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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1855 Mis quince días de Ministro*

Melchor Ocampo, 18 de Noviembre de 1855
 
Conservadores, Moderados y Puros
 

Introducción.  Señores redactores de La Revolución.

Pomoca, Noviembre 14 de 1855.

Amigos y señores míos. Acabo de leer en el núm. 2510 del Siglo XIX, que corresponde al 11 de Noviembre corriente, en la tercera columna de la página cuarta y bajo el rubro de Crisis, este párrafo:  Nos han asegurado que el Sr. Comonfort manifestó abierta y francamente, que si el gobierno no emprendía las reformas que reclama la situación del país y no seguía una marcha en consonancia con las primitivas tendencias de la revolución, estaba decidido a presentar la renuncia formal e irrevocable de su cartera.

Tan notables aserciones de parte de quienes informaron a los señores redactores del Siglo, indican que el señor presidente o los otros miembros del gabinete se oponen a las primitivas tendencias de la revolución. Si así fuere, han variado mucho de las intenciones que les conocí y con que los dejé. Pero como hace tan pocos días que salí del ministerio, y como era posible para algunos explicarse ahora mi salida, tomando por dato el que han asegurado a los señores redactores del Siglo, suplico a ustedes se dignen insertar el adjunto escrito en su acreditado periódico, a fin de que se conozcan mejor ciertos pormenores que no dejan de tener hoy importancia. Quince días hace que volví a esta casa de ustedes y escribí el adjunto papasal, a fin de no olvidar los hechos, y aquí se estaría hasta que pasaran las pasiones del momento, si la publicación a que me he referido no me obligara a ésta, que es ya de natural defensa.

Soy de ustedes, señores redactores, amigo agradecido y obligado servidor, Q. B. SS. MM.  Melchor Ocampo

Mis quince días de Ministro

 La publicidad es la mejor de las garantías en los gobiernos. Si cada hombre público diese cuenta de sus actos, la opinión no se extraviaría tan fácilmente sobre los hombres y sobre las cosas. Siguiendo estas dos reflexiones que a mi mente se ofrecen como axiomas, he creído que es un deber mío publicar, cuando sea oportuno, los motivos de mi conducta pública, cuando fui nombrado representante por Michoacán, hasta que me separé de los ministerios de relaciones y gobernación. No diré todo lo que observé y pasó; parte por consideraciones a algunas personas, parte por extraño a mi principal intento, parte porque lo juzgo perjudicial hoy a la causa misma de la revolución, cuyo objeto y feliz desenlace deseo; pero seguro de que nada de lo que calle perjudicará a la debida exactitud y claridad de lo que escriba.

El 17 de Septiembre llegué a la República de vuelta de mi destierro, y el 23 a México. Cuando recibí el nombramiento de Consejero del Distrito, apenas llegado a esa ciudad, lo rehusé sin la menor hesitación (excitación), y tuve que vencer mi habitual deseo de obsequiar a uno de los amigos que más amo. Por cuantas seducciones de raciocinio y sentimiento son posibles a personas de imaginación, sensibilidad y gran talento procuró domar mi primera, instintiva y después reflexionada repulsa. Lo más que consiguió fue, que no publicara mi renuncia. Uno de mis más marcados defectos es la prontitud en las resoluciones, siendo otro, aunque menor, porque no siempre incido en él, la obstinación con que persisto en la resolución tomada. Sin embargo, al recibir poco tiempo después mi nombramiento de representante, dudé, y por varios días, de lo que debía hacer. No veía claro mi deber en aquel caso. Juzgué tal duda como una degeneración de mi carácter, y doliéndome de ello con algunos amigos, tuve ocasión de ir formando juicio. Al fin, por lo que todos me decían, y principalmente por el dictamen de personas cuya imparcialidad, sensatez y benevolencia eran para mí seguridades de acierto, me resolví a ir a Cuernavaca, no sin una notable repugnancia; aunque no hubo uno solo que me hablara contra el viaje.

Salí, pues, de México por la diligencia del 3 de Octubre, y en la mañana del 4 pasé desde temprano a la casa llamada Cerería, en la que estaban alojados muchos de los representantes, en su mayor parte antiguos amigos míos. Oí varios cómputos sobre la inmediata elección, y dije, porque a ello se me invitó, que yo iba a votar por el Sr. Alvarez; no por su mérito, aunque se lo reconozco grande e innegable, porque considero la suprema magistratura una comisión de difícil desempeño, y no una recompensa de buenos servicios, sino porque creí que era el único ante cuyo nombre callasen los ambiciosos vulgares que se creían con derecho a ella (1).

Enemigo como siempre he sido de toda intriga, aunque sea electoral, supliqué al Sr. Alcaraz, que allí se hallaba, se dignara acompañarme, prometiéndole decirle luego lo que iba a hacer. Salidos de la casa, le aseguré que mi negocio era hacer que hacía, a fin de libertarme de listas y combinaciones cabalísticas. Andando a la ventura, llegamos a las doce, hora citada para reunimos. El consejo se instaló nombrando por aclamación su presidente al Sr. Farías y a mí su vice.

Hecha la elección del Sr. Alvarez, que se sabía de antemano, como después diré, el Sr. Farías nombró una comisión, cuyo presidente fui, y cuyo objeto era, según las instrucciones que se nos dieron, hacer saber al Sr. Alvarez su elección, felicitarlo en nombre de la Nación, invitarlo a jurar luego y acompañarlo. Pasamos, pues, inmediatamente a cumplir nuestro cometido, y prestado el juramento, acompañamos al nuevo presidente de la República al Te-Deum que se cantó en la parroquia, en donde todo estaba preparado. Al salir de la iglesia, el Señor Presidente, a quien daba yo el brazo, me dijo que le ayudase, como ministro interino, a formar su gabinete. Accedí desde luego a tan honrosa invitación, recalcando sobre la palabra interino, y dando a entender que tal interinato lo entendía yo por sólo aquel trabajo. Supliqué al Señor Presidente me designara hora, suponiendo que por avanzada e incómoda no podía ser aquélla, y S. E. se dignó citarme para las cinco de esa tarde.

Pena me causa recordar las circunstancias en que fui introducido: rodeaban varias personas al Señor Presidente, y la conversación, que era general a mi llegada, continuó sobre el tono más de tertulia que de consejo de Estado. Invitado para que dijera mis candidatos, me abstuve de hacerlo delante de tantas personas, alegando la gravedad del caso, la conveniencia de dar participio en ella al Sr. Comonfort. El Sr. General Miñón propuso entonces que fuese nombrado ministro de guerra el Sr. General VIllareal, exponiendo los méritos que había contraído en la campaña por los buenos servicios prestados a la revolución. El Sr. Villareal se excusó, alegando, entre otras razones, la de decirse que había nacido en La Habana; que esta procedencia extranjera podía llevarse a mal por la oposición: a su turno indicó para ministro del mismo ramo al Sr. General Miñón. Después de cierta ligera porfía de urbanidad entre ambos señores, este último me interpeló directamente para que dijese si no me parecía bien el Sr. Villareal. Yo, que me hallaba ya violento, alcé la voz, consiguiendo que todos me escuchasen; hice ver que no teníamos ley ni reglamento que nos forzasen a tal festinación, y supliqué al Sr. Presidente esperásemos hasta el siguiente día, puesto que se aseguraba que en él llegaría a Cuernavaca el Sr. Comonfort. El Señor Presidente, después de exponer la necesidad que había de hacer saber prontamente el resultado de la elección a los Departamentos y a las naciones amigas, consintió en que aplazáramos el nombramiento hasta las diez de la mañana siguiente.

A la hora citada estuve puntual en la sala de recibir, esperando que el Señor Presidente se desocupara de las varias personas que supe lo acompañaban, y que me llamase. Así permanecí hasta cerca de las doce, hora en que suponiendo que no le hubiera sido posible darse tiempo para que yo lo viese, le dejé un recado, después de haber procurado tomar acta de mi estancia y permanencia, hablando con diversas personas de la hora que iba siendo y del motivo de mi espera. Como el estado de salud del Señor Presidente y algún hábito anterior que supuse, atendiendo al clima en que ha vivido, me había hecho creer que reposaba un poco en las altas horas del día, me hice ánimo de salir a encontrar al Sr. Comonfort, entrampando, si así puedo decirlo, aunque me ruborice de ello, las horas que faltaban para su llegada.

Hablé, en efecto, cuatro palabras con el Sr. Comonfort, antes de que entrara en la población, pero sólo de felicitaciones amistosas y de la ansiedad en que me había tenido; dejé después que se adelantara. Con el Sr. Alvarez estuvo largas horas, y ya en la noche y en la misma casa en que nos sirvió después para establecer un simulacro de ministerio, el Sr. Comonfort y yo debatimos muy largamente: primero, mi repulsa de entrar al gobierno, fundada en mi ignorancia casi absoluta de la situación, de las personas y de las cosas; segundo, de la admisión de él para el ministerio de la guerra, punto que discutimos y porfiamos mucho, logrando yo, según entiendo, convencerlo de esa conveniencia; tercero, de los nombramientos de los Sres. Juárez y Prieto, propuestos y apoyados por mí, y que fueron desde luego admitidos por el Sr. Comonfort, porque habían ya precedido largos razonamientos sobre las cualidades que en general se necesitaban para los ministerios de justicia y hacienda, y las especiales de nuestro caso; cuarto, sobre la teoría del Sr. Comonfort, quien quería que el ministerio estuviese formado por mitad, de moderados y progresistas; quinto y último, sobre el nombramiento del Sr. Lafragua para gobernación, nombramiento que yo resistí. Nada más adelantamos, y convenimos en volver a discutir al día siguiente, por ser ya tan entrada la noche; nos establecimos en la misma casa y avisamos a nuestras respectivas habitaciones que pernoctábamos fuera.

Yo resistía el nombramiento del Sr. Lafragua, no tanto por sus hábitos, que, según he oído decir, se diferencian mucho de los míos, cuanto por el principio, calificado por mí de error, que el Sr. Comonfort pretendía establecer, sobre que el gabinete se compusiese mitad de moderados y mitad de puros; creía y creo que entre nosotros no debía atenderse ni aun mentarse tal distinción, y que debía componerse el gabinete de personas que pudieran caminar de acuerdo, sin buscarles antecedente filiación. Confesaré también un mal pensamiento que tuve y me asaltó tan luego como el Sr. Comonfort me habló del ministerio de gobernación. Fue el de que dejándome con el nombre de jefe del gabinete, si al fin entraba yo a él, se me excluía de la intervención directa que, en caso de admitir, deseaba yo tener en el régimen del interior del país. Confieso ésta mi ambición, que por la primera vez de mi vida he tenido específica, determinada, cuando en cualquiera otra circunstancia sólo he tenido en general la de ser útil como otros tienen la de ser sabios, ricos, poderosos, valientes, hábiles, etc. Yo ambicioné para la hipótesis de que fuera ministro, influir directamente en la política interior, y no reducirme a ser un duplicado del ministerio de hacienda (pero sin tesoro), para arreglar reclamaciones, cumplimientos y ceremonias; más uno que otro rarísimo negocio verdaderamente diplomático. Y quise la intervención directa, porque soy de esas personas que no dan consejo si no se les pide, y que no creyéndose tutores ni guardianes de los otros, no están pendientes de lo que esos otros hagan o no. Todo lo que no es deber mío, dejo que los otros lo cumplan como sepan, y de seguro que hubiera dejado plenísima libertad al que hubiese sido ministro de gobernación, sin entenderme yo en su ramo sino cuando él me lo pidiera. Respeto las luces superiores, probidad y mérito del Sr. Lafragua, con cuya amistad me honro desde el año de 42; y si rechacé su nombramiento, fue porque reprobaba el sistema de equilibrio en el gabinete, y porque deseaba yo en él mayor acción. No reflexionaba en la fatuidad con que naturalmente aparecía yo, queriendo encargarme de los dos ministerios; y lo que es peor y declaro para mi mayor confusión, que ahora que en la calma lo considero, ahora que ya han pasado las excitaciones del momento, todavía tengo la presunción de sentirme con fuerzas para haber procurado el desempeño de ambos.

El Sr. Comonfort me calificaba de puro, y yo me abstuve de hacer toda calificación de su persona. Hasta ese día yo había visto con suma indiferencia esa subdivisión del partido liberal, considerándola por mis reminiscencias fundadas más bien en afecciones personales a los Sres. Pedraza y Gómez Farías, que no en los ligeros tintes que creí lo separaba. Habiéndome conservado extraño a la política, siempre que no estaba en servicio público; no habitando en la capital sino sólo en los períodos en que alguna elección me imponía tal deber, y conservando en las votaciones de ambas cámaras una especie de independencia salvaje, que puedo decir que forma parte de mi carácter, nunca tuve ocasión ni voluntad de meditar ni estudiar los puntos de diferencia entre puros y moderados.

Había, sí, creído distinguir, aunque de un modo vago, que aquéllos eran, si más activos y más impacientes, más cándidos y más atolondrados, mientras que los otros eran, si más cuerdos y más mañosos, más negligentes y tímidos; pero nunca había profundizado estas observaciones. Debo al Sr. Comonfort, con ocasión del larguísimo debate que entre nosotros se sostuvo sobre esto, haber aclarado un poco mis ideas, y poder decir, hoy que vislumbro yo mejor lo que los divide, que soy decididamente puro, como aquel señor se dignó llamarme, y del modo que yo lo entiendo. Mis amistades políticas, sin embargo, habían sido siempre las de los llamados moderados, y mi conducta pública y privada, sin habérmelos propuesto nunca por modelo, más parecida a la de éstos.

Comprendo más clara y fácilmente estas tres entidades políticas: progresistas, conservadores y retrógrados, que no el papel que en la práctica desempeñan los moderados. Los progresistas dicen a la humanidad: Anda, perfecciónate; los conservadores: Anda o no, que de esto no me ocupo, no atropelles las personas, ni destruyas los intereses existentes; los retrógrados: Retrocede, porque la civilización te extravía. Los unos quieren que el hombre y la humanIdad se desarrollen, crezcan y se perfeccionen; los otros, admitiendo el desarrollo que encuentran, quieren que quede estacionario; los últimos, admitiendo también, aunque a más no poder, ese mismo desarrollo, pretenden que se reduzca de nuevo al germen. Los conservadores, consintiendo el movimiento y regularizándolo, serían la prudencia de la humanidad, si reconociesen la necesidad del progreso y en la práctica se conformasen con ir cediendo gradualmente; única condición, la de consentir en ser sucesivamente vencidos, que volvería sus aspiraciones y su misión legítimas, como lógicas y racionales; pero en la práctica nunca consienten en ser vencidos: los progresos se cumplen a pesar de ellos, y después de derrotas encarnizadas, y haciendo perder a la humanidad tiempo, sangre y riquezas; con sólo conservar el estado de actualidad (statu quo) se convierten en retrógrados. Estos son unos ciegos voluntarios que reniegan la tradición de la humanidad y renuncian al buen uso de la razón.

¿Qué son en todo esto los moderados? Parece que deberían ser el eslabón que uniese a los puros cón los conservadores, y éste es su lugar ideológico, pero en la práctica parece que no son más que conservadores más despiertos, porque para ellos nunca es tiempo de hacer reformas. Considerándolas siempre como inoportunas o inmaduras; o si por rara fortuna las intentan, sólo es a medias e imperfectamente. Fresca está, muy fresca todavía la historia de sus errores, de sus debilidades y de su negligencia.

Los liberales se extienden en la teoría hasta donde llega su instrucción, y en la práctica hasta donde alcanza la energía de su carácter, la sencillez de sus hábitos, la independencia de sus lazos sociales o de sus medios de subsistencia. Nosotros no estamos aún bien clasificados en México, porque para muchos no están definidos ni los primeros principios, ni arraigadas las ideas primordiales: buenos instintos de felices organizaciones, más que un sistema lógico y bien razonado de obrar, es lo que forma nuestro partido liberal. Nada común que encontrarse personas que defienden el principio, y que en la aplicación teórica o práctica inciden en groseras contradicciones. Verdad es, que en el estado actual de la humanidad y bajo un punto de vista más genérico, pocas personas hay, cuyo conjunto de ideas forme un todo razonado y consecuente; pero al menos en una sola serie de ideas, en los puntos prominentes se debían evitar las contradicciones. ¡Hay, sin embargo, liberales que creen que el hombre es más inclinado al mal que al bien, que el pueblo debe estar en perpetua tutela, que los fueros profesionales deben extenderse a todos los actos de la vida, que convienen los monopolios y las alcabalas, con otras mil lindezas de la misma estofa! Por otra parte, en todos los partidos hay buenos y malos, exagerados y simplemente entusiastas, moderados y tibios, atrasados y morosos. Las mismas calificaciones de puros y moderados son presuntuosas e inadecuadas. La moderación y la pureza son dos virtudes; poseerlas una ventaja, desapreciarlas un extravío. ¡Cuántos moderados hay con pureza! ¡Cuántos puros con moderación! Aun en cada subdivisión de un mismo partido, aun en las subdivisiones mejor marcadas se encuentran todos los tintes. ¿Es acaso imposible en la política reunir una convicción bastante profunda para que muera sin transigir y bastante prudente para contenerse en límites racionales? No, no, mil veces no. ¡Pobre del género humano si así fuese! No sólo se encuentra esta feliz combinación, sino que es más común de lo que se cree. Todos los días se ven ejemplos de ella en la vida común.

Nada de esto, sin embargo, discutimos el Sr. Comonfort y yo (suplico se me perdone la digresión): entendiendo cada uno lo que podía por puro o por moderado, el Sr. Comonfort quería que en el gabinete hubiera tantos de unos como de otros. Yo sostenía que puesto que ambos confesábamos que entre moderados y puros había alguna diferencia, y puesto que debíamos de marcar más esa diferencia porfiando sobre ella, no se debía equilibrar el gabinete. Yo decía: que toda colisión entorpece cuando no paraliza el movimiento; que en la economía del poder público, tal como ahora se entiende aun en un régimen constitucional, el ejecutivo es el movimiento, la acción; que en una dictadura, tal como la que por la naturaleza de las circunstancias íbamos a ejercer, el ejecutivo debía ser todo movimiento y vida, si no quería suicidarse o perder la ocasión de ser útil; que el equilibrio es justamente una de las ideas opuestas a la de movimiento, etc. No pudiendo convenirnos en las primeras horas de esa mañana, nos fuimos a ver al Sr. Presidente, quien oyó con benevolencia y calma el resumen de nuestras anteriores discusiones, y cuando me convencí que en la discusión nada adelantábamos y que no hacíamos más que repetirnos, di las gracias al Sr. Presidente por su confianza, le aseguré que vista la imposibilidad en que me hallaba, renunciaba al honor de servirle, y pedido su permiso me retiré, dejándolo con el Sr. Comonfort.

Muy contento, satIsfecho de haber salido a tan poca costa del compromiso en que me había puesto la confianza del Sr. Presidente, sólo pensaba yo en pedir al consejo la admisión de la renuncia que pensaba hacer, cuando siendo ya tarde me avisaron que el Sr. Comonfort deseaba verme. Inútil es que repita cuanto volvimos a decir; explanamos ampliamente nuestras ideas, y varias veces rogué al Sr. Comonfort que fuese a avisar al Sr. Presidente que yo me excluía de todo participio en el nombramiento del ministerio, y que ya no sabía cómo explicarme. Bien entrada ya la noche, habiendo el Sr. Comonfort oídome por la cuarta o quinta vez, que estaba yo agotado, que ya no sabía cómo variar la repetición de las mismas cosas que habíamos estado diciendo sobre mi ignorancia de la situación, sobre el equilibrio del ministerio, etc., me dijo que yo había vencido, a pesar de mi protesta de no pretender triunfo alguno; que desistía de su sistema y de su candidato; pero que yo entraría al ministerio y éste se compondría de solos nosotros cuatro. Entonces, no pareciéndome ya decente resistir yo, cuando se me cedía, me comprometí a servir los ministerios de relaciones y gobernación, y resolvimos ir a invitar a nuestros compañeros y avisar al Sr. Presidente, terminando yo esta conferencia con estas o semejantes palabras: Pues bien, seré ministro, aunque con gran riesgo de tener que dejar de serIo dentro de poco.

Llamaba yo a esto riesgo, porque, dos o más veces había yo explicado en los debates, que los que aceptasen las carteras debían hacerlo con el ánimo firme de permanecer al lado del Sr. Alvarez durante toda su administración, en razón de que la salida de cualquiera de los ministros desacreditaba al gabinete y daba por lo menos a pensar que algo malo había visto dentro de él, quien salía, cuando procuraba sacar a salvo su reputación.

Vimos a los Sres. Juárez y Prieto, quienes también nos resistieron con buenas razones. Yo no olvidaré nunca (y esta es buena ocasión para hacer constar el hecho, y con él mi gratitud perenne) que ambos señores, pero más cordialmente el Sr. Juárez, se resignaron a ayudarnos, por ser Presidente el Sr. Alvarez, y nosotros quienes rogábamos y en cuya compañía iban a trabajar.

Avisado el Sr. Presidente, confirmó gustoso, según se dignó mostrárnoslo, el nombramiento que habíamos concertado.

El Sr. Comonfort nos aseguró, que había convenido con el Sr. Presidente que iría a México al siguiente día, y que era necesario que fuese ampliamente facultado para determinar lo que allí fuese preciso para el restablecimiento de la tranquilidad. Convenimos entonces en que cada ministro lo facultaría por su ramo, dudando todos, o al menos yo, de la regularidad que habría en delegar nuestras facultades. Así marchó el día siguiente a la capital, teniendo yo la satisfacción de ver poco después que los temores sobre la situación de ella eran infundados, como lo había dicho a cuantos quisieron oírmelo. En efecto, antes de la llegada del Sr. Comonfort, ya se había entregado el mando al Sr. García Conde, garantía que pareció suficiente puesto que así continuó después.

Nosotros creímos que la permanencia del Sr. Comonfort sería de uno o dos días, y cuando supimos la pactficación anterior a su llegada, no dudamos que inmediatamente se volvería al lado del Sr. Presidente. Comenzamos, pues, o a lo menos comencé yo, a escribirle en ese sentido casi diariamente, exponiéndole los graves inconvenientes de su lejanía. Llegué hasta preguntarle en una carta si pensaba en organizar la República o en establecer dos gobiernos. Nada quiero decir de algunos de sus decretos, como la supresión de la orden de Guadalupe, cuya urgencia no comprendo todavía. Estando en México, pensó en hacer ir allá al Sr. Prieto, lo que resistimos constantemente. Por fin, vino y lo recibimos con el gusto y cordialidad que debíamos.

En la misma noche del día de su llegada mostraba al Sr. Juárez una carta recibida de México y escrita por el Sr. García Conde. Cuando yo entré inmediatamente me la hizo leer. Confieso que su lectura me hizo muy desagradable impresión. En ella se pintaba como peligrosísima la situación de México, y el Sr. García Conde no le veía más remedio que la inmediata vuelta del Sr. Comonfort. Cuando terminé la lectura, arrojé la carta sobre la mesa, diciendo: Me parece muy torpe (2). El Sr. Comonfort, sin embargo, hizo valer la autoridad de quien la escribía, y el abismo a cuyo borde estábamos, concluyendo con la necesidad de volverse luego. El tiempo nos confIrmó que ni el mal era grave, como a algunos parecía, ni el remedio eficaz el que se quería aplicar, pues que el enfermo se curó por sí solo.

Unánimemente nos opusimos a este segundo viaje, declarando, como un ultimátum de nuestra parte, que de no volver todos juntos, ninguno iría, y resolvimos: que siendo el Sr. Comonfort la persona de más confianza con el Sr. Presidente, emplease todos sus esfuerzos para resolverlo a ir cuanto antes a la dizque peligrosa ciudad. Recuerdo que, entre otras cosas, dije al Sr. Comonfort: ¿Cómo, señor, se asusta cuando le dicen que hay un toro de petate, usted que ha combatido al lobo rabioso cuando tenía las garras afiladas?

En la mañana del día siguiente y muy temprano nos reunimos de nuevo, y el Sr. Comonfort nos dijo: que investido como estaba del doble carácter de ministro de la guerra y de General en Jefe, consideraba que sus obligaciones eran diversas e incompatibles por las circunstancias: que su investidura de General en Jefe lo hacía responsable de la tranquilidad pública: que no sabría qué responder a la Nación, si aquélla se viese perturbada, pudiendo probársele que en su mano había estado conservarla; que por eso, y reservándose esta investidura, renunciaba la cartera de la guerra, para quedar más expedito y volver a México, porque así creía que podrían sus servicios ser más útiles a la revolución. Luego que concluyó su exposición, dejando mi asiento, le supliqué dijera cuáles eran los síntomas que en nosotros advertía, capaces de hacerle juzgar imposible su permanencia en nuestra compañía. Hablo de síntomas, dije, y no de hechos, porque, ¿qué hemos hecho durante la ausencia de usted que de tal modo merezca tan severa reprobación, o que le impida seguir con nosotros? Nada hemos hecho, nada de sustancia, aunque he juzgado éstos los momentos más preciosos; nada, temiendo encontrarnos en contradicción con el gobierno que usted iba estableciendo en México. Y usted ¿qué ha hecho en punto a soldados? No lo sé, ni quiero saberlo, porque su ramo, usted lo desempeñará como sepa. Pero en esto no es tal mi torpeza que ignore que usted comenzó su reforma por una ley insuficiente de desertores, cuando habíamos hablado, y aun puedo decir convenido, pues que no lo contradijo usted, que por tal ley de desertores y amplísima debía acabarse tal arreglo. Simples trámites y medidas sin trascendencia han sido todos nuestros actos. El nombramiento de gobernadores, puntos sobre el que urgía la opinión pública, lo he consultado con usted, mandándole mi proyecto a México, y aún está pendiente, porque usted tiene la ciencia de hechos que deseo aprovechemos...(3) ¿Qué es, pues, lo que obliga a usted a renunciar el ministerio? Y qué debemos esperar sus compañeros, para mañana, para de aquí a ocho días, para después que habrá llegado el caso de tomar medidas sin consulta ni venia de usted, y que por desgracia para nuestra paz, le parezcan desacertadas? (Desde ese momento conocí que yo estorbaba y dudé un instante si convendría esperar a que me echaran). Sería yo quien renunciara, pues que no soy aquí sino intruso.

La discusión, variando de medios y a veces de objeto, se prolongó inútilmente todo el día. Durante ella me echó en cara el Sr. Comonfort mi exclamación de la noche anterior. Me parece muy torpe. Por toda explicación le di el ningún fundamento que yo reconocía a sus temores y a los del Sr. García Conde, atribuyéndolos a exceso de celo, ya que no podía ni figurárseme que tales aprensiones eran poco sinceras. Dije que las cartas hubieran podido hacernos el coco; pero que ya no éramos niños, y que la peor de las persuasiones que conmigo podían emplearse era la amenaza, pues que de ordinario me confirmaba en la resolución contra la cual se me hacía.

En la noche repetí mi resolución de separarme del ministerio, mi calificación de intruso en una revolución en la que sólo de lejos y muy secundaria e imperfectamente había tomado yo parte. Mis compañeros todos me insitaron amistosamente para que unidos soportásemos la situación y el Sr. Juárez me dijo cosas que me enternecieron y me cortaron la palabra. Propuso el mismo señor, para terminar por aquella noche, que a otro día discutiéramos un programa, y así nos despedimos, bien resuelto yo a no ceder en mi resolución de separarme. Hablé de ella a algunos amigos; pocos me hacían justicia, entre los que el Sr. D. Sabás Iturbide, cuya elevación de alma y entereza de carácter eran para mí apoyo y fundamento; otros me hacían cargos graves por lo que llamaban mi deserción y el abandono que suponían que hacía yo de las deseadas reformas. Pero ¿era posible que permaneciese yo en una administración en que no tenía más título que la voluntad del Sr. Presidente, de la que no estaba muy seguro para el caso de antagonismo, y con una contradicción tan evidente por parte del que más derecho tenía a formarla; contradicción que ni siquiera esperó motivo plausible de desavenencia, o que tomó por tal la ocasión de resistirnos a su vuelta a México, vuelta tan no urgente que pudo permanecer aún con nosotros sin que estallara el soñado volcán de la capital? Con razón uno dijo, hablando del Sr. Comonfort en esta circunstancia: Es el casero que viene por las llaves. Resumen epigramático, pero exactísimo de la situación. Yo sentí bien que estorbaría mi inquilinato, pero entregué las llaves sin dudar.

Por dos veces, el Sr. Comonfort nos dijo: Déjenme ustedes de General en jefe, y como entonces cesa mi responsabilidad de gobierno, en mi calidad de soldado haré cuanto ustedes me manden. Hasta se valió de un ejemplo muy expresivo.

Yo, que sin dificultad hubiera andado también ese camino, cargando con la responsabilidad que nunca he huido por mis actos, le dije en las dos veces: Bien, pero entonces usted obedece al ministro de la guerra que nosotros nombremos. Y en ambas ocasiones me contestó, que suponía que nosotros nombraríamos un ministro de la guerra con quien pudiese entenderse. Debo, una vez por todas manifestar, que en todas nuestras discusiones había plena libertad, absoluta franqueza, inmejorable intención en bien del país, y al menos por mi parte puedo decirlo, entera buena fe, ninguna segunda intención, desprendimiento y desinterés perfectos. Creo que la memoria de estas conferencias será siempre grata a nuestro corazón y halagará siempre nuestro amor propio, y creo también que nos hubieran honrado mucho en el concepto de personas sensatas e imparciales que las hubiesen presenciado. Pero en estas dos ocasiones en que el Sr. Comonfort propuso quedar de simple jefe, me pareció notar que, sin que él lo advirtiera, sin que pudiera formularse siquiera interiormente su pensamiento, quería ser y no ser director de la cosa pública, cumplir y no cumplir ciertos compromisos personales, tener la gloria, si alguna había, y no la responsabilidad de la situación; me pareció notar en su ánimo ciertas miradas retrospectivas que hubiera deseado borrar con ciertas aspiraciones (no personales) del porvenir. Es muy posible que yo haya juzgado mal: tengo la experiencia de que frecuentísimamente me equivoco, y si asiento estas conjeturas es sólo para dar cuenta de la disposición de mi espíritu en aquellas horas solemnes. Debo también decir, que durante todos nuestros debates, me pareció el Sr. Comonfort como siempre lo había conocido, patriota sincero y ardiente, hombre generoso y probo.

Al siguiente día, y conforme con la indicación del Sr. Juárez, nos volvimos a reunir e interrogados por el Sr. Comonfort sobre si llevábamos nuestro programa, yo dije que no, como persona convencida de que todas aquellas fórmulas eran inútiles para que yo dejara el ministerio, y como quien ya llevaba en la bolsa el borrador de su irrevocable renuncia: el Sr. Juárez contestó igualmente que no. El Sr. Comonfort repitiéndonos que estábamos con los fines de la revolución, nos leyó entonces un borrador de su programa (sería de desear que lo publicase), en cuya mayor parte estábamos en efecto conformes, mientras su enunciación se conservaba en las regiones vagas de la generalidad. Pero en tal programa había puntos, cuya simple lectura me hubiera convencido de nuestro disentimiento, si necesidad hubiese yo tenido de esa convicción. Entre los últimos había artículos sobre los cuales ni los principios podían sernos comunes; y así cuando el Sr. Comonfort, cambiando de medio, dijo en una especie de epílogo, no escrito, que en nuestros principios, no ya en los objetos o fines de la revolución, estábamos de perfecto acuerdo, me fue indispensable contradecirle y ponerle como ejemplo la explanación de dos puntos.

Estos eran tomados de la Guardia Nacional. El primero que se dividiría en móvil y sedentaria; el segundo, que el ser guardia nacional era un derecho, pero que ninguno tenía el gobierno para obligar a este servicio a quien lo repugnase. Del primer punto ni quería yo explicación, puesto que fui el primero (pueden consultarse los documentos de la época, 1846) que había introducido entre nosotros la división de la Guardia en movible, sedentaria y de reserva; pero despues ví la suma necesidad que tenía yo de tal explicación, cuando el Sr. Comonfort nos dijo que entendía por guardia móvil la que se compusiera de los proletarios (sic) y por sedentaria la que se formase de los propietarios. No menos nueva era para mí la teoría de que el ser guardia nacional era un derecho pero no un deber. En caso de que yo pudiera admitir esos sistemas troncos sobre el deber y el derecho, más bien que el de los utilitarios, preferiría para este punto de Guardia Nacional, el de los místicos que sólo reconocen deberes y no derechos. En tal sistema evitaría a lo menos ese bárbaro absurdo llamado contingente de sangre.

Yo hubiera de buena gana aprovechado la ocasión para explanar mis ideas sobre derecho y deber, y para demostrar, tanto así me alucino, que la fuente del derecho y el deber es la necesidad de las relaciones, y que por lo mismo, toda relación necesaria es derecho por el lado que ostensiblemente halaga, y deber por el que grava también ostensiblemente. De la necesidad que a veces tenemos de armarnos con los productos de la industria humana, ya que la naturaleza nos negó las pieles duras, las astas y colmillos, las pezuñas y espinas, los picos y las garras, reemplazando todos esos medios imperfectos con la experiencia y la mano; del derecho natural de defendemos hubiera yo inferido y probado fácilmente el derecho y la obligación de ser guardia nacional. Nunca, sin embargo, hubiera podido encontrar buenas razones para que los pobres sacrificasen sin recompensa su tiempo, sus esfuerzos y su sangre en favor de los comparativamente ricos, ni por qué sólo entre propietarios y proletarios había de desempeñarse la defensa de una Nación, ni tampoco por qué el gobierno no tendría derecho de hacer cumplir con sus obligaciones a los que las despreciaran. No nos eran, pues, comunes unos mismos principios al Sr. Comonfort y a mí, aunque en lo superficial nos fuesen comunes los fines u objetos de la revolución.

Puede servir también de ejemplo este otro dato: el Sr. Comonfort pretendía que en el consejo hubiera dos eclesiásticos, ¡como garantía del clero! No lo discutimos, el momento no era oportuno; pero cualquiera que tenga la razón fría convendría en que el consejo formado según el plan de Ayutla, era de representantes, no de clases, sino de Departamentos considerados como entidades políticas. Por otra parte, parece que el Sr. Comonfort se olvidaba en ese proyecto de que era miembro del gobierno, porque un gobierno cualquiera, debe ser la suma de las garantías y asegurarlas a todos sus súbditos, permanentes o transeúntes, naturales o extranjeros. El es la garantía por excelencia y quien piense hallarla fuera de él es un iluso o un necio. Ahora, si han de pedírsele garantías a la comunidad, en ese mismo hecho se reconoce que se tienen intereses contrarios a esa comunidad y la petición de tales garantías es el acto de más insolente descaro, el más notorio que puede darse de lesa majestad nacional. Además ¿de qué modo dos eclesiásticos pueden ser garantía del clero? ¿Impidiendo la acción del gobierno, cuando a aquél le convenga? ¿Dos eclesiásticos bastarían para maniatarlo cuando no estuviese impotente? ¿De qué parte del clero habían de escogerse? ¿De la que entre él mismo, ya por sólida e ilustrada piedad, ya por bastardas miras quiere las reformas, o de la parte que las resiste a todo trance y llama impiedad al sólo hablar de ellas? Para que fuesen siquiera el simulacro de tan quimérica garantía, no era el General en Jefe del plan de Ayutla, sino el clero el que debía nombrarlos, a fin de que mereciesen su confianza. ¿Y las otras clases, ya que clases se habían de nombrar, y los otros intereses, que garantía tenían...?

¡En verdad que es fecunda en observaciones tal especie!

Pero, lo repito, no era aquél el momento oportuno de hacerlas; así y por abreviar, y porque sólo me presté a aquella reunión por deferencia, principalmente al Sr. Juárez, que la había propuesto, hice someramente algunas observaciones al programa, y luego dije: que como su lectura no me había hecho mudar de ideas, y como llevaba en la bolsa el borrador de mi renuncia, suplicaba a mis compañeros me permitiesen leerlo, a fin de que en el seno de la amistad, me dijesen qué debía cambiarse, para no perjudicar al gabinete, de querer lo cual estaba yo muy lejos. De pronto no pareció mal a mis otros compañeros; pero oída una observación del Sr. Comonfort, convenimos en que se suprimieran tres palabras de la renuncia, cambiando una frase. El borrador decía: He sabido entre otras cosas que la presente revolución sigue el camino de las transacciones. La nota oficial dijo: He sabido entre otras cosas, el verdadero camino que sigue la presente revolución (4). Cuando el Sr. Comonfort objetó la redacción primitiva, creí que me desmentía, pretendiendo en aquel momento no haber dicho en el día anterior el camino de las transacciones. Exaltado yo entonces, le repetí: que así me lo había dicho; que estaba yo en mi derecho, repitiendo con exactitud lo que había pasado entre nosotros, y que apelaba al intachable testimonio de los Sres. Juárez y Prieto. Tenía yo tan presente lo del día anterior, como si en aquel instante estuviera pasando. Cuando el Sr. Comonfort me había dicho, hallándose en pie pues, no, señor, la revolución sigue el camino de las transacciones, le interrumpí, parándome también, y dije: Ahora sí nos entendemos; encuentro en lo que acaba usted de asegurar una razón más para que me separe yo, yo que puedo considerarme aquí como intruso. Había creído que se trataba de una revolución radical, a la Quinet; yo no soy propio para transacciones (5), el Sr. Comonfort repuso: Esas doctrinas son las que han perdido la Europa; y yo, en vez de manifestar mi asombro por oír de su boca semejantes palabras, en vez de contestar que ni la Europa está perdida, ni son idénticas las doctrinas de Quinet y las de Cabet, Proudhon, Luis Blac, etc. me contenté con repetir: Pues yo no soy propio para transacciones. Me hería pues su observación, porque de pronto me pareció un mentís.

Entró después en ciertas explicaciones sobre el camino de que había hablado el día anterior, recordando y reconociendo que había dicho de las transacciones pero que quiso decir ciertas consideraciones a las personas, etc.

Después de estos comentarios, dijo, suplico a usted que no use de la palabra transacciones.

¿Quiere usted, le pregunté entonces, que ponga que la revolución sigue el camino de ciertas consideraciones a las personas?

-No, tampoco.

¿Pues el camino, en términos generales, que sigue la revolución?

No, no.

-¿Le parece a usted bien, entonces, que funde mi renuncia en que repentinamente he perdido la chabeta, y en que sin sentirlo, me he vuelto mentecato, puesto que callando mis verdaderas razones para hacerla, no encontraré ni inventaré ninguna plausible?

Convenimos, por último, en que usaría de la palabra camino, sin especificación, y así lo hice, y en que, por instancias de los Sres. Prieto y Juárez todos daríamos nuestra dimisión. Combatí la renuncia del Sr. Prieto con mi antiguo argumento de que la hacienda es terreno neutral, y con mis razones y con mis ruegos le insté para que continuase. Todo lo resistió, alegando su necesidad de pensar ya seriamente en el porvenir de su familia, en el uso común de separarse todo el gabinete, cuando se separaba el considerado como su jefe, etcétera.

Mis compañeros pasaron a ver al Sr. Presidente, sin saberlo yo, y en una larga sesión arreglaron con S. E. el nuevo ministerio, compuesto, según se me dijo en la tarde, de los Sres. Cardoso, Arriaga, Juárez, Comonfort, Prieto y Degollado; y resucitando así los ministerios de gobernación y fomento que yo había procurado suprimir, y sin los cuales creo que bien puede pasarse la República, siempre que los ministros de relaciones y de hacienda quieran trabajar con tesón y método. El ministerio de fomento principalmente, me parece un error, atendido nuestro estado. Consolídense las garantías y gástese algo en superar los obstáculos que a la inmigración presenta la lejanía de nuestras mortíferas costas en la mesa central en que hay alguna vida, aprovechando principalmente ahora la alarma que las doctrinas del nounozinjismo deben producir en los emigrantes que de Europa piensen venir a los Estados Unidos; dedíquense algunos presidios a unos caminos y contrátense otros de subasta pública, vigilando sus trabajos; divídase la hipoteca de las fincas rústicas, de manera que puedan éstas partirse en lotes accesibles a las pequeñas fortunas, para que no anden la propiedad y el capital agrícola en diversas manos; refórmense los aranceles, bajándolos; quítense las alcabalas y monopolios; ábranse nuevas carreras para las ciencias exactas y de observación; déjese, sobre todo, plenísima libertad para que cada cual haga cuanto no perjudique a un tercero, y el fomento vendrá por sí solo. Entre nosotros, en donde el movimiento es tan corto y los negocios y empresas tan pequeños, gastar tantos miles de pesos en sostener un ministerio de obras públicas, es comprar un instrumento más caro que la obra que con él debe hacerse, es querer un fomento adrede en su tanto igual a un bienestar público mandado hacer. ¿Por qué no instituir por ideas semejantes un ministerio de felicidad?

Cuando algunos amigos me refirieron lo que por tan festinado procedimiento se había convertido en mi destitución, y el nombramiento de mis sucesores, confieso que me sorprendí, a pesar de que sigo en cuanto puedo el consejo de Horacio sobre no admirarse de nada; sentí particularmente, que no fuesen mis compañeros los que me lo notificasen. El Sr. Prieto fue el primero que después me dijo el resultado; y si no hubiera yo tenido a medio concluir el nombramiento de gobernadores y el de... y ciertas supresiones... y el de otros señores del exterior, y si no hubiese temido que pareciera que mostraba un berrinche pueril, que no sentía, dejándolo todo en el estado que estuviese, de seguro que me hubiera ido inmediatamente a México, aun sin presentar mi renuncia, puesto que ya tenía sucesores. Absténgome de intento de escribir sobre esto toda reflexión, que no por eso dejarán de ocurrir a cualquiera persona que se digne leer estos imperfectos apuntes.

El domingo hice de todos mis nombramientos, supresiones y reformas de algunas legaciones, un solo acuerdo; y en compañía del Sr. Comonfort, a quien había yo rogado fuese conmigo a ver al Sr. Presidente, di cuenta a este señor de todo lo hecho, leí en seguida. el acuerdo que lo resumía, procurando que el Sr. Comonfort siguiese con la vista cada renglón de mi lectura y la di en alta voz a mi renuncia que dejé en manos del Sr. Presidente. Deseando que el acuerdo se examinase más y sin estar yo allí, lo dejé al mismo señor pidiéndole lo firmara, si lo aprobaba definitivamente, y al Sr. Comonfort tuviese la bondad de recogerlo firmado y me lo entregase. Me despedí oficialmente del Sr. Alvarez, con cierta solemnidad que hasta me pareció que lo conmovía, lo mismo que al Sr. Comonfort. Creo inútil entrar en más pormenores.

Mis antiguos compañeros de ministerio se vinieron a México; yo me quedé a esperar la sesión que el consejo debía tener el miércoles. Quería esforzar la renuncia que de él hice al entrar al ministerio, o recabar una licencia siquiera de dos meses, si tal renuncia no era admitida, como varios amigos me lo habían anunciado. Yo no encuentro palabras bastante enérgicas con que censurar la costumbre por la que en la República nos creemos autorizados para faltar a todas las consideraciones, aun las de la simple urbanidad, a toda corporación a que lleguemos a pertenecer. Muy atentos, aun con nuestros sirvientes domésticos, muchos de nosotros se creerían degradados si lo fuesen con sus iguales, luego que estos iguales forman cuerpo, y debían por lo mismo ser más considerados. Es un fenómeno que no puedo comprender, aunque lo he observado mil veces. Me quedé, pues, aun a riesgo de parecer ridículo (hasta ridículo parece ya cumplir con ciertos deberes) a esperar que el consejo se dignara tomar una resolución sobre mí. La renuncia no se admitió, pero conseguida nueva licencia por dos meses, he venido a cuidar de mí y a poner fin a mi destierro, que consideré duraba hasta que llegue a mi casa y vi mi familia.

A mi paso por México procuré visitar a mis antiguos compañeros, habiendo recibido visita de los Sres. Juárez y Prieto; pero no pudiendo encontrarlos de despedida, ni al Sr. Comonfort, les dejé cartas de ella. Quejábamele a este señor en la que le dirijí de que contase a algunos de sus amigos, así me lo habían asegurado, que no podía ir conmigo porque yo trataba de ir a brincos. Se fundaba mi queja en que, no habiendo habido ocasión de que yo le expusiese mi sistema de medios, no lo consideraba con derecho para calificarlos ni en bien ni en mal. He recibido aquí su respuesta: en ella desmiente tal aserción contra mí; y todo lo explica por el empeño que algunos tienen en desunimos; empeño, sin embargo, que yo no puedo sospechar en las personas de cuya boca lo supe y que con esta publicación sabrán a quién echar la culpa de este mentís.

He llenado, como mi corta prudencia me lo ha permitido, el deber que creo tenía de satisfacer a las personas que se habían dignado poner en mí su confianza. Dejo a su juicio calificar si es cierto, como lo dije en mi renuncia, que había llegado yo al terreno de las imposibilidades; y aunque a algunos les ocurran medios por los cuales hubiera yo podido conservar el puesto, no dudo que los habrán desechado como deseché yo algunos que se me indicaron por juzgarlos indecorosos e indignos. Si erré, lo siento mucho por mí, y por las personas que en mí confiaban; pero desgraciadamente yo no puedo juzgar sino por mi propio entendimiento. Espero con el temor natural de la reflexión, pero con plena confianza por parte de la conciencia, el juicio de los contemporáneos y de la posteridad, si es que ésta llega a ocuparse de mí (7).

 

Melchor Ocampo.

 

Pomoca, Noviembre 18 de 1855.

Notas:

(*) Léese en la portada de este folleto, publicado en 1856: "Mis quince días de ministro. Remitido del ciudadano Melchor Ocampo al periódico titulado: La Revolución. México. Establecimiento tipográfico de Andrés Boix, Cerca de Santo Domingo núm. 5, 1856. La Revolución se publicaba en Guadalajara y postuló para Gobernador de Jalisco á los Sres. Melchor Ocampo, Santos Degollado y al General Pedro Ogazón. (Nota de A. P.)

(1) En nuestra colección de documentos inéditos encontramos esta carta, la cual prueba que, respecto á la elección del General D. Juan Álvarez para Presidente de la República, estaban de acuerdo los Sres. General Comonfort y D. Melchor Ocampo:
"Querétaro, Octe. 3—1855.
Sor. Dn. Melchor Ocampo
Cuernavaca.
Muy Sor. mío y amigo: Me tomo la libertad de interponer mis humildes servicios á la causa pública y la sinceridad de la amistad que le profeso, para suplicarle: se sirva dar su voto al ^S. S. Gral. Dn. Juan Álvarez; este homenaje es debido por la gratitud de la Nación, al Caudo. de la Independencia, que constantemente lo ha sido de la Libertad, y que acaba de acometer y consumar una empresa gloriosa.
Me repito de V. afmo. Servr. y amigo
Q. B. S. M.
I. Comonfort."

(2) El original del borrador de Mis quince días de ministro, que hemos tenido á la vista, gracias á D. Genaro Rublo, dice: que á la vez que la carta del Sr. García Conde, llegó otra del Sr. Juan Hidalgo, dirigida al Sr. Presidente. Ambas por correo extraordinario.—(Nota de A. P.)

(3) He aquí algunos fragmentos de una carta Inédita del General Comonfort al Sr. Ocampo, fechada en México el 14 de Octubre de 1855, los cuales fragmentos ratifican lo que el autor dice del General Comonfort:
"Acaba de entregarme el Sor. D. Joaquín Moreno, las dos apreciables de V. del día de ayer que tengo la satisfacción de contestarle.
Estoy por el indulto general para desertores pero como este debe ser acompañado de otras medidas que necesito acordar con Vs. no puedo darlo.
Sobre el nombramiento de Gobernadores he dado á V. francamente mi opinión y pensaba explicarme más con V, á nuestra vista la semana que entra, más supuesto que hoy deben de haber quedado nombrados réstame solo apoyar la determinación de V.
La fragua irá á Francia si V. quiere nombrarlo y si V. quiere esperarme para que hablásemos sobre el nombramiento de los demás Ministros y Cónsules se lo agradecería mucho pues que de dichos nombramientos podríamos sacar grandes ventajas en favor de la misma revolución.
No he puesto en posesión del Gobierno del Distrito al Sr. Miñón porque el acuerdo de el Exmo. Sr. Presidente no se me ha comunicado por el Ministerio respectivo y porque no me parece prudente en estos momentos. A mi juicio Manuel Alas ó Sabás Iturbide serían los más á propósito.
Mi convicción crese todos los días más sobre la necesidad que hay de que el Sr. Presidente se traslade á esta capital porque en esta circunstancia el tiempo se pierde y hay necesidad de acción en nuestras medidas, á fin de lograrlo me tendrán con Vs. la semana entrante sin fijarles día porque esto no es posible decirlo".

 

(4) He aquí la renuncia: Ministerio de relaciones interiores y exteriores.—Excelentísimo Sr.—Cuando nombrado confidencialmente por V. E. ministro de relaciones, é invitado para formar el gabinete, hice presente la ignorancia culpable en que me hallaba sobre la situación de los hombres y las cosas, V. E. se dignó insistir en sus órdenes, hasta el punto y en términos de que hubiera sido necesario no ser hombre para rehusar por más tiempo el servirle. Pasados, pues, tres días, acepté el nombramiento oficial: la grande y vital necesidad que yo veía en aquellos momentos, era que el gobierno prontamente apareciese organizado.
Ahora comienzo ya á comprender la situación, y por las últimas y muy dilatadas conferencias que he tenido con el Sr. Ministro de la Guerra, he sabido entre otros cosas, el verdadero camino que sigue la presente revolución. Yo lo suponía ya, pero no puedo dudarlo cuando el mismo Señor Ministro me lo ha explicado. Entonces, y muy detenida y fríamente, hemos discutido nuestros medios de acción, y yo he reconocido que son inconciliables, aunque el fin que nos proponemos sea el mismo.
Suponiendo ambos sistemas de medios igualmente acertados, como sin duda son igualmente patrióticos, hay de la parte del Señor Ministro de la Guerra los antecedentes de poseer toda la tradición y el espíritu del plan de Ayutla, no menos que acabar de sellar con largos y muy meritorios sacrificios su decisión por la causa de la libertad.
Como en la administración los medios son el todo, una vez que se ha conocido y fijado el fin, he creído de mi deber, llegado como he al terreno de las imposibilidades separarme del Ministerio de Relaciones, reconociendo que no es esta mi ocasión de obrar, porque yo no entraré en ese camino, y porque la naturaleza misma de lo adelantado que se está pide ya separarse de él.
Así, pues, que V.E. haciéndome la justicia de creer que he tomado una resolución invariable, y que la apoyo en mi convicción y mi conciencia, se dignará, como rendidamente se lo suplico, aceptar mi renuncia de la cartera que me había confiado.
Conviene que V. E. sepa, y aprovecho la ocasión de repetirlo, que en mi tiene un amigo apasionado, y que no por llenar las fórmulas de la urbanidad, sino por desahogar mi corazón, le pido acepte con mi gratitud por sus bondades, mi más estrecha adhesión y mis respetos.
Dios y Libertad. Cuernavaca, Octubre 20 de 1855.— M. Ocampo.—Exmo. Señor Presidente interino de la República.

(5) Permítaseme citar, entre otros que pudiera, estos dos actos de mi vida, que prueban eso mismo: que yo no soy propio para transacciones. A las ocho de la noche de un día de correo, siendo yo gobernador constitucional de Michoacán, recibí en copia los tratados de Guadalupe. Por uno de sus artículos se establecía que las fuerzas americanas sostendrían á nuestro gobierno, en caso de pronunciamiento contra él. Reconocí y confesé luego que tal artículo era diestro de ambas partes contratantes, y necesario si se quería conseguir el principal objeto del tratado, la paz. Inmediatamente que lo leí, oficié al señor consejero decano, llamado por la constitución en las faltas del gobernador, que alas ocho de la mañana siguiente se dignara pasar á recibirse del gobierno, por juzgarme yo moralmente imposibilitado de continuar en él. Escribí también al Sr. Otero, que sin negar yo que en la sociedad hubiese alcaides, verdugos y otros empleados así, yo no quería ser ni verdugo ni alcaide, ni unirme en ningún caso con los enemigos naturales de mi patria contra sus propios hijos, aun cuando estos errasen. Al otro día entregué el gobierno, y dije á la legislatura, ante la cual tenía pendiente mi renuncia desde que vi que era imposible la guerra, que me la admitiese ó me castigase, porque ni un solo momento más continuaría yo en el gobierno
Cuando se trataba de elegir presidente al Sr. Arista, me opuse cuanto pude á-su nombramiento, especialmente ante el Sr. Pedraza, á quien pronostiqué que si Arista era electo, volvíamos á las vías de hecho: puede atestiguarlo el Sr. Haro y Tamariz, quien me lo ha recordado después, y quien accidentalmente entró á visitar al Sr. Pedraza, pocos momentos después de que yo lo había dejado. De esa administración hice yo parte en el senado y en el gobierno de Michoacán, también por compromiso que no es del caso explicar, y apoyé al Sr. Arista cuanto me fue posible, por el mismo temor de que, de lo contrario, volveríamos á las vías de hecho. Quién acertó y quién erró entre los que combatían y defendíamos tal administración, nos lo ha dicho ya una triste experiencia. Cuando aquella cayó y fue electo Presidente el Sr. Ceballos, tuvo la bondad, en la misma tarde del día de su elección, de escribirme una carta, en la que me recomendaba que avisásemos el Sr. Zincúnegui (comandante general de Michoacán) y yo á los pronunciados, que bien podían volverse pacíficamente á sus casas sin temor de que se les persiguiese, porque, agregaba, que la revolución no debía terminarse con las armas. Le contesté que yo no veía, como S. E., ni creía que los pronunciados se fuesen á sus casas: que puesto que la revolución no había de castigarse, yo no era el hombre á propósito para el caso, porque no había de transigir con ella: que mi carácter era tal, que prefería quebrarme á doblarme, y que, en consecuencia, iba á dejar inmediatamente el gobierno para no servir de obstáculo al bien del país; ya que éste lo creía hallar en las transacciones. La otra parte beligerante transigió, y ya vimos todo lo que la República adelantó y ganó en el camino de las transacciones.*
(*) En el borrador de Mis quince dios de Ministro encontramos este aditamento: "El Sr. Caballos, indignado acaso de que me atreviese á ver de modo distinto que S. E., al leer mi carta dijo: "Pues que se quiebre” y dio orden al Sr. Pérez Palacios, para que inmediatamente dejase á Morelia, sin duda con el fin de que los pronunciados, que se hallaban en Pátzcuaro, vinieran á quebrarme y conmigo á toda aquella desgraciada ciudad, que ningún delito tenía en mi falta de elasticidad. Por esta misma inflexibilidad dejé también el Ministerio de Hacienda pocos meses antes; pero no quiero distraerme y hacer más largo este escrito".—(Nota de A. P,)

(7) El periódico La Revolución en que primeramente se publicó este escrito, veía la luz pública en la ciudad de México. A la vez, con el mismo nombre, se publicaba otro periódico en Guadalajara, como ya dijimos en otra nota.

Melchor Ocampo. “Mis quince días de ministro”. En: Ocampo Melchor. Obras Completas. Tomo II. ESCRITOS POLÍTICOS. Prólogo por Ángel Pola. México F. Vázquez, Editor. 1901. pp. 73-213.