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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1853 Carta de Miguel Lerdo de Tejada a Santa Anna.

Abril de 1853

 

1a. El malestar profundo que reina en nuestra sociedad a consecuencia de los errores, y de los vicios de que está plagada su organización económica, que sofocando todo movimiento en lo que constituye la riqueza pública, así como todo espíritu de empresa, y manteniendo obstruidos todos los elementos que son indispensables para el libre desarrollo de la industria en todos sus ramos, hace que los hombres dedicados a trabajo, descontentos siempre con lo que existe, favorecen aunque indirectamente todo cambio, creyendo mejorar en él la situación, a la vez que los que carecen de una ocupación que les proporcione los recurso para atender a sus necesidades, buscan en las revuelta políticas lo que no pueden alcanzar por otros medios.

2a. Las ideas anárquicas que cada día se han ido extendiendo más y más en todas las clases de la sociedad, y muy particularmente entre los mismos empleados del gobierno, hasta el grado de ser motivo de aplauso un acto de deslealtad o desobediencia de un inferior para con sus superiores, o el desprecio y la burla de un particular hacia la autoridad, lo cual ha hecho desaparecer el respeto, que es el apoyo natural de ésta en todos los países medianamente constituidos, haciéndose así imposible la marcha ordenada de la administración pública.

3a. La incapacidad, importancia o cobardía de los gobiernos, cuyo personal, sin otra política que la de conservarse tranquilamente en los puestos, y creyendo asegurar éstos con sólo halagar a las personas que más de cerca los rodean, y con hacer en favor de los más influyentes algunas vergonzosas transacciones, han dejado siempre a la nación entregada a su suerte, sin cuidarse satisfacer ninguna de las grandes exigencias, ni siquiera de moralizar la administración pública, por el temor de luchar con las resistencias que en uno y otro camino se les presentan.

Tales son, en mi concepto, las principales causas de la triste situación en que se encuentra hoy nuestro país, y como es indudable que mientras ellas subsistan, no podrá establecerse entre nosotros un orden de cosas conveniente, ni siquiera conservarse la paz pública, yo deseo que Ud. fije seriamente su atención sobre ellas, a fin de hacerlas desaparecer durante su nueva administración, o cuando menos remediarlas en cuanto sea dable, con todo el acierto y energía que para ello son indispensables, porque de lo contrario todos sus esfuerzos para la consolidación del orden serán absolutamente inútiles, pues es claro que las mismas causas seguirán produciendo siempre los mismos efectos.

Respecto al estado que hoy guarda la opinión pública en la nación, si hubiera de interpretarse ésta por los deseos que hoy manifiestan los individuos de las clases más elevadas de la sociedad, será muy difícil averiguar cuál es verdaderamente, porque limitándose cada una de ellas a pedir lo que más conviene a sus respectivos intereses, y siendo muchos de ellos opuestos entre sí, presentan un conjunto monstruoso de aspiraciones, del cual no puede sacarse apenas otra verdad útil que la de que todas o la mayor parte de ellas son contrarias a la felicidad nacional, en sus tendencias y actual organización.

En efecto, con muy pocas excepciones, los individuos del ejército, por ejemplo, con el pretexto muy plausible de que la fuerza armada es hoy una necesidad en todos los pueblos, así para conservar el orden interior como para sostener los derechos de la nación en el exterior, quieren un gobierno fuerte que les dedique toda su atención y con ella todas las rentas públicas, para sujetar a la sociedad bajo el dominio del sable y seguir siendo los árbitros de sus destinos, promoviendo a cada paso esos vergonzosos motines en que se les prodigan indebidamente los ascensos y los honores que sólo deberían ser la recompensa de los buenos servicios en favor de la causa nacional.

Los individuos del clero desean también un gobierno fuerte que sofoque toda idea de reforma en su clase, para continuar en la holganza, disfrutando tranquilamente de sus abusos y riquezas, y compadeciéndose hipócritamente de las desgracias del pueblo, aunque sin hacer jamás el más pequeño sacrificio de su parte para mejorar su situación. Los empleados desean que se conserve el desbarato que existe en la administración pública, para continuar así, unos cumpliendo poco o nada con sus obligaciones, y otros malversando las rentas que les están confiadas, sin temor de ser jamás castigados por sus faltas o por sus delitos.

Por último, los ricos de México, esos hombres que con sus grandes fortunas pudieran ser útiles a su país tomando una parte activa e ilustrada en la marcha de los negocios públicos, se limitan también, a desear un gobierno que conserve la sociedad en el estado en que hoy se halla, porque en sus mezquinas ideas no conciben ni apetecen otra dicha que la de seguir especulando, unos con la paralización de los giros y la miseria pública, y otros con las angustias del tesoro nacional, conformándose todos ellos con la influencia que les da su dinero, y siéndoles indiferente que el gobierno haga o no la felicidad del país, con tal que a ellos no les aumente las contribuciones.

Estos deseos o pretensiones, que como Ud. ve, no son más que la expresión apasionada de los intereses de un determinado número de personas, muy reducido por cierto, si se compara con el todo de la nación, son sin embargo las que pretenden algunos hacer valer hoy, como el voto de la opinión pública, y no faltan también periódicos que, tomando su voz, tienen a su cargo la tarea de sostener esos intereses, aunque diciendo a cada momento sus redactores que no quieren más que la felicidad del país, y que éste es el único fin a que se dirigen todos sus escritos.

¿Pero podrá decirse por esto que esos deseos de las clases elevadas son los de la sociedad? ¿Habrá acaso algún hombre que de buena fe pueda sostener que lo que conviene sólo a las dos mil, diez mil o veinte mil personas que las compongan, es lo que conviene a toda la nación? Seguramente que no, pues por grandes que sean, como en realidad lo son las consideraciones que todos los pueblos dispensan a aquellas clases, esas consideraciones no deben sobreponerse jamás a los intereses de toda la sociedad, ni mucho menos puede admitirse que su voz llegue hasta convertirse en interpretación de la opinión general.

La verdadera opinión pública, señor, que no es otra cosa que la expresión de las necesidades de la gran mayoría del pueblo, no puede conocerse sino estudiando cuáles son esas necesidades de la gran mayoría del pueblo, y aunque por desgracia en México la mayoría de sus habitantes no comprende ni sabe explicar los males que se oponen a su felicidad, toca a un gobierno ilustrado y justo el averiguarlos para aplicarles su conveniente remedio.

Así que, para saber cuál es la opinión general en la nación, es necesario no sólo escuchar la opinión de las clases que directa o indirectamente viven sobre ella sin echar una ligera mirada sobre su situación actual.

Vea Ud., en primer lugar su inmenso territorio desierto, y cuyas tres cuartas o quintas partes están sin cultivo, esperando la mano de hombres industriosos que vengan a explotar sus ignoradas riquezas.

Vea Ud., a cinco o más de sus siete u ocho millones de habitantes vestidos de pieles o de un miserable lienzo que apenas basta a cubrir las carnes, viviendo en chozas salvajes, y tan ignorantes y embrutecidos como lo estaban cuando los sorprendió Hernán Cortés hace más de tres siglos.

Vea Ud., el resto de esos habitantes reunidos en las grandes ciudades, pueblos y aldeas, entregados en su mayor parte a la miseria, que es el resultado forzoso del atraso en que se hallan las artes y la industria.

Vea Ud., como consecuencia de este triste estado de la población, a la agricultura limitándose a producir los frutos que son indispensables para su alimento.

Vea Ud., los puertos de la República, frecuentados únicamente por corto número de buques que conducen las mercancías para el cambio del oro y la plata que se extrae de las minas, y que es casi el solo valor que México puede ofrecer al comercio extranjero.

Vea Ud., a ese mismo comercio extranjero, castigado con fuertes derechos, con absurdas prohibiciones, y con trabas ridículas que se oponen a su crecimiento.

Vea Ud., al gobierno impidiendo, para sacar una mezquina renta, el libre cultivo y venta del tabaco, que podría ser muy bien un fruto de exportación en la República.

Vea Ud., el deplorable abandono en que se hallan los caminos, que son tan necesarios para el movimiento de la riqueza pública.

Vea Ud., ese mismo movimiento castigado con odiosos impuestos, más odiosos todavía por el método de su exacción.

Vea Ud., también la poca o ninguna seguridad que hay en las poblaciones, en los campos y en los caminos, por la falta de una policía que haga efectivas en México las primeras garantías que necesita todo hombre para vivir en sociedad, que son la de su vida e intereses.

Vea Ud., en las cárceles envejecerse los malhechores, sin recibir el castigo de sus crímenes, mientras que otros se pasean públicamente a ciencia y paciencia de las autoridades encargadas de su aprehensión.

Vea Ud., las rentas de la nación, destinadas en parte para premiar malos servicios o para satisfacer la codicia de avaros e infames especuladores, mientras que su crédito, así en el interior como en el exterior, se halla en [el] más profundo abatimiento. y por último, vea Ud., a los pueblos de la frontera del norte, expuestos día y noche a la furia de las tribus salvajes, obligados a defenderse por sí mismos, mientras que la fuerza armada, a cuyo sostenimiento contribuyen, descansa tranquilamente reunida en las grandes poblaciones del centro, convertidas en campamento.

Fijando Ud. su atención sobre esos grandes males que hoy sufre nuestra sociedad, así como sobre otros muchos que omito mencionar por no hacer más extensa esta carta, podrá Ud. decir que conoce verdaderamente cuáles son los deseos de la opinión pública, a la vez que las medidas que deben adoptarse para poner a la nación en el camino de su prosperidad.

Efectivamente, al conocer así esos males forzoso es suponer que lo que desea la nación es que todos vayan desapareciendo tan pronto como sea posible, y por esto es que puede muy bien decirse que lo que ella quiere es, que por medio de las leyes bien meditadas y generosas, se promueva eficazmente la emigración europea a nuestro vasto territorio, para que haga fructificar sus riquezas y mejorar la educación y costumbres de nuestros pueblos, confundiéndose con él [...].

Fuente: Villegas Revueltas Silvestre. Antología de textos. La Reforma y el Segundo Imperio. 1853-1867. UNAM. 2008. 424 pp.