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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1849 Crónicas de la Invasión Americana en los Calendarios de Abraham López

 

Abraham López en su Décimo Calendario del año 1848, tras las derrotas de Padierna y de Churubusco, se pactó un armisticio temporal que provocó un incidente el 27 de agosto de 1847, cuando las tradicionales carretas tiradas por caballos que, usaba entonces el ejército norteamericano, penetraron a la Plaza Mayor en busca de víveres.

«... Poco después de las ocho y media, pasó el Viático por enfrente de los carros, todos los mexicanos se hincaron menos los yankees, y vieron la estufa sorprendidos, con la mayor indiferencia y, por último, no le hicieron ninguna reverencia. La gente pobre y algunos clérigos empezaron a poner en movimiento a los concurrentes y a maldecir públicamente a los yankees. Casi en seguida unos muchachitos empezaron a tirarles unas pedraditas, a un cochero que estaba junto a la cruz que está frente al Sagrario. El aspecto de ese cochero era risible y enojado con esta clase de juguete, formaba contraste que a todos divertía. Como a las nueve y media empezaron a andar los carros en dirección a Plateros. Al octavo que pasaba por enfrente de la torre que mira al Empedradillo, empezaron la diversión antes dicha de los muchachos, después siguieron las mujeres, continuó la plebe y acabó con tomar parte alguna gente decente.

En ese momento decían que era una estrategia militar para tomar la capital, permitida por el Gobierno. En ese instante se enfurece todo el pueblo y acomete contra los carros. Todo era confusión, una lluvia de pedradas era regalada a cada cochero. No pudiendo resistirla, un cochero en las mulas, caía al suelo, para volver a su asiento a que le desbarataran las costillas. La escolta no podía contener el alboroto y la plebe acometió al mismo tiempo contra ellos, gritando muera los yankees, muera el general Santa Anna por traidor. La plaza contendría más de treinta mil personas de ambos sexos, unas en observación y otras apedreando; de manera que ya los últimos carros parecía nublarse el sol, de la multitud de piedras que se les arrojaban. ”En la primera calle de Plateros era el espectáculo más horroroso y terrible. Un pobre cochero corriendo enclavijaba las manos y gritaba: Mexicanos, soy irlandés, soy cristiano y enseñaba un rosario gordo que traía al cuello. Las piedras le llovían al infeliz, lo tiran de las mulas, pasa su mismo carro sobre él; en seguida, otro, entre los mayores tormentos, este desgraciado dejó de vivir. A este tiempo aparece el general D. Joaquín de Herrera, y se lanza en medio de aquel torbellino, reprehende al pueblo, y les dice que sean valientes en el campo de batalla pero que con el indefenso sean humanos. Este hombre contuvo al momento el desorden...»

Abraham López quién nos relata con gran emotividad y amargura, la ocupación de las tropas invasoras y la vergüenza simbolizada por la presencia de la bandera de las barras y las estrellas, que fue izada en el asta bandera principal de Palacio Nacional y en donde permaneció durante casi 9 meses.

«... A este tiempo salen de en medio del cuadro formado por la tropa en la plaza, ocho soldados custodiando una bandera grande, avanzando hasta cerca donde están los cimientos de la pirámide, revolean esta bandera y al mismo tiempo enarbolan en el asta del Palacio el pabellón de los Estados Unidos, vi en ese momento desgraciado mi reloj y eran las siete y cinco minutos de la mañana.... El pueblo llegaba a tropel y abismado no creía lo que estaba pasando. La multitud en medio de esta escena gritaba mueran los yankees, muera Santa Anna por traidor.

Poco después, de las nueve de la mañana, por la calle de Plateros, viene el general Scott, con un trozo de tropa de caballería y un resto de infantería para el Palacio; sube al balcón principal y arenga al pueblo, éste desprecia su discurso, y entre la multitud sale un tiro de pistola, dirigido al general Scott; buscan algunos soldados donde ha salido ese tiro, pero en vano, porque desaparece entre el pueblo. En ese instante sale una voz de entre la multitud y dice: la fuerza con las balas se repele y no con triduos y novenas como hacen los ricos; hermanos a las armas y con la velocidad del rayo, se oye un fuego graneado por todas las partes y el pueblo sostiene un ataque por todas las direcciones, treinta y seis horas continuas, no puede aquietar esta alarma general, ni haciendo uso de la artillería con mucha frecuencia. Se estacionan multitud de guerrilleros norteamericanos pero ni el cañón, ni el aspecto de los soldados pueden contener la desesperación de un pueblo que acababa de perder su libertad.... Al general Santa Anna no le quedó otro arbitrio para que tomaran la capital sino marchar con catorce mil hombres a distancia de una legua, ver con sangre fría el posesionarse de la capital y cuando ya estaba todo concluido, disuelve al ejército para que no les moleste a los americanos. ¿Podrá imaginarse juguete más singular? ¿Y que todavía tenga partidarios este gran héroe, que ha causado más males a México que a Egipto todas sus plagas? El ejército ha costado 600 millones de pesos y no ha hecho lo que debe; pues es preciso quitar esas sanguijuelas a la nación...»

Abraham López también describe en su calendario número 11 del año 1849, el ansiado momento de volver a ver nuestra bandera tricolor en el asta bandera del Palacio Nacional. Este evento tuvo lugar al amanecer del martes 12 de junio de 1849.

«... El cielo estaba muy oscuro por lo cargado de las nubes; y la lluvia aunque corta hacía aquellos momentos los más tristes… el majestuoso pabellón americano empezó a bajar con mucho orgullo, tal parecía que se regocijaba en los honores que le hacían los de su nación, por los triunfos que había adquirido […] El general americano mandó a toda su tropa armas al hombro; después de esto empezó la salva de artillería y al sexto cañonazo comenzaron a subir con la mayor torpeza nuestro pabellón, bajándose dos veces, pareciendo que se atora el cordel. Después de la inutilidad que empleaban, por fin subió a su antiguo lugar, y entonces eran precisamente las seis y quince minutos […] Nuestro pabellón quedó embarrado en el asta, tal parecía que tenía mucha vergüenza que lo vieran los americanos, y no faltó quien dijera: ¿cómo ha de volar el águila si a la infeliz le faltaba más de una ala y una pierna?... »