E. ha visto el sacrílego abuso que se ha hecho del confesionario y del pulpito, para propagar esta falsa doctrina, esencialmente contraria a la doctrina santa del cristianismo. V. E. ha sentido los formidables efectos de esta conducta impía, y aún verá el suelo de ese estado manchado con la sangre de los mexicanos, profusamente derramada en casi todo el territorio nacional. Acaso no hay un solo pueblo donde la reacción no haya sacrificado alguna víctima. Aun están insepultos en muchos lugares los huesos descarnados de nuestros hermanos, y en Tacubaya y otros sitios todavía humea la sangre de ilustres víctimas, cuyos nombres eran para la sociedad un timbre de honor, un título de gloria para la humanidad.

De todos estos males terribles, de todos estos fúnebres sucesos, que no han permitido la estabilidad de ningún gobierno, que han empobrecido y empeñado a la nación, que la han detenido en el camino de su progreso, y que más de una vez la han humillado ante las naciones del mundo, hay un responsable, y este responsable es el clero de la república, El ha fomentado este constante malestar con el gran elemento de los tesoros que la sociedad confió a su cuidado, y que ha malversado en la serie de tantos años, con el fin de sobreponerse y aun de oprimir a la nación y a los legítimos depositarios de su poder. Ha sido inquieto, constantemente ha maquinado en favor de sus privilegios, porque ha contado con recursos suficientes para premiar la traición y el perjurio, para sostener la fuerza armada y seducir algunos miserables que se han dado a sí mismos el derecho de gobernar a la república. Es, pues, evidente y de todo punto incuestionable, que segando la fuente de los males, éstos desaparecerán, como desaparece el efecto luego que cesa la causa que lo produce. Cuando el clero, siguiendo las huellas de su divino maestro, no tenga en sus manos los tesoros de que ha sido tan mal depositario; cuando por su conducta evangélica tenga que distinguirse en la sociedad, entonces y sólo entonces, imitará las virtudes de aquél y será lo que conforme a su elevado carácter debe de ser; es decir, el padre de los creyentes, y la personificación de su providencia en la tierra.

Es tan innegable esta verdad, señor Excmo., que las naciones más dispuestas a favorecer los intereses temporales del clero, se han visto obligadas, por la necesidad de su propia conservación, a reprimir sus abusos, quitando de sus manos los bienes con que los sostenían. La España misma se puede citar como un perentorio ejemplo. Tuvo un tiempo de revueltas intestinas, acaso menos aciago que el que nosotros atravesamos, y sólo alcanzó los beneficios de la paz, cuando fue bastante enérgica para reprimir los avances de su clero y el despilfarro de los bienes que administraba. Entre nosotros está demostrado por una bien larga y dolorosa experiencia, que mientras no adoptemos el mismo remedio, nos aquejarán constantemente las cruentas desgracias que ya nos precipitan al abismo.

Sensible es que nada haya bastado para satisfacer las exigencias del clero de la república y que por el solo deseo de preponderar y de deprimir al poder supremo de la nación, haya comprometido y puesto en inminente riesgo, hasta los principios de la religión que predica con la palabra, pero que nunca ha enseñado con el ejemplo.

Cuando la autoridad suprema de la nación ha dictado algunas providencias en beneficio del clero, la circunstancia sola de emanar de la autoridad civil, ha bastado para que las resista, ha sido suficiente para que se ponga en contradicción abierta con ellas, aun cuando sólo se haya tratado de estrecharlo a cumplir los cánones y determinaciones dadas por la Iglesia; y como si nada debiera esperar de la razón, de la justicia y hasta del buen sentido, en vez de seguir la senda trazada por el divino maestro se ha lanzado, con infracción de su propia doctrina, al campo de las revoluciones. Esta conducta antievangélica, este comportamiento indigno de los ministros de cristo obediente y humilde, los ha puesto en evidencia ante los ojos de todos los hombres.

Ya no hay quien de buena fe crea que se defienda la religión cuando se sostienen los abusos del clero.

Toda la nación se levanta denunciando a éste, como el principal autor de sus lamentables desgracias, y a los tesoros de que ha dispuesto hasta hoy, como al recurso abundante que ha sostenido la fuerza armada que la reacción emplea para oprimirla.

De todas partes se lanza un grito de desesperación, reclamando del gobierno las medidas convenientes para salvar la triste situación a que hemos llegado, y el gobierno, consecuente con su deber, ha escuchado ese grito. Por todas partes la mano extenuada, pero poderosa del pueblo, que sufre por la tiranía de la fuerza, está señalando al autor de su infortunio y al elemento con que se le procura, y el gobierno no debe ser indiferente a tan solemne designación.

En vano esperó el gobierno que el clero, aunque enemistado con la paz pública, abjurara sus errores, conociera su propia conveniencia, respetara el principio de la justicia, y horrorizado por los estragos formidables de su propia obra y comprometido por el estímulo de su conciencia, acatara los derechos de la autoridad suprema y pusiera término a su intervención en la contienda actual, contienda funesta para la nación; pero muy más funesta para sus intereses. Más en vez de vislumbrar esperanza, todos los días se percibe claramente la constancia y el empeño con que lucha por conservar fueros, inmunidades, prerrogativas y derechos, que ya ninguna nación culta le tolera, y que en muchas expresamente le han retirado sus soberanos, por ser contrarios al espíritu de justicia y libertad que protege los fueros y derechos de la humanidad.

Por estas razones el gobierno constitucional se faltaría a si mismo y sería indigno de la ilimitada confianza con que la nación le honra, si por consideraciones indebidas, se dilatara algún tiempo en obsequiar su voluntad soberana. Todavía más, se haría cómplice de la reacción inutilizando los esfuerzos y los sacrificios solemnes que los verdaderos patriotas han hecho, tocando alguna vez hasta lo sublime del heroísmo, por afianzar perpetuamente en la república el ejercicio eminente y supremo de la autoridad civil en todo lo concerniente a la sociedad humana.

El gobierno, siguiendo el torrente de la opinión pública, manifiesta de mil maneras, consecuente con sus principios y llenando la conciencia de su deber, se ha visto obligado a pronunciar el hasta aquí contra los abusos, y a dictar como remedio eficaz para extirparlos de una vez, las providencias que V. E. verá en el decreto a que me referí al principio de esta nota.

Con la determinación de hacer ingresar al tesoro público de la república los bienes que sólo sirven para mantener a los que la destrozan, se alcanza el importante bien de quitar a la reacción el fondo de que se provee para oprimir, y esta medida de evidente justicia, hará que pronto luzca para México el día .de la paz.

Removida la causa esencial que por tantos años nos ha mantenido en perpetua guerra, es necesario quitar hasta el pretexto que alguna vez pueda dar ocasión a las cuestiones que han perturbado la paz de las familias y con ella la paz de la sociedad. De aquí la necesidad y la conveniencia de independer absolutamente los negocios espirituales de la Iglesia de los asuntos civiles del Estado. En esto hay, además, un principio de verdad y de justicia. La Iglesia es una asociación perfecta, y como tal no necesita del auxilio de las autoridades extrañas; está sostenida y amparada por sí misma y por el mérito de su divino autor. Así lo enseña el cristianismo; así lo sostiene el clero mexicano, ¿Para qué, pues, necesita de la autoridad temporal en materias de conciencia que sólo a ella le fueron encomendadas? ¿Y la autoridad civil, para qué necesita la intervención de la Iglesia en asuntos que no tienen relación con la vida espiritual? Para nada, señor Excmo.; y si hasta hoy, por razones que V. E. conoce, ha subsistido ese enlace que tan funestos resultados ha dado a la sociedad, es preciso que en lo adelante cada autoridad gire independientemente en la órbita de su deber, de modo que, bajo este concepto, el gobierno no intervendrá en la presentación de obispos, provisión de problemas y canonicatos, parroquias y sacristías mayores, arreglo de derechos parroquiales y demás asuntos eclesiásticos, en que las leyes anteriores a la que motiva esta circular, le daban derechos a la autoridad civil.

El gobierno, como encargado de atender al bien de la sociedad, y dispuesto a proteger a todos los habitantes de la nación que le confían sus destinos para mantener a cada uno en los límites de su deber, cuidará de todos con igual solicitud y justicia, y tanto amparará a los individuos de una asociación, como a los de cualquiera otra, a fin de que no se dañen entre sí, ni dañen a la sociedad. Sobre este punto V. E. seguirá en el estado de su mando el ejemplo del gobierno general.

Es evidente y está demostrado que el culto público se sostiene por la sociedad, que la munificencia de esta basta para su esplendor y que ninguna providencia de la autoridad civil reclamará este ramo. A falta de otro testimonio recordaré a V. E. la circular del ilustrísimo [Ilmo.] señor arzobispo expedida con motivo de la promulgación de la ley de 11 de abril de 1857, que arregló el cobro de derechos y emolumentos parroquiales. Dejar este asunto en perfecta libertad para que los ministros y los fieles se arreglen convencionalmente es no sólo justo y debido, porque la retribución se proporcionara más exactamente a la clase de trabajo, sino también del especial agrado del clero, porque dócil y obediente a la voz paternal de sus prelados, ya ha puesto en práctica este método y ha experimentado sus benéficos resultados.

La extinción de los regulares era una necesidad tan apremiante, tan imperiosa para el estado como para la Iglesia. En la república y en la capital del mundo cristiano se dejaba sentir y conocer el peso de esta medida. Hubo un tiempo en que los regulares fueron benéficos a la sociedad, porque observando severamente sus estatutos, se consagraban a trabajos científicos que legaban a la humanidad; pero relajadas las constituciones monacales, desvirtuado entre los regulares el amor a las ciencias, sustituida la actividad antigua con el actual descanso, degeneró su beneficencia, y los soberanos de los pueblos civilizados y aun el mismo pontífice han secularizado instituciones, cuya época y objeto ha pasado. En la república más de una vez se ha pretendido, más de una vez el sumo pontífice se ha manifestado dispuesto a hacerlo. Consumar el deseo sin perjuicio de las personas, es una prueba de que se tiene voluntad de satisfacer una exigencia del tiempo y las circunstancias. Como V. E. verá, se atiende a las personas de un modo conveniente a su nuevo estado, y aun a la condición de su salud, para que nunca se reproche al gobierno con un acto de injusticia o de inhumanidad.

No militando las mismas razones para extinguir a las religiosas, ni siendo esta extinción una de las exigencias actuales, el gobierno se ha limitado a cerrar los noviciados de los conventos, respetando a las comunidades existentes. Con lo primero, se logra para la sociedad civil un número mayor de personas útiles, que mediante los tiernos vínculos de un amor honesto, formen una virtuosa familia, y con lo segundo, los cristianos gozarán los frutos de la oración en común, y las religiosas los que pretenden gozar en la vida ascética a que se consagraron. Sin embargo, ha cuidado de atenderlas debidamente, y ha declarado que sus dotes y pensiones les pertenecen en propiedad, para que de ellos puedan disponer libremente y hacer a su vez la felicidad y ventura de alguna persona de su estimación o de algunos de sus parientes. Muy debido sería, y el Excmo. señor Presidente ha acordado lo prevenga a V. E., que de período en período, visite por sí, o haga visitar por persona de respeto y confianza en sus respectivos locutorios públicos, a las religiosas de los conventos que existan en ese estado, para que, impuesto de sus necesidades, les imparta cuanta protección les conceden las leyes.

Expuestas las principales razones que apoyan el decreto a que me he referido, descanso en que V. E. comprenderá su importancia y hará que se cumplan puntualmente cuantas prevenciones contiene. Satisfecho el gobierno de que ha llenado su deber y obsequiado el voto público, no teme ni aun los recuerdos de la posteridad; y si por acaso algunos ilusos quisieren desfigurar la rectitud de sus intenciones, confía en que la historia las juzgará con la misma severidad con que ha juzgado ya a los que lanzaron anatemas contra nuestros libertadores, y poco después han confesado su delirio y honrado la memoria de aquéllos.

Al comunicar a V. E. lo expuesto, cumpliendo así el acuerdo del Excmo. señor Presidente interino constitucional de la República, aprovecho la ocasión para renovarle las sinceras consideraciones de mi aprecio.

Dios y Libertad. Heroica Veracruz, julio 12 de 1859
(Manuel) Ruiz

Es copia, México, abril 30 de 1861.
Manuel Ruiz