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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1847 Cartas recibidas por Guillermo Prieto sobre la ocupación yanqui a la Ciudad de México.

 

 

"Guillermo querido":

"Al separamos el 13 de septiembre dejándome encargada tu casa y la traslación de tu familia a Tlalnepantla, casa del señor licenciado Carlos Franco, (?) me encargaste con encarecimiento te refiriese lo que ocurriera en la Capital, por el natural interés que excitaba la situación crítica en que quedó la ciudad.

"Hasta ahora puedo cumplir con tu encargo, y eso, muy imperfectamente, porque ha sido tal la situación de mi espíritu, tan varias y atropelladas mis emociones y tan multiplicados e incoherentes los acontecimientos, que me parece más fácil hacer un retrato dando carreras y haciendo machincuepas el original.

"Noche horrible la del 13; la ciudad estaba completamente a oscuras, se escuchaban tiros en todas direcciones y reventaron tres o cuatro bombas que difundieron el terror.

"Al amanecer el 14, comenzaron a entrar las tropas, las gentes aparecían en las azoteas y en las bocacalles, curiosas, amenazadoras y rugientes.

"Ya recordarás que Tornel [general mexicano] había dispuesto que desempedraran las calles y se amontonaran las piedras en las azoteas, y esto favorecía las intenciones del pueblo, de hostilizar a los invasores.

"Las fuerzas comenzaron a entrar de un modo regular, entre siete y ocho de la mañana.

"Yo sólo vi a tres de los principales jefes [yanquis], Pillow, alto, seco, mal encarado, y Twis, viejo, fornido, cano y chato, con unos ojos sirgos de malísimo efecto. Scott, alto, gallardo, entrecano, de buena presencia.

"La fuerza de línea, con sus uniformes azules y sus cachuchas, aunque en marcha desgarbada y bausana, no llamó la atención; pero los voluntarios, que eran muchos, formaban una mascarada tumultuosa, indecente, sobre toda ponderación. Muchos habían hecho como a modo de paletó, con sarapes y jorongos; otros, calzaban botas enormes sobre pantalones despedazados y, en materia de sombreros, eran sombreros incontenibles, indescifrables de arrugas, depresiones, alas caídas, grasa y agujeros; ¡oh! los fraques eran una iniquidad.

"Estos demonios de cabellos encendidos, no rubios, sino casi rojos, caras abotagadas, narices como ascuas, marchaban como manada, corriendo, atropellándose y llevando sus fusiles como se les daba la gana.

"A la retaguardia caminaban una especie de galeras con ruedas, con abovedados techos de lona, llenos de víveres y de soldaderas ebrias, lo más repugnante del mundo.

"Lo más notable en esa entrada, fue la entrega de la ciudad por el Presidente del Ayuntamiento, el señor licenciado Zaldívar, al señor Scott; esa entrega fue acompañada de una arenga, tan digna, tan levantada y patriótica, que servirá de título de honor a aquel teniente que supo, en circunstancias tan desgraciadas, defender los derechos de México.

"Un motivo o pretexto cualquiera, que ni es fácil ni preciso adivinar, encendió los ánimos, cundió rápido el fuego de la rebelión, y en momentos invadió, quemó y arrolló cuanto se encontraba a su paso, desbordándose el motín en todo su tempestuoso acompañamiento de destrucción.

"Llovían piedras y ladrillazos de las azoteas, los léperos animaban a los que se les acercaban, en las bocacalles provocaban y atraían a los soldados que se dispersaban. Aquellos negros, aquellos ebrios que gritaban y se lanzaban como fieras sobre mujeres y niños matándolos, arrastrándolos; ¡aquello era horrible!

"Se calculan en quince mil hombres los que sin armas, desordenados y frenéticos, se lanzaron contra los invasores, que realmente como que tomaban posesión de un aduar de salvajes.

"Por todas partes heridos y muertos, dondequiera riñas sangrientas, castigos espantosos.

"Vagaban como manadas, hacían fuego donde primero querían. Su manera de comer es increíble.

"Cuecen perones en el café que beben, le untan a la sandía mantequilla y revuelven jitomates, granos de maíz y miel, mascando y sonando las quijadas como unos animales.

"Al principio, estuvieron cerradas las iglesias, después abrían un postigo, y el sacristán, porque no sonaban campanas, daba aviso de la hora de las misas. Abiertas después las iglesias, los yankees se metían en ellas con los sombreros puestos y elegían de preferencia los confesionarios para dormir allí y roncar como unos lirones.

"Se repartieron en muchas casas alojados que las trastornaban de arriba abajo. En los balcones se veían hileras de patas de los yankees que allí se solazaban.

"México es un inmenso muladar, por todas partes hay montones de basuras y perros que cosechan suciedades.

"Estos voluntarios son brutos sobre toda ponderación: un pelotón de éstos se posesionó de la portería de Santa Clara, se encerró a piedra y lodo, arrancó tablas a motón, vigas, hizo fuego y se acostaron a dormir. Al siguiente día, sacaron muertos a aquellos bárbaros.

"He escrito mucho, otro día será más largo. Tu N."

 

(Otra carta)

"Pillow es alto, seco, apergaminado, muy serio; anda a caballo con su paraguas abierto. Twis es cuadrado, chato, como con cara de mastín feroz, embestía contra los paisanos con la espada y mató a algunos.

"Los oficiales andan en la calle llevando en la mano, a guisa de bastones, unos espadines muy delgados, con ellos ensartan al primero que les choca, con una sangre fría que espanta.

"Los extranjeros guardan reserva; algunos, así como señalados mexicanos, han puesto banderas en sus casas, en señal de paz.

"El bajo pueblo no aminora su odio a los yankees, hasta ahora, ni con ver que le brindan con dinero, ni que comparta con la plebe de sus abundantes víveres.

"Lo dicho no es una exageración; el maíz se conducía en carros, que dejaban regueros de grano en su tránsito, que se agolpaba a recoger la multitud, sin que nadie les dijese palabra de reconvención; de manera que al cabo del tiempo, se amoldaban las gentes a la situación, con alarma de los patriotas.

"De la carne y el pan, también hacían repartos.

"A los indios no les regateaban, y ellos corrían gozosos en pos de los daimes.

"Las mujeres también les son en lo general hostiles; pero en mi juicio, las prevenciones se fomentan por la cuestión religiosa, por su desacato a los sacerdotes y los templos; otro carácter tendrían muchos si los yankees fueran gazmoños y se fingieran creyentes.

"La buena sociedad de México no ha dado entrada ni a jefes ni a oficiales, y una casa del señor A., en que se han admitido visitas de yankees, es censurada acremente, y está como excomulgada.

"Hace algunos días unos cuantos lanceros se aparecieron en son de guerra por el rumbo de Santa María. Al momento se dispuso una fuerza con dos piecesitas de montaña para batirlos: Los dragones, arrojadísimos, rechazaron la fuerza, y los yankees corrieron como gamos a refugiarse en el Colegio de Minería. Dos dragones seguían a la tropa desbandada. Lances por el estilo producían enojo y rencor contra Santa-Anna, que dejó al pueblo agotar su bravura en esfuerzos estériles.

"Con motivo del temblor habido en estos días, tuve ocasión de ver el espanto que produjo en estas gentes.

"La casa del director del colegio, señor Tornel, está convertida en hospital; allí, entre otros, se cura el oficial que primero plantó en Chapultepec la bandera americana, y que salió gravemente herido.

"Al sentirse el temblor, sacaron a ese oficial al balcón, allí le tendieron la cama y allí lo han tenido a los cuatro vientos, hecho un santo entierro.

"Las ocurrencias que pasan con motivo del idioma, son muchas; pero yo, por ahora, quiero referirme a una para cerrar mi carta:

"Estaba yo de charla en la botica del Reloj, cuando entró a ella un yankee, burdo y jayán, con su cara de sol y su facha grosera y desgobernada.

"Pidió soda water, y yo de intruso y de patriota, le dije al boticario, chanceando: póngale, si puede, polvos para que reviente; refresco estricnina le daría yo, de mil amores.

"El yankee bebió su soda, la pagó, limpió los labios, y en un castellano pulcro y correcto, como el de Jovellano, me dijo:

-"¿Por qué quiere usted que me envenenen, caballero? ¿qué mal le he hecho a usted?...

"El buen boticario, mi amigo, no sé cómo me sacó de aquella situación.

"Recibe expresiones, etcétera. M. Z. G.

 

(Otra carta)

"Ya te he dicho que estos yankees ocuparon México como país conquistado, como aduar de salvajes, comiendo y haciendo sus necesidades en las calles; convirtiéndolas en caballerizas, y haciendo fogatas contra las paredes, lo mismo del interior del Palacio, que de los templos, fuego en que cocinaban y comían alrededor.

"En las casas de los alojados se cometieron mil atropellos. Pero donde hubiera podido formarse idea de estos comanches blancos y su cultura, es en sus bailes, haciéndolos notables, entre todos los de la Bella Unión.

"Allí lucían, como no es posible explicar las Margaritas, así bautizadas por los yankees, las mujeres perdidas, que se multiplicaron extraordinariamente, porque sus favorecedores regaban para ellas el dinero. Todo era en aquel salón chillante, intenso, febril. Sus vivísimos hombres desmelenados, con las levitas y chalecos desabrochados, mujeres casi desnudas; todo lo que tiene de más repugnante la embriaguez, de más asqueroso la mujer desenvuelta, de más repelente el grito y la carcajada de orgía, se veía allí presentando un conjunto de degradación que habría podido servir para sonrojo del salvaje y de la bestia, y dejo a la sombra mucho de este cuadro, porque aunque ésta sea carta íntima, así lo exige la decencia.

"Punto menos que estos bailes, eran las escenas representadas en los juegos a que también se entregaban con frenesí.

"El dinero y el maíz parece que son para estos caribes los medios de seducción de nuestra plebe, y que mucho consiguen.

"Pagan francamente lo que compran y gratifican con largueza a los que les sirven. El bajo pueblo y los indios han aprendido maravillosamente el sistema decimal y el daime les es tan familiar como el tlaco.

"Al transitar los carros del maíz de la tropa, va dejando en el sucio espeso reguero de maíz que recogen los pobres, sin que nadie los moleste, y esto hace que en mucho, entre el bajo pueblo, disminuyan los odios, que se concentran y recrudecen entre la clase media y lo rica.- Tuyo, etcétera.
M.M. Z.

 

(Otra carta)

"Nada me irrita más, ni me enloquece de ira, que los azotes.

"Para la primera ejecución, se tomaron muy serias precauciones y, sin embargo, no pudo verificarse por la actitud resuelta y amenazadora del pueblo. El cuadro de tropa que formó en la plaza, se deshizo, emplazándose la ejecución para el día siguiente.

"Ese día, que fue el 8 de noviembre, se verificó la ejecución. Cubrieron las avenidas de la plaza por la Monterilla y Plateros, como mil quinientos hombres, contando algunos trozos de caballería.

"Las víctimas eran tres: un tal Flores y otros dos cuyos nombres no recuerdo.

"Fijaron en el centro de la plaza tres barras de hierro, del alto de tres varas, con palos atravesados haciendo tres cruces. En ellas colocaron a los acusados que descansaban en el suelo con los brazos abiertos sobre los palos como crucificados, desnudos totalmente de medio cuerpo arriba.

"A una señal comenzó la ejecución.

"Es de advertir que el chicote, instrumento de la ejecución, era de esos chirriones de goma, gruesos en el puño y corriendo en disminución al descender, de suerte que a la vibración o sacudida, se centuplica la fuerza de un modo espantoso, y el extremo o pajuela se convierte en un instrumento que se hunde y raja como si fuera acero.

"Los azotes los aplicó un verdugo como un Hércules, y descargaba su látigo con frenesí.

"A los primeros azotes fueron aullidos desesperados los de Flores, después ronquidos sordos, al último aquellas espaldas eran una torta informe que se deshacía en sangre al acabar, cayó el ajusticiado sin sentido, y el terror y furia hacían espantoso el silencio. Los otros dos fueron ejecutados como Flores, y así se martirizaron a muchos mexicanos.

"Al yankee que quiso izar la bandera de Palacio, el día de la entrada de los americanos, le mataron de un balazo, pero por más esfuerzos que hizo la policía, no pudo averiguar quién fue el matador. Pero espantan por su barbarie los tormentos que preparaban al asesino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fuente: Prieto Guillermo. Memorias de mis Tiempos. Tomo II 1840-1853.