Home Page Image
 

Edición-2020.png

Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1852 La independencia nacional. Melchor Ocampo.

Septiembre 16 de 1852

 

Mientras que la organización del hombre se conserve como hoy nos la muestra su naturaleza, habrá en la especie humana un gran número de individuos que estén, no necesaria pero sí fatalmente, sujetos a otros. Es naturalmente indeclinable la dependencia y sujeción del débil al fuerte, del ignorante al sabio, del desvalido al poderoso. Pero es socialmente posible la emancipación de todas esas sujeciones. La higiene y la ortopedia pueden fortificar o corregir una organización débil y anormal, o cuando menos la gimnástica puede enseñar al desgraciado que bajo aquélla gime, los ejercicios de armas y otros que compensen su natural debilidad. El estudio, ya sobre la naturaleza, ya sobre los libros, ya sobre los procedimientos industriales, puede procurar el grado de instrucción que cada uno necesite para desempeñar por sí solo su papel en el mundo. El trabajo y la economía pueden dar a cada uno aquel grado de riqueza que en su esfera baste a satisfacer sus necesidades reales y fantásticas.

Sucede lo mismo con las naciones. La España de 1521 era más hábil, más fuerte, más poderosa que el carcomido imperio de Moctezuma y cuando la providencia puso en contacto estos dos pueblos, el uno quedó naturalmente sujeto al otro. Pero esa misma vieja España ya no conservaba su prepotencia trescientos años más tarde y la Nueva España, después de tres siglos de instruirse y fortificarse, pudo manumitirse del tutor que la oprimía y vivir libre y señora de sí misma, admitida en la familia de las demás naciones.

Hay cierto grado, hay un cierto género de dependencia que nos degrada y es aquel en que no podemos vivir sin el auxilio ajeno; es aquel en que ni nuestros negocios, ni el uso de nuestras facultades, ni la subvención a las necesidades nuestras pueden hacerse por nosotros solos. Somos incompletos, estamos truncos, no existimos propiamente como individuos, siempre que nuestra razón, nuestro organismo o nuestros medios de subsistencia no basten al desempeño de todas las funciones que la naturaleza, y por lo mismo la sociedad, que es nuestro estado natural, quieren que desempeñemos. No, no hay individualismo, siempre que haya de hacerse por dos o más la función que debiera cumplir uno solo, porque la acción y su impulso o resorte están divididos. Las naciones tampoco pueden serlo, ni aun merecen el nombre de tales, siempre que para los altos destinos que les están encomendados tengan que valerse del auxilio o complemento de otras. Por el contrario, cuando un cierto número de condiciones se ha cumplido, la dependencia deja de existir: el individualismo se establece en el justo grado que se necesita para la libertad; la nacionalidad se proclama por unos y se reconoce por otros; la nación y el hombre se han puesto en la senda de su relativa e indefinida perfección.

El 16 de septiembre de 1810 comenzó la Nueva España, del modo ostensible y oficial que conocemos, la serie de actos por la cual en 1821 había de terminar su menor edad, verificando su emancipación. La independencia por tanto tiempo ansiada, la independencia que se hallaba, si no formulada en los labios de todos los mexicanos, sí sentida por todos los corazones: la independencia que los más nobles instintos revelaban a los hijos de Cuauhtémoc y de Cortés se inicia por uno de esos hombres singulares que la providencia sabe elegir, se sostiene con todo género de sacrificio y heroísmo, y se consuma para gloria de los que la emprendieron, en bien y provecho nuestro. Muchas veces, en este día de sagrados recuerdos, se les ha dicho esto: Señores, yo me limitaré a manifestarles que si continuamos en la senda fatal en que nuestras discordias nos han metido, se acabará el gran bien de nuestra independencia y procuraré hacerlo sencilla y tan brevemente como pueda, cuando honrado con la comisión de hablarles y aceptándola, a pesar del estado de mi espíritu, porque a favor del objeto tendrán indulgencia, se las pido para lo que voy a decirles.

El mismo hombre que, avanzando en edad, aprenda, trabaje y economice, irá presentando en su desarrollo, a medida que crezca y adelante, los varios grados de independencia que necesita para adquirir la plenitud de su libertad y llegará a ser rey de la tierra, que libre y espontáneamente hace o no el bien y merece por ello el premio o el castigo.

Véanlo crecer, aprender el arte difícil de la vida, seguir una ocupación, hacerse hábil en algún ramo y véanlo también, conforme continúa su desarrollo, irse emancipando de todas las dependencias, sin consentir otra cosa que las de la razón o de la ley, cuando ha llegado a la plenitud de su ser.

Luego que del individuo se pasa a la familia, a la tribu, a la nación, las condiciones del progreso se modifican un poco, pero esencialmente quedan las mismas. El saber, condición imprescindible, se necesita en todos los grados de sociedad, como en todos los individuos; pero se ha menester en mayor escala. Saber es una ciencia, una ocupación, un arte, un oficio, bastan al hombre; más artes,  ocupaciones y oficios necesita la tribu, más oficios, artes, ocupaciones y ciencias exige una nación...

No era la Nueva España de 1810 tan ignorante como hubiera convenido a España. Muchos de sus hijos sabían tanto como los de la Madre Patria los oficios, las artes, y en las ciencias cuanto entonces conocía la raza castellana sobre derechos y deberes. Y el conocimiento de éstos despertó la natural aspiración a practicarlos. Largos años de esa paz sepulcral que sólo parece conservarse porque ni el opresor tiene ya baldón que agregar al oprimido ni la sensibilidad de éste fibra que no esté embotada. O... acaso más bien... de esa quietud que produce el entorpecimiento de las potencias, cuando los instintos animales se ejercen a satisfacción de los sentidos, había vuelto indiferente para muchos y hasta querida de algunos la opresión que sobre nuestros padres se ejercía...

El número de los opresores era en 1810 mayor con mucho que el de los oprimidos, respecto a la proporción en que unos y otros se encontraron en 1520; pero los elementos artificiales de poder eran inmensurablemente mayores por parte de nosotros cuando en el pueblo de Dolores comenzaron a ensayarse. Recursos mentales, recursos artísticos, recursos financieros estaban en mayoría de nuestra parte; y sin la desgracia de que nuestros primeros movimientos alarmasen a las gentes pacíficas por los inevitables desórdenes que los acompañaron, la independencia de México no hubiera estado a discusión entre nosotros durante once años, sino que se habría efectuado desde los primeros meses.

Ruborizado de ello, tengo que recordar que a los fundadores de nuestra nacionalidad se les ha llamado a la barra de la historia, de dos años a esta parte, para que respondan de su conducta. ¡El benefactor llamado a juicio por el beneficiado para que explique por qué no hizo el beneficio del modo que éste lo entiende y cuando el beneficiado mismo se opuso a que se hiciera mejor!

¿Saben, señores, por qué es tan común la ingratitud? Sí, lo saben sin duda pero permítanme recordárselo. El beneficio convierte al que lo hace en superior de quien lo recibe y tal superioridad humilla el amor propio de éste. Se necesita un fondo generoso, una gran veneración por la justicia y cierta abnegación para reconocer todos los beneficios y confesarlos en toda su magnitud. Nada más común en el ingrato, que discutir si es un bien el que ha recibido o atribuirlo a innoble origen o deprimir por cualquier otro pretexto al bienhechor.

Hay quien cuestione si la independencia es un bien; sujétenlo a la voluntad de un extraño; no discutan con él. Hay quien cuestione si la independencia de México fue un beneficio para nosotros. Díganle que no, si es de los que apetecen un amo, porque éstos lo necesitan; no se sienten capaces de obrar por sí, se reconocen pupilos, confiesan que aún no son hombres. Háganlos depender del rey su amo. Pero quienquiera que comprenda la palabra patria, quienquiera que para sí o los suyos desee la libertad y dignidad propias, no querrá sin duda humillar su noble frente ante el capricho de un déspota extraño, representado por insolentes e inmorales favoritos. Bajo los reyes no hay patriotismo, sino fidelidad al soberano; no hay ciudadanos, sino vasallos, no hay patria; “El Estado soy yo”, dijo uno de los más notables déspotas resumiendo el espíritu de las monarquías.

Y cuando a alguno vean que, teniendo patria, ultraje a esta santa madre, que abusando de funestos talentos los emplea en desacreditar y maldecir a sus padres, que desconociendo su origen oscuro y plebeyo quiere alzarse a mayores y reniega de su humilde prosapia, compadézcanlo. No es, sin duda, esa virtud, que todos han venerado y se llama patriotismo, la que da inspiración a sus labios o a su pluma. Se ríe o se lamenta de tener madre, y tampoco es, sin duda, por la nobleza de sus sentimientos o por la elevación de su espíritu por lo que se complace en deprimirla y volverla despreciable.