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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1857 Protesta el obispo Munguía contra Leyes de Reforma. Varios opúsculos.

México, abril 2 de 1857
Abril 3 de 1857.
Abril 8 de 1857.
Mayo 4 de 1857
 

 

 

 

Representación que el Illmo. Sr. Obispo de Michoacán dirige al Supremo Gobierno con motivo del destierro que han sufrido algunos párrocos de su Diócesis, pidiendo de nuevo lo revocación del Decreto de 25 de Junio de 1856, defendiendo el Ministerio eclesiástico contra los conceptos que motivan la circular del Ministerio de Gobernación, fecha 6 de Setiembre de 1856, y pidiendo en revocación y la restitución de los curas desterrados, a sus parroquias.

 

EXCMO. SR

Entre los muchos y graves males que está sufriendo mi santa iglesia en consecuencia del decreto de 25 de Junio último, hay uno que me obliga imperiosamente a dirigirme de nuevo al Supremo Gobierno de la Nación. Varios curas de mi diócesis han sido desterrados de sus parroquias, tan solo por el embarazo moral que presentan con su ministerio a dicho decreto; y como tal conducta, hija de una recta conciencia, no está motivada por ningún principio de insubordinación, temo con sobrado fundamento, que estos casos se repitan; porque nunca el clero, mientras comprenda sus deberes y permanezca firme en sus principios católicos, podrá facilitar la ejecución de un decreto que afecta directamente el orden moral, compromete la conciencia y expone a los fieles poseedores de fincas ó bienes eclesiásticos, ó a perder sus intereses, ó a exponer manifiestamente su salvación. Los hechos a que me refiero están consignados en los seis documentos que con la debida numeración y en copia certificada tengo el honor de acompañar a V. E. De estos documentos resulta que los curas que han sufrido el destierro, no dieron más causa para una medida tan ruinosa, que su resistencia moral y canónica para aprobar el decreto de expropiación eclesiástica y facilitar su cumplimiento.

Como ni el decreto de 25 de Junio ni su reglamento concordante de 30 del siguiente mes contienen prevención alguna que faculte a las autoridades locales para desterrar a los eclesiásticos por las dificultades que puedan presentar a la ejecución y efectos del decreto a causa de su ministerio, a cuyos deberes nunca deben faltar, creo que se habrán fundado para esto en una circular expedida el 6 y publicada en Guanajuato el 12 de Setiembre último, es decir, el mismo día en que de orden suprema fui sacado del territorio de mi diócesis y conducido a esta capital, donde todavía permanezco por disposición del Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República. Esta circular, de que tuve noticia desde mi salida de Guanajuato, pero que no se me había proporcionado ver, para estudiarla con detenimiento, sino hasta estos días, envuelve un concepto que le sirve de apoyo, y una disposición que se comunica a los gobernadores de los Estados como regla de conducta para los casos ocurrentes. Aquel concepto es la aserción absoluta de que los prelados eclesiásticos expiden pastorales en que de una manera positiva se ataca al Supremo Gobierno y se incita abiertamente a la desobediencia: y la disposición dictada en consecuencia de este concepto es, que cada gobernador cuide empeñosamente de que esas circulares no se publiquen ni por la prensa, ni de otro modo; que impida su lectura en las iglesias; que recoja las que se hubieren impreso; y en cuanto a los eclesiásticos a quienes pueda suponérseles culpables por este respecto ó cualquiera otro, les sujete a las autoridades competentes, y si esto no fuere posible, les haga salir del lugar de su residencia, etc.

Creo pues no equivocarme al atribuir a esta circular aquellas medidas, cuyas trascendencias funestísimas en la administración eclesiástica están a la vista de todo el mundo. Y como para obrar consecuentes con mis representaciones y protestas y arreglarse a las disposiciones canónicas que menciono en mi novena pastoral, han observado los párrocos y demás sacerdotes de mi diócesis la conducta que motiva sus padecimientos, creo muy conforme a los principios de una justa defensa, el ocurrir de nuevo manifestando al Supremo Gobierno que, subsistiendo las razones de moral y de justicia en cuya virtud protesté y representé como todos los Prelados de esta santa Provincia mexicana, contra el repetido decreto que la despoja de su propiedad raíz y enfitéutica lejos de haber dado motivo para que nuestras representaciones y protestas puedan glosarse como ataques al supremo gobierno, é incitaciones abiertas a la desobediencia, conservamos íntegro el derecho de justicia para insistir en ellas, reclamar contra el injusto concepto en que se funda la citada circular de 6 de Setiembre, y cumplir, sin embargo de ella, con todos los deberes que tenemos como prelados de la Iglesia.

En principios de Octubre recibí una comunicación suscrita el 25 de Setiembre del año próximo pasado por el señor Oficial mayor de ese ministerio, en que, por contestación a mi nota fecha 16 de Julio, me dice de orden del Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República, que las graves dificultades manifestadas en mi representación están victoriosamente satisfechas con el cuaderno que me acompaña. Este cuaderno, publicado en la imprenta de D. José A. Godoy, calle del Seminario núm. 6, contiene las contestaciones habidas entre el lllmo. Sr. Arzobispo de México y el Excmo. Sr. Ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos, é Instrucción pública Lie. D. Ezequiel Montes, con motivo de la ley de 25 de Junio de 1856, y aun este mismo título lleva. Si no se me hubiese remitido este cuaderno con el carácter de una contestación victoriosa, me abstendría ciertamente de volver a tocar los puntos contenidos en mi citada nota, por creerlo excusado bajo todos aspectos; mas no sucede lo mismo supuesta su remisión en el sentido expresado; porque mi silencio en el caso podría glosarse tal vez como un tácito convencimiento de que habían quedado en efecto victoriosamente contestados los argumentos diversos que fundan la justicia de mi petición y el derecho de mis protestas. No teniendo empero motivo ninguno para variar de lo que manifesté al gobierno en mi repetida comunicación del 16 de Julio, pero debiendo justificar mi permanencia en el mismo sentido antes de hacer ninguna clase de instancia, me permitirá V. E. que ocupe su atención en esta nota con dos clases de reflexiones; unas concernientes a las respuestas del ministerio contenidas en el cuaderno que se nos circuló a los obispos, y éstas tendrán el carácter de una respetuosa réplica; y otras con motivo de la circular de 6 de Setiembre último y sus efectos, y éstas se entenderán hechas en términos de rigorosa defensa.

I

Con la más grande atención he leído las tres contestaciones del Excmo. Sr. Montes al lllmo. Sr. Arzobispo. Considera S. E. la cuestión de la propiedad eclesiástica bajo cuatro principales aspectos: el de la verdad de su origen, el de la justicia de su conservación, el de sus relaciones con la moralidad del clero, y por último, el de la conveniencia de la ley que la destruye. Para S. E. la propiedad eclesiástica viene de la ley civil; los títulos de justicia que la Iglesia tiene para conservarla, nacen de la voluntad de los gobiernos; se interesa mucho la perfección del estado eclesiástico en que no exista-dicha propiedad; y además de estas consideraciones, el destruirla sustituyéndola con el derecho a los réditos, era una medida imperiosamente reclamada por la situación de nuestro país, y cuya ejecución, si bien es cierto que deberá causar algunos males de presente, abre para lo futuro a los habitantes de México una fuente inagotable de prosperidad.

El Illmo. Sr. Espinosa, en la contestación que con fecha 20 de Octubre dio a la circular del Ministerio focha 25 de Setiembre y cuaderno que con ella se nos acompañó, se hace cargo uno por uno de todos los argumentos del Excmo. Sr. Ministro de Justicia, y uno por uno los va combatiendo con la Historia, la Santa Escritura, los Padres de la Iglesia y el Derecho canónico en las manos. Este escrito, que quedará sin duda como uno de los monumentos que hagan más honor al Episcopado de México, puede servirnos a todos los obispos como de una respuesta común y concluyente: porque si la circunstancia de no haber tenido nuestras representaciones y protestas sino un objeto mismo, fue motivo suficiente para que se nos respondiese a todos con la remisión del cuaderno, bien podemos todos a nuestro turno contestar haciendo nuestra en todas sus partes la concluyente y victoriosa réplica del, Illmo. Sr. Obispo de Guadalajara.

Sin embargo, haré por mi parte algunas reflexiones acerca de lo que contienen las notas del Excmo. Sr. Montes, para demostrar de una manera más directa mi aserto, encargándome al efecto de los diversos argumentos con que prueba el concepto que tiene formado de la propiedad eclesiástica considerada en su origen, en sus títulos de justicia y en sus relaciones con la moral y la conveniencia pública.

S. E., o para contradecir el carácter histórico de la propiedad eclesiástica, ó para probar que la posesión de los bienes raíces no es conforme con el espíritu del cristianismo, cita tres pasajes de la Santa Escritura, uno del Antiguo y dos del Nuevo Testamento. Los Levitas eran dueños de los diezmos, pero ninguna otra cosa poseían; he aquí el primero: los fieles recién convertidos vendían sus posesiones y ponían su precio a los pies de los Apóstoles; he aquí el segundo: San Pablo vivía del trabajo de sus manos; he aquí el tercero.

La legislación y forma de gobierno propias del pueblo judío eran teocráticas en todo rigor: de la misma fuente venían inmediatamente el sacerdocio y el imperio: luego de aquellos hechos no puede sacarse argumento ninguno para decidir las cuestiones de competencia entre la Iglesia y el Estado. Si aquellas instituciones, aquellas leyes y costumbres fuesen argumentos para este linaje de controversias, ya verá S. E. cuánto pudiera concluirse de aquí contra muchos derechos incuestionables del gobierno temporal; y esto sería un absurdo. Al contrario, notorio es para todo el mundo que aquellas cosas, esencialmente figurativas, desaparecieron ante Jesucristo, y desde su venida acá, no solo dejó de ser autoridad para un cristiano la legislación judía, sino que, según el común sentir de todos los teólogos, cometería un pecado quien se sujetase a ella, y bajo tal carácter la tomase como regla de su conducta.

En cuanto a lo que hacían con sus propiedades los fieles recién convertidos, quiero prescindir de las graves consideraciones que contiene la comunicación oficial del Illmo. Sr. Espinosa: no diré con S. S. Illma. que esta era una medida precautoria sabiamente tomada para evitar el sacrificio de aquellas fincas en la profetizada ruina de Jerusalén; no diré que si tal costumbre pudiera subir a la clase de obligación, esto probaría que todos los fieles deberían vender sus propiedades: basta considerar con algún detenimiento el hecho mismo, para quedar convencido de que no puede aplicarse a la cuestión presente. ¿Quiénes vendían, qué vendían, y en virtud de qué vendían? Vendían los fieles, vendían lo suyo, y vendían con sujeción a la autoridad eclesiástica. No eran aquellas unas ventas prescritas por la ley civil, ó hechas en obedecimiento del gobierno temporal; no eran venías de fincas que preexistiesen con aplicación a objetos piadosos y fuesen administradas por la Iglesia en común; sino fincas de particulares, vendidas por ellos y cedidas a la Iglesia para su uso. ¿Qué tiene pues que ver esto con el decreto de 25 de Junio? Nada, porque ni le favorece, ni le perjudica, y más bien le perjudica que le favorece; pues lo que allí pasaba, todo se hacía bajo el exclusivo gobierno de los apóstoles: no se necesitaba de otra aprobación; toda ley civil hubiera sido insignificante en el caso. Ninguno de los obispos ha pretendido jamás que la propiedad eclesiástica sea invendible. Es enajenable, y de hecho se enajena cuando la utilidad y necesidad de la Iglesia, calificadas por su autoridad canónica, así lo exigen. Lo que decimos es, que no se puede vender contra la voluntad de la Iglesia, y esto no está desmentido, no está contradicho ni directa ni indirectamente por el citado texto del libro de los Hechos apostólicos.

Si San Pablo, viviendo del trabajo de sus manos, prescindía de su derecho de justicia para vivir del peculio de los fieles a quienes predicaba la palabra, de este hecho edificante y glorioso nada se sigue, por cierto, ni contra la verdad histórica, ni contra el antiguo derecho é incuestionable justicia de la propiedad eclesiástica. La renuncia de un derecho es prueba del derecho mismo, porque nunca se renuncia lo que no se tiene, y no un argumento para concluir que es ilícito usar de él, ni para lamentarse del uso legítimo de los que le poseen. El argumento valdría tanto, que sería necesario comenzar calificando a Jesucristo de primer escandalizador, siendo, como es, muy sabido, y lo han notado los Padres, que usaba de este derecho. Del mismo modo se condujeron los otros Apóstoles, y con tantas ventajas para el culto y la caridad cristiana, como lo dice la historia de su apostolado, de la cual ha escogido varios hechos notables el Ilmo. Sr. Espinosa, como podrá V. E. verlo en su comunicación del 20 de Octubre. No fue otra la conducta de los primeros obispos, modelos de desprendimiento cristiano, ni menos favorable a la humanidad menesterosa y doliente el uso de tan sagrado derecho. Sin él hubiera contado la Iglesia obispos y presbíteros dedicados a las artes, oficios y profesiones indispensables para subsistir; pero no habría tenido acaso ni los templos magníficos en que se rinde a Dios el verdadero culto, ni los preciosos vasos en que inmediatamente se le sirve, ni asilos hospitalarios para los desvalidos, ni hospitales abiertos para la doliente humanidad, ni el pan en abundancia para dar de comer al hambriento, ni los recursos indispensables para cubrir las carnes de los pobres de Jesucristo.

No encuentro en los tres oficios del Excmo. Sr. Montes ninguna otro argumento que diga relación al carácter puramente histórico de la propiedad eclesiástica, y por lo mismo paso a los que S. E. emplea en comprobación del siguiente concepto que a la letra vierte en el penúltimo párrafo de su nota fecha 5 de Julio: “No cabe duda en que la Iglesia ha adquirido sus bienes por habilitación de las autoridades civiles.” En apoyo de éste concepto cita dos trozos de la Santa Escritura: uno en que Jesucristo dijo a Pilatos: “Mi reino no es de este mundo; ” y otro en que dijo a sus Apóstoles: “No poseáis oro, ni plata, ni dinero en vuestras “ fajas, ni alforja para el camino, ni dos túnicas, ni calzado, ni armas; porque digno es el trabajador de su alimento: ” de lo cual deduce S. E. una conclusión negativa, y es, que Jesucristo no dio a la Iglesia derecho sobre la propiedad. Pasa de aquí a la prueba positiva de que el derecho de la Iglesia viene todo y solo de la ley civil. En confirmación de esto cita estas palabras de S. Agustín: “Por los derechos de los reyes se tienen las posesiones”, y otras de que hablará después; y como el Illmo. Sr. Arzobispo hubiese explicado la inteligencia de ellas en una de sus notas, el Excmo. Sr. Montes comprueba el sentido que las dio, con la autoridad del Illmo. Sr. obispo Lila, Hugo de S: Víctor y Juan de Polemar. Aduce además dos textos, uno de S. Ambrosio y otro de S. Bernardo como argumentos teológicos: presenta como una prueba canónica el artículo primero de la declaración del clero galicano, y por último alude a las leyes españolas, doctrinas de autores acerca de la facultad de los reyes en los bienes eclesiásticos, y concluye observando que la inteligencia dada por el Illmo. Sr. Arzobispo al cap. XI de la sesión 22 de Reformatione del Santo Concilio de Trento, no es la que debe tener.

El argumento que se ha formado constantemente por los que disputan a la Iglesia su jurisdicción y su derecho con las palabras de Jesucristo a Pilatos ya citadas, ha sido también contestado de muchos siglos atrás y lo acaba de ser por el Illmo. Sr. Espinosa de una manera concluyente: me limitaré yo por lo mismo a una sencilla reflexión. Si el no ser la Iglesia de este mundo fuese un argumento para que su existencia en la tierra estuviese al arbitrio del poder temporal, todo el dogma caería: porque tanto valdría esto como haberle negado a Jesucristo, por haber descendido del cielo, el derecho de redimir al mundo, predicar su Evangelio é instituir su Iglesia. La Iglesia no es de este mundo, y esta palabra pronunciada por el mismo Salvador todo lo dice en materia de origen; pero la Iglesia está en este mundo, y esta palabra manifiesta un concepto de hecho que no está en el arbitrio de nadie destruir. Lo que importa saber para la cuestión que nos ocupa es una cosa y nada más: ¿cuál? si está en este mundo con derecho o contra derecho. Para suponer lo segundo, sería necesario negarle a Nuestro Señor Jesucristo el poder omnímodo que le fue comunicado en el cielo y en la tierra, como Él mismo se expresó al instituirla. Pero si no hemos de discurrir de esta manera, porque somos cristianos, preciso es decir que la Iglesia está en este mundo con justo título, y en este caso aceptar como otros tantos derechos suyos todas las condiciones esenciales de su vida social en la tierra. A no ser que se diga que la razón social de la Iglesia católica emana del Príncipe ó Soberano temporal; pero en este caso será preciso volar al protestantismo: porque ya se sabe que, siendo la Iglesia esencialmente una sociedad, no puede recibir este carácter del gobierno civil, sin que éste pueda decir: “yo soy el jefe de la Iglesia”. Así he comprendido yo, Sr. Excmo., aquel sagrado texto: he creído que, limitado a la divinidad de la institución, no podía servir de antecedente para cerrarle a la Iglesia las puertas del mundo, y tenerla en espera de lo que las leyes civiles decretasen, para que el apóstol pudiera desplegar sus labios delante de las turbas, trasponer los montes y los desiertos con el fin de llevar el Evangelio a las naciones desconocidas, cubrir sus carnes y comer un pedazo de pan. Si así fuera, no habría podido ciertamente dar un paso, ni menos durante los tres siglos en que la persiguieron a fuego y hierro los emperadores romanos. Paso al segundo texto.

El Illmo. Sr. Espinosa, citando el capítulo IV de San Juan, apoyándose en el ejemplo de San Atanasio, San Gerónimo y San Agustín, copiando las palabras de San Juan Crisóstomo, aludiendo a la doctrina de San Gerónimo y otros Padres, prueba concluyentemente que en el segundo texto, “no poseáis oro, ni plata, etc.,” no se trata de la misión general de la Iglesia, sino de una misión particular; que estas palabras de Jesucristo no tienen el carácter de un precepto, ni pueden en consecuencia ser aplicadas al punto de que se trata. En cuanto a mí, si después de haber hablado con tal acierto aquel sabio Prelado, puedo decir alguna cosa, V. E. me permitirá el hacer a este propósito algunas reflexiones.

Parece que Jesucristo Nuestro Señor quiso cubrir aquella misión con cuanto era necesario, para que no llegase a desvirtuarse por los malos juicios de los hombres, y a fin de quitar hasta las últimas excusas y pretextos a cuantos no quisiesen recibir a sus enviados. Y aun las mismas palabras con que concluye el versículo 10 que cita el Excmo. Sr. Montes: “digno es el operario de su jornal;” lejos de excluir, establecen el incontestable derecho que la Iglesia tiene sobre su propiedad. Si los apóstoles iban a tal misión y con tal derecho, debían tener entendido que adonde quiera que fuesen tendrían alojamiento, comida y vestido, pues que iban a prestar un servicio que les daba tal derecho: y en este caso, ¿para qué tantos aprestos? ¿para qué llevar dinero y mudas de ropa? Si aun en el uso común, cuando se camina bajo el concepto de que se ha de encontrar todo, no se carga con nada, y estos aprestos de viaje siguen la razón de las necesidades, y son tanto mayores cuanto los caminos tienen menos recursos y los países son menos hospitalarios, ¿no sería mejor entender así el sagrado texto, concertando de esta suerte la prescripción de que nada llevasen, con el título de que tenían derecho a todo lo necesario, que fundarse en estas mismas palabras para excluir semejante derecho?

Viniendo ahora a los argumentos directos, y comenzando por el texto de San Agustín, yo creo que de las palabras de este Santo Doctor no se colige que el derecho de la propiedad viene del derecho de los reyes; porque para esto sería necesario atribuir a tan autorizado Maestro el absurdo proloquio de que “los reyes son dueños de vidas y haciendas,” suponer la propiedad sin títulos cuando no había reyes, y autorizar la usurpación en el silencio de las leyes positivas. Dígase que la autoridad soberana otorga al propietario toda clase de garantías, que la ley civil asegura las posesiones de las propiedades para hacer sentir al hombre las ventajas de la vida social; pero no se concluya que el ciudadano es propietario en tanto que el Gobierno quiere, y dejará de serlo cuando el Gobierno lo mande.

Prescindo aquí de tratar especialmente sobre la cita que se hace del Illmo. Sr. Lila, Obispo de Guamanga, en la parte que explica unas palabras de San Agustín a los donatistas, por no repetir lo que dijo el Illmo. Sr, Arzobispo en los números 80 y 81 del opúsculo con que acompañó su segunda nota, ni lo que manifestó en la suya de 20 de Octubre el Illmo. Sr. Espinosa, ni lo que se había dicho desde 1847 bajo el título de “Algunas observaciones sobre la contestación del Excmo. Sr. Ministro de Justicia Dr. D. Andrés López Nava a la protesta del Illmo. Sr. Obispo de Michoacán.” En todos estos documentos aparece plenamente probado que San Agustín hablaba con los donatistas, y no con la Iglesia; que el pasaje donde esto consta fue adulterado por un heresiarca; que San Agustín consigna precisamente la doctrina contraria, y por lo mismo, que nunca puede ser alegada su autoridad como una prueba de que la propiedad eclesiástica emana del derecho de la autoridad civil. Todavía pudiera yo hacer citas más antiguas, porque esta disputa sobre el sentido de las palabras del Santo, se suscita cada vez que se tratan de atacar ciertos derechos de la Iglesia católica; y para combatirlos con una autoridad tan respetable, ha sido necesario corromper ó truncar el texto; pues leído tal como es y en su integridad, se concluye todo lo contrario: trunco está en la cita del Illmo. Lila y de Juan de Polemar, como al propósito lo advirtió en su réplica el Illmo. Sr. Espinosa.

En cuanto a las palabras de S. Ambrosio, citadas por el Excmo. Sr. Montes en la página 36 del cuaderno, ninguna contestación mejor puede darse que copiar literalmente dos pasajes del mismo Santo, como se hizo en 1847 para refutar al Sr. Nava en su opúsculo citado. En el párrafo quinto del sermón contra Auxencio, dice: “Como me pidiesen los vasos de la Iglesia, respondí: si se me pidiera algo de mi propiedad, oro, ó plata, lo ofrecería sin repugnancia; pero del templo de Dios nada puedo quitar, ni entregar nada de lo que recibí, no para entregarlo sino para custodiarlo.” En el párrafo octavo de la carta vigésima a su hermana le dice: “Me estrecharon los comisionados y tribunos para la entrega de la Basílica, alegándome que el emperador usaba de su derecho pues que tenia dominio sobre todo”. “Respondí, continúa el Santo: si me pidieran lo que fuese mío propio, fundo mío, plata mía, cualquiera otra cosa mía de esta especie, no resistiría [non refragatarum]; pero las cosas que son divinas, no están sujetas a la potestad imperial. ¿Queréis arrastrarme a una prisión, queréis mi muerte? soy contento; gustoso me inmolaré por los altares.”

Seria pues necesario sacar a San Ambrosio contradictorio consigo mismo, para deducir de algunas palabras suyas el pretendido derecho del poder temporal sobre los bienes propios de la Iglesia. Por lo demás, nada creo deber decir aquí con motivo del raciocinio que forma el Excmo. Sr. Ministro en el quinto párrafo de su comunicación del 15 de Julio citando unas palabras de San Agustín, sobre que la Iglesia no debe impedir la dominación de los soberanos, porque no se trata de esto: todos los prelados hemos comenzado reconociendo la suprema autoridad del Gobierno, y el incontestable derecho que tienen para ser obedecidas todas las leyes justas. Lo único que hemos dicho es, que no nos es lícito desobedecer a Dios para obedecer a los hombres, y esto no está contrariado ni por San Agustín ni por San Ambrosio.

Menciona también el Excmo. Sr. Montes aquellas palabras de San Gelasio Papa al Emperador Anastasio: “Dos son, augusto emperador, las potestades supremas que gobiernan a este mundo; la sagrada autoridad de los Pontífices y la potestad de los reyes, etc. Mas ¿qué se infiere de todo el pasaje? Nada en el sentido de que la propiedad eclesiástica tenga por único título la autoridad de los gobiernos. Lo que de aquí se infiere rectamente es que hay en el mundo instituidas dos potestades supremas; que cada institución tiene un fin propio; que cada fin supone un derecho pleno a los medios necesarios para conseguirle; que la competencia del poder temporal y el eclesiástico se ha de decidir por la relación necesaria de los medios con el fin de la institución, y por consiguiente, que siendo la propiedad eclesiástica un medio necesario para la subsistencia de la Iglesia en el mundo, porque así quiso Jesucristo que estuviese, nadie puede disputarla ni la legitimidad de los títulos con que adquiere, ni la plenitud del derecho con que posee, ni la justicia con que resiste a todo linaje de usurpación. El fondo de este concepto no me pertenece a mí: se debe a la sabiduría y al talento profundo del célebre canciller D’Aguesseau, tan generalmente conceptuado como uno de los más insignes jurisconsultos del mundo.

Las palabras de S. Bernardo, citadas por el Excmo. Sr. Montes en la pág. 37 del cuaderno a que estoy contestando, prueban y muy bien que la potestad de la Iglesia y su ministerio nunca deben confundirse con la potestad del Soberano temporal; que no ha sido instituida como la otra para proveer a la conservación del orden público y decidir en todos los negocios que bajo cualquier aspecto tengan un carácter puramente civil: mas no se colige, ni puede colegirse tampoco de ellas, que cuando va de por medio alguna cosa que se ve, que se palpa, que es material y sensible, bajo ningún respecto pueda ser de, la competencia de la Iglesia. Esto sería un absurdo y de los mas enormes, siendo como es claro que el orden material toca por muchos puntos al orden moral, afecta la conciencia y supone por lo mismo doctrina y jurisdicción para ilustrar y decidir; y a ningún católico puede caberle duda sobre que el orden moral es de la competencia exclusiva de la Iglesia. Ya el Illmo. Sr. Espinosa explicó este lugar de San Bernardo con buenas razones y muy palpables ejemplos, manifestando el único sentido que admite, y cómo nada puede concluirse de aquí en contra del derecho que la Iglesia tiene para administrar sus propiedades.

Paso a encargarme de los argumentos canónicos fundados, como indiqué al principio en la declaración del clero galicano, y en las razones que tiene el Excmo. Sr. Montes para creer que el decreto de 25 de Junio no está comprendido en la disposición del Concilio de Trento citada por el Illmo. Sr. Arzobispo, y no concluiré este punto que aféctala cuestión bajo el aspecto de la legitimidad y la justicia con que la Iglesia posee sus bienes, sin decir una palabra sobre las disposiciones legales y doctrinas de autores a quienes se refiere S. E. de una manera general.

En cuanto a la declaración del clero galicano, bastante se ha dicho por parte de los Illmos. Sres. Garza y Espinosa. Solo añadiré yo que en materia de Derecho las palabras valen tanto como la autoridad representada; que no hay más autoridad que la del legislador; que el clero galicano nunca pudo ser legislador de la Iglesia, y que estos cuatro célebres artículos, en vez de figurar como una razón decisiva en la materia, serán siempre un hecho infirmativo en buena jurisprudencia canónica; pues contra él obran la autoridad de los Papas y la voz unánime de muchos escritores insignes. La misma Iglesia galicana se conduce hoy de tal suerte, que quisiera borrar aquella declaración, para no tener esta página en la historia de sus relaciones con el Vicario de Jesucristo.

Mas como en el primero de estos artículos se hace mención de aquellas palabras de Jesucristo: “Dad al César lo que es del César,” así como en el texto de San Ambrosio se alude al acto en que Jesucristo pagó el tributo, no quiero pasar en silencio estas citas. Verdad es que muchas veces han pretendido sacar de aquí una consecuencia conforme a la intención del Excmo. Sr. Montes; pero es igualmente cierto que nada puede concluirse rectamente contra los derechos incontestables de la Iglesia sobre su propiedad. El Illmo. Sr. Espinosa con grave peso de autoridades demuestra que no. Y en efecto, de que Jesucristo haya mandado dar al César lo que es del César, ¿puede inferirse nunca que el César sea dueño de todo, y que la Iglesia no sea ni pueda serlo de nada? Puntualmente cuando a la vista de una moneda y con ocasión de un impuesto se explicó Jesucristo de esta suerte, añadiendo: “Dad a Dios lo que es de Dios,” nos enseñó a todos, que aunque Dios es dueño de todo, ha querido serlo especial de alguna cosa; que lo es de cuanto se le destina; que hay dinero del César y dinero de Dios, y que tan injusto es negarle al César lo que es suyo, como defraudarle a Dios lo que le pertenece. Porque, Sr. Excmo., si salimos de aquí, ¿adónde vamos a parar? a la más completa y omnímoda absorción de la propiedad por los gobiernos: sería necesario, como en otro lugar decía, suponer que ellos eran los únicos dueños de todo, y que los ciudadanos y demás miembros de una nación eran simples usufructuarios de la propiedad social.

El Excmo. Sr. Montes, en el penúltimo párrafo de su nota, fecha 15 de Julio, cita el cap. XI, session 22 de Reformatione del Santo Concilio de Trento, y el párrafo I, título 8°, Libro 3° del tercer Concilio mexicano, para manifestar que no han podido ni debido aplicarse al decreto de 25 de Junio y su cumplimiento sin violenta* su sentido: porque el gobierno no ha ocupado los bienes de la Iglesia, ni convertido sus réditos en usos propios. Dejemos aparte la cuestión de réditos, porque solo se trata de la propiedad. ¿En dónde está la propiedad eclesiástica? De derecho en la Iglesia, porque la Iglesia nunca perderá su derecho, como lo hemos repetido; pero de hecho está en poder de los adjudicatarios y rematadores, en poder de aquellos a quienes la Iglesia les ha dicho: No toméis eso, porque es mío. Cuando el hecho no emana del derecho, cuando las cosas que constituyen la propiedad eclesiástica están en poder de otros, no por la voluntad del dueño, que es la Iglesia, sino contra su voluntad expresa, en virtud de una coacción y una fuerza, ,¿se dirá que nada se le quita a la Iglesia? ¿se dirá que nada se le usurpa? ¿Qué importa que el gobierno no lo haya convertido en usos propios? ¿qué importa que por sí no ocupe las fincas de la Iglesia, si otros las ocupan por disposición de la ley? El Santo Concilio de Trento no ha limitado ni su prohibición ni sus anatemas a la conversión de la propiedad eclesiástica en propios usos, sino que los ha extendido a todo linaje de usurpación y violencia, a todos los bienes, jurisdicciones, fincas, derechos, frutos, etc. Bastante pudiera decirse sobre esto; pero V. E. me permitirá limitarme al raciocinio que debe formar un simple fiel. “Yo veo por una parte los cánones de la Iglesia, la unánime voz de todos los obispos de México, una declaración solemnísima del Vicario de Jesucristo contra el decreto de 25 de Junio y otras leyes y disposiciones del gobierno, recordando las censuras eclesiásticas a los adjudicatarios, rematadores y demás que han intervenido en la ejecución del repetido decreto: y por otra parte veo, por la negativa, sosteniendo que no se ha infringido el Santo Concilio de Trento, a varias personas. ¿A qué atenerme? Si se trata de proporcionarme un apoyo en el sentido exclusivo de mis intereses, me inclinaré a la opinión de que puedo adjudicarme la finca que poseo, ó acudir al remate de las no adjudicadas sin faltar a la ley canónica, ni quedar ligado con la excomunión; pero si atiendo preferentemente al bien de mi alma, si se trata de saber si peco o no peco, si busco una decisión moral para gobernar mi conciencia con el fin de no condenarme, no buscaré la doctrina sino solo donde está la misión para enseñarla; prescindiré de opiniones particulares para estar solo a la doctrina del Episcopado, lo abandonaré todo en materia de dictámenes y estaré solo al juicio de los Prelados, a la voz de la Iglesia.” Paso a encargarme de los argumentos que funda el Excmo. Sr. Ministro en las disposiciones de las leyes civiles y doctrinas de los autores.

Bien sabido es que en el cuerpo de la legislación española se registran muchas disposiciones en el sentido de una competencia exclusiva del gobierno civil sobre las materias temporales; que hubo muchos escritores tan celosos defensores de la regalía, que sus obras figuran ya en el índice expurgatorio ¡le los libros prohibidos, y lo es asimismo que bajo la cubierta de un hecho legítimo como es el concordato, hicieron los reyes tanto, que toda ponderación seria corta; pero estos son hechos, y los hechos no arguyen derechos: es necesario subir al origen de cada uno, llamarlos al juicio de los principios, y deducir de aquí su legitimidad ó bastardía. Si en esta materia valiera citar leyes, es necesario convenir en que la Iglesia quedaría vencida; pero repito que en este punto las leyes son hechos, y el hecho no constituye el derecho. Por lo demás, la legislación española es un abundantísimo manantial para todo; porque hubo tiempos en que una recta intención, un verdadero selo por la religión y la moral, un buen espíritu presidia, en todo lo relativo al orden eclesiástico, a las disposiciones de la autoridad civil. En este sentido se explica perfectamente bien el pasaje del Papa Nicolás I, citado por el Exmo. Sr. Montes en la última exposición: porque de bulto se ve cuánto provecho resulta en favor de la Iglesia y del Estado cuando hay un verdadero concierto entre sus dos autoridades supremas, cómo los Emperadores necesitan de los Pontífices, y no solo para conseguir su salvación, como dice aquel Papa, sino también para llevar su gobierno con todos aquellos alivios que proporciona la moral bien arraigada en el ánimo de los súbditos, cómo los Pontífices reciben mucho consuelo cuando la autoridad civil, inspirada por un verdadero selo en favor de la religión y de la moral, dicta medidas sabias y oportunas, para que sea defendida en todo la justicia, garantizada la vida, celado el honor, respetada la moral y venerada la religión, y cómo a las dos cosas puede atenderse sin que los gobiernos invadan el poder espiritual en las materias de su resorte, ni los Pontífices, prelados y ministros se mezclen en los negocios seculares, es decir, en los negocios propios del siglo, ajenos de su vocación, embarazosos para su ministerio y oficio, etc., etc. Pero ¿por ventura, ni de aquí ni de los otros lugares citados se colige ni colegirá nunca, ó que la Iglesia no pueda adquirir, ó que adquiriendo, no pueda conservar, ó que adquiriendo y conservando, no pueda administrar?

Como el Excmo. Sr. Montes considera también esta grave cuestión en las relaciones que pueda tener la propiedad eclesiástica con la moralidad, acaso para corroborar su concepto de que no tiene más títulos que las concesiones del poder civil, y cita en prueba de esto unas palabras de San Gerónimo al monje Nepociano, me creo en el caso de ver la materia también bajo este aspecto en la presente nota.

El Illmo. Sr. Espinosa, en su comunicación repetida fecha 20 de Octubre, analiza con el mayor detenimiento el pasaje de San Gerónimo a Nepociano, que cita el Excmo. Sr. Montes en el párrafo tercero de su nota del 15 de Julio; manifiesta con las mismas palabras del Santo, que él uno condena absolutamente a los sacerdotes que tienen riquezas, sino a los que ponen todo su estudio en ellas y a los obispos que las amontonan para invertirlas en usos profanos” Cita a San Bernardo, San Agustín, San Gregorio Nacianzeno, San Ambrosio y S. Buenaventura, y concluye rectamente de todo cuán violento seria deducir de lo que San Gerónimo dijo a Nepociano, la ilicitud de las posesiones eclesiásticas. Creóme por lo mismo excusado de entrar en detenidas explicaciones a este propósito; pero me permitirá V. E. que haga con tal motivo algunas breves reflexiones.

Eso de no estimar el oficio del Clericato como un género de antigua milicia quiere decir que las funciones augustas del ministerio católico no deben desempeñarse con otro fin que el de la mayor gloría de Dios y bien de las almas; que las rentas de los beneficios han de ser consideradas como medios legítimos de subsistencia, y no como fuentes de riqueza; que pertenece a los pobres el debido sobrante, y no debe destinarse a especulaciones propias de seculares. Esto de no buscar la milicia de Jesucristo para lucrar, quiere decir sustancialmente lo mismo, y excluye la consideración de la renta, y aun de la subsistencia, de lo que ha de tener presente, para probar su vocación, el que aspira al estado eclesiástico. Esto de que muchos hay que son más ricos de monjes que cuando fueron seglares, condena y justísimamente la conducta de aquellos, que, habiendo profesado una regla en que se hace voto de pobreza, mienten a su estado y a su religión, haciéndose poseedores de los bienes temporales. Esos clérigos, mendigos antes y ricos después, son aquellos a quienes reprende porque buscan la milicia de Jesucristo para lucrar, y no los que poseen lo que incuestionablemente es suyo, como los que tienen bienes patrimoniales cuasi castrenses u otros, y usan de ellos conformo a la ley de Dios. Tener algo fuera del Señor no es precisamente tener algo o tener mucho, que algo y mucho puede tenerse por vía justa, sino adquirirlo contra justicia, poseerlo contra derecho, usarlo contra la sana moral. Nada tiene pues de extraño que así se expresara el santo y esclarecido Doctor, cuando así se expresa la Iglesia, así se expresan sus cánones, a esto se encaminan sus máximas y constante solicitud: esto enseña en los libros, predica en los pulpitos y propone a la meditación de sus hijos en el santo retiro espiritual.

Pero sea de esto lo que fuere, y dejando aparte las cuestiones sobre si los bienes patrimoniales, cuasi castrenses y otros son lo mismo que los beneficiales, sobre si los monjes y los clérigos están igualmente obligados a la pobreza, sobre si basta tener algo, ó es necesario tenerlo contra justicia, para no ser de Jesucristo, yo llamaré la atención de V. E. sobre un punto muy digno de considerarse. ¿A qué viene todo esto? ¿Qué aplicación pueden tener en el caso los conceptos citados de San Gerónimo y el consejo de San Ambrosio de que no se posean las cosas que son de este mundo, de abandonarlas todas y seguir a Jesucristo? No se trata de nada de esto en la cuestión presente: versa ésta exclusivamente sobre la propiedad eclesiástica, y no sobre la propiedad de los eclesiásticos: la diferencia entre ambas propiedades es tan palpable, que no pueden confundirse. El decreto de 25 de Junio destruye la primera y deja intacta la segunda. Ningún clérigo dirá que se han adjudicado ó rematado sus bienes: ninguno lo temerá en consecuencia del citado decreto. Es claro, por lo mismo, que todos estos argumentos y citas dejan intacta la materia única que debe ocuparnos.

Fuera de estos argumentos, en que la propiedad eclesiástica es vista en sus relaciones históricas, legales y morales, trata el Exmo. Sr. Ministro la cuestión bajo el aspecto de la conveniencia pública. Mira S. E. como un principio reconocido, que cuando lo exige la utilidad pública, el Gobierno tiene facultades expeditas para disponer de las propiedades de los particulares y corporaciones, decretando la posible indemnización; y dando por supuesto que se interesa mucho la utilidad pública en la enajenación de la propiedad territorial perteneciente a corporaciones eclesiásticas y civiles, manifiesta la competencia y justicia del decreto de 25 de Junio, supuesta la indemnización decretada para los propietarios antiguos con cuantos medios están a su alcance.

Si me es permitido, Sr. Excmo., manifestar con franqueza mi opinión, diré a V. E. que tal principio, muy aplicable en la acción administrativa, no puede serlo igualmente al orden legislativo. De otra suerte sería necesario destruir un principio con otro, é inmolar el que consagra el Derecho de propiedad, poniéndole bajo la custodia y no bajo el dominio de la ley civil, ante un principio práctico y excepcional que, para ser aceptado por la razón y el buen sentido, ha menester de referirse a tal hecho protegido por el Derecho y no instituido por él. Si la ley ocupa la propiedad, el derecho de propiedad ha desaparecido: si la autoridad pública ocupa alguna finca de algún particular con todas las formalidades del Derecho, instruyendo el expediente respectivo sobre causas, practicándose los avalúos y demás trámites hasta la completa indemnización del dueño, la propiedad subsiste; y esta excepción legal en cuya virtud se ocupa alguna finca, es una fuerza nueva que recibe el derecho, mientras en el otro caso solo recibiría éste un golpe de exterminio. Este raciocinio, Sr. Excmo., admite una aplicación general a todo lo que puede llamarse garantía en la sociedad; y la garantía más preciosa que las leyes pueden conceder al hombre, consiste precisamente en ese carácter abstracto de que no podrían desnudarse sin hacer entrar en sus disposiciones y reglas todos los juicios prácticos, que no pocas veces se inspiran ele los intereses y aun de las pasiones. ¡Desdichada sociedad aquella en que la ley fuese al mismo tiempo conocimiento y calificación del hecho, institución y aplicación del derecho; ley, juicio, sentencia y ejecución!

Además, ¿qué es esto de ocupar la propiedad con la posible indemnización? Los gobiernos tienen sus épocas de mucha escasez, en que no pueden cubrir sus compromisos, en que reducen por necesidad la preciosa riqueza del infeliz empleado, que ha gastado su vida en servir a la nación, a una cantidad representada en bonos, nominal para él, y acaso real para otros. Debemos pues suponer que según las circunstancias y los tiempos, un gobierno podrá mucho, podrá poco, y aun tal vez en algunos casos de suma urgencia no podrá nada: porque nada se puede cuando nada se tiene, y nada se tiene para un caso particular, cuando lo poco que se posee, no basta para cubrir las necesidades más imperiosas de la administración. Si pues el principio es verdadero tal cual le presenta el Señor Ministro, la posición de los gobiernos seria siempre la de hacer lo que les pareciese más conveniente para la utilidad pública, la de ocupar por una ley todas las propiedades, si lo calificasen de útil; en cuyo caso no sé de qué servirían ya los principios de la justicia eterna, los del Derecho público y constitucional, los de la legislación. En cuanto a su obligación de indemnizar, nada importaría que el desposeído se quedase absolutamente sin nada, ó cosa equivalente, porque se le pagara con poco; pues el Gobierno por su parte cumpliría siempre con hacer lo posible, y para dejar callado al propietario, bastaríale decir: no puedo más.

La utilidad pública, Sr. Excmo., cosa es por cierto muy atendible, pero de muy difícil calificación, de aplicación peligrosísima. Desprenderse de los principios de la justicia para entrar en las cuestiones de conveniencia y utilidad es un mare magnum en que todo suele quedar envuelto en conjeturas, pareceres y aun intereses y pasiones: todo, la libertad, la propiedad, la seguridad y hasta la misma religión. Por esto el sistema utilitario combatido por los publicistas antiguos mucho antes de nuestra Era cristiana, ha sido justamente relegado por el buen sentido al país de las quimeras. Así como en materia de principios no pueden tener lugar ninguno las probabilidades ni las conjeturas, así también cuando se trata de la justicia intrínseca dé las cosas, del goce y conservación de aquellos derechos anteriores a toda la legislación civil, como lo es la propiedad, los cálculos de conveniencia pública no deben hacer peso ninguno en la balanza de un gobierno. Perdóneme pues V. E. si hablando con el respeto debido, niego tal principio, manifestando francamente que las palabras del Excmo. Sr. Montes podrán ser un concepto, una opinión suya, si se quiere, pero nunca un principio: porque no puedo llamar principio lo que destruye los principios; no puedo tener como fundamento lógico de una disposición legislativa, lo que minaría profundamente la sociedad civil.

Y que aun prescindiendo de esto, ¿puede sostenerse con seriedad la pretendida utilidad y conveniencia del decreto de 25 de junio? En mi protesta contra este decreto dije terminantemente que no podía traer ni a los arrendatarios ni a los inquilinos una sólida y positiva ventaja; pues “al tocar estos intereses el decreto citado, ó los destruye ú los grava o los desmoraliza. Los destruye para todos aquellos que no quieran sacrificar la ley eclesiástica al interés propio, la conciencia al dinero, la salvación a la comodidad: los grava para los nuevos arrendatarios de la propiedad eclesiástica pasando al dominio de los particulares; porque ya se sabe lo que va de la Iglesia al simple particular en materia de intereses... los desmoraliza, por último, no solo por el daño que recibe la justicia moral y aun legal a causa de las diferentes lesiones ó pérdidas que se sufran, sino también porque pone a los individuos que quieran hacer uso de los medios que la ley les proporciona para enriquecerse y hacerse propietarios, en el caso preciso de gravar su conciencia, sufrir la censura eclesiástica y poner en manifiesto peligro su eterna salud.”

¡Ojalá, Sr. Excmo., me hubiese equivocado! Pero el tiempo ha dado un paso; la leí está cumplida, y la experiencia toda se halla en pié a disposición de la lógica para una concluyente demostración. Nada dijo sobre esto el Excmo. Sr. Ministro. Pero yo sí puedo manifestar a V. E. que mi proposición está evidentemente comprobada: porque puedo presentar este triple linaje de intereses colocados ya en la categoría de los hechos. Yo veo estos intereses destruidos en todas las fincas de que ha sido la Iglesia despojada y que las autoridades por medio de la fuerza, contra su voluntad y a pesar de sus cánones, protestas y censuras, han adjudicado ó rematado a su nombre ¡vilipendio inaudito! y esto porque así lo previno la ley: los veo también en el despojo sufrido por los antiguos arrendatarios que no quisieron adjudicarse, y que después de haber tenido hogar por mucho tiempo para sus familias, andan vagando aquí y allá en pos de un asilo para poder vivir sin ofender a Dios. Veo los intereses gravados en los nuevos arrendatarios é inquilinos, colocados hoy en la alternativa de vivir por mientras, ó de vivir contra la ley eclesiástica, y en aquellos otros, y son muchos, que están resintiendo ya con el aumento de renta la penosa transición a que la ley los obliga. Verdad es que el Excmo. Sr. Montes aplaza para el porvenir el goce de los inapreciables bienes de semejante medida; pero, prescindiendo de lo que pueda importar esta inmensa inmolación de lo presente ante ese oscuro y dudoso porvenir, haré una observación que me parece muy natural. Si hoy que están mal seguras estas tenencias han causado tantos gravámenes a los arrendatarios é inquilinos los adjudicatarios y rematadores, ¿qué será cuando no haya ni aun este inconveniente? Veo, por último, los intereses desmoralizados en esas adquisiciones contra justicia, hechas por personas a quienes la ley y sus ejecutores llaman nuevos propietarios.

¿Podrá sostenerse nunca, Sr. Excmo., que hay moral en estos intereses? Bien sé que mucho se habla y discurre sobre esto; que se buscan argumentos para poseerlos sin agitación interior por muchas personas para quienes todavía significan algo las palabras Dios, moral, conciencia, pecado; que se han dado diversas opiniones, y que ni aun faltan quienes, adjudicándose las fincas, pretendan hacer un servicio a la Iglesia; pero también sé, como decía en mi protesta de Julio, que un precepto del Decálogo consagra la propiedad, y que solo cumple con este precepto, como lo enseña el mismo catecismo cristiano, “el que no toma, ni tiene, ni quiere lo ajeno contra la voluntad de su dueño.” ¿Quién es el dueño? La Iglesia. Creo que nadie ha negado este dominio. ¿Y la Iglesia presté su voluntad? Díganlo nuestras representaciones, nuestras protestas, nuestras pastorales, nuestras moniciones al clero y al pueblo. La Iglesia se opone, contradice, protesta, censura, y ha declarado de mil maneras esas adquisiciones, hechas de sus fincas en virtud del decreto de 25 de Junio, como verdaderos despojos de su propiedad. Y para quitar todo pretexto, y para que nada faltase, habló terminantísimamente Nuestro Santísimo Padre Pió IX. Mas al mencionar aquí la autoridad soberana del Papa, relativamente al decreto de 25 de Junio, debo hacer una explicación. Aunque por una circular expedida por el Ministerio de Gobernación se califica de apócrifa la alocución de Nuestro Santísimo Padre Pió IX en el consistorio secreto de 15 de Diciembre del año próximo pasado, con motivo de algunos ejemplares de ella que habían venido por el último paquete, y en un párrafo del manifiesto que acaba de hacer a la nación el Excmo. Sr. Presidente, se pone todavía en duda la autenticidad de la alocución pontificia, la cito como auténtica, sin embargo, porque para mí nunca hubo la menor duda sobre este punto, pues la tuve por auténtica desde que llegó a mis manos; y además de esto, me ha sido comunicada oficialmente por el Illmo. Sr. Arzobispo de Damasco Monseñor Clementi como Delegado Apostólico. Es pues auténtica; y aprovecho esta ocasión para decir que la respeto y venero como la voz del Soberano de la Iglesia y Vicario de Jesucristo. Jamás ha sido un punto de controversia para el Episcopado de México la oposición del decreto de 25 de Junio a las santas leyes de la Iglesia y a las prescripciones más estrictas de la moral; pero después de haber hablado el Papa, todo católico no debe hacer otra cosa que normar su juicio y su conducta por la palabra suprema de Su Santidad.

Creo, Sr. Excmo., haber probado con buenas razones que todos los fundamentos en que apoyé mis protestas del día 16 de Julio del año próximo pasado, subsisten sin embargo de las contestaciones que dio el Excmo. Sr. Ministro de Justicia y Negocios eclesiásticos a las tres primeras notas del Illmo. Sr. Arzobispo, pues la última parece ha quedado sin contestación; siendo además muy digno de notarse, que todos los argumentos que constan en dichas contestaciones, y de las cuales me he hecho cargo en esta nota, se refieren solo a dos de los fundamentos de mis protestas: los demás han quedado no solo sin contestar, pero aun sin tocarse siquiera. No los menciono aquí, porque V. E. puede convencerse de ello con solo leer mi protesta; y tengo muy fundadas esperanzas en la rectitud y buen juicio de V. E., de que me hará la justicia de creer que la remisión del cuaderno citado no puede figurar como una contestación, y menos como una refutación concluyente y victoriosa de aquel documento. V. E. me permitirá en vista de todo lo expuesto, que habiendo manifestado las razones en que me fundo para considerar legales y subsistentes los motivos que me determinaron a protestar contra el decreto de 25 de Junio, é instruir acerca de él a los fieles de mi diócesis, ocupe todavía su respetable atención con las reflexiones justas que me considero en el caso de hacer con ocasión de la circular de 6 de Setiembre y sus efectos.

II

En este documento se asegura sin excepción, que los prelados de la Iglesia hemos dado circulares en que se ataca directamente al Gobierno y se incita a la desobediencia. Me creo con derecho de defenderme de este cargo, y paso a hacerlo bajo el concepto de que supongo no estará prohibida la defensa natural. El gobierno dará el peso que tenga a bien a mis razones; pero no puede menos de admitirlas en términos de defensa bajo las protestas de mi respeto. La circular citada nos prohíbe desempeñar una misión que viene de Jesucristo y es inherente al Episcopado; pues a esto equivale dejar nuestra doctrina al juicio de las autoridades locales con facultad para impedir su propagación y proceder contra nosotros cuando crean que con ella turbamos el orden público. Estoy en la obligación de defender estos sagrados derechos, manifestando que no está cometido a la autoridad temporal ni el calificar la doctrina católica, ni el impedir su predicación. Han sido desterrados los curas y otros eclesiásticos de mi diócesis por no absolver a los que se hallen ligados con la censura canónica, por haber aprovechado, ejecutado ó cooperado al despojo de que la Iglesia se queja: es de mi deber manifestar la inocencia de dichos eclesiásticos, poniendo en claro que castigarlos porque no absuelven, es intervenir el ministerio sacerdotal en la parte más delicada, cual es el fuero de la conciencia, y obligarlos contra toda regla, contra toda ley a una verdadera prevaricación: cosas que ciertamente ni puedo ni debo creer que hayan entrado nunca en la intención del Gobierno.

No puede ser dudoso para mí que la circular citada se refiere a los obispos, y particularmente ha querido comprenderme: porque ella dice que los Prelados eclesiásticos expiden pastorales y circulares en que de una manera positiva se ataca al Supremo Gobierno, y se incita abiertamente a la desobediencia. Estoy cierto ciertísimo que ni yo, ni otro alguno de los Illmos. Sres. Obispos de esta santa Provincia mexicana merecemos un cargo tan grave; porque ni hemos hecho semejante cosa, ni dado motivo alguno para que se nos atribuya. Por misericordia de Dios comprendemos nuestros deberes, y hemos procurado cumplirlos. Estoy seguro asimismo, que si no se nos hubiesen presentado tantas dificultades para hablar, todos hubiéramos ocurrido desde el principio al Supremo Gobierno defendiéndonos de este cargo y manifestando al público nuestra defensa. Pero contrayéndome a mí, pues como he dicho, además de estos motivos generales, tengo uno muy personal para creer que se me atribuye una culpa tan grave, cual es el haber sido sacado del territorio de mi diócesis y el estar arraigado en esta capital por disposición del Gobierno, me permitirá V. E. decir algo en mi defensa; porque la defensa es natural, y tan justa, que el mismo Jesucristo nos di ó el ejemplo. Habiendo recibido una bofetada, dijo a su agresor: “Si he hablado mal, muéstrame en qué-, y si no, ¿por qué me hieres?” Jesucristo, explicándose de esta manera, manifesté que la prueba de los hechos corresponde al que los afirma, y no al que los niega; y este mismo es nuestro axioma de Derecho. Mi defensa, pues, debería reducirse a esta sencilla expresión: “no he hecho nada de lo que se me atribuye.” Lo digo, pues, a V. E. en ocasión tan solemne, asegurándole que jamás ni directa ni indirectamente, ni de modo alguno, he atacado al Gobierno é incitado a los pueblos a la desobediencia. Sé muy bien cuáles son mis deberes para con el Gobierno y la doctrina que enseño a los fieles como prelado de la Iglesia, es la misma del apóstol San Pablo. Sin embargo, como en la circular se habla de pastorales, y yo di una el 19 de Julio con motivo de la protesta que acababa de hacer contra la ley de expropiación, tócame probar en defensa de este documento, que no estamos en obligación de obedecer las leyes civiles cuando están en oposición con las leyes santas de la Iglesia, ni nuestras protestas, ni nuestras pastorales expedidas con motivo del decreto de 25 de Junio pueden ser vistas como ataques al Gobierno é incitaciones a la desobediencia.

El Apóstol San Pablo en el cap. XIII, vers. 4 y 5 de su Epístola a los Romanos, dice: que el príncipe es el ministro de Dios para el bien, y de este luminoso é incontrastable principio deduce como una consecuencia forzosa que todos debemos estarle sometidos, no solo por temor del castigo temporal, sino también por una obligación de conciencia. El ser el príncipe ministro de Dios, manifiesta que Dios mismo le ha instituido y comunicado el poder necesario para el gobierno de la sociedad: el serlo para el bien, manifiesta la extensión de sus facultades y el objeto de sus atribuciones. Y como cuando obra como gobierno y según sus facultades, obra en todo conforme a la ordenación de Dios, concluye de aquí el Santo Apóstol que quien resiste a sus mandatos, resiste a la ordenación de Dios. Nada más justo que esta obediencia debida a los príncipes y sus leyes, motivada con la misión sublime que tienen de hacer el bien: nada mas culpable que desobedecerles cuando ejercen esta noble misión, cuando todas sus leyes y medidas van encaminadas a establecer y perpetuar en la sociedad el reinado feliz de la justicia. La justicia es hija de Dios: su primer código vino del cielo; las leyes humanas, rigurosamente reglamentarias, tienen por base la ley divina, por norma la moral y por objeto el bien de la sociedad, que nunca puede estar en choque con la justicia. Seria pues necesaria una verdadera oposición de la ley humana con la ley divina, de la voluntad del príncipe con la voluntad de Dios, para que la obediencia dejara de ser una obligación para los súbditos: porque en este caso los príncipes obrarían como hombres, pero no como ministros de Dios, y sus leyes y preceptos no representarían el bien para el cual fueron exclusivamente instituidos. Síguese de aquí que solo en un caso deja de ser obligatoria la ley civil, y es cuando ésta se opone a la ordenación de" Dios; y como tal ha sido para los prelados de México el decreto de 25 de Junio, han representado contra él y advertido a los fieles que no les es lícito cumplirle.

La obediencia, Sr. Excmo., es una virtud, y como no hay virtud posible contra la moral, contra la justicia y contra la Iglesia nunca podría honrarse con el nombre de obediencia el vasallaje de la voluntad a una ley civil que se reputase contraria a la ordenación de Dios, ni calificarse por lo mismo de desobediencia el acto moral de resistir a ella, ni apellidarse tampoco incitación a la desobediencia la monición de los pastores a sus ovejas sobre que no es lícito obedecer en estos casos. Cuando esta resistencia moral, hija de un deber tan estrecho, tributo debido a la Divinidad, atrae sobre los Prelados ó los fieles las persecuciones y los castigos, ellos, sufriéndolos con paciencia, practican sin duda una virtud, y muy alta y noble, pero que ciertamente no es la obediencia. Esta virtud entraña siempre el reconocimiento concienzudo de la justicia de la ley cuando se cumple, de la justicia del castigo cuando se recibe por no haberla cumplido; mas cuando la justicia de la ley no es reconocida, tampoco hay obediencia ni en el cumplir ni en el padecer.

Tales son los principios de que me parece ha debido partirse para calificar nuestros actos episcopales en sus relaciones con el decreto de 25 de Junio, y V. E. me permitirá repetir, que si han de juzgarse conforme a ellos tanto mi protesta como la pastoral que con ocasión de ella dirigí a mis diocesanos, aparecerá más claro que la luz mi absoluta inculpabilidad y el derecho que me asiste para resistir a ese terrible cargo que a todos los prelados de México se nos hizo en la repetida circular de 6 de setiembre último.

Tuvo por objeto mi novena pastoral explicar a los fieles de mi diócesis el motivo que me había obligado a protestar contra el decreto de 25 de Junio, y darles la doctrina canónica sobre este punto. Los términos en que hago este anuncio a los fieles nada tienen de irrespetuoso ni descomedido contra el Gobierno. Al contrario, comienzo suponiendo cuán sagrada es la obligación de obedecerle, pues que para no darles motivo de escándalo con mi forzosa desobediencia a una ley, escribía dicha carta pastoral. No temería yo ciertamente dar a los fieles un motivo de escándalo con mi desobediencia a la ley, si ellos no profesasen la doctrina moral de la obediencia, ni profesarían esta doctrina, por cierto, si no se las hubiésemos inculcado constantemente sus pastores. Hay mas: el solo hecho de explicarme así, prueba concluyentemente que no he tenido nunca la más leve predisposición contra el Gobierno, que con toda sinceridad he deseado que se le obedezca en cuanto sea justo, que se le respete y acate: porque si tal ánimo no hubiese tenido constantemente, ¿á qué tanto empeño en salvar el principio de la obediencia, en prodigar tantas protestas de respeto al tiempo mismo de estar resistiendo la penosa coacción de una ley injusta? Esta conducta, Sr. Excmo., es la de un cristiano; porque solo la religión de Jesucristo ha podido asociar en el alma dos sentimientos tan opuestos en la naturaleza, el de la pena consiguiente a un mal que se está sufriendo contra justicia, y el de la obediencia y respeto a la autoridad pública, el deseo de que sea siempre acatada.

El fondo de aquella carta es una inserción literal, sin comentario alguno, de un opúsculo que el Illmo. Sr. Arzobispo escribió en 1847, bajo el título de “Bienes eclesiásticos” para los fieles de Sonora. Este opúsculo, donde se reconocen a la par el profundo saber y la moderación propia del dignísimo Señor Metropolitano, tuvo desde entonces una prodigiosa circulación; fue reimpreso varias veces, remitido al Gobierno, conocido de todos, y no tachado por nadie con las notas desfavorables que la circular del Ministerio quiere imprimir sobre los prelados de México. Este opúsculo fue acompañado con la nota de S. S. Illma. fecha 7 de julio al Excmo. Sr. Montes para conocimiento del Gobierno, por si los ejemplares remitidos antes hubiesen padecido algún extravío, y lejos de haberle merecido el bochornoso concepto de atacar al Gobierno é incitar a los pueblos a la desobediencia, fue reimpreso de nuevo por disposición del Gobierno, y es una de las piezas contenidas en el cuaderno publicado por el Ministerio, y circulado a los obispos en contestación a nuestros ocursos y protestas en los términos que dejo indicados al principio de esta nota. ¿Cómo, pues, ha podido suceder que lo que en el Illmo. Sr. Arzobispo es bueno, en el Obispo de Michoacán sea malo? ¿Cómo explicar que un escrito reimpreso por el Gobierno y contestado con la mayor atención y urbanidad, dando a su respetable autor la muy debida calificación que merece por su saber y sus virtudes, haya podido contaminarse en mis manos, hasta el extremo de hacer aparecer mi pastoral como un ataque manifiesto al Gobierno y una incitación abierta a la desobediencia?

Tal vez los puntos que toco rápidamente para concluir contendrán el secreto principio del mal que se me atribuye, y habrán sido bastantes para merecerme un cargo tan terrible. Pero por más que leo y releo los últimos párrafos de mi novena pastoral, nada encuentro en qué pudiera fundarse un concepto tan desventajoso para el Episcopado.

En el primero de ellos no hago más que aplicar los principios expuestos en aquel opúsculo a la conducta pasada y presente del Episcopado de México en casos semejantes. Mas esto es la relación de un hecho público, notorio para todo el mundo: es la aplicación ó más bien la indicación del derecho; porque no hay en ese párrafo ningún desarrollo: es la verdad histórica que a nadie ofende contra justicia, la verdad canónica contra la cual nada pueden los gobiernos: el juicio de lo que había sucedido y sucede ahora, juicio que no puede estar prohibido por ninguna ley. En el siguiente párrafo me manifiesto dispuesto a sufrirlo todo antes que sujetarme a ninguna ley que ataque los derechos divinos y las prescripciones canónicas de la Santa Iglesia; y para que los fieles entendiesen que al explicarme de esta suerte obraba por conciencia y no por capricho, consigné un raciocinio simple pero del todo inexpugnable, un raciocinio que consiste en estas tres proposiciones: primera: “el decreto de 25 de Junio es opuesto a las leyes generales de la Iglesia, como se prueba con varios capítulos que allí cito de las Decretales, y con el XI de la sesión 22 de Reformatione del Santo Concilio de Trento. Segunda: no nos es lícito a los prelados de la Iglesia ni derogar estas leyes, ni entenderlas de otra manera que como la Iglesia las entiende, ni dejar de obedecerlas. Lo primero, está fundado, como V. E. lo sabe muy bien, en los principios de la jurisdicción eclesiástica; lo segundo en las reglas de una recta interpretación, reglas que abrazan igualmente la legislación canónica y la legislación civil; y lo tercero en la razón social de la Iglesia católica, en la naturaleza de las relaciones que con su autoridad suprema tienen los prelados y los fieles; y pava que nada faltase lo está asimismo en un hecho que todo el mundo sabe, en un juramento que hemos prestado los obispos, que por su carácter aféctala esencia de la religión, nos liga directísimamente a Dios sometiéndonos al segundo precepto del Decálogo, es decir, a una leí centra la cual nada pueden todos los gobiernos del mundo. La tercera, ni aun la expreso, porque siendo la consecuencia que nace de ambas, corre totalmente a cargo de la lógica, contra la cual tampoco hay poder humano. Por esto concluyo diciendo, que cuando he resistido el decreto de 25 de Junio, no hago más que cumplir con mi obligación, dando a Dios lo que es de Dios, y a la Iglesia lo que es suyo; pues nunca nos es lícito desobedecer a Dios y a su Santa Iglesia. Como V. E. ve, no hay en estas frases nada que pueda tenerse como un ataque al Gobierno, absolutamente nada que pueda glosarse como una incitación abierta a la desobediencia.

¿Tendrá estos caracteres mi exposición de 16 de Julio, a que me refiero en mi novena pastoral? Bien sé que así fue denunciada, que se siguió un juicio contra el impresor de ella en Morelia, y que fue sentenciado éste a la pena que la ley de imprenta señala para los incitadores a la desobediencia en primer grado: todo lo sé; pero no confesaré jamás que semejante juicio haya sido iniciado con derecho, ni fallado con justicia: nunca podré persuadirme que un documento oficial, suscrito por mí como autoridad eclesiástica, dirigido al Supremo Gobierno de la nación, pudiera ser objeto de un juicio de imprenta, ni figurar como un folleto, y que cuando el Gobierno le había recibido sin proceder contra mí, sin hacerme ningún extrañamiento ni el más leve reclamo, estuviese pasando en Morelia un juicio en virtud de la denuncia que hizo el fiscal de imprenta. Menos puedo comprender que un escrito en que se consignan ideas de subordinación y respeto en los términos más formales; en que se expenden los fundamentos de una protesta canónica, motivándolos precisamente en las consideraciones y justos respetos debidos al Gobierno; en que se dice que, a no atravesarse un deber sacratísimo, a no estar de por medio la conciencia, seria obedecido el Gobierno en todo y por todo, como lo es de facto en cuanto manda y dispone a salvo de la ley de Dios y de la Iglesia; en que se pone por primera protesta el reconocimiento de la Suprema autoridad de la República, y del deber de conciencia que tenemos de acatarla y obedecerla en cuanto sea justo; en que se pone por segunda protesta que no hay el ánimo ni la más leve intención de faltar al respeto que se debe al Gobierno y a las leyes de la nación, que hablo como Prelado de la Iglesia y en clase de rigurosa defensa: no puedo comprender, vuelvo a decir, como semejante documento, después de haber sido juzgado como folleto contra el derecho que le daba su carácter oficial, contra el que yo tenía como autoridad eclesiástica reconocida por las leyes, y según creo contra la dignidad misma del Supremo Gobierno, porque, dígase lo que se quiera, el paso no fue decoroso, se haya sentenciado al fin como incitador a la desobediencia en primer grado, y contra un pobre impresor a pesar de estar suscrito y reconocido por mí como era notorio.

Ignoro, pues, todavía, si mi protesta, ó mi pastoral, ó ambas cosas juntas me han granjeado el concepto de hostilidad al Gobierno é incitación a la desobediencia en la parte que me toca de la inculpación común que nos hace a los obispos de México la parte expositiva de la circular del ministerio; pero sí aseguro y sostendré siempre con la confianza que inspira un íntimo convencimiento, que, supuesta la necesidad estrechísima en que me encontraba yo como todos los obispos de representar contra el decreto de 25 de Junio, y de negarme a su cumplimiento, no podía manifestar al Gobierno ambas cosas ni de una manera más respetuosa, ni en términos más dignos.

Si acaso la expedición de mi pastoral hubiere parecido una medida imprudente, como parece dejarse entrever en algunas frases de la circular del Ministerio, yo responderé con la franqueza que me es propia, que la prudencia del siglo no es una de las cualidades que deben adornar al Obispo; que el silencio de los pastores sería muy perjudicial y aun funesto en ciertos casos; que no se debe dejar la conciencia de los fieles fluctuar en el mare magnum de las opiniones, ni exponer su salvación con faltarles a la enseñanza oportuna de la doctrina. El decreto de 25 de Junio iba necesariamente a originar muchas dudas, a producir un verdadero trastorno en la moral, a causar una gran revolución en las conciencias. Era necesario darle al clero una regla y a los fieles advertencias oportunas; era indispensable una pastoral.

Por solo ésta, y sin que fuese necesaria otra medida, los eclesiásticos tuvieron aquel consuelo que halla un sacerdote en la voz y el juicio de su Obispo, y los fieles todos no pudieron ya ignorar cuáles eran sus obligaciones en el caso. Si no hubiese podido ex-pedir mis letras pastorales, habría echado mano de otros medios, como circular en las parroquias mis instrucciones diocesanas: porque no pudiendo, como no pueden ciertamente, absolver ni administrar otro sacramento a los adjudicatarios, rematadores, o postores, ó ejecutores de la ley, ni a cuantos de algún modo hubiesen cooperado al despojo de la Iglesia, mientras no reparasen el daño y el escándalo según las reglas de la moral, santas e infalibles, y a causa de la excomunión reservada en que los dichos incurren, habría sido muy peligroso dejar de amonestar sobre este punto a los eclesiásticos.

Estas reflexiones bastan para convencerse de que no podía yo ni dejar de representar al Gobierno contra el decreto de 25 de Junio, ni guardar silencio respecto de los eclesiásticos y de los fieles de mi diócesis; que mi protesta y pastoral no solo no merecen el cargo que se nos ha hecho a los obispos en la circular del ministerio, sino que por ser cosas necesarias, eran de mi obligación: que en ambos documentos no hay nada que pueda considerarse como un acto de insubordinación contra la autoridad del Gobierno ni como un desconocimiento de las leyes en clase de tales.

Por otra parte, ¿dónde está el precepto civil de que los arrendatarios pidan la adjudicación, ó de que los subinquilinos sigan viviendo en las fincas adjudicadas? ¿Dónde está el precepto que imponga obligación de salir al remate? En ninguna parte. Luego no adjudicarse, no seguir viviendo en las casas, no hacer postura, no procurar adquirir tales fincas de esta manera, no denunciarlas, etc., etc., es prescindir del provecho que la ley proporciona, es renunciar al derecho que ella pretende dar, pero no desobedecerla. Si la ley hubiese mandado que pidiesen la adjudicación, que denunciasen, que hicieran posturas, pujas, etc., para el remate, el no hacerlo, seria desobedecer la ley. Pero no habiendo dicho nada de esto ¿dónde está la desobediencia? Dése pues a nuestras exposiciones y pastorales la calificación que se quiera; pero no se diga que incitan a la desobediencia. La Iglesia manifiesta que no es lícito pedir adjudicación; pero la ley no manda precisamente que se pida: la Iglesia dice que no es lícito denunciar; pero la ley no manda que se denuncie: la Iglesia dice que no es lícito salir al remate; pero la ley no impone obligación de salir al remate. Así podría irse discurriendo sobre todos los casos, y si exceptuamos tan solo aquellos que miran a la ejecución de la ley por parte de las autoridades y a la constancia de las adjudicaciones y remates, por la de los Escribanos, etc., no puede decirse ni que desobedezcan los que prescinden, ni que sean incitados a desobedecer los que son amonestados para prescindir.

Si pues aun cuando la ley mandara, no sería desobediencia el no cumplirse, ni tampoco incitación a la desobediencia el amonestar a que no se debía obedecer, porque la justicia de las leyes es una condición esencialísima para ellas, y un decreto sin tal requisito no puede llamarse ley; si en consecuencia el no cumplirse no sería desobedecer; ¿qué será, Sr. Exmo., cuando ni aun tal precepto existe, y cuando el decreto de 25 de Junio, reducido a mover el resorte del interés, prescinde totalmente de procurar su objeto estableciendo una obligación?

La circular de 6 de Setiembre último dispone, en consecuencia de nuestro supuesto ataque al Supremo Gobierno y abierta incitación a la desobediencia, que cada Gobernador “cuide empeñosamente de que nuestras circulares, y por consiguiente pastorales, no se publiquen ni por la prensa ni de otro modo, é impida su lectura en las iglesias.” Yo veo aquí una intervención civil y esencialmente coactiva del ministerio eclesiástico. Nuestras pastorales no son más que la doctrina dogmática, moral y canónica enseñada por cartas a los fieles: nuestras circulares no son más que actos de nuestro gobierno episcopal: las iglesias son casas de Dios cuidadas por sus ministros. Impedir pues que en las iglesias se lea lo que el Obispo habla ó sus lugartenientes, que son los párrocos, es lo mismo que arrojar del templo al sacerdote y su palabra; y esto, Sr. Excmo., podrá ser un hecho, pero nunca será un derecho.

Los Gobernadores no pueden impedir la lectura de nuestras pastorales ó circulares sino bajo el concepto de que haya entre ellas y las leyes civiles ó disposiciones del Gobierno alguna oposición: no pueden formar este concepto sin calificar la pastoral ó circular misma: no pueden hacer tal calificación sin juzgar de la doctrina. Luego la doctrina católica está intervenida por la autoridad civil. Demos un paso más: el Gobernador está en una sola parte; las pastorales y circulares de los Obispos están en todas ó en muchas. ¿Cómo cumplirá el Jefe del Estado lo que le previene la circular del Ministerio sin comunicar sus facultades a los prefectos, subprefectos y demás autoridades locales? Luego la palabra episcopal, la predicación eclesiástica, los actos del gobierno diocesano están a la orden de los prefectos, subprefectos y demás autoridades locales, para conocer de lo que se dice ó hace, juzgar si la predicación es lo que debe ser, si las disposiciones del obispo son conformes ó no a los cánones, etc., etc., y obrar contra los eclesiásticos según el juicio que formen de lo que hablen ó ejecuten en clase de ministros. Todo esto, Sr. Excmo., podrá ser un hecho, pero nunca un derecho.

Según la disposición repetida nada podemos publicar por la prensa; no hay pues imprenta para los Obispos y para el clero: nada podemos publicar tampoco de otro modo; el Obispo y el clero no pueden pues ya ni tomar la pluma ni desplegar sus labios: nada podemos leer ni decir en las Iglesias; el Obispo y su clero tienen cerradas pues por la autoridad civil las puertas del Santuario. ¿Qué podrán decir, Sr. Excmo., que no se les interprete? ¿Qué podrán escribir que no disguste? ¿Qué podrán hacer que no se glose de la manera más desfavorable? ¿Y es posible que en un país católico haya bajado la Iglesia de Dios a este grado de humillación? ¿Es posible que el Episcopado de esta República se haya hecho digno de ser visto con esta desconfianza suma, de ser tratado con este rigor tan extremo, de ser intervenido con esta injusticia tan notoria, de ser coactado con esta opresión tan general? ¿Ya no son suficientes los principios recibidos de la constitución social, las santas prescripciones de los cánones, las disposiciones mismas de las leyes, para que en lugar de reclamar se decrete una intervención, en vez de garantías se disponga una verdadera coacción, y todo el sistema de procedimientos legales se sustituya con simples hechos? Pues, Sr. Excmo., hechos habrá, porque no pueden faltar nunca; pero los hechos no son derechos.

Nuestro ministerio tiene una misión que no ha venido de los hombres; tiene un carácter inaccesible á. todo el orden humano, y bajo cualquiera respecto que se considere, nunca puede ni debe ser objeto de esta clase de medidas. Es divino en su origen, pues que ha sido establecido por Jesucristo; divino en su acción, pues que a su nombre y con su autoridad le ejercen sus ministros; divino en su carácter, pues que Dios mismo le consagra; divino en su objeto, que es el cuerpo real de Nuestro Señor Jesucristo y su cuerpo místico; divino en sus efectos, pues que comunica la gracia y abre ó cierra las puertas de los cielos. Este santo ministerio ha tenido que estar en lucha constantemente con los enemigos de Cristo, pero jamás ha renunciado ni podido renunciar tampoco su derecho; ha reportado el inmenso peso de odios enconados y persecuciones sangrientas, pero el derecho ha quedado intacto siempre; y hoy día tiene el mismo derecho, la misma autoridad, la independencia misma que recibió desde que fueron pronunciadas estas palabras en una montaña de Galilea: “Se me ha concedido todo poder en el cielo y en la tierra: id pues, instruid a todas las naciones, enseñándolas a guardar todas las cosas que os he mandado, y estad seguros de que yo permaneceré todos los días con vosotros hasta la consumación de los siglos.”

No me detendré, sin embargo, Sr. Excmo., a manifestar los títulos de esta misión católica, que no está ni ha debido estar nunca sujeta ni a la inspección, ni a la calificación, ni mucho menos a la coacción de los gobiernos. La independencia de derecho le es tan esencial como la vida misma; y por tanto no puede faltarle la independencia de hecho, sino contra el derecho, contraía institución misma de Jesucristo. Ni podía ser de otra manera: la Iglesia y el Estado tienen principios cardinales, objetos propios, autoridad plena cada uno en su línea, independencia respectiva. Nadie puede negar que la doctrina religiosa no tiene más órgano reconocido que la voz de aquellos a quienes se les mandó predicarla; que la autoridad recibida en virtud de esta misión deriva precisamente de la palabra misma de Nuestro Señor Jesucristo; que esta, palabra fue pronunciada con la autoridad de un poder omnímodo y con el título de un derecho incontestable; que la calificación del ministerio católico, el juicio de sus actos propios, la decisión acerca de la doctrina, de la moral, etc., es una cosa que toca por entero a la Iglesia de Dios; y en este punto es necesario decir, que el poder público de la sociedad civil está en la alternativa indeclinable de respetar esta misión ó desconocerla, de admitir el derecho ó someterle al hecho.

Estoy persuadido que el Supremo Gobierno se halla de acuerdo en estos conceptos; porque tengo entendido que no ha renunciado a los principios católicos; que mira en la Santa Iglesia la institución divina de Jesucristo, y en la misión del sacerdocio un objeto que no puede ceder ni a las disposiciones de las leyes, ni al influjo de las circunstancias, ni a las más tristes vicisitudes de la sociedad. V. E. sabe muy bien que aun en los tiempos de una enconada persecución la Iglesia no ha descansado; que los apóstoles mismos tuvieron que luchar con todo linaje de obstáculos; que fueron perseguidos aun en el nombre de Dios, porque tales eran los principios invocados por la Sinagoga y por el gentilismo; que los magistrados y sacerdotes judíos los hacían encarcelar y azotar, y nunca dejaban de intimarles que se abstuviesen de enseñar la doctrina del Evangelio; pero que, sin embargo de todas estas medidas y a pesar del profundo respeto que los apóstoles tenían a las autoridades temporales y la obediencia que les prestaban en los objetos de su resorte, jamás en este punto quisieron sujetarse; sino antes bien, dispuestos -á sufrirlo todo primero que faltar a su deber, seguían predicando y ejerciendo todos los actos de su ministerio, y acostumbraban decir siempre a los príncipes y magistrados, lo mismo que a los sacerdotes: “Juzgad vosotros si en la presencia de Dios es justo obedecer a vosotros antes que a Dios: porque nosotros no podemos menos de hablar lo que hemos visto y oído.”

Yo me abstendría ciertamente de hacer esta cita, si no hubiese menester de una autoridad incontestable, y venerada, porque lo creo así, del mismo Supremo Gobierno, para que no me juzgue manchado con la falta de respeto a su autoridad, de sumisión a las leyes justas, cuando, celoso como es debido de una misión que no me ha venido del poder temporal, sino de Jesucristo, de una misión que ejerzo por deber y de que tengo de dar a Dios la más estrecha cuenta, le manifieste a ejemplo de los Apóstoles, que no puedo dejar de predicar, no puedo dejar de expedir mis letras pastorales, no puedo dejar de amonestar a los fieles sobre sus deberes, no puedo abandonarlos al peligro de manchar sus conciencias y de perder sus almas, no puedo dejar de gobernar al clero que me está sometido, de sobrevigilar sobre la administración de las parroquias, y de expedir los edictos y circulares que me parezcan necesarios para tan sagrado objeto. No puedo reconocer derecho ninguno en el poder temporal, dignísimo de respeto y autorizadísimo entre lo que es de sus atribuciones, ni para intervenir el ministerio católico, ni para restringir sus facultades propias, ni para juzgar de la doctrina. Yo sé muy bien que explicándome de esta suerte no le ofendo, no le falto, no quito ni un punto matemático a los respetos y obediencia que le son debidos. Digo más todavía; me atrevo a asegurar, que un gobierno temporal no ha recibido nunca, ni puede recibir jamás un tributo mas cumplido de acatamiento y honor, que cuando se le dice: “no puedo desobedecer a Dios, para obedecerte a ti:” porque esto quiere decir que, después de Dios, nada es tan respetable como el Gobierno en el orden civil; que la obediencia que se le debe, no tiene más límites que la ley de Dios, que Dios es el único superior que reconoce en la esfera de sus facultades. No hay aquí, Sr. Excmo., nada que no sea grande y digno; porque nunca más enaltecida la primera magistratura de un pueblo, que cuando a Dios representa, cuando Dios la consagra y en su nombre la ejerce: de esta suerte la religión se ha levantado más temprano que la filosofía, y ha caminado más lejos que la política.

Lo que acabo de decir acerca del ministerio católico en sus relaciones con las leyes civiles y con las autoridades a quienes toca ejecutarlas, me excusa, Sr. Excmo., de entrar en pormenores respecto de lo mucho que han estado sufriendo los párrocos y otros eclesiásticos de mi diócesis tan solo por su fidelidad en cumplir con sus deberes; pues ya no es punto dudoso que su resistencia para absolver a los que han quedado incursos en la censura canónica, mientras no cumplan con los requisitos que para el caso exige la moral, es la causa única de que se les destierro y haga padecer otros muchos trabajos. Me limitaré por lo mismo para concluir, a hacer algunas breves reflexiones sobre lo dispuesto en la repetida circular de 6 de Setiembre último, y la inteligencia práctica que indudablemente se le ha dado.

Ésta previene que en cuanto a los eclesiásticos a quienes pueda suponérseles culpables por este respecto (el de la expedición, impresión, ó publicación manuscrita de las circulares y su lectura en las Iglesias), ó cualquiera otro, les sujeten a las autoridades competentes, y si esto no fuere posible, les hagan salir del lugar de su residencia, etc.

Esta disposición da por bastante para el procedimiento y el castigo, no la existencia, sino la simple posibilidad de suposición de culpabilidad; porque no alcanzo qué otro significado pueda tener la frase: “á quienes pueda suponérseles culpables. No es necesario un delito; basta la culpabilidad: no es necesaria la existencia de la culpabilidad; basta la suposición de ella: ni aun esto último se requiere; basta que se pueda hacer tal suposición.

No hablaré de la falta que se hace consistir en la expedición de las circulares y pastorales, porque de esto he dicho ya lo bastante, sino de su lectura en las Iglesias. ¿Cómo un párroco puede dejar de leer lo que su Obispo le escribe? ¿Cómo puede rehusarle su cooperación en la enseñanza de los fieles, negándose a leer en el pulpito sus pastorales? Si en expedirlas hubiese alguna culpa, que no la hay, creo que el cargo todo debía de hacerse únicamente al Obispo.

Y en cuanto a los repetidos casos que ocurran a los confesores con motivo del decreto de 25 de Junio, ¿qué harán los eclesiásticos colocados entre sus deberes y la inteligencia que se ha dado en mi diócesis a la circular de 6 de Setiembre? ¿Absolver sin los requisitos morales y canónicos? Faltarán a las leyes de la Iglesia, a las condiciones propias del sacramento, obrarán sin licencia de su Obispo, cuya voluntad les es muy conocida: será nula en todo y por todo la absolución. ¿Se niegan a conferirla mientras los dichos requisitos morales y canónicos no se cumplan? Se les destierra por sediciosos, y se les califica de tales porque no cometen una infame prevaricación. Esto es muy terrible, y no puedo persuadirme, a pesar de lo qué veo escrito en la circular, que tal haya sido la intención del Gobierno.

Si tengo razón para juzgar así; si es cierto que el Supremo Gobierno de la nación, reduciéndose a procurar la ejecución del decreto de 25 de Junio por los medios que él mismo proporciona, dejando libres a los interesados para que se aprovechen ó prescindan de lo que dispone, no ha intentado estrechar a los ministros de la Iglesia, para que olvidándose de sus deberes presten a la ejecución del decreto la cooperación moral de su ministerio; creo, Sr. Excmo., que no tendrá inconveniente ninguno para dispensar a los párrocos que hayan sido desterrados por los motivos dichos, la justicia de una aclaración, en cuya virtud las autoridades respectivas, atendiendo a todo, puedan disponer que regresen a sus parroquias, para que los fieles no carezcan de la asistencia de sus pastores, ni éstos de la satisfacción de cumplir con sus deberes y de volver a la paz de su residencia.

Creo también que si mi concepto sobre la intención del Supremo Gobierno es exacto, tampoco nos rehusará el acto de justicia de revocar la circular de 6 de Setiembre del año pasado: pues con solo esto nos dará el consuelo de no estar figurando como hostiles a su autoridad suprema, lo cual sería una gravísima falta que estamos muy lejos de querer cometer, ni como incitadores a la desobediencia, cuando nos gloriamos de dar a los fieles el primer ejemplo de respeto y subordinación a las autoridades legítimas.

Entiendo, Sr. Excmo., que las razones expendidas en este largo escrito, convencen plenamente: primero, de la subsistencia del derecho con que el Illmo. Sr. Arzobispo y todos sus sufragáneos hemos representado y protestado contra el decreto de 25 de Junio, que desapropio a la Iglesia mexicana de sus fincas y censos enfitéuticos: segundo, de que no hubo motivo alguno para suponer a los Prelados ni atacando con sus pastorales al Supremo Gobierno, ni tampoco incitando a los pueblos a la desobediencia; que nuestras pastorales y circulares han sido expedidas en cumplimiento de una estrecha obligación, y no con la mira de faltar a los deberes morales de la obediencia: tercero, que el ministerio católico en todos sus objetos no puede ni debe ser intervenido jamás por la autoridad temporal; que aun cuando de hecho lo sea, el derecho para no serlo subsiste siempre; que lo dispuesto en la circular de 6 de Setiembre último importa una verdadera intervención de este ministerio sagrado, y la inteligencia que se le ha dado por muchas autoridades locales ha inferido a la Iglesia una penosa violencia, una verdadera coacción: cuarto, que la conducta observada por los sacerdotes, negándose a conferir la absolución a las personas incursas en la censura de los cánones, y especialmente del cap. XI, Ses. 22 del Santo Concilio de Trento, no autoriza por cierto a ningún funcionario público para proceder contra ellos de modo alguno: quinto, que el carácter excepcional que tales medidas presentan en mi diócesis, pues que no en todas ha sucedido lo mismo, da motivo para creer que no están conformes con la intención del Supremo Gobierno; pero como tienen bastante apoyo en la circular citada, por los términos en que está concebida, ella necesita de una revocación, para evitar las tristes consecuencias del concepto que ha hecho formar sobre la mente del Gobierno a las autoridades locales.

A lo primero debe agregarse la consideración de los males incalculables que ha traído a la Iglesia y a la sociedad misma la ejecución del decreto de 25 de Junio. La Iglesia conserva su derecho, y no lo perderá nunca; pero de hecho ha sido completamente despojada de todas sus fincas, de todos los censos enfitéuticos que la pertenecen, sin que hubiese podido salvar nada; pues aunque por el decreto reglamentario de 30 de Julio se le permitía el hacer ventas convencionales, esta franquicia de nada le sirvió, porque para aprovecharla, hubiera sido necesario que reconociese autoridad alguna en la ley contra que había protestado. Tampoco ha podido ni podrá en adelante percibir ni un medio real de réditos; pues para esto habría tenido que aceptar el pago en clase de rédito, reconocer su procedencia de un capital impuesto, aceptar el hecho de la imposición, como consecuencia de la venta de la finca; y por más que hubiese yo dicho, representado y protestado con anticipación, y a pesar de que la percepción de los réditos, cualquiera que fuese la manera con que se hiciera, no tocaría en un punto al derecho de la Iglesia, no legalizarla las ventas, no frustraría los efectos legales de las protestas hechas contra ellas, pues el Obispo es administrador y no dueño de tales fincas, y el pleno derecho para disponer, decretar y legalizar en el caso corresponde solo a la Iglesia y su Cabeza visible, que es el Papa; esto no impediría que pudiera decirse de algún modo, que cediendo a la necesidad de los objetos en que se invertían las rentas de las fincas adjudicadas, obraba en contradicción con mis principios, con mis representaciones, con mis protestas, y reconocía de algún modo, aunque contra mi voluntad, el pretendido derecho de las ventas forzosas.

Pero el perjuicio no se ha limitado a la Iglesia: sus trascendencias a los antiguos arrendatarios é inquilinos han sido verdaderamente desastrosas, quienes, por una muy lamentable desgracia, o han sufrido ya el ruinoso despojo de su antiguo derecho, de su habitación y la de su familia, ó están entregados a las crueles agitaciones de la conciencia, que no les permite gozar ya sin zozobra y sin alarma lo que antes poseían bajo el común amparo de la ley canónica y de la ley civil. Es un verdadero escándalo para un pueblo católico lo que pasa hoy con tal motivo; esas angustias y agitaciones de los moribundos, esos cismas domésticos, esas dificultades de familia, esas consultas frecuentes, esas retractaciones repetidas, ese desconcepto que han atraído sobre sí los que no las hacen, esas fortunas improvisadas sin resultado de importancia para el Erario público; esos desórdenes diversos que no tengo necesidad de nombrar, pues el Gobierno mismo los está presenciando con el disgusto más profundo; porque todo Gobierno, sea cual fuere su programa político, representa el orden, y lo que ha pasado no puede formar nunca parte de semejante representación.

Suplico por lo mismo al Gobierno, que considerando atentamente los males incalculables que el decreto repetido ha traído a la República, y que ciertamente no habían entrado en su previsión, revoque dicho decreto, y vuelva con esta medida la deseada paz a la Iglesia, sus preciosas garantías a la conciencia, sus medios de conservación é incremento a los hospitales, casas de beneficencia, colegios, establecimientos de educación, comunidades religiosas y culto sagrado.

Suplico asimismo, que poniendo su consideración en la inocencia de los prelados, párrocos y demás sacerdotes, en los grandes objetos y libertad cristiana del santo ministerio que ejercen, así como en las consecuencias que una intervención, a más de su natural injusticia, trae contra la Iglesia y el Estado mismo en fuerza de la coacción que impone, se digne también revocar del mismo modo la circular de 6 de Setiembre del año próximo pasado; dando así al estado eclesiástico el gran consuelo de salir ya de esta situación penosísima, y de no estar figurando como un elemento contrario a los intereses bien entendidos de la sociedad.

Tal medida, por otra parte, nos quitará la penosa traba con que nos consideramos físicamente impedidos para cumplir con nuestros deberes pastorales, y de esta suerte se irá aproximando mas y mas el suspirado día en que desaparezcan toda clase de prevenciones, en que cese para siempre todo motivo de desconfianza, en que la Iglesia reciba honor y apoyo de un Gobierno que no ha renunciado fainas al título de católico, y el Gobierno vea en la Iglesia y sus ministros, no los embarazos de una marcha justa y racional, sino la cooperación eficaz, franca y decidida en circunstancias en que se necesita más que nunca que un espíritu uniforme, una marcha prudente y libre de todo influjo peligroso, un impulso benéfico y eficaz salve de un naufragio casi seguro la zozobrante nave de la República mexicana. La religión y la patria, es necesario decirlo, corren un peligro por igual, y el Gobierno debe a Dios, en la noble parte que le toca, salvar a la primera; y en la plenitud de su misión política, poner fuera de todo riesgo a la segunda.

Dígnese V. E. dar cuenta con esta petición y sus fundamentos legales al Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República y de aceptar con este motivo las protestas de mi atenta consideración y distinguido aprecio.

Dios guarde a V. E. muchos años. México, Abril 2 de 1857. — Clemente de Jesús, obispo de Michoacán. *—Excmo. Sr. Ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos, é Instrucción pública.

*- No se han insertado aquí los documentos con que, según al principio se dijo, fue acompañada esta exposición, porque no hemos conseguido copia de ellos.

 

 

EXPOSICIÓN DIRIGIDA AL SUPREMO GOBIERNO DE LA NACIÓN, PIDIENDO LA DEROGACIÓN DE VARIOS ARTÍCULOS DE LA LEY ORGÁNICA DEL REGISTRO CIVIL, EXPEDIDA EL 21 DE ENERO DE 1857.

EXCMO. SR.

En la ley de 27 de enero sobre registro civil, publicada ya en esta capital según lie visto en los periódicos, hay algunos artículos en manifiesta oposición con las leyes generales de la Iglesia, circunstancia por la cual me considero en la más estrecha obligación de ocurrir al Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República, suplicándole se sirva derogar dicha ley en la parte referida. Tal es el objeto de esta sucinta exposición que por el digno conducto de V. E. le dirijo, con la esperanza de que S. E. no será indiferente a las respetuosas manifestaciones del Episcopado, cuando están fundadas en justicia y tienden a evitar todas las causas que suelen interrumpir el debido concierto entre las autoridades eclesiástica y civil.

Entre otros artículos, en que no me ocuparé aquí por no extenderme demasiado, han llamado preferentemente mi atención algunos, en particular, por ser más palpable su oposición al espíritu y tenor de las disposiciones canónicas. De estos miran unos a los curas, como el 41, el 55 y el 78; otros a la recepción de órdenes sagrados y profesiones religiosas, como el 79, el 80 y el 81, y otros finalmente al matrimonio, como los 71, 72, 73 y 75.

Los curas son obligados por esta ley: primero, a dar parte diariamente de los bautismos que administren, bajo la multa de diez hasta cien pesos: segundo, y bajo la de veinte hasta doscientos pesos, a participar los matrimonios que celebren, dentro de las veinticuatro horas siguientes, con expresión de los nombres de los consortes y de su domicilio, así como de si precedieron las publicaciones, ó fueron dispensadas: tercero, a recibir en sus casas a los niños expósitos, donde no hubiere establecimientos de beneficencia, ínterin la autoridad política les envía a la ciudad donde haya casa de expósitos.

Prescindo, Sr. Excmo., de manifestar aquellas razones que bastarían por sí, en defecto de las rigurosamente canónicas, para motivar suficientemente la derogación de estos artículos. Yo pudiera deducir del espíritu mismo de la ley orgánica del registro civil, que según parece tiende a independer absolutamente de la Iglesia todas las pruebas de los hechos a que se refiere, una razón de no poco peso contra esta idea de mezclar a los curas en su ejecución. Podría también manifestar otro inconveniente, el de los obstáculos que el registro civil presentaría contra el servicio eclesiástico y vice versa. Ni los Obispos podrían desentenderse de las excusas motivadas por la necesidad de atender a las prescripciones de la ley sobre el registro civil, ni las autoridades políticas ver con indiferencia las que se les presentasen con motivo de las urgentísimas atenciones del ministerio. Pudiera finalmente manifestar que muchos curas, a causa de esta ley, estarán en la triste alternativa de no atender en varios casos a las necesidades más urgentes de la administración, ó de hacerse delincuentes ante la ley del registro para salvar las almas, y después carecer de alimentos uno ó dos meses para pagar la multa; cosa que ciertamente no ha de haber tenido presente el Gobierno, porque no se halla al tanto de las dificultades insuperables que para todo se pulsan en un considerable número de parroquias. Me limitaré únicamente a observar que la ley civil no es ni puede sor nunca reconocida por la Iglesia como una fuente legítima de obligaciones para los párrocos en clase de tales. Porque, ó se les considera como ciudadanos, ó como párrocos: si lo primero, se falta al principio de la igualdad gravando a una clase, como se había faltado ya mucho antes, y se ha faltado después, a la misma igualdad privando al clero de la posesión y goce de sus derechos políticos; resultando de ambas disposiciones que el clero está muerto para la sociedad cuando se trata de derechos, y está vivo y presente cuando se trata de cargas y gravámenes. Pero si en los artículos citados se consideran los eclesiásticos como párrocos, la ley es incompetente; porque la autoridad civil no puedo quitar ni poner obligaciones exclusivamente eclesiásticas.

Por otra parte: hay en la ley una contradicción verdadera tratándose de la pena: porque desde luego se castiga la infracción por la autoridad política con la pena de multa, y después se reserva la reincidencia para el conocimiento de la autoridad eclesiástica. O es ésta competente, ó no: si lo primero, ¿con qué derecho aplica la multa una autoridad política? con el mismo con que establece la obligación una ley civil: si lo segundo, ¿por qué se lleva después a los Obispos el conocimiento de las causas de reincidencia? para que los prelados sean de algún modo cooperadores de una ley que importa nada menos que un despojo de jurisdicción.

Son muy raras en la República, Sr. Excmo., las casas de expósitos. ¿Qué se sigue de aquí? Que no ha de llegar nunca el caso de que la autoridad política envíe los expósitos a su casa, porque no hay casa; y en consecuencia, que por la disposición de la ley y la necesidad del hecho, quedan convertidas en cunas todas las casas de los párrocos de mi diócesis. No quiero hacer sobre esto comentarios; pero sí diré a V. E. que bajo ningún respecto puede ser esto regular, ni mucho menos un gravamen de justicia.

Los artículos 79, 80 y 81, relativos a la recepción de órdenes, profesión religiosa y separación del claustro, tienen leyes canónicas a que arreglarse, principalmente las disposiciones del Santo Concilio de Trento, personas encargadas de que estas leyes se cumplan, cuales son los respectivos prelados, y una autoridad única para el caso, la de la Iglesia. Y como no está en el arbitrio de los Obispos desconocer ni la obligación de las leyes canónicas, ni la competencia de los prelados eclesiásticos, ni la suprema autoridad de la Iglesia, tampoco lo está el obsequiar los mencionados artículos de la ley. La colación de órdenes es un derecho que la Iglesia no divide con nadie; es la administración de un Sacramento que no ha podido ni debido estar nunca bajo el dominio de la ley civil. A la Iglesia le toca llamar, probar la vocación, declarar la habilidad para recibir el orden, y conferirle. Esto no está ni puede estar sujeto a disputa. Si la ley civil se ha propuesto calificar vocaciones, no calificará una; porque no tiene la misión para ello: si se propone explorar la libertad, establece una cosa innecesaria bajo todos aspectos: primero, porque la Iglesia todo lo tiene arreglado en este punto; segundo, porque a nadie le interesa más que a ella el que ninguno entre contra su voluntad; tercero, porque solo ella sufre las consecuencias, de una mala vocación; y finalmente, porque los prelados, y no los Gobiernos, son los que han de dar cuenta de esto a Dios Nuestro Señor. Si la ley ha querido con esto enmendar algún yerro de parte de los Obispos, prescindiendo de la incompetencia de ella para tales casos, creo que tendríamos derecho de preguntar al Gobierno: “¿en qué hemos errado?” y pedir los datos en que hubiese podido fundarse el concepto de que no exploramos la vocación ó violentamos la libertad. La defensa es natural, y es necesario convenir en que tal disposición legislativa importa un concepto que oprime al Episcopado con gravísima sospecha.

Los votos religiosos, que, como su mismo nombre lo indica, son empeños personalísimos para con Dios, versan en el orden espiritual, están sometidos exclusivamente a la Iglesia, y no pueden por tanto, bajo el respecto dicho, caer bajo la competencia de la ley civil y sus autoridades propias. Supóngase una profesión hecha contra la ley canónica y según la ley civil: todos los gobiernos del mundo no la podrían hacer válida. Vice versa, cuando la profesión ha sido hecha conforme a la ley canónica y contra la ley civil, no hay poder humano capaz de quitar un punto a su legitimidad: porque ésta nace, no del hecho, sino de la competencia de la ley.

Viniendo a los matrimonios, el art. 71 parece dejar en la Iglesia solo el sacramento, y llevarse todo el contrato para el Estado. Esto no puede ser: en un país católico no puede la ley ni esquivar la razón de sacramento, ni sustraer la de contrato de la inspección eclesiástica en la parte canónica. Estas dos razones son inseparables: en la Iglesia siempre; y en el Estado mientras la ley es cristiana. El art. 72 expresa el por qué de esta separación: El matrimonio que no esté registrado, dice, no producirá efectos civiles. Según esto los efectos civiles nacen, no del matrimonio, sino del registro: y en este punto es preciso convenir en que el artículo ha introducido una peligrosa novedad en la Jurisprudencia. De Justiniano a esta parte había pasado como un principio, que no deben identificarse los derechos de los hechos con los derechos de sus pruebas; que una prueba no excluye a otra, y por consiguiente, que la falta de una determinada no puede bajo ningún aspecto destruir el derecho del hecho cuando éste puede probarse bien de otro modo. Por otra parte: los efectos civiles del matrimonio tienen en la ley civil su reglamento, pero no su principio: la prueba de ello es que no hay tratadista de Derecho natural que no se haga cargo del matrimonio y sus efectos. La supresión, pues, de tales efectos por el artículo de una ley reglamentaria, y no del matrimonio mismo, sino de su registro; no de la sustancia, sino del accidente; no de lo radical, sino de lo transitorio, es una invasión manifiesta del Derecho constitucional. Si la base de la sociedad civil es el matrimonio, y los más preciosos derechos se refunden en él, tristísima cosa es que todo ello esté pendiente del hilo delgadísimo de un artículo reglamentario del registro civil. Si hasta acá pueden llegar esta clase de leyes, yo no sé qué objeto pueda tener una Constitución.

Son efectos civiles, dice el art. 73, la legitimidad de los hijos; la patria potestad; el derecho hereditario; los gananciales; la dote; las arras y demás acciones que competen a la mujer; la administración de la sociedad conyugal que corresponde al marido, y la obligación de vivir en uno; y todo esto se pierde y acaba, si no hay registro civil. He aquí, Sr. Excmo., terriblemente afectado todo el orden moral. Los derechos más caros del hombre, las leyes más inviolables de la naturaleza, los preceptos mas santos de la moral, las garantías mas preciosas de la honestidad y de la decencia; todo ha quedado expuesto, por no decir exterminado, con el registro civil, siendo tan fácil, por mil causas, que muchos dejen de cumplir con los requisitos que pone como esenciales para los efectos civiles del matrimonio. Los hijos que están por nacer, y aun los ya nacidos, no podrán obligar a sus padres a que cumplan con tal disposición; pero esto no les valdrá para que se queden sin ser legítimos, para que sean privados del derecho de heredar, etc., etc. La mujer no se registrará ni obligará tal vez a su marido a que lo haga; por ventura ni aun habrá sabido que semejante ley exista, ni menos lo que disponga: pero sin embargo, no tendrá en el caso ni los derechos de la naturaleza, ni los deberes de la religión. La ley pues, Sr. Excmo., del registro civil en esta parte está en abierta oposición con todo, por razón de la pena que impone, de los derechos que invade, de las obligaciones que destruye y de las consecuencias que trae.

El art. 75 acepta, con solo la calidad del registro, el matrimonio de los extranjeros conforme a las leyes de su país. Queda pues admitido en México por el artículo de una ley sobre registro civil el concubinato, porque tal es el matrimonio temporal que en algunos países autorizan las leyes; el divorcio ad nutum, porque no faltan países en que las leyes le autoricen, y qué sé yo si también la monstruosa poligamia. ¿Y qué ha bastado para esto? Un artículo reglamentario del registro civil. Es visto, pues, que las disposiciones mencionadas han venido a destruir la unidad religiosa y moral de nuestro Derecho patrio en uno de sus más importantes objetos.

Entiendo, Sr. Excmo., que las breves indicaciones que llevo hechas a propósito del registro civil en sus relaciones con la administración eclesiástica, no pueden menos de inclinar el ánimo del Gobierno a su derogación. Así se lo suplico, por el digno conducto de V. E., esperando de su rectitud que nos libre a los Prelados, lo mismo que a los párrocos y demás sacerdotes, de estar en una continua pero indispensable pugna con la citada ley; porque no podemos ni debemos rehusar, para obsequiarla, nuestra obediencia a las leyes de la Iglesia, ni prestar nuestra cooperación a esos desórdenes diversos que tanto perjudicarían a la moral contra la intención del Gobierno, y solo por los peligros en que la ponen las disposiciones reglamentarias de la ley sobre el registro civil, que acaso ni aun será posible que llegue a establecerse ni menos a observarse en la República.

Dígnese V. E. elevar esta exposición al superior conocimiento del Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República, y aceptar las protestas de mi atenta consideración y debido aprecio.

Dios guarde a V. E. muchos años. México, Abril 3 de 1857. —Clemente de Jesús, obispo de Michoacán. —Excmo. Sr. Ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos, é Instrucción pública.

 

 

 

 

 

Representación del Illmo. Sr. Obispo de Michoacán al Supremo Gobierno, protestando contra varios artículos de la Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, decretada en 1857, manifestando las razones que tuvo para declarar no ser lícito Jurarla, y suplicando sean restituidos a sus destinos los empleados destituidos en consecuencia de lo dispuesto en el decreto de 17 de Marzo de 1857, por no haber prestado el Juramento prevenido en el artículo transitorio de lo Constitución.

 

 

 

Desde que llegó a mis manos la nueva Constitución federal publicada en esta capital el 11 del pasado, sentí la necesidad en que nos hallábamos todos los Obispos de México, de amonestar a los fieles de nuestras respectivas Diócesis, que no podían prestar el juramento prevenido en ella sin hacerse reos de un pecado muy enorme: porque conteniendo varios artículos manifiestamente opuestos a la institución, doctrina y derechos de la Santa Iglesia, y habiendo en ella omisiones de muy serio carácter y de gravísimas trascendencias contra la religión, el jurarla hubiera sido, por solo este hecho, una manifiesta infracción del segundo precepto del Decálogo, y por razón de lo que se jurase, un compromiso contra la justicia moral, contra los derechos imprescriptibles de nuestros dogmas religiosos y contra los grandes y legítimos intereses de nuestra Madre la Santa Iglesia católica, apostólica romana.

Verdad es que el supremo decreto expedido el 17 del último Marzo no comprendió a los eclesiásticos en el número de las personas a quienes tal juramento se les exigía, como en todas las constituciones anteriores había costumbre de hacerlo; pero esta circunstancia, que será vista siempre como una confesión tácita pero solemnísima de los vicios de que adolece la carta en sus relaciones con la religión y la Iglesia, nunca hubiera excusado nuestro silencio en materia tan grave, ni quitado nuestra enormísima responsabilidad ante Dios y los fieles, cuando el honor que al primero corresponde y la doctrina y ejemplo que se debe a los segundos, estaban exigiendo muy imperiosamente que hablásemos. Siguiendo pues, en todo lo relativo a la ilicitud del juramento exigido, la conducta sabia, celosa y prudente del Illmo. Sr. Arzobispo de México, dicté para mi Diócesis las mismas providencias que S. S. Illma. tuvo a bien acordar para la suya.

Mas, cumpliendo con un deber tan sagrado respecto de mi Diócesis, me quedaba todavía otro que llenar para con los Poderes públicos de la nación. Debíamos un tributo de respeto al Soberano Congreso constituyente no menos que al Supremo Gobierno, en cuyas manos fue puesta la Constitución para que la guardase y la hiciese observar; el de motivar nuestra resistencia pasiva y moral en el caso, ya que no nos ha sido lícito rendir a la carta el homenaje de nuestra cumplida obediencia. Se honra a la autoridad, no solo cuando se hace lo que dispone, sino también cuando se presentan respetuosamente a su vista razones de moral y justicia, principios reconocidos y generalmente profesados con los cuales se justifica la resistencia pasiva, ó sea la manifestación franca y respetuosa de que no se puede cumplir. En este último caso me considero, y por lo mismo no he vacilado en elevar mi voz al Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República, como depositario del Poder supremo, por el digno conducto de V. E. Tal es el objeto de esta nota, en que me limitaré a indicar breve y sencillamente las principales razones en que me fundé para considerar algunos artículos del nuevo código constitutivo como contrarios a los sagrados derechos de la religión y de la Iglesia, y advertir a los fieles de mi diócesis que no es lícito jurarle.

Hay tres hechos notables, manifiestos a todo el mundo, de los cuales puede partirse para explicar los artículos que han retraído a muchísimos de jurar, obligado a otros a retractarse del juramento prestado, y puesto a los Obispos en el caso de protestar a su turno contra esta Constitución. El primero es que en ella se invoca el principio representativo de una manera tan solemne como nunca. El segundo es, que la religión, la moral y la Iglesia tienen intereses grandes en la sociedad; que estos intereses son los más preciosos y más caros para la nación mexicana, cuyo catolicismo es altamente notorio, y que la defensa, custodia y representación legítima de estos intereses está en el clero. El tercero es, que la convocatoria excluyó al estado eclesiástico del derecho de votar y ser votado, y por lo mismo dejó a la religión y a la Iglesia sin representación legítima en la Cámara constituyente. Esta exclusiva debía traer por consecuencia forzosa los vicios radicales de que se resiente la carta, y motivar esa mortal desazón, ese disgusto profundo y general con que ha sido recibida: porque siendo México un pueblo eminentemente católico, no podía ser indiferente a esas reticencias y vacíos en materia religiosa, insensible a esos golpes dados a las inmunidades, propiedad y derechos de la Iglesia, ni extraño tampoco a esa traslación absoluta del poder eclesiástico al poder de las leyes civiles y a la voluntad y acción del Gobierno temporal. A la vista de tantos derechos, ó desconocidos, ó lastimados, ó completamente destruidos, ningún católico pudo ya ignorar cuál fuese el verdadero carácter de la nueva Constitución, ni dejar de comprender claramente que el obligarse a guardarla y hacerla guardar seria un empeño reprobado altamente por la moral; pero cuando a todo esto se añadió que tal Constitución había de jurarse, un inmenso escándalo y un conflicto moral, crítico en alto grado para cuantos eran llamados por la ley a prestar semejante juramento, vino sobre la desgraciada República. ¿Cómo invocar a la Divinidad en apoyo de una grave ofensa de Dios? ¿Cómo jurará la libertad de la enseñanza y la impunidad civil de la herejía el que se gloría de reconocer el soberano magisterio de la Iglesia católica y los imprescriptibles derechos de los dogmas del cristianismo? Esta Constitución, ratificando por una parte los decretos generales que han hecho sufrir tanto a la Iglesia mexicana, omitiendo por otra el reconocimiento explícito y la garantías consiguientes de la religión católica, apostólica romana, única que profesa la nación, estableciendo, por último, ya respecto del pueblo, ya respecto de las leyes, ya respecto del Gobierno mismo, derechas manifiestamente contrarios a la institución y doctrina de la Santa Iglesia de Dios, lleva en sí misma y manifiesta con toda claridad la ilicitud, por no decir otra cosa, de los artículos a que me refiero, y arrastra por una consecuencia forzosa la de las obligaciones que impone, derechos que concede y juramento que prescribe.

La primera necesidad y el interés más caro de un pueblo es la religión; gran vínculo que todo lo enlaza, sublime garantía que todo lo custodia, poder supremo que todo lo salva. Pero esta necesidad, este interés son más estrechos, más íntimos, más fuertes en aquellos países que, como México, son exclusivamente católicos. Sin embargó de esto, en la nueva carta, que declara los derechos del hombre y fija los del ciudadano, se busca inútilmente algo semejante en materia de religión. No se dice cuál es la del país, no se dice cuál es la del Estado, no se reconocen a Dios derechos de ningún género. En este punto todo se echa menos, todo falta, todo ha sido suprimido; el hecho y el derecho. Si nada se hubiese tocado en la Cámara sobre religión, lamentable seria por cierto semejante indiferencia; pero no podríamos decir al propósito los mexicanos sino esta triste palabra: “No se acordaron de Dios." Pero cuando este silencio es de resultado, de consecuencia, y no es un simple olvido; cuando ha sucedido a la tormentosísima discusión del art. 15; cuando representa el insidioso vacío que tal artículo dejó en el proyecto cuando tuvo que abandonarle ante el triple reclamo del Gobierno, de la Iglesia y del pueblo, esta omisión, esta negación es más clara, más explícita, mas terminante que cuanto hubiera podido decirse: ha quedado representando un pensamiento que nadie puede desconocer, y figurando como un medio subsidiario, casual ó convenido, pero incontestablemente a propósito para introducir la tolerancia religiosa en la República mexicana.

En efecto, ¿qué apoyo puede dar la Constitución al Gobierno para impedir el que se empiecen a profesar en México diversos cultos, cuando este código ni reconoce el hecho, ni consigna y garantiza el derecho? Dejemos aparte las dificultades consiguientes a tantas ligaduras como se ponen al Ejecutivo; dejemos aparte lo que pudiera decirse partiendo del principio de que las facultades del Gobierno general deben ceñirse a lo que expresamente se le concede, y no extenderse a lo que de ningún modo se le prohíbe; el hecho mismo, la omisión repetida y explicada perfectamente por la historia de la célebre discusión que sobre ella se tuvo, manifiesta por sí todos los peligros que va a correr para lo sucesivo la unidad religiosa de la nación.

Hay más todavía: el art. 3° declara la enseñanza libre y el art. 7° garantiza como inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquiera materia, sin más límites que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública, sin otro tribunal de calificación y de sentencia que un jurado para el hecho y otro para el derecho. De ambos artículos están eliminados absolutamente el dogma y la disciplina. ¿Dejará de estarlo la moral cristiana? Sábese muy bien que la palabra moral es una expresión genérica; que todas las sectas religiosas pretenden tener una moral; que hasta el mismo ateísmo ha tomado su parte; que hay una Moral universal y una Deontología que, sin contar para nada con Dios, han pretendido dar un código a las costumbres. Para salvarse, pues, de todo delito y aun de todo reproche sobre este punto, no es necesario ser católico, no es necesario ni aun tener algún culto, no es preciso ni aun dejar de ser ateo: de donde resulta que la moral religiosa, la moral de la Iglesia, la moral de Jesucristo, cuyo fundamento es el dogma, tiene que correr la misma suerte que éste.

De lo que acaba de decirse aparece que el dogma, la moral católica y la disciplina eclesiástica son puntos declarados enteramente libres en la nueva Constitución: circunstancia que basta por sí sola para que la tolerancia, negativamente instituida, según he manifestado en el párrafo precedente, tenga también en su apoyo la garantía de un incontestable derecho constitucional para echar sus profundos cimientos en la República mexicana.

Es preciso decirlo: esta libertad absoluta de enseñar, de escribir y publicar lo escrito en todas materias, incluso el dogma, la moral católica y la disciplina eclesiástica, es lo mismo que la institución fundamental de la tolerancia religiosa. El fundamento de toda religión es la doctrina: el cristianismo es todo doctrina, instituida y doctrina guardada. La doctrina tiene una institución en la Iglesia de Dios, y esta institución es divina, pues que viene de Jesucristo. Terminantemente dijo a sus Apóstoles, y en ellos a todos sus sucesores: “Id, predicad el Evangelio a toda creatura; instruid a todas las naciones” he aquí la enseñanza de la verdad. Añadió: “enseñándolas a guardar todas las cosas que os he mandado:” he aquí la doctrina de la ley; he aquí la moral y el fundamento de la disciplina canónica. “Así como mi Padre me ha enviado a mí, así yo os envió a vosotros:” he aquí la misión divina de la Iglesia. “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros:" he aquí los títulos del sacerdocio. “El que os oye a vosotros, me oye a mí; el que os desprecia a vosotros, me desprecia a mí:” he aquí la autoridad del ministerio cristiano. “El que no oyere a la Iglesia, sea para ti como el gentil y publicano:" he aquí los derechos del magisterio católico, una exclusión absoluta de la libertad de enseñanza, y un terrible anatema pronunciado por el mismo Jesucristo contra los que no quisiesen oír a su Iglesia, desconociesen su magisterio y minasen su institución dogmática sancionando la libertad de la enseñanza en materia de religión, moral y disciplina. Si este artículo no introduce la tolerancia en sus primeros elementos, que son las doctrinas, no sé cuál pudiera ser más a propósito para introducirla en un país eminentemente católico.

Mas no se reducen a esto los medios que la nueva carta proporciona para el establecimiento de la tolerancia religiosa en México: relacionando con lo que queda dicho la terminante disposición del art. 9°,  no veo, Sr. Excmo., lo que pueda faltar ya para la ejecución de este hecho en la República mexicana. Según lo que acabo de manifestar, está establecida ya y plenamente garantizada la enseñanza libre, la difusión de escritos contra los dogmas católicos y la moral cristiana, es decir, la tolerancia en sus fundamentos, en sus indispensables y eficaces medios, en las doctrinas: ¿qué falta para que todo esté hecho? la tolerancia de asociaciones libres con motivos religiosos; y esto es lo que se concede a todo el mundo en el art. 9°. No es esto una cavilosidad, Sr. Excmo., sino un concepto estrictamente lógico. Según el citado artículo, “á nadie se le puede coartar el derecho de asociarse y de reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito;” y esta garantía es tan general y absoluta, que no establece mas restricción, relativamente al objeto que puedan tener tales juntas, que los asuntos políticos del país, que solo pueden ser ventilados en ellas por los ciudadanos de la República. Síguese de aquí, que no tratándose de cosas políticas, el derecho de asociación es general é incontestable; y como la religión y el culto no son materias políticas, la Constitución ha concedido indistintamente a todos, ciudadanos y no ciudadanos, mexicanos y extranjeros, el derecho pleno y absoluto de reunirse con motivos religiosos para dar a Dios el culto que cada reunión profese, sin que las autoridades de la República tengan ya ningún arbitrio legal para disolver estas juntas. La palabra objeto lícito, es demasiado vaga en el lugar que ocupa y en el sentido que admite según el espíritu de la Constitución, para que pudiera detener los efectos prácticos de esta consecuencia rigurosa. No había más que un medio para servirse de este epíteto contra el ejercicio de otros cultos: ¿cuál? el reconocimiento constitucional y las garantías consiguientes del catolicismo. Es así, que no hay tal reconocimiento, como queda dicho: luego lo que es ilícito en la doctrina católica, no conserva este carácter en la teoría constitucional; y tanto menos cuanto que la herejía, que es la contradictoria manifiesta del dogma, está garantizada en los artículos 3°, 6° y 7° para difundir sus errores y combatir sin trabas la verdad católica. La tolerancia religiosa, pues, sin ruido, sin aparato, sin las tormentosas agitaciones a que dio lugar el art. 15 del proyecto, reposa tranquila toda en esta nueva carta constitutiva, sin que haya más diferencia entre lo que ha quedado y lo que aquel artículo disponía, sino éstas: que entonces la tolerancia estaba en un solo artículo, y ahora está repartida en tres; que entonces se declaraba que la religión católica, apostólica, romana es la religión exclusiva del pueblo mexicano, y hoy ni se declara ni se reconoce tal hecho; que entonces el Congreso de la Unión se comprometía a protegerla por medio de leyes justas y prudentes, y hoy a nada se compromete: es decir, Sr. Excmo., que hemos quedado infinitamente peor de lo que habríamos estado con el art. 15.

El art. 5° dice que la ley “no puede autorizar ningún contrato que tenga por objeto la pérdida ó el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre, ya sea por causa de trabajo, de educación ó de voto religioso.” No ha faltado ya quien manifieste las graves trascendencias que esta disposición puede tener en el matrimonio, pues que tiene la razón de contrato, importa una obligación perpetua por ser indisoluble, y exige el irrevocable sacrificio de la libertad del hombre. No comprendo bien toda la extensión que aquí tenga la mención del voto religioso. Según la redacción del artículo se le supone un contrato, cosa que ciertamente no lo es; pero como en consecuencia del voto religioso suele haber ciertos derechos a causa del testamento que hacen quienes profesan religión, acaso el artículo se extienda también a invalidar las herencias, donaciones, etc., como consecuencia de la obligación perpetua del voto religioso solemne. Hay también que observar que el epíteto religioso abraza generalmente todos los votos, solemnes y simples, y por lo mismo tiene una extensión más grande que lo que a primera vista parece. Verdad es que la disposición del artículo está limitada únicamente a no prestar la cooperación de las leyes civiles a la Iglesia en los casos qué puedan ocurrir; mas no por eso deja de importar este artículo constitucional un concepto que no es por supuesto el que un católico desea que prevalezca en la legislación de su patria.

El art. 7°, además de la ilimitada libertad que concede para escribir y publicar escritos sobre cualquiera materia, previene que ninguna autoridad pueda establecer la previa censura, y reduce al jurado de hecho la calificación de la doctrina inculcada en los escritos. Como la expresión es tan general hablando de las autoridades, y la restricción se halla tan circunscrita en lo relativo al conocimiento y represión de los delitos de imprenta, parece que en esta parte se le desconoce a la Iglesia el incontestable derecho que tiene para establecer la previa censura en materias de su inspección, para calificar la doctrina y aplicar las penas que le corresponden contra los delincuentes en estas materias: y V. E. verá que una disposición de esta clase no es ni puede ser nunca de la competencia de la ley civil. Podría decirse que los artículos constitucionales hablan solo dé las autoridades civiles; pero como en la Constitución se tocan también, como se ha dicho, materias canónicas, como en la práctica se ha visto frecuentemente obrar en el sentido de una restricción de la autoridad eclesiástica en los objetos de su resorte, nada extraño seria que a la sombra de este artículo se quisiesen imponer a la Iglesia trabas diferentes en el ejercicio de su jurisdicción externa, y menos aún cuando según el art. 123 se ha declarado de la competencia de los poderes generales y de las leyes civiles todo lo relativo al culto religioso y disciplina externa.

El art. 13 suprime totalmente el fuero eclesiástico, es decir, confirma y da un carácter constitucional a la ley de 23 de Noviembre de 1855, contra la cual protestó de la manera más explícita todo el Episcopado de México. Entonces dije en mi protesta del día 30 del mismo mes que no podía pasar por lo dispuesto en los artículos 42, 44 y 4° de los transitorios de la expresada ley sin ofender a Dios, abandonar la defensa de la Iglesia y faltar a mis juramentos. Declare como Obispo de Michoacán, como lo hizo también el Illmo. Sr. Arzobispo, que todo el contenido de dichos artículos es contrario a las disposiciones de la Iglesia. Si pues entonces todos manifestamos que era ilícito pasar por aquella ley, ¿dejaríamos de decir ahora que es ilícito pasar por ella, cuando ha subido hasta el rango de un artículo constitucional, y no ya con las restricciones, que entonces tenía en materia criminal, sino de un modo absoluto y sin restricción de ningún género? En el Ministerio del digno cargo de V. E. debe obrar la protesta que entonces hice, así como las que hicieron todos los Illmos. Sres. Obispos. Me refiero a lo que se dijo entonces, y lo reproduzco en todas sus partes, sin detenerme de nuevo a discurrir especialmente sobre el particular, porque aun el público lo vio todo por haber corrido impresas nuestras representaciones.

El art. 12 no reconoce prerrogativas de ningún género en la República, del mismo modo que el 13 suprime totalmente el fuero eclesiástico. Síguese de aquí, que los clérigos no disfrutan ya en México ninguna de aquellas exenciones propias de su inmunidad personal y consiguientes a la institución eclesiástica y a la naturaleza de las funciones que son llamados a desempeñar en la Iglesia. Pero si el haberse usado aquí la palabra prerrogativas fuese un motivo para suponer que no se entendían abolidas por el artículo todas las inmuninades personales del clero, la simple vista del art. 36 en la segunda parte no dejaría la menor duda. El 34 comprende manifiestamente a los eclesiásticos en el número de los ciudadanos, y el 36 impone a éstos la obligación de inscribirse en la Guardia Nacional: es, pues, claro clarísimo que la nueva Constitución ha impuesto a los Obispos, a todos los sacerdotes y ministros de la religión el deber de ser soldados, quitándoles de esta suerte aquella exención que han disfrutado constantemente, no ya como un privilegio, sino como una necesidad imprescindible de su estado y ministerio. V. E. sabe muy bien que nada es tan ajeno de nuestro carácter sagrado, de nuestro ministerio católico, de las santas funciones qué desempeñamos, como el servicio militar: servicio necesario sin duda para la sociedad, lícito en su acción cuando ésta se verifica conforme a las reglas de la moral; pero esencialmente opuesto, manifiestamente chocante, positivamente ilícito y reprobado en los eclesiásticos. Su ministerio es de paz, y no de guerra; sus armas son la palabra y. el ejemplo; su defensa está en su propio estado. Derramar la sangre, por cualquier título que sea, no es propio de su oficio. Bien conocidas son de V. E. las leyes eclesiásticas, y no puede ignorar que cualquiera cooperación ó intervención, aun remotísima, o allanamiento aun inculpable en sí, para la efusión de sangre, importa una irregularidad. ¿Cómo, pues, obligarnos a ser soldados confesando al mismo tiempo que somos sacerdotes? ¿Cómo estrecharnos a un servicio esencialmente opuesto a nuestras funciones, si éstas se conocen y se respetan? ¿Cómo conciliar el carácter religioso de la sociedad con esta clase de disposiciones? Yo creo, Sr. Excmo., que en este punto no hay medio; ó negar la institución, ó aceptarla como debe ser; ó negar el sacerdocio, ó respetar aquellas exenciones que son esencialísimas al sacerdocio. No es posible por lo mismo pasar absolutamente por la segunda parte del art. 36, en lo que dice relación a los eclesiásticos: los Obispos no podemos menos de protestar igualmente contra ella.

Volviendo al art. 13, hay en él dispuesto, a más de la supresión absoluta del fuero eclesiástico, que ninguna corporación pueda gozar emolumentos que no sean compensación de un servicio público y estén fijados por la ley. Esta parte del artículo citado somete a la Iglesia con su clero a la disposición de la ley en materia de rentas y de congrua. Según él no habrá más rentas que las que la ley fije, ni mas derecho a gozarlas que el que la misma ley otorgue, según el concepto que forme de los motivos por qué los eclesiásticos perciben las rentas de sus beneficios. La Iglesia, pues, queda por este artículo a disposición del Estado en materia de subsistencias: su derecho directísimo y divino para subsistir acabó, pues en adelante no habrá más que el tanto por tanto fijado por la ley. Mas la Iglesia nunca puede reconocer derecho alguno en la potestad civil para una disposición de esta naturaleza, nunca puede convenir en estar sujeta de todo punto a las leyes civiles en materia de rentas beneficiales y congruas de sus ministros. Las mismas razones aducidas por los Obispos de México, por los Cabildos en Sede vacante y demás autoridades contra las leyes que se han dado atacando el derecho de la propiedad eclesiástica, pueden darse aquí por expresas para fundar la justicia que tengo para protestar solemnemente, como protesto, contra este artículo de la Constitución. No me detengo a exponerlas, porque se han repetido muchas veces: básteme decir que tal artículo es manifiestamente opuesto a las leyes eclesiásticas; que importa un despojo absoluto de propiedad y jurisdicción, ha sido constantemente reclamado, y sería necesario, para obedecerle, desconocer el carácter y la autoridad propia de la institución de la Iglesia y sus derechos.

El art. 27 declara que ninguna corporación civil ó eclesiástica, cualquiera que sea su carácter, denominación u objeto, tendrá capacidad legal para administrar por sí ó adquirir en propiedad bienes raíces. Este artículo ratifica en todas sus partes el decreto de 25 de Junio con el hecho solo de sancionar el principio de la expropiación del derecho. Todo el Episcopado de México ha dirigido su voz al Supremo Gobierno de la nación contra el expresado decreto: varios Obispos, no satisfechos con representar, hemos hecho las más formales protestas: todos a una voz hemos dicho que aquel decreto hace a la Iglesia un despojo de su propiedad, de su jurisdicción para administrarla, de sus derechos para adquirirla y para, conservarla: hemos citado las disposiciones mas expresas del Derecho canónico, especialmente las t del Santo Concilio de Trento: hemos recordado las terribles censuras en que incurrirían los que se aprovechasen, dé esa ley ó la ejecutasen: hemos manifestado que los adjudicatarios, rematadores, etc., etc., no pueden ser absueltos mientras no restituyan, mientras no se retracten, mientras no reparen el escándalo. Y ahora, porque esta ley está en la Constitución con la añadidura del juramento, ¿dejará de ser ilícita? Doy aquí por expreso cuanto he dicho, cuanto he protestado, y cuanto han dicho el Illmo. Sr. Arzobispo y todos los Prelados de esta santa Provincia mexicana, sin repetirlo aquí para no alargar esta exposición.

La atribución XXX del art. 72 numera entre las facultades del Congreso la de expedir todas las leyes que sean necesarias y propias para hacer efectivas las concedidas por esta Constitución a los poderes de la Unión. El art. 123 declara de la competencia exclusiva de los poderes federales ejercer en materias de culto religioso y disciplina extérnala intervención que designen las leyes. Del contexto de uno y otro artículo se colige rectamente: primero, que el Congreso puede dictar cuantas leyes juzgue necesarias y propias en materia de culto religioso y disciplina externa; segundo, que los poderes federales deben ejecutar estas leyes, haciendo efectiva la intervención que ellas designen en materias del culto religioso y disciplina externa. No hay en toda la Constitución otro artículo sobre el particular, nada que restrinja, limite ó circunscriba en esta parte las facultades del legislador y las atribuciones del Gobierno. En consecuencia, según los artículos citados, pueden los congresos cuanto les parezca conveniente; sus facultades no tienen otros límites que los del objeto tal como se menciona en el art. 123. Este objeto es el culto religioso y la disciplina externa: el culto religioso es la totalidad de la religión: la disciplina externa es la totalidad de la acción administrativa de la Iglesia en el orden exterior y público. En el culto religioso están comprendidos los elementos dogmáticos del culto, sus formas litúrgicas, sus instituciones propias, la religión por entero: culto religioso es lo mismo que religión; religión es lo mismo que culto religioso. La religión, pues, de la República mexicana será la que la ley decrete: la acción ministerial y administrativa del sacerdocio será la que el Gobierno formule. Quítese de toda la grande institución de Jesucristo a la religión y sus formas externas, ó lo que es lo mismo, el culto religioso y la disciplina, ¿y qué queda? Nada, absolutamente nada. Luego el art. 123 y la atribución XXX del 72 han hecho a un lado a Jesucristo en primer lugar, porque ya no vendrá de él ni la esencia, ni la institución, ni la forma del culto: a la Iglesia en segundo lugar, porque sin unidad no hay Iglesia, sin independencia no hay unidad. Si el derecho está en la ley civil y la intervención en el Gobierno, la Iglesia se localiza en el Estado, la Iglesia desaparece, no hay Iglesia de Dios. ¿Quién hubiera podido imaginar, Sr. Excmo., que cuando la execración pública, la indignación de todo un pueblo con su Gobierno mismo estaban cayendo sobre el art. 15 del proyecto de Constitución, tan solo porque introducía la tolerancia, sin embargo de que la tolerancia no excluye la religión cristiana, no excluye a la Iglesia católica, no desnaturaliza el culto, no tiene por objeto destruir la divina institución de Jesucristo; ¿quién hubiera podido imaginar, vuelvo a decir, que al retirarse tal artículo, había de dejar en su lugar semejante sustituto? Este art. 123, que nada reconoce, que nada consigna, que nada garantiza en materia de culto, pues no dice cuál es la religión del país, cuál es la religión del Estado, qué derechos tiene, con qué seguridades cuenta; borra, sin quererlo al parecer, todos los títulos de la religión católica, desnaturaliza su carácter, destruye sus derechos, y la mata, digámoslo así, en su confuso recuerdo.

Después de esto, Excmo. Sr., ¿qué concepto puede formarse un verdadero católico de la frase con que los legisladores quisieron expresar, al parecer, los principios religiosos y políticos de que partieron para formar y decretar la nueva Constitución? En el nombre de Dios y con la autoridad del pueblo mexicano, han dicho, dejándonos de esta suerte sumergidos en una completa duda, si no ya en una triste certidumbre, sobre la parte que tenga en la nueva carta el principio católico. Confieso francamente a V. E. que no alcanzo el verdadero sentido de esta frase; no puedo penetrar bien si se ha querido emancipar de la religión el poder público de la sociedad, ó se ha querido prescindir enteramente de la conciencia en materia de obligaciones civiles. Si aquella frase hubiera sido construida en un orden inverso, diciendo, v. g.: “Con la autoridad de Dios y a nombre del pueblo mexicano,” habría parecido tal vez muy estudiada, pero no induciría dudas tan serias en materia de do-trinas: pues concordando el principio de la autoridad, que no Cota ni puede estar nunca fuera de Dios, con el de la representación, reconocida como un derecho del pueblo, habría salvado al mismo tiempo la verdad religiosa y la verdad política: cosa que ahora ciertamente no sucede; porque la simple invocación del nombre de Dios no satisface a la primera, y el exclusivo reconocimiento y la estricta designación de la autoridad del pueblo da más de lo que le pertenece a la segunda.

Todas las sectas religiosas pronuncian el nombre de Dios, porque tan santo nombre no se haya suprimido sino solo en el sistema de los ateos. El deísta tiene un Dios perfecto en la idea, pero inactivo, extraño del todo al movimiento de la sociedad: nombra frecuentemente a su Dios, más no por esto le rinde los tributos de la fe. Huyendo tal vez de los peligros de una invocación abstracta los diputados al congreso constituyente de 1824, y comprendiendo muy bien que en semejantes casos hay una indeclinable alternativa para el legislador, y es la de callar absolutamente a Dios, ó invocarle como es debido, no vacilaron en sancionar su código constitutivo “en el nombre de Dios Todopoderoso, Autor y Supremo Legislador de la sociedad,” como tres años antes el héroe de Iguala, el inmortal Iturbide había puesto la Independencia de su patria bajo la plena protección de su Dios, inscribiendo la religión en la primera bandera de México independiente y soberana.

¿De dónde emana el poder público según la religión, según el dogma? De Dios y nada más. ¿De dónde emana el poder público según la Constitución que acaba de publicarse? Del pueblo y nada más. Todo poder público dimana del pueblo, dice el art. 33, y esta enunciación tan explícita fija, si no me engaño, la verdadera inteligencia que podemos dar a la frase repetida: “en el nombre de Dios y con la autoridad del pueblo" El hecho es que para un católico Dios dejaría de ser omnipotente, y en consecuencia no sería Dios, si hubiese un poder legítimo que no emanase del suyo; que la sabiduría de Dios consagra la acción administrativa de los gobiernos, el establecimiento y promulgación de las leyes justas según el sagrado Libro de los Proverbios; que los mismos príncipes injustos están en la alternativa de buscar en el cielo el origen de su poder, ó de aniquilarle; pues Jesucristo dijo a Pilato: “No tendrías potestad, si no te hubiera venido de lo alto;” que el mismo Jesucristo dijo a sus Apóstoles claramente, sin rodeos ni parábolas: “A mí se me ha concedido todo poder en los cielos y en la tierra;” y que el Apóstol San Pablo enseñó asimismo que no hay poder que no venga de Dios.”

V. E. me excusará de que haya extendido mis reflexiones hasta este punto, por afectar uno de los principios cardinales en materia de doctrinas, y porque un Obispo nunca debe dejar pasar desapercibidas ni aun las simples dudas en tan delicada materia. Por lo demás, para que mis conceptos acerca de esto contasen con mejores antecedentes, y persuadido de que la simple localidad de una idea contribuye no poco a la claridad de la demostración, había reservado el tocar dicho punto para este lugar como el más a propósito para comprender el significado que pueda tener la frase en el nombre de Dios y con la autoridad del pueblo mexicano.

Tales son, Sr. Excmo., las razones en que me fundo para creerme en el caso de representar y protestar contra la nueva Constitución. A esto debería reducirme, si en ella no se hubiese añadido a los artículos de que he hablado, el que, bajo el rubro de transitorio, dispone que esta Constitución sea jurada con la mayor solemnidad en toda la República, si en consecuencia no se hubiese reglamentado y sancionado tal artículo en la leí de 17 del pasado, y por último, si muchos de los fieles, atendiendo a Dios, a su religión y su conciencia sobre todo, no hubiesen perdido sus empleos, quedándose repentinamente en la calle, por no prestar el juramento. Mas todo esto ha dado lugar a nuevas cuestiones de altísima importancia, de las cuales no debo yo desentenderme, al dirigir mi voz al Supremo Gobierno con motivo de la Constitución decretada y el juramento exigido. V. E. me permitirá, por tales motivos, que haga unas brevísimas reflexiones sobre la ilicitud de este juramento, el derecho de los pastores para declararla, su obligación de conciencia para amonestar oportunamente sobre esto a los fieles de sus respectivas diócesis; y concluya suplicando al Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República que se digne volver al goce de sus destinos a los empleados que han sido destituidos por no haber querido jurar la Constitución tal como fue decretada.

Tenue sobre todo encarecimiento es la palabra que hemos empleado el Illmo. Sr. Metropolitano y yo, al caracterizar semejante perjurio: no es lícito; no puede jurarse lícitamente la Constitución: es decir, Sr. Excmo., que nos hemos servido de una palabra que habría sido indispensable para caracterizar un simple pecado venial, siendo así que temamos derecho para nombrar de otra suerte un pecado que atrae las maldiciones de Dios, como se explica uno de los Profetas, é importa un ultraje muy directo a su Santo Nombre. Si el sentido moral de los fieles no diese a la inteligencia de estas frases todo su peso, habríamos podido temer los Obispos que nuestras expresiones atenuativas: no es lícito y equivalentes, no hubiesen sido bastantes ni para dar el lleno a nuestro deber, ni para retraer eficazmente de jurar a los que hubiesen podido hallarse en el caso del decreto de 17 del pasado. Pero el hecho es que la calificación que hacen de este pecado la Santa Escritura, los Padres y la Iglesia misma, no puede menos que hacer estremecer a cuantos permanecen todavía en la profesión de la fe cristiana.

Si aquí no se versase falsedad ó duda en materia de aserciones, si el mal aprehendido en el objeto de la promesa fuese de aquellos que por su carácter leve y del todo insignificante son vistos con bastante benignidad por muchos moralistas, no por esto dejaría de ser ilícito el jurar. Pero, Sr. Excmo., no estamos en este caso: se trata de una Constitución política, de leyes fundamentales: nada hay en esto que no sea grave, solemne, incalculable sobre toda ponderación en sus trascendencias; y la parte afectada por el juramento en el- orden de la religión, en el orden de la justicia y en el de la Santa Iglesia católica no podía ser más noble.

Bastantes razones hay para fundar el juicio de los Prelados en este punto; y por lo mismo nada más natural que hacer la debida manifestación a los fieles, cuyo bien espiritual está cometido a nuestro santo ministerio. ¿Quién podría, Sr. Excmo., ni desconocer el derecho que tenemos de declarar lo ilícito de este juramento, ni la obligación de conciencia que nos estrechaba fuertemente a dar este paso? Para convencerse de lo primero basta fijar el verdadero carácter de la cuestión; y para quedar persuadido sobre el segundo basta saber el objeto con que nos ha puesto Dios en su Iglesia.

Comenzando por el punto de facultades, ¿de qué se trata? De juzgar y decidir si es ó no lícito prestar un juramento. ¿Es esta una cuestión política? No. ¿Es esta una cuestión civil? No. Lo lícito y lo ilícito es del dominio exclusivo de la moral: el carácter esencial del juramento pertenece por entero a la religión; mas la religión y la moral son de Dios y no del hombre, pertenecen al orden espiritual y no al temporal, tocan a la Iglesia y no al Estado. No es otro el poder de las llaves que la autoridad del ministerio, el conocimiento, juicio y sentencia de la conducta moral, el derecho pleno de juzgar sobre lo lícito y lo ilícito, de sentenciarlo conforme a la ley, y de retenerlo ó desatarlo conforme a la voluntad de Jesucristo. Cuando este Divino Maestro consagré con caracteres tan indelebles la personalidad administrativa de su Iglesia; cuando revistió a sus Apóstoles y a quienes debían de sucederles con todos los poderes que él había recibido del Padre; cuando los autorizó, no solo para predicar el Evangelio, sino para regir por entero la conducta moral de los cristianos, excluyendo de su comunión y de su gracia al que no escuchase a la Iglesia, nada dejó que establecer a los Gobiernos, ni que discutir a los filósofos y sabios del mundo, sobre el poder moral del sacerdocio.

Si pues el juramento de la Constitución es ilícito, y a los Obispos toca por derecho juzgar y decidir lo que es o no lícito, lo que es ó no pecado, ¿deberíamos haber callado en las circunstancias presentes?

El Apóstol San Pablo, escribiendo a su discípulo Timoteo, se explica en términos que no puede quedar la menor duda sobre la estrecha obligación que tenemos los Prelados, de instruir y amonestar al pueblo para dirigirle al cumplimiento de la ley divina y apartarle de los caminos torcidos de la iniquidad. “Predica la palabra, le dice, insiste con ocasión y sin ella.” Nunca debe retraerse de cumplir con un deber tan sagrado el que tiene a cargo suyo la dirección espiritual de los fieles; y por esto el Apóstol quiere que, para llenarle, no esperemos a que se nos presente la ocasión, ni nos detengamos con el temor de parecer importunos, ni cedamos a las terribles y delicadas tentaciones del respeto humano.

¿Qué caso podría presentarse más propio para eximirnos de la obligación de amonestar a los fieles que el de un pecador impenitente y en cierta manera reprobado? Pues ni aun así nos excusaríamos ante Dios de cometer una culpa gravísima por nuestro silencio. “Si cuando yo digo al impío,” dice el Señor por boca de Ezequiel, “serás castigado de muerte, no le anuncias lo que digo yo; y si no le hablas a fin de que abandone los caminos de su impiedad y viva, el impío morirá en su iniquidad, pero yo te reclamaré su sangre. Al contrario, si le anuncias la verdad al impío, y él no se convirtiese de su impiedad, y no se apartase de su camino impío, él morirá, por cierto, en su iniquidad, pero tú habrás salvado tu alma.”

El canon praedicandum cap. XXII, quest. 1, previene a los ministros del Santuario que prediquen para que los fieles huyan del perjurio, y se abstengan de cometerle, sabiendo que es un gran delito, prohibido en la ley, en los Profetas y en el Evangelio.

No molestaré más la atención de V. E. citando autoridades en apoyo de nuestra obligación. Si hay algún caso en que ésta sea notoria para todo el mundo es el presente. El mismo título de Pastores que nos dio Jesucristo, que la Santa Iglesia nos conserva y los fieles nos reconocen, el de Prelados que manifiesta nuestra autoridad indisputable sobre lo espiritual; nuestro oficio que es regir la Iglesia de Dios; el objeto de la institución de la Iglesia, que es conservar íntegra la fe y apartar a los fieles de todo pecado; el fin común de la predicación, que es no solo enseñar, sino conservar la virtud y apartar al hombre del pecado, el asunto sobre que versa la elocuencia sagrada en materia moral; todo, todo manifiesta que debemos ser muy solícitos para evitar los pecados públicos y privados.

Estas ideas, Sr. Excmo., son las de todo católico, y por esto se vio no ha mucho la brillante y espontánea manifestación que toda la República hizo de su fe. Se anunció apenas la discusión del art. 15 del proyecto, cuando a pesar de las trabas que ha tenido la imprenta y el furor de la prensa anti-católica, todos los pueblos, todas las clases, hasta las mismas señoras, levantaron su voz contra semejante idea, manifestaron su grave disgusto, su profundísima indignación de la manera más explícita, y el mismo Supremo Gobierno, incapaz de soportar ya por más tiempo la idea de que pudiera establecerse aquí la tolerancia, mandó al Excmo. Sr. Ministro de Relaciones, para que manifestase su opinión a la Cámara.

Con general aplauso de la nación fue retirado el odioso artículo, y ya desde entonces la expectación pública quedó pendiente entre el temor de que se guardase un completo silencio, sin llegarse a declarar cuál fuese ni con qué garantías contase la religión del país en la nueva Carta, y el deseo más bien que la esperanza de que una y otra necesidad social fuesen debidamente atendidas. Publicóse empero el nuevo código, y a la vista de su contenido no hubo ya en la inmensa mayoría de los mexicanos sino un solo sentimiento, el del disgusto de su aparición y el del temor que llegase a pedirse el juramento que previene. El resultado, muy singular en nuestra historia política, que ha tenido la solemnidad del juramento, prueba concluyentemente cuál ha sido sobre esto el voto de la nación.

Han sido apercibidos para jurar todos los empleados públicos bajo la pena de perder sus empleos, y sin embargo muchos no juraron; otros que habían jurado se retractaron, queriendo sufrir la miseria y perderlo todo antes que complicarse en una ofensa tan grande a la Divinidad. Este hecho, Sr. Excmo., es muy notable, y ha debido sin duda fijar profundamente la atención del Gobierno. ¿Por qué no han jurado los empleados? ¿Acaso por motivos políticos? Verdad es que si hubiesen tenido la conciencia de que en el orden político había en jurarla ilicitud moral, nada extraño habría sido que se retrajesen de cometer un pecado por la ilicitud, y echar sobre su conducta una mancha de esta clase. Pero realmente no ha sido por esto; porque notorio es, que entre los no juramentados, hay muchos liberales distinguidos, que desempeñaban honrosísimos puestos, y han tenido que retirarse de ellos por no incurrir en semejante perjurio. ¿Será que se hayan resistido a jurar por no serle adictos al Gobierno? Tampoco: en primer lugar porque ha recibido éste constantemente pruebas inequívocas de su adhesión y fidelidad; en segundo, porque la Constitución vino del Congreso y no del Gobierno; y finalmente, porque nadie deja su destino, su establecimiento, su bienestar, y se lanza a la miseria por desafecto a la administración. No hubo más que un motivo: Dios, la religión, la conciencia: esto es todo. Mas un motivo de esta clase no es ni puede ser ofensivo al Gobierno, a la nación ni a la ley.

Nunca se han estrechado más íntimamente al Supremo Gobierno de la nación con los vínculos de la fidelidad que cuando han querido perderlo todo antes que ofender a Dios y sacrificar su conciencia. ¿Qué puede temerse para el mal, y qué no puede esperarse para el bien, de unos hombres que habiendo pasado muchos años en el servicio de la patria, habiendo permanecido en sus puestos aun en los tiempos de mayor escasez, repentinamente lo dejan todo, tal vez en el último tercio de la vida y a la vista de una familia numerosa, que perecería de hambre si la Providencia no fuera tan fecunda, por no jurar en vano? Yo respeto, Sr. Excmo., a esos hombres de la abnegación y del sacrificio, a esos empleados probados en el crisol más terrible, que nos han dado a todos un ejemplo tan grande y nos han edificado de una manera tan sublime. ¿Y solo del Gobierno, que es el padre del pueblo, la más preciosa garantía de los fieles servidores de la nación, recibirán una repulsa? No lo permita Dios. Antes bien, tengo muy fundados motivos para creer que no podrá menos que atender a esta súplica; pues no me puedo persuadir que una repulsa completa de lo que aparezca justo haya entrado jamás en la intención del Gobierno. ¿Por qué? porque esta repulsa, como todo acto administrativo, representaría siempre un pensamiento, presupondría siempre un motivo, debería estar necesariamente apoyado en una razón legal ó en una razón social, y nada de esto aparece. Ya he observado que no puede haber aquí un pensamiento político; porque la resistencia de las autoridades y empleados no es hija de las opiniones que cada uno pueda tener, pues hombres hay de todos partidos entre los no juramentados: hice ver asimismo que no debe haber por parte del Gobierno motivo alguno de desconfianza, pues bastantes pruebas de lealtad y fidelidad ha recibido de las autoridades y empleados. No queda que inquirir a este propósito, sino la razón legal, la razón social, y la razón de estado.

¿Cuál podría ser su razón legal? ¿Seria la competencia de la ley civil en materia de juramento? ¿el incontestable derecho con que hubiera podido mandar que se prestase? Ni uno ni otro, Sr. Excmo.; porque el juramento pertenece por su carácter a la esencia de la religión, por su régimen al dominio de la moral, y la ley humana, por mucha extensión que tenga en su derecho de ligar la conducta de los súbditos, nunca puede ni debe por ningún título prescribir una ofensa de Dios, decretar un pecado social. Porque es preciso ponemos en el caso de todos los que han sido llamados a jurar. O creen en Dios o no creen: si lo primero, ¿por qué invocar su Santo Nombre para contraer un compromiso contra su honor, contra su culto y contra su Iglesia? Si lo segundo, ¿por qué invocar un nombre sin realidad, sin sentimiento y sin objeto? ¿Cómo explicar esta contradicción entre un Dios que se niega y un Dios que se invoca, entre el ateísmo de principio y un acto religioso de consecuencia? ¿Y esta obvia y solidísima reflexión estará limitada únicamente al sujeto de la ley? ¿El Soberano Congreso pudo acaso bajo algún respecto estar fuera de esta alternativa? Es visto pues que la subsistencia de la destitución ejecutada por la negativa del juramento no cuenta con los principios de la legislación: en consecuencia, no está fundada en una razón legal. ¿Tendrá por ventura una razón social? Creo sinceramente que no. Fúndase mi creencia en que tal razón debería estar en el pensamiento de la nación, y tal pensamiento no existe; porque toda sociedad es esencialmente religiosa, y la mexicana exclusivamente católica. ¿Habrá, Sr. Excmo., para tan terrible pena una razón de Estado? Pluguiese al cielo que esta palabra mágica hubiera salido ya de nuestro Diccionario político; y que una nación en que pasaría como absurdo aquel célebre dicho de un monarca: Yo soy el Estado, una nación regida por el principio representativo, no tuviese ya que buscar en la razón de estado lo que no encuentra ni en su creencia, ni en su pensamiento, ni en su voluntad, ni en los principios de las leyes. ¿Qué diré de las circunstancias? Por mucho peso que se las quisiere dar, ellas no podrían ciertamente ni destruir los derechos de la justicia, ni debilitar la fuerza de la lógica. Ésta demuestra sin contradicción, después de un buen análisis, que las autoridades y los empleados han sido destituidos de sus puestos no por principios políticos, ni por desafectos al Gobierno, ni por desacato a la misma ley constitucional; sino solo por una cosa: por no perjurar, por no manchar su conciencia, por no cometer un gravísimo pecado, por no rehusar su obediencia al segundo precepto de la ley divina, por no declararse contra Dios en un acto solemnísimo de la vida social.

Esta resistencia de los empleados en todas partes; la extensión del círculo que cada uno forma en la sociedad; las manifestaciones que habían precedido contra el art. 15; el hecho de haber quedado la religión peor de lo que habría estado con este artículo; la voz uniforme del clero; lo que es esta voz para los fieles en el orden religioso y moral; todo, todo manifiesta que la Carta constituyente tal como está, lejos de haber podido ser promulgada en el nombre de Dios y con la autoridad del pueblo, importa una grave ofensa de la Divinidad, un violento despojo de los derechos de la religión y una contrariedad manifiesta con los intereses más caros y la voluntad más explícita de la nación mexicana.

Concluyo, pues, Sr. Excmo., esta exposición, manifestando ante el Supremo Magistrado de la República, lleno de respeto a su autoridad soberana, pero movido al mismo tiempo del sentimiento de la religión y del deber, y en perfecta consonancia con el Muy Ilustre y Venerable Cabildo de mi Santa Iglesia Catedral, cuya consulta he pedido y recibido ya, que conteniendo la Constitución federal de 1857 varios artículos contrarios a la autoridad de los dogmas católicos, a la institución, doctrina y derechos de la Santa Iglesia, no puede observarse en esta parte, ni jurarse tampoco lícitamente; porque tal juramento está prohibido severamente por el segundo precepto de la ley de Dios: que esta divina ley es anterior y superior a todas las leyes, y nunca es lícito faltar a ella para obedecer la ley de los hombres: que la cuestión del juramento versa sobre lo lícito o ilícito, sobre lo que es o no pecado, siendo por lo mismo el declarar si puede o no prestarse, de la competencia de la Iglesia por el órgano de sus Pastores: que el hacer tal declaración importa para estos, no solamente una facultad y un derecho, sino un deber estrechísimo, de que no podrían desentenderse sin hacerse reos ante Dios: que la resistencia y negativa para prestarle no solamente no es ni puede ser ofensiva a los derechos de la ley y a los respetos del Gobierno, sino que es un proceder justo, santo y meritorio. En consecuencia y de total acuerdo con el mencionado Ilustrísimo Cabildo eclesiástico de Michoacán, protesto en toda forma contra los artículos 3° en su primera parte, 5° en su segunda parte, 6°, 7° y 9° en su primera parte, 12° en lo que pueda contrariar a la inmunidad personal del clero, 13° en sus partes 1ª y 2ª, 27 y 36 en su segunda parte, 39 en cuanto contradiga el dogma católico sobre el origen divino del poder social, o motive duda, 72 en la atribución XXX, 123 y transitorio, y todos los demás que directa ó indirectamente se opongan a la religión o a la Iglesia; declarando que aunque de hecho se ataquen los objetos sagrados a que aludo y sus derechos respectivos, estos subsisten siempre y nunca pueden perder su fuerza obligatoria. Y finalmente, pido y suplico, con mucho encarecimiento al Supremo Gobierno, se digne restituir a sus puestos a todos los ciudadanos que los ocupaban y han sido removidos por haberse resistido a jurar.

Dígnese V. E. elevar esta exposición con el muy sincero tributo de mi obediencia y respeto al Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República, y admitir con este particular motivo las protestas de mi atenta consideración y distinguido aprecio.

Dios guarde a V. E. muchos años. México, Abril 8 de 1857. —Clemente de Jesús, obispo de Michoacán. —Excmo. Sr. Ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos, é Instrucción pública.

 

 

 

Representación del Illmo. Sr. Obispo de Michoacán al Supremo Gobierno, pidiendo la revocación de la ley de 11 de Abril de 1857 sobre derechos y obvenciones parroquiales, y en caso de no ser derogada, protestando contra sus efectos.

 

EXCMO. SR.

En vista de la ley sobre derechos y obvenciones parroquiales expedida el 11 y publicada en México el 15 del pasado, y de la circular con que V. E. la comunicó a los Excmos. Sres. Gobernadores de los Estados, me veo en el caso de ocurrir al Gobierno con el objeto de pedirle se digne revocarla, ó de protestar en caso contrario, y con el debido respeto, contra sus efectos, manifestándole al propósito por el digno conducto de V. E. las razones de justicia y de derecho con que me considero para dar este paso. Miran ellas, unas directamente a la ley, otras a la circular con que V. E. la comunicó, y otras a las funestísimas consecuencias que la Iglesia mexicana y toda la sociedad van a sufrir en caso de llevarse a efecto. Manifestar que la ley en su art. 1.° es ó innecesaria ó incompetente, según que preexistan ó no en su vigor las disposiciones que manda observar, y en los otros opuesta manifiestamente a la independencia y soberanía de la Iglesia, lo mismo que al honor del clero y a la dignidad del Episcopado; dar un testimonio solemne al Supremo Gobierno de la nación en favor del clero de mi diócesis contra los conceptos deshonrosísimos que envuelve la circular de ese Ministerio, y poner en claro las dificultades insuperables en que los Prelados y párrocos vamos a entrar con grave perjuicio de los fieles en caso de no ser derogada la ley: tales son los puntos con que ocuparé, aunque muy brevemente, la atención de V. E. en la presente nota.

I

A propósito del primer punto debo manifestar, que los párrafos del tercer Concilio mexicano que se mandan observar en toda la República por el art. 1° de la ley, están vigentes en mi obispado, y tanto por esto cuanto por los principios que en todo tiempo han gobernado a la Iglesia, el espíritu que anima su ministerio y las disposiciones particulares de todos los obispados, es y ha sido en mi diócesis ley establecida y reconocida el no cobrar derechos ningunos a los pobres de solemnidad, ni en las parroquias, ni en la Secretaría del Gobierno Diocesano.

Mas no solamente hay una ley para esto, como acabo de decir, sino que esta ley está y ha estado en observada: de manera que i el alivio de los pobres tiene la doble garantía de la ley y de la costumbre. Ninguna necesidad pues había de que se diese una ley civil para poner en su vigor las disposiciones eclesiásticas en favor de los pobres. La Iglesia tiene y ha tenido por ellos un cuidado esmeradísimo, y a su solicitud han debido, deben y deberán esos beneficios de primer orden que nacen del Evangelio de Cristo, y nunca hubieran venido a la humanidad menesterosa por solo las leyes civiles.

Hay asimismo en la Iglesia disposiciones y medios prácticos para calificar la pobreza y favorecerla; y en virtud de éstas, y sin necesidad de nuevas leyes, ha sido todo atendido en la parte posible y hablando en general, sin que jamás haya sido necesario, así como nunca ha podido ser justo, que se mezcle la autoridad política en fijar la cuota y hacerla valer en favor de los pobres. Los artículos 3° y 4°, además de incompetentes, son pues en todo rigor innecesarios.

A esto debo añadir, que habiéndose provisto por las leyes eclesiásticas a todos los casos que puedan ocurrir sobre abusos en el cobro de obvenciones, cuenta la Iglesia con la autoridad y los medios necesarios y competentes para reprimirlos, y en consecuencia los artículos 5°, 6°, 7° y 8° de la ley no tienen más objeto que establecer una intervención civil contra lo que de suyo es eclesiástico, y atacar la independencia y soberanía de la Iglesia sin motivo legal de ningún género.

Hay mas: los citados artículos igualmente que el 9° importan asimismo un despojo de jurisdicción; porque donde está el derecho para dar la ley reglamentaria de los negocios, está la facultad natural y legítima para hacerla cumplir. De consiguiente, no pudiendo disputarse a la Iglesia, pues ni V. E. se lo niega, el derecho que tiene para dar leyes en materia de beneficios eclesiásticos, al cual pertenece el fijar la congrua de los beneficiados; privarla del ejercicio de su facultad exclusiva para que aquellas leyes se cumplan y ejecuten es lo mismo que romper la unidad de la jurisdicción canónica, destruir dos de sus atributos esenciales, como son la ejecución y aplicación de la ley, é introducir en su seno un desconcierto de muy graves trascendencias. Esto de que la Iglesia dé la ley y el Estado la haga cumplir excluyendo a la Iglesia del derecho de hacerlo por sí misma, es una cosa tan singular y única, por decirlo así, que no podría explicarse nunca de una manera satisfactoria, ni según los principios católicos, ni según el sistema contrario.

Mas no se reducen a esto los efectos de la ley: el art. 10° importa un despojo de jurisdicción canónica, no solamente en el orden gubernativo y judicial, sino aun en la facultad que la Iglesia tiene para dar sus leyes. Derogando en cuanto pugnen con ella los aranceles vigentes, y declarando insubsistentes todas las disposiciones dictadas hasta hoy sobre prestación de servicio personal, tasaciones, concordias, alcancías y hermandades destinadas a satisfacer en algunos pueblos miserables y haciendas las referidas obvenciones, ha sancionado tácita pero real y efectivamente como un principio que al Estado y no a la Iglesia corresponde por derecho dar la ley en estas materias, sin embargo del carácter eclesiástico que tiene por sus motivos, objetos y aplicación. Si este derecho está en el Estado, la Iglesia no le tiene: si está en la Iglesia, no pertenece ni puede pertenecer al Estado. No hay medio: porque para decir lo contrario, sería necesario probar que el Gobierno temporal puede derogar las leyes del poder espiritual, habiendo igual derecho en éste para darlas y en aquel para abolirías, lo cual sería un absurdo.

El mismo raciocinio puede formarse con lo dispuesto en el 11° artículo: él previene que un ejemplar de la presente ley, autorizado por los respectivos Gobernadores y sus secretarios, se fije en los cuadrantes ó curatos de todas las parroquias, bajo la pena de no poder cobrar en caso contrario ni los curas ni sus vicarios cosa alguna. Los cuadrantes ó curatos de las parroquias son oficinas exclusivamente eclesiásticas, están bajo el gobierno del cura con sujeción al Obispo, y en ellos no se fijan con carácter de leyes sino las que traen su origen de la Iglesia misma y miran a los individuos en clase de fieles y no de ciudadanos, bien así como las leyes civiles se fijan en los parajes públicos sujetos a las autoridades del Estado, y sus disposiciones ligan a los individuos como súbditos del Gobierno nacional. Una ley civil en el cuadrante de una parroquia imponiendo obligaciones ó privando de derechos a los curas, es una cosa extraña del todo a la institución, es la exclusión de la Iglesia en las materias de su resorte, es la sustitución del poder eclesiástico con el poder civil en aquellos puntos que pertenecen a la Iglesia. Este es el principio que la Iglesia profesa é inculca. Es una sociedad visible, plena y provista por su Divino Fundador de todas las facultades y medios necesarios para el fin de su institución. Es una sociedad independiente; porque desde que la Iglesia dependiese de otro que de Jesucristo, dejarla de ser lo que es. Es una sociedad soberana, y por lo mismo posee la plenitud del derecho en los puntos de su resorte. Es pues necesario convenir, volveré a repetirlo, en que, o la Iglesia carece de su carácter social y visible, de su independencia y soberanía, y en este caso no hay Iglesia de Dios, o tiene todas estas prerrogativas, y en este caso el poder civil no puede por un derecho propio ni derogar sus leyes preexistentes, ni dárselas nuevas cuando no las hay, o hayan dejado de estar vigentes. Cualquiera ley expedida en este sentido es pues contraria de todo punto a las expresadas prerrogativas de la Iglesia; y como tal es el carácter de la ley de 11 del pasado sobre derechos y obvenciones parroquiales, según acabo de manifestarlo, recorriendo uno por uno los artículos 2° y siguientes de ella, me creo en el caso de no sujetarme a lo que ella dispone, de no reconocer su competencia en las disposiciones que contienen dichos artículos, de no consentir que se fije en los cuadrantes y curatos de las parroquias.

De intento no he querido, Sr. Excmo., entrar en el examen de los inconvenientes de otro género que tendría la ley dado caso que fuese competente. Yo habría podido asegurar con los mejores datos que, siendo poquísimos en cada parroquia los que manifiestamente cuentan con más de lo necesario para subsistir, la base fijada por la ley para calificar la pobreza, las facultades que otorga sobre este punto a las autoridades políticas locales, el espíritu que deja traslucir en las rigurosas penas que impone, &e., etc., darían tal ensanche a la excepción, que los curatos y sacristías vendrían por último a quedar absolutamente incongruos. Podría demostrar con hechos que las tasaciones establecidas en algunos pueblos de indios están de tal suerte arraigadas, que han burlado el empeño constante con que se han pretendido abolir, sustituyéndolas con el pago de obvenciones pagaderas por los que no fuesen pobres de solemnidad, y desaparecerían solo en el caso de no ser sustituidas con nada, es decir, de dejar los curatos absolutamente indotados. Pero no es de mi propósito discurrir sobre tal suposición, y por lo mismo, limitándome a lo dicho en comprobación del concepto que tengo formado sobre la ley en sus relaciones con la independencia y soberanía de la Iglesia, y reservando para el tercer punto lo que bajo esta misma relación puede advertirse sobre sus dificultades prácticas, me permitirá V. E. pasar a los puntos que se refieren a los motivos y razón de la ley consignados en la circular con que V. E. la comunicó a los Excmos. Sres. Gobernadores de los Estados.

II

Nunca hubiera podido considerarse competente la ley civil para el establecimiento de esta intervención amenazante, coactiva y deshonrosa en la Santa Iglesia mexicana; pero aun cuando así no fuese, aun cuando pudiera disputarse con buenos argumentos la incompetencia del poder temporal en tales puntos, siempre seria cierto que disposiciones de tal naturaleza y carácter suponen un escándalo universal por parte del clero, un descuido criminal por parte de los Prelados, un empeño tan constante como inútil en evitar el mal por parte del Gobierno civil. Sábese muy bien que los recursos extraordinarios, aun cuando son legítimos y justos, no se usan con derecho sino solo en el caso de haber faltado los recursos ordinarios. ¿Cuáles serian estos en el asunto de que se trata? Los que los mismos cánones proporcionan: el de ocurrir a los respectivos Prelados por el remedio contra todos los abusos, impartiéndoles en caso necesario el auxilio del brazo secular, ó al Sumo Pontífice para que castigase la negligencia culpable y criminal de aquellos en caso de ver con indiferencia los gravísimos y generales escándalos que se les denunciasen, y de no atender en lo absoluto a los justos y legítimos reclamos que se les hiciesen. La circular de V. E. supone que los abusos y escándalos de los párrocos han llegado a su colmo y puesto en evidencia la impotencia canónica de los Prelados; que claman por una providencia extraordinaria del Gobierno civil; que los niños no reciben las aguas regeneradoras del bautismo, ni los fieles salen del pecado gravísimo de sus criminales enlaces, ni los cadáveres se sepultan en sagrado, ni las almas de los fieles difuntos reciben sufragio alguno, cuando la pobreza más notoria no permite a los interesados pagar las obvenciones parroquiales; que si para librarse de estos males se esfuerzan en pagar, es quitándose el pan de la boca y sujetándose a la desnudez; que lo mandado por las leyes eclesiásticas no se cumple; que las quejas relativas a los abusos cometidos son frecuentes; que las leyes canónicas y aun las civiles dadas en otro tiempo con un espíritu cristiano, para proteger y no para subyugar a la Iglesia, son una letra muerta: en suma, que no queda más arbitrio que el de tomar medidas más eficaces para la represión del mal. Fúndase en esto la expedición de la ley de 11 del pasado: V. E. espera que remediará ella todos los males favoreciendo a los pobres y destruyendo las prácticas abusivas, y concluye manifestando que para lo de adelante la administración gratuita de los sacramentos en favor de los menesterosos será una verdad, lo cual supone que hasta aquí ha sido una mentira ó un error.

No han podido aparecer ni los párrocos y ministros más criminales en materia de avaricia, según estos conceptos, a los ojos del Gobierno Supremo, ni mas culpables los Obispos de México por la frialdad é indiferencia con que se deja entender han presenciado hasta aquí estos gravísimos escándalos en sus diócesis. Pero yo no participo ciertamente de tales convicciones, y antes bien, puedo asegurar a V. E. con toda sinceridad que tengo muchos motivos para dar gracias a Dios por haberme favorecido con la importante cooperación de un clero tan servicial, desprendido, virtuoso en lo común, y por lo mismo me concederá la razón cuando, justamente movido por el deber que tengo de vindicarle en cuanto esté de mi parte, no pierdo la ocasión en que la circular de V. E. rae pone para dar al Gobierno, en clase de una justa defensa, un testimonio de justicia en favor de tan respetables, tan dignos y beneméritos sacerdotes.

Digo pues a este propósito que los pobres de las diversas parroquias de mi diócesis, y no solamente los que se llaman de solemnidad sino aun los que no llegan a este grado, han sido y son en lo general muy bien atendidos y siempre agraciados por sus respectivos curas; que he visitado muchas parroquias, y ya por las constancias de sus archivos, ya por los informes mas imparciales y exactos, me consta de ciencia cierta que lo que se ha hecho de limosna en casi todas ellas es incomparablemente mayor que lo que se ha verificado cobrando íntegramente los derechos: que a pesar del particular cuidado que he tenido sobre esto, de mis encargos especialísimos a los vicarios foráneos y á: otras personas de toda mi confianza, poco he tenido que sentir en este punto: que los reclamos han sido tan raros, que pueden reputarse por nada relativamente a lo común: que jamás ha sido necesario, para poner el remedio, que intervengan las autoridades, ni se interesen las personas influentes; pues basta la presencia de los mismos pobres, para quienes han estado siempre abiertas las puertas de sus pastores, al intento de atenderlos y hacer que se les sirva y administre sin el menor gravamen: que, ya en los seis años que llevo de Obispo, ya en los que antes serví en mi diócesis, primero como Promotor y después como Provisor y Gobernador de la Mitra, he podido hacer una observación muy importante a este propósito: algunas causas se han instruido a eclesiásticos en que han salido perfectamente vindicados, apareciendo a toda luz como víctimas de la calumnia, y entre los varios capítulos de acusación que han formado el proceso, no se ha encontrado el de haber oprimido a los pobres en el cobro de derechos, ni dilatado, por falta de pago, los Santos Sacramentos a nadie. Concluiré este punto con hacer a V. E. una manifestación muy del caso. El clero a quien tengo el honor de presidir no es rico, y en su mayor parte subsiste con trabajo: no se encuentran curas con grandes capitales adquiridos a costa de los pobres: los que se hallan mejor puestos, después de muchos años de servicio, cuentan apenas con una decente mediocridad; y en lo común son pobres. Esta circunstancia, Sr. Excmo., es una prueba social, espléndida, grande y solemne de que no merecen los dignos eclesiásticos de mi obispado figurar por su avaricia en los considerandos de la ley.

Déjase ya entender, que no habrá llegado a mis noticias, ni mucho menos con el carácter de un abuso arraigado y común, que los hijos de los pobres se queden sin bautismo por falta de recursos para el pago de derechos, ni que los concubinatos, por la misma causa, subsistan a ciencia y paciencia de los curas y vicarios, ni que los deudos de los fieles que mueren tengan el desconsuelo de ver insepultos los cadáveres de estos, y de saber que ningún sufragio se hace por el descanso de su alma, y todo esto únicamente porque su extrema indigencia no les permita pagar las obvenciones respectivas. Antes bien, he tenido mil ocasiones de advertir con la más grande satisfacción el empeño de los párrocos en casar a los que se hallan en mal estado, a cuyo efecto, no solamente les administran y asisten de limosna, sino que ocurren a la Secretaría con el mayor empeño por las dispensas de parentesco, etc. cuando son necesarias, y algunas veces les dan de su bolsa alguna pequeña limosna para los gastos de su camino.

Estas manifestaciones, de cuya verdad puedo responder al Gobierno y en cuyo apoyo podría citar innumerables hechos, creo que bastarán para convencerle de que las leyes de la Iglesia mandadas observar por la de 11 del pasado, no han sido hasta aquí una letra muerta, sino unas disposiciones vigentes y observadas en lo general, sobre cuyo cumplimiento no han dejado de vigilar nunca las autoridades a quienes corresponde.

V. E. dice que para lo sucesivo la administración gratuita de los Santos Sacramentos a los menesterosos será una verdad: aserción terrible, no por lo que promete, sino por lo que supone; porque puede ser considerada, sin exageración y sin violencia, como el más absoluto proceso de lo pasado. El clero, sin embargo de tan grave acusación, puede confiar mucho en el testimonio de la historia, y sobre todo, en el cuidado que tendrá siempre de sus ministros, El que los ha instituido en su Iglesia, anunciándoles trabajos y tribulaciones de todo género, pero prometiéndoles al mismo tiempo brillantes recompensas en otra vida mejor. Yo estoy seguro de que, si a la expedición de esta ley hubiese precedido el debido informe de los Obispos, y aun el de los párrocos bien documentado, si los hechos hubiesen sufrido el riguroso examen que supone una calificación exacta de la conducta de los curas y ministros, de los abusos que se hubiesen introducido, con la expresión de sus causas, de la posibilidad o imposibilidad de corregirlos y precaverlos sin salir de los recursos ordinarios de la Iglesia, no hubiera tenido corazón el Gobierno para decretar esta intervención, esta fiscalización, esos infamantes y ruinosos castigos, que no han merecido cuantos viven de su trabajo en la sociedad, y que se habían reservado solo para los que, dedicados al bien espiritual de los fieles, no tienen libertad canónica para prescindir de tan sagrado ministerio, a fin de buscar de otra suerte los medios necesarios para subsistir.

Creo, Sr. Excmo., que las reflexiones que acabo de hacer en favor del clero de mi diócesis con motivo de la circular de V. E., ponen de manifiesto que no puede ser comprendido en los conceptos que sirvieron de fundamento al Supremo Gobierno de la Nación para dar esta ley. En cuanto a los Prelados, debo decir, porque es la verdad, que ni el Gobierno general ni los particulares de los Estados de mi diócesis me han manifestado a mí, en seis años que llevo de Obispo, ni a mi dignísimo predecesor en los diez y nueve que gobernó su Iglesia, este mal constante, general, escandalosísimo que se ha querido remediar con la ley de 11 del pasado: así es que todo esto no lo había sabido sino hasta ahora que lo veo en la circular de V. E.; pues tal ó cual caso particular que haya podido ocurrir, porque fuerza es que los haya en una sociedad compuesta de hombres, han sido superabundantemente atendidos con los medios canónicos, sin que jamás haya tenido la autoridad civil que lamentar ni la impotencia ni el desentendimiento de los Prelados. Y añado a esto que no sé que hasta ahora ningún gobierno se haya quejado de los Prelados al Papa, ni puéstole de manifiesto la insuficiencia de la autoridad eclesiástica para corregir los abusos. Faltaban, pues, también por esta parte, las razones que hubiesen podido explicar el recurso a los medios que la ley establece, atendido lo segundo que debió preceder, las excitativas y reclamos a los Obispos contra la avaricia de los párrocos, ó el recurso al Papa contra la negligencia de los Obispos.

III.

He indicado también que consideraría la cuestión presente en otra de sus relaciones, la de los males gravísimos y las dificultades insuperables que van a seguirse de la subsistencia de la ley.

El art. 2° establece que el Gobernador ó Jefe político de cada Estado ó territorio fije el mínimun de lo indispensable para la subsistencia; y el 3°, que lo que una vez se fije, no podrá ser alterado sin el consentimiento del legislador general. ¿Cómo podrá el Jefe del Estado fijar este mínimun para todos los pueblos que gobierna, y fijarle de modo que sus cuotas no se resientan de los inconvenientes de la necesidad creada por el art. 3°? Supóngase fijada la cuota en un año abundante: ¿qué sucederá en los años estériles? ¿Qué sucederá en las eventualidades de un sitio, de una leva, etc., &c? ¿La autoridad política local enmendará la obra del Gobernador ó Jefe político? ¿Y con qué derecho lo haría, si la cuota, una vez fijada, no puede alterarse, según el art. 3° de la ley, sin consentimiento del legislador general? ¿Aplazará su resolución para cuando éste, haciéndose cargo de todo lo que debe tener presente y examinar con la mayor escrupulosidad, dé ó niegue su consentimiento para que puedan alterarse las cuotas? ¿Y cuánto tiempo será preciso para el remedio de cada necesidad? He aquí, Sr. Excmo., un cumulo inmenso de dificultades prácticas, y una fuente inagotable de males y perjuicios que pugnarían con la subsistencia de la ley, aun prescindiendo de su manifiesta incompetencia.

El art. 5° establece una pena y comete a la autoridad política su aplicación. Aquí el orden constitucional y el de los procedimientos legales para garantizar la justicia no tienen lugar ninguno: se aplica una verdadera pena sin juicio, y una pena que, interesando en la mitad de la multa al que pagó sus derechos, abre un doble camino a los fieles para convertirse en acusadores de sus párrocos: circunstancia que a la larga concluiría con el respeto y veneración que merecen los segundos, si Dios no lo remediase, y con la moralidad en que deben conservarse los primeros. Esto no necesita comentarios.

Sin quererlo, Sr. Excmo., he vuelto al punto de que me había querido apartar por no venir directamente a mi propósito, a indicar los inconvenientes prácticos de la ley en el orden civil, prescindiendo de sus dificultades canónicas. Dejo pues de insistir en este punto, para contraerme solamente a la situación penosísima en que los Prelados, los curas con sus vicarios y el común de los fieles vamos a quedar en caso de que la ley trate de llevarse a efecto a pesar de nuestras respetuosas manifestaciones.

Incalculables van a ser en la Iglesia los males que semejante ley debe producir en cualquiera de los extremos, que se suponga: es decir, en el de que fuese cumplida por los párrocos, lo cual no es de esperarse; en el de que sea moralmente resistida por todos, lo cual debe suponerse; y en el de que la obedezcan unos y la resistan otros, lo cual sería profundamente sensible para la Iglesia. En el primer caso habría un cisma general en el clero mexicano, lo que Dios no ha de permitir: en el segundo un cisma parcial en cada diócesis; y en el tercero una constante pugna entre la autoridad política y la autoridad eclesiástica: y cualquiera de estos extremos es perjudicial, no solamente a la Iglesia, sino también al Estado.

Cuando por desgracia tenemos ya tantos elementos contrarios a la unidad, estabilidad y bienestar de la sociedad, ¿será bien introducir este otro más terrible que todos? La ley de desafuero causó todos los males consiguientes a este despojo de la inmunidad personal de los eclesiásticos, y principalmente de los derechos propios de la Iglesia en sus leyes generales, poniendo a cada uno de los ministros del clero entre la desobediencia a la Iglesia ó la desobediencia al Estado. La ley de desamortización, atacando la propiedad de la Iglesia y su derecho propio para adquirirla, conservarla y administrarla, trajo por consecuencia precisada ruina de todos los objetos sagrados y benéficos a que se aplicaban sus rentas: los pobres que comían el pan, los enfermos recogidos en los hospitales, la juventud educada y enseñada gratuitamente, el culto sagrado, etc., etc., todo vino a tierra en sus medios de conservación: el golpe dado se resiente ya en todas partes, sin embargo de que todavía no se arruina todo merced a la economía y solicitud de la Iglesia; y mientras ésta sufre todas estas consecuencias del decreto mencionado, multitud de ciudadanos resienten penosamente la lucha del interés con la conciencia, colocados entre el provecho de la ley con mengua de su salvación, ó la paz de la conciencia con perjuicio de sus intereses temporales. El juramento exigido de la Constitución ha producido el mismo efecto moral y material, atrayendo los males terribles consiguientes a un perjurio sobre los que le han prestado, y lanzando a cuantos le rehusaron a la miseria y mendicidad con sus numerosas familias. Solo faltaba una cosa; afectar individualmente al clero, colocándole a su turno entre la miseria y el cisma, y esto es lo que ha venido a realizar la ley sobre derechos y obvenciones parroquiales.

Ya he manifestado a V. E. las razones poderosas que nos asisten para no consentir en lo dispuesto por el art. 11° en lo relativo a los cuadrantes ó curatos de todas las parroquias: V. E. me permitirá notar, aunque brevemente, las consecuencias funestísimas que tal artículo y nuestra forzosa é indispensable desobediencia debe producir contra los grandes intereses de la religión y de la moral en la República mexicana. Tal disposición importa un despojo absoluto del derecho que los párrocos y ministros tienen, de exigir lo que les corresponde para su congrua sustentación; y los males que se siguen de aquí no pueden impedirse por los Prelados ni por los párrocos, ni remediarse por la ley a pesar de su art. 12° son males que traspasan con mucho la esfera de nuestra posibilidad, y que acaso más tarde no podrán evitarse ni por el Gobierno mismo.

De no cumplir con lo dispuesto en el art. 11° resulta, según lo prevenido en el mismo, que los curas y vicarios no pueden hacer cobro alguno. He aquí, Sr. Excmo., un despojo universal de la propiedad de dichos eclesiásticos, la destrucción de todos los beneficios parroquiales, la privación omnímoda de congrua para todo el clero que administra en las .parroquias: porque decretar absolutamente que ningún eclesiástico perciba nada para su congrua sustentación viene a ser en sustancia lo mismo que disponer igual cosa, en caso de no sustraerse los párrocos y ministros a la obediencia de la Iglesia católica, de no desconocer sus derechos, de no obedecer a la ley civil cuando está en pugna con la ley eclesiástica. Durísimo es por cierto, ver a todo el clero sujeto a perecer de hambre por la imposibilidad moral en que le coloca esta ley, principalmente en el artículo de que se trata; pero como ha dicho con tanta exactitud a los párrocos en su carta de 17 del corriente el Illmo. Sr. Arzobispo de México: todos los intereses del mundo nada valen en comparación de la soberanía é independencia de la Iglesia; y cuanto se pueda inventar para subyugarla, debe antes sufrirse y padecerse, que prescindir de ella y mancillarla. Y como el obsequiar la presente ley importaría un formal desconocimiento de tales prerrogativas y derechos, los párrocos y demás sacerdotes deben sufrir y padecer el hambre y la desnudez a que la ley los condena si no la cumplen, antes que someterse a ella, sacrificando así la soberanía é independencia de la Iglesia católica.

Resulta de lo expuesto, que no algunos, sino todos los curatos cuyos párrocos no prevariquen, sino antes bien permanezcan fieles a la Iglesia, van a quedar incongruos: que se les cierran todas las puertas, y estarán en la alternativa indeclinable ó de faltar a sus deberes eclesiásticos sujetándose a la ley civil, ó de perecer por oponerse a ella en cumplimiento de tan sagradas y estrechas obligaciones. Verdad es que el Gobierno, según el art. 12°, se compromete a proveer de recursos de subsistencia para los ministros y para el culto a los curatos que quedaren incongruos; pero este artículo no destruye la dificultad, sino antes bien la agrava, ya porque parte de un principio que la Iglesia no admite, cual es que al poder temporal corresponde el derecho de dotar el culto y el clero, ya porque, aun prescindiendo de esta consideración general, el citado artículo lleva imbíbita la condición de que la ley sea reconocida y observada, no solo en el servicio gratuito de los pobres, como parece colegirse de su letra, sino también en todas sus partes, como claramente lo dice el art. 11°. Según este artículo, los curas y vicarios que no fijen la ley en los cuadrantes ó curatos no pueden cobrar ni a los ricos ni a los pobres: según el art. 12° solo cuando queden incongruos por el servicio gratuito de los pobres serán provistos de recursos por el Gobierno. Luego en el caso de la indispensable y obligatoria desobediencia de los párrocos a la ley, no pueden esperar ni del Gobierno, ni de los pobres, ni de los ricos, ni de nadie, sino solo de la Providencia por medios extraordinarios, recursos para subsistir. Pero esto no será inconveniente para que, sin embargo de que nada se les dé, a todos so les obligue, haciéndoseles la fuerza que suponen las multas y destierros con que se les amenaza.

¿Qué podremos hacer los obispos para prevenir ó remediar tan inmensos males? ¿Diremos a cada uno de los curas que prescindan de su derecho? Son propietarios de sus beneficios, y ni el Prelado puede privarlos de su derecho a la congrua, ni librar a los fieles que no son rigurosamente pobres, de la obligación de conciencia que tienen de pagar. ¿Diremos a los párrocos que se resistan a ejercer aquellas funciones a que son llamados por su ministerio, si no se cumple con ellos por parte de los fieles? ¡No lo permita Dios! Daríamos un carácter odioso al más puro, caritativo y santo de todos los servicios que pueden prestarse al hombre sobre la tierra, y entraríamos con el Gobierno en una lucha activa, que no es, ni puede, ni debe ser propia de los ministros de paz, de los sacerdotes del Altísimo. Si ellos, a pesar de continuar en sus curatos sufriéndolo todo, llegaren al caso tristísimo de tener que retirarse, porque ya no puedan subsistir, ¿les diremos que continúen, sin embargo, prestando sus servicios hasta morirse de hambre? Ellos lo podrán hacer; pero nosotros no se los podemos mandar. Fuera de estos casos, que deben ser frecuentísimos, ¿qué haremos con los curas desterrados, y cómo llenaremos los huecos que dejen en sus parroquias? ¿Mandaremos sustitutos? Pero no los habrá; porque el clero es poco numeroso; porque ni él podría sujetarse, ni sería prudente que nosotros le obligásemos, a moverse continuamente de un lugar a otro, a cambiar constantemente de destierros, ni menos en el supuesto caso de la mendicidad a que los condena la ley. Por otra parte, ¿cómo enviar un sacerdote con la ciencia cierta de que ha de hacer lo mismo que su predecesor, y por consiguiente, salir por hambre ó por destierro de la respectiva parroquia? Y si los Obispos no los mandamos bajo tal concepto, si a tanto llegase nuestra desgracia que hubiese de haber eclesiásticos dispuestos a obsequiar la ley sin embargo de la prohibición expresa de sus Prelados y de su oposición a la independencia, soberanía, libertades y decoro de la Iglesia, ¿cómo emplear a tales eclesiásticos? ¿Cómo autorizarles para el santo ministerio? ¿Cómo permitir que estén un solo instante en las parroquias...? Yo me confundo, Sr. Excmo., me abismo con la consideración de lo que puede suceder. Si la ley hubiese quitado absolutamente las obvenciones, limitándose a borrar al clero de la lista de sus objetos, nosotros habríamos podido arreglar de algún otro modo su conservación y subsistencia; de manera que no estuviesen desatendidas las necesidades espirituales de los fieles; mas hoy todas son dificultades para el Episcopado. ¡Dios ilumine y mueva al Supremo Jefe de la Nación, ó nos dé a los Obispos con todo nuestro clero las luces y fortaleza necesarias para conducirnos en medio de tan penosas dificultades!

¡Ojalá, Sr. Excmo., estas manifestaciones respetuosas y verídicas que me he creído en la estrechísima obligación de hacer, no solamente porque así lo exigen la independencia y soberanía de la santa Iglesia, cuya defensa es uno de los puntos de nuestro cargo, sino también porque imperiosamente los reclama la justa vindicación del honor y virtudes de un clero digno dé otro concepto y de otra recompensa, muevan el ánimo del Excmo, Sr. Presidente sustituto de la República para la revocación de esta ley tan humillante para el venerable Cuerpo de los Párrocos y ministros, como depresiva de la autoridad canónica de los Prelados! Yo se lo pido con el mayor encarecimiento por el respetable conducto de V. E. Pero si razones que no alcanzo, pero que acaso tendrá el Gobierno, cuyo juicio respetaré siempre, le hiciesen desestimar como bastantes para su objeto las que sirven de fundamento a mi súplica; si esta representación tuviese la suerte de las otras que hasta aquí he dirigido con motivo de las leyes y decretos citados antes, no me queda otro recurso que oponer a su ejecución la resistencia moral y pasiva, manifestando que no puedo ni debo consentir en ella, y haciendo al propósito las protestas que exige mi deber en calidad de Obispo.

Bajo tal concepto, y con la expresión más respetuosa y sincera de mi acatamiento a la Suprema Autoridad de la Nación, protesto en debida forma contra la ley de 11 del pasado en cuanto se opone a la soberanía, independencia, libertades, decoro y dignidad de la santa Iglesia. Protesto asimismo que no consiento, ni consentiré, contra la voluntad de la Iglesia, en que dicha ley sea fijada en los cuadrantes y curatos de las parroquias; y que si a pesar de mi protesta, se hiciese uso de la fuerza para fijarla, no por esto será tenida por ley, ni obedecida como tal en los curatos de mi diócesis: que si en consecuencia de esta oposición legítima, fuesen privados los curas, sacristanes mayores y vicarios de la congrua sustentación que les corresponde por la ley natural y positiva divina, no por esto perderán su derecho, sino que le conservarán íntegro: que no puedo ni debo obligarlos, y en consecuencia no los obligo a que renuncien este derecho y dejen de percibir lo que les corresponde: que aunque de hecho no lo perciban por la fuerza que se les hace para no cobrar; la obligación de conciencia que tienen los respectivos deudores, en quienes no concurra la calidad de pobreza solemne, para pagar, siempre subsiste, y todos quedan ligados con el deber de la restitución: que si por falta de congrua sustentación, ó en consecuencia de los destierros llegasen a faltar los eclesiásticos necesarios, a pesar de mi empeño porque los fieles no dejen de estar espiritualmente asistidos, todos los males que de aquí resulten, no son de mi responsabilidad; pues no somos los Prelados sino la ley quien impide a los curas percibir sus derechos y obvenciones.

Dígnese V. E. elevar esta exposición al superior conocimiento del Excmo. Sr. Presidente sustituto de la República con el tributo de mi acatamiento a su autoridad y mi respeto a su persona.

Dios guarde a V. E. muchos años. Coyoacán, Mayo 4 de 1857. —Clemente de Jesús, Obispo de Michoacán. —Excmo. Sr. Ministro de Justicia, Negocios eclesiásticos é Instrucción pública. —México.

 

 

Decreto del Illmo. Sr. Obispo de Michoacán, normando la conducta de los Sres. Curas, Sacristanes mayores y vicarios de su Diócesis, con motivo de la ley de 11 de Abril de 1867 sobre derechos y obvenciones parroquiales.

 

CLEMENTE DE JESÚS MUNGUÍA por la gracia de
Dios y de la Santa Sede Apostólica Obispo de Michoacán.

Habiendo representado al Supremo Gobierno de la Nación el día 4 del corriente pidiéndole la revocación de la ley de 11 del pasado sobre derechos y obvenciones parroquiales, por considerarla opuesta, no solamente a la independencia, soberanía y libertades legítimas de la Santa Iglesia, sino también a su decoro y dignidad; y para el caso de llevarse a efecto, hecho las protestas siguientes: primera, contra la ley en general en cuanto se opone a los expresados caracteres, derechos y prerrogativas de la Iglesia: segunda, que no consentimos ni consentiremos que dicha ley sea fijada en los cuadrantes y curatos de las parroquias, y que aun cuando de hecho y por la fuerza se fije, no por esto será tenida por ley ni obedecida como tal en nuestra iglesia: tercera, que, si en consecuencia de esta oposición legítima, los curas, sacristanes mayores, vicarios y fábricas espirituales fuesen privados de su congrua y dotación correspondientes, no por esto perderán su derecho, sino que le conservarán íntegro: cuarta, que no podemos ni debemos obligarlos, y en consecuencia no los obligamos a que renuncien este derecho y dejen de percibir lo que les pertenece: quinta, que aun cuando de hecho no lo perciban por la fuerza que se les haga para no cobrar si no fijan la ley repetida en los cuadrantes de las parroquias, la obligación de conciencia que tienen, con excepción de los pobres de solemnidad, los respectivos deudores de pagarlos derechos parroquiales, subsiste siempre, y todos quedan ligados con el deber de la restitución: sexta, que si por falta de congrua sustentación ó en consecuencia de los destierros llegasen a faltar los eclesiásticos necesarios, a pesar de nuestro empeño porque los fieles no dejen de estar espiritualmente asistidos, todos los males que de aquí resulten no son de nuestra responsabilidad; pues no somos los Prelados, sino la ley, quien impide a los curas y demás percibir sus obvenciones y derechos: Debiendo hacer lo posible por nuestra parte para que los fieles de nuestra Diócesis no dejen de estar atendidos en sus necesidades espirituales por falta de sacerdotes que les administren los Santos Sacramentos: Creyendo muy necesario que los párrocos, sacristanes mayores y vicarios tengan una regla fija y autorizada para conducirse en los casos que puedan ocurrir, si se llevare a efecto la mencionada ley: Por tanto, y en uso de nuestra autoridad canónica para el gobierno de nuestra Diócesis hemos venido en disponer lo siguiente:

Primero: Los curas, sacristanes mayores y vicarios arreglarán sus procedimientos en la parte que les toque a nuestras protestas hechas al Supremo Gobierno contra la expresada ley en los términos que queda dicho.

Segundo: No se cobrarán derechos ningunos a los pobres de solemnidad, ni de curato, fábrica y sacristía por sus bautismos, matrimonios y entierros, ni de notaría por sus diligencias matrimoniales, como está dispuesto por el tercer Concilio mexicano y decretos diocesanos, y se ha observado constantemente hasta aquí.

Tercero: Son pobres de solemnidad todos aquellos que no puedan pagar sin privarse de los recursos indispensables para su subsistencia y la de sus familias.

Cuarto: Cuando la pobreza solemne de los interesados no conste al Párroco, dará por bastante cualquiera de las pruebas admitidas en Derecho.

Quinto: La excepción otorgada en favor de los pobres no comprende nada que sea de pompa, la cual antes bien debe reputarse como una presunción legítima de que no hay pobreza de solemnidad.

Sexto: Todos los fieles que no tengan la circunstancia de ser pobres de solemnidad, quedan obligados a pagar sus derechos y obvenciones parroquiales conforme a los aranceles vigentes y costumbres legítimas sabidas y aprobadas por la autoridad diocesana; y en consecuencia deben pagarlos religiosamente: y si algunos, aprovechándose de la franquicia que la ley civil concede para no ser estrechados judicialmente al pago, dejaren de hacerlo, pudiendo; sepan, que quedan sujetos a la ley de la restitución en el fuero de la conciencia. Los párrocos harán esta amonestación a quienes corresponda, y tomarán razón de sus nombres en un registro que abrirán a propósito, dándonos cuenta mensualmente de los casos que ocurran.

Sétimo: A fin de que no haya por parte de los eclesiásticos motivo alguno para que se les atribuya nada contrario al espíritu del santo ministerio, al respeto debido a las autoridades, a la conservación del sagrado culto y cumplimiento de sus deberes, no pondrán demanda contra nadie por causa de derechos, ni rehusarán, mientras permanezcan en sus parroquias, el ejercer los actos del ministerio parroquial y eclesiástico.

Octavo: Cuando por falta de congrua no pudiesen permanecer en el servicio de sus parroquias, nos darán cuenta para proveer lo conveniente.

Y para que llegue a noticia de todos, se circulará este decreto a los Sres. vicarios foráneos, y párrocos, en copia certificada por nuestra Secretaría, sin perjuicio de los ejemplares originales que bajo nuestra firma podamos remitir, el cual se fijará en los cuadrantes ó parajes acostumbrados de las parroquias; y los párrocos podrán remitir a sus vicarías, y aun a los curatos que no le hubiesen recibido, una copia certificada por ellos, y permitir sacarlas a los fieles que se las pidieren, certificándolas en caso de estar conformes con la del Curato.

Dado en la Villa de Coyoacán a 8 de Mayo de 1857. —Clemente de Jesús, Obispo de Michoacán. —Por mandado de S. S., Luis Porto, Secretario.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Opúsculo escrito por el Ilmo. Sr. Obispo de Michoacán Lic. D. Clemente de Jesús Munguía en defensa de la soberanía, derechos y libertades de la iglesia atacadas por la constitución civil de 1857 y en otros decretos expedidos por el actual Supremo Gobierno de la Nación. Morelia. Imprenta de I. Arango. 1857.