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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1847 Las tropas invasoras de Estados Unidos entran a la Ciudad de México.

16 de septiembre de 1847


"… Tomó [Santa Anna] esta decisión [no continuar la resistencia] en una junta de guerra que reunió en la Ciudadela a las ocho de la noche de aquel infausto día de septiembre: en ella se deploró, dice Santa Anna, la situación a que nos había reducido la desobediencia de unos, la cobardía de otros y la inmoralidad en general de nuestro ejército, de manera que no había que esperar mejor conducta: también se hizo ver en él, que las continuas revueltas, nuestra desorganización social y el mal sistema de reemplazarlo, habían influido mucho en aquel mal, a la vez que por nuestra escasez, los soldados no eran atendidos con lo que les pertenecía, como puntualmente aconteció en aquel día, que no habían probado alimento: que en cuatro anteriores se les debían los socorros y no se sabía si para el siguiente tendrían que comer. Se manifestó igualmente la escasez de municiones para poder sostener un día más el combate, las pocas fuerzas que habían quedado, y, últimamente, que reducidos al solo recinto de la Ciudadela, era consiguiente que el enemigo apuraría sus proyectiles, y no sería posible permanecer en ella un par de horas: que ocurrir a los edificios de la ciudad sería comprometerla sin esperanzas de un buen suceso, cuando el pueblo, con pocas excepciones, no tomaba parte en la lucha. Estas y otras reflexiones se tuvieron presentes para resolver, como se acordó unánimemente, que a la madrugada se evacuaran la Ciudadela y edificios inmediatos, y que la artillería, municiones y tropa se situaran en la ciudad de Guadalupe Hidalgo, todo a las órdenes del general Lombardini, como se efectuó. Los cuerpos de caballería que estaban en la capital, recibieron orden de estar también a la madrugada en la ciudad de Guadalupe, para incorporarse a la división de caballería que allí se hallaba con el general Álvarez." Cerciorado el ayuntamiento de que estaba resuelto el abandono de la capital, acordó a las once de la noche despachar una comisión al jefe enemigo pidiéndole garantías para la ciudad, protestándole que lo hacía obligada por la necesidad, y no porque en su ánimo estuviese someterse voluntariamente a otras autoridades que no fuesen las puramente nacionales: influida por su patriotismo, la corporación municipal pretendió que Scott no entrase en México sino previa una capitulación, que ni en principio ni por sus términos podía prestarse a celebrar el jefe enemigo, con una ciudad completamente desarmada, desde el momento en que la abandonó Santa Anna con tanto sigilo y cautela en la huida, que los americanos se enteraron de ella sólo cuando los vecinos de la capital lo pusieron en su conocimiento. Scott manifestó, por tanto, al ayuntamiento «que no firmaría capitulación alguna: que la ciudad había estado virtualmente en su poder desde la hora en que Worth y Quitman el día antes tomaron las garitas; que sentía la silenciosa fuga del ejército mexicano; que impondría a la ciudad una contribución moderada para objetos especiales; y que el ejército americano no entraría bajo otras condiciones que las que él mismo se impusiera; es decir, las que su propio honor, la dignidad de los Estados Unidos y el espíritu del siglo exigieran e impusieran a su propio juicio.. La comisión del ayuntamiento había salido de México a la una y media de la madrugada del 14, y se presentó a Scott, según éste, como a las cuatro. Concluida la entrevista, Worth y Quitman recibieron orden de avanzar hacia el centro con precaución; y a las siete de la mañana del martes 14 de septiembre de 1847, el capitán Roberts, del regimiento de Rifleros, enarboló en el Palacio Nacional de México la bandera de los Estados Unidos, entre los saludos entusiastas de las tropas de Quitman, que inmediatamente tomó posesión del edificio, haciendo cesar el saqueo de que era objeto [1].

A las ocho de la misma mañana llegó el general Scott a la Plaza de Armas, aclamado y victoreado por los suyos. Desde las seis había aparecido en las esquinas una proclamación del ayuntamiento anunciando la ocupación pacífica de la capital por el enemigo, y excitando al vecindario a conservar una actitud digna y tranquila: pero ese pueblo de quien Santa Anna decía que con pocas excepciones no tomaba parte en la lucha, y en ello se fundaba como en una de tantas razones, para huir de la ciudad, no hizo caso alguno de tal excitativa, é indignado al ver ondear en el Palacio la bandera de las barras y las estrellas, por un impulso espontáneo rompió sobre los invasores fuego graneado de fusil desde las esquinas de las calles, y desde las puertas, ventanas y azoteas de algunas casas: todo aquel día 14 y el siguiente, el pueblo continuó batiéndose, sin dejarse intimidar por el enemigo, que esparció su infantería por todas las calles y mandó hacer fuego con obuses y hasta con piezas de sitio, sobre las casas de donde salían los disparos. Scott mandó que fuesen voladas, lo que no se hizo porque la pólvora estaba almacenada en Chapultepec; pero según los mismos jefes enemigos, multitud de casas fueron abiertas a hachazos, y fusilados sus vecinos sin más formalidad. «No era tiempo de medidas medias, dice Worth, y muchas personas inocentes sufrieron incidentalmente en el castigo que tuvimos necesidad de aplicar a los salidos de las cárceles; la responsabilidad pesará sobre el bárbaro y vengativo jefe que en tal necesidad nos puso. Worth creyó que Santa Anna, antes de dejar la ciudad, había dado suelta a los presos de las cárceles y armádolos para que hicieran con los americanos lo que su ejército no había podido hacer. Pero el jefe enemigo no fue exacto: no eran los criminales de los presidios, sino el pueblo en general quien atacó en aquellos dos días a los invasores. Por censurable que el acto se estime, es posible disculparle sin llamar presidiarios a sus ejecutores. Las nuevas excitativas del ayuntamiento invocando la tranquilidad y la seguridad común, y más que todo el convencimiento de que este desahogo de la indignación no podía pasar de tal desahogo, hicieron cesar las hostilidades del pueblo, pero no por eso dejó de seguir haciendo guerra sorda al invasor. Don Fernando Ramírez dice en un manuscrito que poseemos: «La guerra pública terminó desde el tercer día de la ocupación, mas no la privada que presenta un carácter verdaderamente espantable. El ejército enemigo merma diariamente por el asesinato, sin que sea posible descubrir a ninguno de sus ejecutores. El que sale por los barrios o un poco fuera del centro, es hombre muerto, y me aseguran que se ha descubierto un pequeño cementerio en una pulquería, donde se prodigaba el fatal licor para aumentar y asegurar las víctimas. Siete cadáveres se encontraron en el interior del despacho, mas no al dueño. Me aseguran que se estima en trescientos el número de idos por este camino, sin contar los que se llevan las enfermedades y las heridas.

Hará cinco días que pasó por casa el convoy fúnebre de cuatro oficiales a la vez, conducidos en dos carros», Sabidas por Santa Anna aquellas hostilidades a invitado por algunas personas de México a contramarchar en auxilio del pueblo, situó algunas fuerzas en la calzada de Guadalupe y garita de Peralvillo; pero pareciéndole que el movimiento popular carecía de importancia se retiró, sin haber hecho más que lancear a algunos soldados enemigos en los barrios extremos: mas eso sí, jugando siempre su papel, dirigió el 15 desde Guadalupe un extrañamiento al alcalde Reyes Veramendi y a los concejales [2], amenazándolos con tratarlos como a traidores si contribuían a enervar el entusiasmo de los ciudadanos, y ordenando que se disolviera el ayuntamiento antes que facilitar víveres ni auxilio alguno a los enemigos. Después de haber abandonado la ciudad al enemigo, sin procurarle ni la más leve garantía, se mostraba indignado de que la corporación municipal supliese a este olvido que ningún jefe de plaza debe cometer para con los habitantes inermes. […]
Por otra parte, una vez tranquilizada la ciudad, cesaron las medidas de rigor, y el caudillo norteamericano no pensó en escudarse con las hostilidades de que había sido blanco su gente, para dejar de otorgar o para disminuir las garantías ofrecidas a la corporación municipal".
Scott se hospedó en la casa número 7 de la calle del Espíritu Santo; nombró al general Quitman gobernador civil y militar de la ciudad; dispuso que los tribunales ordinarios del país continuasen administrando justicia; que la policía se siguiese ejerciendo por los mexicanos; acuarteló sus tropas en los rumbos de San Cosme, San Lázaro, Peralvillo y San Antonio; declaró que la capital, sus templos y culto religioso, sus conventos y monasterios, los habitantes y sus propiedades quedaban bajo la salvaguardia de la fe y el honor del ejército americano; é impuso una contribución de ciento cincuenta mil pesos, que sería pagada en cuatro semanarios de treinta y siete mil quinientos, encargando especialmente de su recolección y pago al ayuntamiento, que para cumplir con ello, contrató un préstamo de igual cantidad con don Juan Manuel Lazqueti y don Alejandro Bellangé, hipotecándoles todas las rentas del Distrito. La misma corporación municipal tuvo a su cargo la aduana, el correo, la renta del tabaco y las contribuciones directas.

Según el general Scott, había salido de Puebla el ejército americano con un efectivo de diez mil setecientos treinta y ocho soldados, que aumentado con la oficialidad, estados mayores, cuerpo médico y demás servicios militares debió exceder de doce mil hombres. En Churubusco presentó en combate ocho mil novecientos cuarenta y siete, deducida la guarnición de Tlalpan, los enfermos y los heridos. En Molino del Rey tres mil quinientos veintiuno. En los días 12 y 13 de setiembre, siete mil ciento ochenta. En la capital entró con seis mil hombres, deducidas las guarniciones de Tacubaya y Chapultepec. El total general de sus pérdidas en el Valle de México, entre muertos, heridos y dispersos ascendió a dos mil setecientos tres hombres, inclusive trescientos ochenta y tres oficiales. Este último dato basta para hacer ver aproximadamente cuál fue la resistencia que México opuso a la invasión. Según el mismo Scott, en la campaña del Valle tuvimos más de siete mil muertos y heridos: se nos hicieron tres mil setecientos prisioneros, la séptima parte de ellos oficiales, inclusive trece generales; y perdimos más de veinte banderas y estandartes, setenta y cinco piezas de gruesa artillería, cincuenta y siete de campaña, veinte mil armas de mano é inmensa cantidad de municiones. Roa Bárcena dice: «Para terminar, respecto de esta campaña del Valle, consignaré o repetiré que, a juicio de las personas entendidas en el arte de la guerra, el plan de defensa fue acertado, no obstante el número relativamente escaso de las tropas que iban a realizarle; y que su mal éxito se debió principalmente: 1°, a la facilidad dejada al enemigo, de dirigirse del Oriente al Sur esquivando el Peñón, la mejor fortificación nuestra y en cuyo ataque es creíble que fracasara: 2°, a la insubordinación de Valencia que se atrincheró en Padierna con la división que debió quedar expedita para cargar sobre la retaguardia del enemigo al embestir éste cualquiera de nuestros puntos: 3º, a la inacción de Santa Anna en el mismo campo de Padierna con su división de reserva, que, ya que los papeles se invirtieron, debió atacar a todo trance a Scott por su retaguardia o de flanco, convirtiéndose en auxiliar eficaz de la división del Norte, para evitar su destrucción y derrotar probablemente al contrario. La ocasión única de ello se perdió allí por desgracia. El triunfo que en Molino del Rey se obtuviera, si cargara la caballería en el instante oportuno, no habría podido ser tan importante ni decisivo como el que debió obtenerse el 19 de agosto."

Don Manuel Balbontín hace las siguientes reflexiones acerca de esta guerra: «Se nota desde luego en la mayor parte de las batallas, poco tino para escoger y ocupar posiciones, ningún cuidado para preparar la retirada en caso necesario, y gran negligencia para asegurar y defender los flancos y evitar que el enemigo los envolviese con facilidad, como varias veces sucedió. Estas eran las causas de que algunas derrotas fuesen tan desastrosas. Es digno de notarse que en la única parte en donde se tomó la ofensiva, que fue en la batalla de la Angostura, los resultados fueron favorables. Exceptuándose este único caso, en toda la campaña estuvo el ejército a la defensiva absoluta, sistema reputado como el peor que se puede seguir. En cuanto a la estrategia, se la olvidó completamente, pues no se observó más regla que presentarse al enemigo de frente interceptándole el paso. También se descuidó el organizar la guerra en el terreno que quedaba a la espalda del enemigo y a los lados de sus líneas de operaciones; cosa de la mayor importancia en las guerras defensivas, y que tan buenos resultados produjo en Rusia, en España y en Portugal, cuando estos países fueron invadidos por los ejércitos de Napoleón. Es verdad que entretenidos nosotros con las frecuentes revoluciones que se sucedían periódicamente, poco o nada nos ocupábamos en estudiar y preparar un sistema de defensa, y que la invasión nos sorprendió por completo, porque la mayor parte de los mexicanos no creyó que tal guerra pudiese venir. Un orgullo nacional mal entendido y un desprecio inconsiderado de nuestros vecinos, contribuyeron también a asegurarnos en nuestra indolencia. Por otra parte, el estado militar de la República era deplorable; el ejército no llegaba, al comenzar la guerra, a doce mil hombres, esparcidos en una vastísima extensión: el armamento, la caballería, y, en general, todo lo concerniente al ejército, se hallaba envejecido y deteriorado por el uso, sin que en muchos años hubiese sido relevado, y en cuanto a nuevos sistemas usados en otros países, solamente teníamos noticias. No existían arsenales ni depósitos de ninguna clase, de manera que las pérdidas sufridas en la guerra era imposible repararlas. Los doce mil hombres del ejército, reemplazados constantemente, y ayudados por batallones de auxiliares y de guardia nacional, que en escaso número se levantaron, fueron los únicos elementos con que la nación sostuvo una lucha en extremo desigual, para la que no estaba preparada. Hay que añadir que la Hacienda pública se hallaba completamente exhausta. La lección recibida ha sido demasiado dura, y seremos muy dichosos si nos aprovechamos de ella."

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[1] Dice una relación contemporánea:
«El Palacio y casi lodos los establecimientos públicos han sido salvajemente saqueados y destrozados, aunque debo decir en obsequio de la justicio que la señal la dieron nuestros indignos léperos,. Guando el enemigo entro en Palacio ya estaban destrozadas las puertas y zaqueado. Al tercer día se vendían en el Portal el dosel de terciopelo galoneado, en cuatro pesos, y los libros de actas y otros, en dos reales. El infame y eternamente maldecido Santa Anna nos abandonó a todos, persona. y cosas, ú la merced del enemigo, sin dejar ni un centinela.»
[2] Componíase el Ayuntamiento del alcalde don Manuel Reyes Veramendi; de los concejales don Juan Merla Flores y Terán, don Vicente Pozo, don Lucio Padilla, don Rafael Espinosa, don lose Urbano Fonseca, don Agustín Díez, don José María Bonilla, don Mariano de Beraza, don Juan Palacios, don Pedro 'Tello de Meneses, don Leandro Pinol, don Mariano de Icaza, don José Mariano Aguayo, don José Mario Zaldívar, don Antonio Balderas, don Antonio Castañón y don José María de la Piedra, y del oficial mayor don Leandro Estrada.

Tomado de:
… México a Través de los Siglos. México, Ed. Cumbre, 1987. 309 págs.
pp. 145-148