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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1847 Comunicación que sobre las negociaciones diplomáticas habidas entre los Plenipotenciarios de los Estados Unidos y México, dirigió al Gobernador de Jalisco, Mariano Otero, Diputado por aquel Estado.

Toluca, 16 de septiembre de 1847

 

Comunicación que sobre las negociaciones diplomáticas habidas en la Casa de Alfaro, entre los Plenipotenciarios de los Estados Unidos y México, dirigió al Excmo. señor Gobernador de Jalisco, el C. Mariano Otero, Diputado por aquel Estado.

 

Excelentísimo señor:

En esta ciudad a donde he venido, conforme al acuerdo de la junta de diputados reunida el 10 de agosto último, aguardaba que la Representación Nacional pudiera reunirse en cualquier lugar, para concurrir luego a sus sesiones con la puntualidad con que lo he hecho en todas circunstancias. Unicamente creí deber rehusarme a concurrir a la capital, cuando al día siguiente de una derrota el Gobierno trató de poner un término a la guerra por medio de las negociaciones que Vuestra Excelencia conoce, y se empeñaba en reunir el Congreso, porque comprendí que ni podía hacerse una paz decorosa en tales circunstancias, ni hubiera sido conveniente que ella se discutiera enfrente del enemigo; en una ciudad entregada al terror, y cuando para salvar los más caros intereses del país, sus diputados no hubieran contado con· más elemento que su estéril consagración. Desde aquí, pues, he seguido la marcha de los sucesos; be visto en cuanto lo permiten los documentos publicados, las pretensiones de nuestros invasores, la política que en este negocio adoptó el Gobierno de la República y los términos en que por el contra-proyecto de nuestros comisionados quedaba fijada la cuestión internacional, y he sabido también, con un dolor profundo, los últimos acontecimientos. Espero que después de elfos, el Presidente del Congreso citará ya para Querétaro o bien para otro lugar, y sin embargo de todos los perjuicios que me causa el abandono de todos mis negocios, iré sin demora a desempeñar el encargo con que me honró ese Estado y contribuir a la salvación común.

Pero temo, señor Gobernador, que la dificultad de las circunstancias, la falta de muchos de los señores diputados que tanto tiempo hace abandonaron sus asientos, y los esfuerzos de quienes tienen interés en mantener disuelta la Representación Nacional, dilaten por mucho tiempo su reunión; y como entiendo que la República se encuentra, en una situación tal, que su peligro futuro es todavía mayor que su inmenso infortunio actual, y el remedio debe ser pronto y enérgico, he creído de mi deber dirigirme a Vuestra Excelencia como al Primer Magistrado de ese Estado, para exponerle con franqueza los temores que me agitan sobre la suerte futura de la Patria y la urgente medida que, en mi juicio, demanda. Vuestra Excelencia perdonará la incorrección de escrito formado con premura y bajo el dominio de las más penosas impresiones que haya tenido que soportar en mi vida.

Las negociaciones diplomáticas que se siguieron del 21 del pasado a 6 de éste, me parece ponen en toda su luz, cuál es el carácter de la presente guerra, y disipan todas las ilusiones que hubieran podido formarse sobre esta cuestión. Antes de ellas, la contienda actual aparecía ante el mundo como disputa territorial en que cada una de las partes contendientes presentaba sus títulos, por más que fuesen de mala ley los de nuestros enemigos. Alegaba la República del Norte que siendo Texas una parte integrante de México, se había separado cuando en 835 se destruyeron las condiciones de la unidad nacional, y que ya independiente, después de haber resistido las agresiones de su antigua metrópoli, y estando reconocida por algunas de las principales naciones extranjeras, había hecho uso de su derecho al agregarse a la Confederación Americana, la cual por lo tanto, admitiéndola, no usurpaba a México territorio alguno. Los hechos históricos más incontestables y razones de justicia muy patentes, han hecho que no sólo los hombres justos de todas las naciones, sino también los escritores más ilustrados y los hombres públicos más eminentes del pueblo americano, reconozcan que la agregación de Texas meditada, dirigida y consumada por nuestros vecinos, con violación de los tratados, era una obra de rapiña y de iniquidad. Inútil fuera que yo me esforzase en persuadirlo a Vuestra Excelencia, y el punto de justicia es en cierto modo secundario a mi objeto.

No debe comenzarse por esta consideración, sino para inferir que la cuestión internacional se ha reducido siempre entre México y los Estados Unidos a Texas y sólo a Texas, pues que sólo Texas se declaró independiente y que únicamente está recibido en la Unión Americana. El resto de nuestro territorio no ha sido disputado en verdad, y por más de un acto lo han reconocido así constantemente los Estados Unidos del Norte. Ya independiente y aun agregado Texas, existieron y fueron reconocidas las autoridades mexicanas en Coahuila, Tamaulipas, Chihuahua y Nuevo México, que son los puntos limítrofes: al ofrecer el Gobierno americano en 845, que terminaría de una manera pacífica la actual cuestión, retiró sus fuerzas hasta Corpus Christi para no pedir nada fuera del territorio en disputa; poco antes habían devuelto el puesto de Monterrey en a Alta California y dado al Gobierno Mexicano una satisfacción por haberlo ocupado el capitán Janes: nunca turbaron antes del rompimiento de las hostilidades el Nuevo México, ni aun en la parte que está a la orilla izquierda del Bravo, y a pesar de las pretensiones del primer Congreso texano sobre la parte Norte de este río en su desembarcadura, las fuerzas americanas no avanzaron a él, sino después que se hizo inevitable la guerra, y esto en clase de observación, siendo muy de advertir que el Gobierno de los Estados Unidos, para justificar ante las demás naciones esta guerra, ha sostenido que sobre aquel terreno nuestras tropas rompieron las hostilidades, obrando las suyas en rigurosa defensa. Contra tal reunión de datos, es pues, evidente, que nada obran las pretensiones de algunos escritores y las opiniones de algunos diputados, sobre tomar por límites ya el Río Bravo, ya la Sierra Madre, ya el grado 26, porque las cuestiones internacionales sólo se fijan por los actos de los Gobiernos.

Ahora bien, fijado este principio importantísimo, es claro que cuando los Estados Unidos, antes de romperse las hostilidades, manifestaron que tenían los mejores deseos de transigir nuestras diferencias de una manera honrosa y conveniente para ambos países, y cuando en el curso de esta guerra reiteradas veces hicieron el mismo ofrecimiento, protestando a la faz del mundo que en manera alguna desconocerían nuestros derechos, ni abusarían de las ventajas que han obtenido, el simple sentido común dicta que sea siempre toda propuesta de transacción un medio por el cual ambas partes cedan algo de sus pretensiones, los ·Estados Unidos contraían el empeño de proponernos un arreglo en el que algo cedieran de su pretensión al territorio de Texas y aceptaran algo que fuera para México menos duro y ruinoso que su llano reconocimiento de la agregación de aquel Estado ; de la misma manera que si México hubiera invitado para un arreglo, se habría por el mismo hecho, comprometido a proponer y aceptar algo menos gravoso a su contrario que la completa pérdida del territorio disputado, Todo esto era inconcuso en el terreno de la buena fe, de la moral y del derecho de gentes.

Y todo esto ha desaparecido para dejar ver la realidad de la cuestión como la conocían mucho tiempo hace todos los que siguen la marcha del Gobierno americano. Su comisionado proponía, ocultando estudiadamente manifestar los motivos de su pretensión, que se le cediera con el territorio de Texas, todo el que comprende la orilla izquierda del Bravo, hasta tocar con Nuevo México, y después todo el terreno que está al Norte del límite Sur de este territorio y del Río Gila, con lo cual la República quedaría privada de Texas, de parte de Coahuila, Tamaulipas y Chihuahua, de todo Nuevo México, de gran parte de Sonora y de ambas Californias. En el curso de las negociaciones, el Gobierno de México llegó a resignarse no sólo con la pérdida de Texas, sino también con la enajenación de la Alta California en toda la parte que comprende desde el grado 37 al 42, y aun ofrecía dejar para siempre inculto y despoblado el importante territorio que hay entre las Nueces. y el Bravo; y sin embargo de que por este acto México no solamente prescindía de todo lo que defendía en esta cuestión, del único objeto de esta guerra, los Estados Unidos han rehusado aceptar ese tratado, y después de aclarar el Ministro americano que la cesión de Nuevo México, era la condición sine quan non de la paz, el ejército invasor ha proseguido sus operaciones, y México ha sido bombardeado y los Estados Unidos han derramado la sangre de nuestros mejores ciudadanos y llevado el espanto y la desolación a la primera y más antigua de las ciudades del Nuevo Mundo, no por la posesión de Texas, puesto que ya se les cedía, sino por la del territorio de Nuevo México, que no está independiente ni agregado a la Unión y sobre el cual ninguna disputa tenemos. Así ha quedado patente ante el mundo todo, que la guerra que los Estados Unidos nos hacen, es ya una guerra de conquista, por más que esto repugne al espíritu del siglo y a los antecedentes de un pueblo cristiano, de una República fundada por el más grande y virtuoso de los legisladores.

Hoy, enarbolado sobre las torres de la catedral de México el pabellón de las estrellas, y poseedor de nuestra capital un ejército de diez mil hombres que dista mucho de reunir lo mejor que en esta línea se conoce, hoy el orgullo y la ambición de sus pretensiones, crecerán en proporción del suceso casi incomprensible que han obtenido, y no se puede menos de pensar temblando, señor Gobernador, que si la Nación en vez de hacer esfuerzos grandes y vigorosos, se entrega al desaliento, fruto nacional de tantos reveses y consecuencia precisa de esa inmensa desgracia, todas las probabilidades anuncian que antes de poco tiempo, un tratado ignominioso, entregará a nuestros vecinos el territorio que codician; y México, cubierto con el desprecio del mundo, desaparecerá sin dejar siquiera el recuerdo de esos pueblos valerosos que sucumbieron después de una agonía gloriosa.

De facto, una vez variada la cuestión por los Estados Unidos de la manera que acabamos de verlo, ha sido, era sumamente grave e interesante observar qué posición, qué giro tomaba nuestra política en frente de la de nuestros enemigos, y esto excitaba un interés todavía mayor por la que durante tantos años se había observado en México de una manera inviolable. Muy natural es que en las revueltas civiles, los partidos, para hacerse del poder, invoquen los intereses más justos y finjan apoyar las resoluciones más generosas, y por esto hace tiempo que en México la guerra de Texas, objeto de los deseos y los temores de los hombres bien intencionados, ha sido también el pretexto de las ambiciones menos legítimas.

Por largos años la Nación fue oprimida por los Gobiernos, destrozada por las revoluciones y empobrecida por cuantiosas gabelas en nombre de Texas. Cada uno de los Gobiernos que aparecían sobre esta móvil escena, prometía la reincorporación de lo usurpado sin emprenderla, entretanto que Texas aumentaba su población, se hacía reconocer por los Gobiernos extranjeros, adquiría todos los días nuevas garantías de su existencia y mostraba ya el verdadero objeto de su rebelión, que em y fue siempre el de agregarse a la República vecina, instigadora y. directora de su separación. La reconquista fue, pues, la única política de nuestros Gobiernos: y cuando, en vísperas de la agregación, un Gobierno de indisputado patriotismo y acrisolada probidad, comprendió de diversa manera la cuestión de Texas y exponiendo su existencia con raro y loable desprendimiento, quiso ver si era posible dar a este asunto una solución inteligente y asegurar la nacionalidad de la República, erigiendo en Texas una nación pequeña e independiente, que por la garantía de otras potencias, no pudiera agregarse jamás a los Estados Unidos del Norte y sirviera de mantener entre nosotros el equilibrio continental, del mismo modo que la nacionalidad de la Bélgica, puso un término a las disputas que tantas veces ensangrentaron los campos de la Europa; e hizo de este designio un arma de partido y un motivo de revuelta; se llamaron traidores a hombres dignísimos y se derrocó aquella Administración. La reconquista volvió a ser nuestra política. La rebelión militar de San Luis produjo un Gobierno obligado a rehusarse a toda transacción, y sin embargo de que en sus contestaciones diplomáticas, sostuvo la misma política del Gobierno que había derrocado por ellas, comenzó las hostilidades, y bajo sus funestos auspicios tuvo principio esta serie inconcebible y lamentable de derrotas.

El Gobierno que produjo el movimiento nacional de 846 no pudo ya menos que proseguir esa guerra, y sin que entonces ni antes hubiera discutido de qué manera se podría llegar a una paz honrosa, se ha sentado como base la de que México no oyera, hasta que nuestras armas no arrojaran a los americanos más allá del Sabina, de San Juan de Ulúa y la Alta California; y cuando esta era una especie de fe política, la Administración que había ofrecido no oír mientras el enemigo pisase un punto de nuestro territorio; el Ministerio mismo que doce días antes acababa de anunciar que no trataría sino después de la victoria, y que no haría otra paz que la que dictara a su enemigo, se ha prestado a oír, y ha ofrecido no sólo consentir en la independencia de Texas, sino en su agregación; y no sólo en su agregación, sino en la venta de un territorio todavía más extenso y precioso que el de Texas; y como si con el infortunio el pueblo de México hubiera perdido la memoria, se le decía que la Administración era consecuente, que el honor del país estaba salvado, y todo esto, atacada previamente la libertad de la prensa, ha pasado sin que la Nación examinara sus intereses, sin que se reclamara el cumplimiento de tantas promesas, la realidad del principio que en el sistema representativo prohibe a un Ministerio marchar sucesivamente por dos sistemas contradictorios. He aquí, señor Excelentísimo, el triste resultado de la intolerancia que en nombre de la libertad prohibe la discusión; del crimen que se comete cuando los partidos, por satisfacer sus fugaces y secundarias pretensiones, extravían las más graves cuestiones por la declamación y la calumnia.

Las negociaciones de Atzcapotzalco son, pues, en esta guerra, un suceso importantísimo, tanto o más como puede serlo una batalla, y yo suplico a Vuestra Excelencia que fije sobre ellas su atención por más que la ocupe la irreparable desgracia cuyo recuerdo me domina a mí también al extender estas líneas. Una vez que nuestra política ha entrado ya en el camino de las negociaciones inexcusable es para los hombres que tienen la desgracia de desempeñar un cargo público en estas circunstancias, examinar si las nuevas resoluciones salvan o no el honor y los intereses del país, y examinarlo con franqueza y buena fe. Esas resoluciones pueden ser muy pronto el desenlace definitivo de esa gran cuestión.

A mi modo de ver (y prescindiendo de examinar si la paz concluída en las puertas de la capital y después de los sucesos del 20 y sus tristes antecedentes, hubiera podido ser una paz honrosa, una paz que no llevara en sí el sacrificio de la seguridad y la respetabilidad de la Nación) entiendo que se ha cometido un error muy grave, y quiera Dios que no sea de funestas consecuencias, al consentir en que la cuestión se extravíe, versándose las negociaciones, no sobre ella en su legítima extensión, sino en la de una verdadera conquista, que es como la puso el proyecto de Mr. Trist. Para que los derechos y la moderación de México se presentaran a toda luz, para hacer a los ojos del mundo más patente la iniquidad de la prosecución de esta guerra, para salvar nuestros intereses, hasta donde es posible, me atrevo a creer que no debió tratarse más que de Texas, porque sólo Texas ha estado en disputa y me parece que menos fatal nos hubiera sido mostrar disposición para ceder todo, es decir, para perder a Texas en todos sus límites y sin recibir un real de indemnización, que alentar los designios de nuestros enemigos, condescendiendo en tratar sobre la venta de un solo palmo de nuestro territorio indisputado; porque si México podía bien prestarse a tratar de la pérdida de un territorio sublevado por claros que fuesen sus derechos, no debía reconocer que tenía en venta su territorio, ni dar el ejemplo de enajenarlo a quienes venían a proponerle la compra con las armas en la mano. Esta verdad era bien notoria al Gobierno.

Respecto del territorio de Nuevo México y California, dice la 5a. de las instrucciones dadas a los comisionados en 29 de agosto, se negarán absolutamente a ceder el todo o parte de sus terrenos, pues que es cuestión enteramente extraña a la de Texas, y México no quiere desprenderse de esta parte integrante que corresponde a la Nación; sin embargo, los comisionados harán decir al de los Estados Unidos, por qué derecho o con qué intención ha incluído en sus pretensiones el Gobierno de los Estados Unidos a Nuevo México y California. Si no quiere decirlo, que conste.

Y en verdad, nada creo que puede hablarse sobre esta materia, mejor que lo que ya expusieron nuestros comisionados en su lacónica y preciosa nota de 6 de éste.

La guerra que hoy existe, dijeron, se ha empeñado únicamente por razón del territorio de Texas, sobre el cual la República de Norteamérica presenta como título el acta del mismo Estado en que se agregó a la Confederación Norteamericana, después de haber proclamado su independencia de México.

Prestándose la República Mexicana (como hemos manifestado a Vuestra Excelencia que se presta) a consentir mediante la debida indemnización, en las pretensiones del Gobierno de Washington sobre el territorio de Texas, ha desaparecido la causa de la guerra y ésta debe cesar, pues que falta todo título para continuarla. Sobre los demás territorios comprendidos en el Artículo 4° del proyecto de Vuestra Excelencia, ningún derecho se ha alegado por la República de Norteamérica, ni creemos posible que se alegue alguno. Ella, pues, no podría adquirirlos sino por título de conquista, o por el que resultara de la cesión y venta que ahora le hiciese México. Mas como estamos persuadidos de que la República de Washington, no sólo repelerá absolutamente, sino que tendrá en odio el primero de estos títulos; y como, por otra parte, fuera cosa nueva y contraria a toda idea de justicia, el que se hiciese guerra a un pueblo por sola la razón de negarse él a vender el territorio que un vecino suyo pretende comprarle; nosotros esperamos de la justicia del Gobierno y pueblo de Norteamérica, que las amplias modificaciones que tenemos que proponer a las cesiones de territorio (fuera del de el Estado de Texas que se pretende en el Artículo 4°)" no será motivo para que se insista en una guerra, que el digno general de las tropas norteamericanas, justamente ha calificado ya de desnaturalizada.

Lo que no puede comprenderse, es por qué y para qué se daban esas instrucciones, cuando en ellas mismas se manifestaba buena disposición para conceder a los norteamericanos, el establecimiento de una factoría en California, cosa a primera vista mucho peor que la colonia otorgada a Austin, en Texas, poco más ha de veinte años, cuando en las verdaderas instrucciones de este negocio que no han sido publicadas, y tal vez se acordaron de palabra, se consentía en ceder todo el territorio de la Alta California; que está al Norte det grado 37. Este ofrecimiento, repito, es el que me ha llenado de temor, sin que atine a concebir de qué manera, la indemnización pecuniaria y la garantía del Artículo 12, únicas ventajas que encuentro en el. contra-proyecto que nuestros comisionados presentaron, puedan presentarse como ventajas sólidas ni propias de la cuestión, ni mucho menos capaces de compensar las numerosas ventajas que concedemos a los Estados Unidos.

Lo que México disputa en esta guerra, no es su honor ofendido por el agravio que una satisfacción repara: ni las injusticias hechas a sus ciudadanos, que una indemnización compensa; sino intereses de mayor jerarquía, la seguridad de su existencia política, la conservación de su rango entre las demás naciones, y ningún tratado que deje de salvar estos grandes objetos puede ser bueno y honroso. Vuestra Excelencia sabe muy bien cuál es la naturaleza de la cuestión.

Los Estados Unidos del Norte se creen destinados a dominar todo el Continente, desde el Canadá hasta Cabo de Hornos. Sin un siglo todavía de existencia han sextuplicado su población, y tienen hoy un territorio doble del que ocupaban cuando se emanciparon, y en esta marcha sin ejemplo, lo más próximo, lo primero que necesitan invadir. Son los inmensos desiertos que tenemos al Norte de la República y que componen las tres cuartas partes de su territorio. Por eso ellos han confesado sin rubor que la agregación de Texas fue el objeto de su política durante muchos años, y es realmente incalculable lo que con ella han ganado. Aquel Estado con los límites con que se ofrece cederlo, contiene un territorio de veintiún mil leguas cuadradas, es decir, una superficie mayor que la de nuestros Estados reunidos de Puebla, México-, Querétaro, Guanajuato, Zacatecas y Jalisco; mayor que la del Ecuador y Centro América en este Continente; que la de Prusia e Inglaterra en el antiguo. Situado sobre la. costa del Atlántico, tan inmediato a México como a los Estados Unidos e Isla de Cuba, dotado por un clima feraz, cortado por ríos que se cruzan en todas direcciones y riegan sus inmensos valles, poblado de bosques preciosos, abundante en minerales de fierro y carbón de piedra, propio para todo género de cultivo y hasta ahora sin rival para el de el algodón, ese Estado debe ser muy pronto una de las porciones más importantes de la América Septentrional. Lo que le falta es la población, y ésta le viene ya en una proporción espantosa. En 1835 tenía veintiún mil habitantes; en 1842 eran ya ciento cincuenta mil, y hoy no bajan de doscientos mil: la paz la hará crecer, y cuando tenga ya una población relativa, igual a la de Puebla, que no es mucha, tendrá cinco millones doscientos treinta y cuatro mil habitantes.

Con Texas se pierde la tercera parte de nuestra costa sobre el Golfo de México, muchos de nuestros mejores puertos y la frontera más importante que teníamos; y todo esto no sólo lo perdemos nosotros, lo ganan los Estados Unidos. ¿Qué millones podrán, pues, compensar semejante pérdida; ni dónde o cuándo México, con todos los tesoros que han sido de su seno, podrá encontrar quien le venda un territorio igual; cómo se le compensa lo que va a perder en su importancia política y seguridad exterior?

Perdido Texas (y no por esto sostengo yo que sea fácil su reconquista), nuestra frontera con los Estados Unidos se extenderá de la desembocadura del río de Las Nueces al punto en que se tocan Texas, Arkansas y Nuevo México, por más de doscientas veinte leguas de desierto, en los confines de Tamaulipas, Coahuila, Chihuahua y Nuevo México, y en esta situación, fácil es comprender la inseguridad de la Nación. Esos Estados, hoy poco poblados, que una política fatal ha dejado en el abandono, oprimidos por nuestra Administración militar y despedazados por los salvajes, serán el objeto de la codicia del norteamericano, y guardarán muy pronto una posición peor que la de Texas. Ningunos resguardos, ningunos ejércitos, podrán bastar para destruir el contrabando, para guardar la línea fronteriza, para impedir que la población reboce sobre ellos, para cortar las relaciones del comercio, para hacer que el ejemplo de una civilización adelantada y de unas instituciones libres no amortigüen poco a poco el espíritu de nacionalidad que hoy es tan vivo en aquellas poblaciones dignas de mejor suerte; y entonces todas las probabilidades hacen temer que la raza anglosajona se extienda y prospere en ellos, mucho más cuando en esta su marcha tendrá delante los dos objetos de su ambición, los ricos minerales de nuestra sierra, y las costas del Océano Pacífico. Será siempre la misma historia de Texas.

Formando una colonia, estableciendo una factoría, renunciando su nacionalidad, de cualquier manera que el americano ponga el pie sobre la tierra de su codicia; los tesoros de este suelo y la superioridad de su civilización, le hará recoger los frutos que desea; su prosperidad traerá nuevos pobladores, y cuando éstos sean ya bastante numerosos, el idioma, los recuerdos de la patria, la religión, las costumbres, en una palabra, cuanto constituye la individualidad de un pueblo, lo separará de nosotros, y así, poco a poco, nuestra raza irá desapareciendo absorbida por la suya. Con solo Texas, el pueblo americano ha andado geográfica y políticamente la mitad del camino que lo separa del Pacífico, y en verdad que contra estos males de tan fácil previsión y cuyo último término es la ruina de nuestra nacionalidad, tampoco veo cómo pueda servir de garantía el ofrecimiento que hacemos de no fundar poblaciones ni colonias en el espacio que separa al Bravo de Las Nueces. La inmensa frontera que siga después del nacimiento de esos ríos, bastará para establecer la comunión que se quiere impedir y, por otra parte, estipular en el tratado garantías para que nuestra raza no invada el Norte, es cambiar absolutamente los papeles. Si es que el desierto conviene a la seguridad de México, bien podíamos conservarlo, sin que en los tratados apareciéramos dando esta garantía sin igualdad ni compensación. Esto es sólo en cuanto a Texas.

Pero si a su pérdida con las circunstancias que apenas he indicado y que la ilustración de Vuestra Excelencia comprenderá en toda su magnitud, se agrega la cesión ofrecida por nuestro Gobierno de la Alta California en su parte Norte, me temo que esta guerra haya tenido el más fatal de todos los desenlaces. A la distancia en que estoy de los sucesos, con la ligera idea que las comunicaciones publicadas dan de las negociaciones, yo no puedo comprender por qué el Gobierno no se opuso a la pérdida de California, con el mismo empeño que la del Nuevo México. Si ésta se rehusaba, como dicen nuestros comisionados, por sentimientos de honor y delicadeza, es decir, porque México no debía prestarse a tratar de la venta de su territorio con el enemigo amenazante, la misma razón obraba para cualquier palmo del territorio no disputado. Si, como dice el Excelentísimo señor Ministro de Relaciones, la República no puede abandonar a Nuevo México, "porque no le es dado vender como un rebaño esos beneméritos mexicanos que abandonados a su suerte, sin protección y olvidando sus quejas, se han levantado contra los invasores y derramado su sangre por seguir perteneciendo a la familia mexicana," los californianos no son inferiores a los nuevo-mexicanos, ni hallo por qué a ellos sí se les venda como un rebaño, para usar de la misma frase. Comparando, por el contrario, lo que importa para México y los Estados Unidos la cesión del Nuevo México y la de la California, encuentro que no es más ruinosa esta última. Las Californias contienen una extensión territorial mayor que la del Nuevo México; son incomparablemente más fértiles que él, y por su situación no pueden compararse, en razón de que Nuevo México es un país central excesivamente frío y muy distante de los dos mares, mientras que Californias con el más suave de nuestros climas, el cielo más puro del Universo y el suelo más fecundo, tiene la mejor costa del Pacífico y el puerto más hermoso que poseemos sobre ambos mares: la California es el país más a propósito para surtir a México de todos los artículos que hoy exporta de Europa; allí la naturaleza apenas cultivada iguala y excede a los frutos más óptimos de la agricultura más adelantada. Calculo que la extensión que ofrecimos ceder importa veinte y nueve mil leguas cuadradas de 20 al grado, y no sé cómo podrán pagarnos, ni nosotros deberemos vender esa porción interesantísima no de un desierto, sino de un terreno necesario a nuestra seguridad.

Cediendo Texas a los americanos, aumentan su litoral sobre el Atlántico y su frontera sobre nuestros Estados: perdiendo a California los ponemos nosotros mismos sobre las costas del Pacífico, objeto de su delirante ambición y donde hoy no tienen más que posesiones remotas, muy australes, separadas de su territorio y en mucha parte en disputa con la única nación del mundo que les es superior sobre los mares; los traemos a una parte de la República en cuya frontera todavía no pueden amenazarnos; y entre ellos y el resto de las Californias y nuestros inmensos e importantísimos Estados del Pacífico, no dejamos más frontera que la línea matemática. Yo confieso que, a mi modo de ver, la nacionalidad de la República no podía llevar un golpe más rudo, y apenas comprendo cómo, ciego de avaricia. y de orgullo, el Gobierno norteamericano haya rehusado ese tratado. Para calcular lo que con él sería dentro de veinte años la California, baste recordar lo que era la cuestión de Texas hace ese mismo tiempo. El año de 27 no había en Texas más que una colonia débil y sin apoyo, cuyo jefe venía a la capital de la República a implorar humildemente amparo y protección, mientras con todo el prestigio de su independencia, de sus instituciones, de sus triunfos y de su paz todavía no interrumpida, tenía a la colonia sujeta a sus leyes, mantenía cerca de ellas un ejército, se comunicaba frecuentemente con sus puertos y ciudades, y podía mandarles sus órdenes en diez días. A los veinte años la colonia de Texas ha traído al enemigo extranjero hasta la capital de la República. Californias no es una colonia débil, sino una nación poderosa y vencedora la que entra en ella; las cuestiones que se susciten no serán objeto de súplicas, sino de amenazas hechas a un pueblo humillado y vencido, y mientras que los Estados Unidos establezcan camino de fierro para sus nuevas posesiones, y tengan aquellos puertos visitados y defendidos por sus numerosos buques, México, no tendrá una embarcación sobre aquellas costas, centenares de leguas de desierto nos separan por tierra, y apenas recibiremos dos o tres veces al año noticias· de aquella importantísima parte de nuestro territorio. ¿Entonces quién detendrá a los americanos dentro de la línea matemática del grado 37° de latitud?

¿Quién defenderá las costas? ¿Qué poder será bastante para librar del torrente todas las Californias? ¿Ese mismo Nuevo México, que se quiere conservar estrechándolo por todas partes, no cederá y con él no cederán también Sonora y Sinaloa, y en general toda la costa del Pacífico? Yo, señor, no comprendo cómo puede haber consecuencia en exigir un desierto como límite cerca del Atlántico y dejar sobre el Pacífico a las Californias divididas por una línea matemática. Yo no concibo cómo pueda ser honroso y previsor un tratado que duplicará el poder marítimo de nuestros enemigos, que les entregará nuestra costa del Pacífico, y con ella el comercio del Asia, y así es que como muy exactamente aseguran nuestros comisionados, México no puede perder la Baja California, porque debe conservar a Sonora, y para conservar a la Baja Californía, necesita no desprenderse enteramente ele la Alta, poique enajenar la mitad de ella, la cuarta parte o un solo puerto, es perderla toda, y perderla de tal manera, que si tal infortunio se consuma, temo mucho, señor Gobernador, que antes de veinte años nuestros hijos sean extranjeros en Mazatlán y San Blas.

La garantía que se piensa obtener recabando de los Estados Unidos el compromiso de no continuar agregando nuestro territorio al suyo, sobre ser una base del todo impotente para la invasión de las razas, que es nuestra verdadera cuestión, no nos da más garantía que la del derecho, ¿y qué valen el derecho y los tratados cuando se ponen de por medio el interés y la ambición de los pueblos? No es por falta de derechos que respetar, ni de tratados que cumplir, por lo que los Estados Unidos nos invaden; y con un pueblo que se presenta sin embozo como conquistador, con un pueblo que nos hace la guerra porque no queremos venderle nuestro territorio, con un pueblo cuyos generales han violado el armisticio para que no escaparan a su furor los ancianos, las mujeres y los niños de una ciudad populosa, y cuyo primer acto de triunfo es el de poner en libertad a los salteadores y asesinos que encierran las cárceles públicas, la garantía de un tratado no es más que una irrisión, la última de todas las que nosotros debiéramos pedir.

De todas maneras, pues, Excelentísimo señor, yo he temblado al ver cómo consintiendo nuestro Gobierno en el extravío de la cuestión, se ha allanado a ofrecer las Californias en venta, y persuadido de que con este acto la cuestión internacional se ha extraviado, las miras ambiciosas de nuestros vecinos del Norte, se han alentado y hecho difícil la consecución de una paz honrosa, me he decidido a provocar la discusión, a exponer mis ideas con franqueza, aunque con el mayor recelo de padecer error, y a decir que no encuentro otro remedio sino el de que la Nación por los órganos legítimos que expresan su voluntad, repruebe cuanto antes los términos del tratado ofrecido y manifieste la más decidida y eficaz voluntad de llevar adelante la guerra. Al efecto y si antes no me convencen las razones contrarias, el primer día que se logre una sesión del Congreso General, haré formal proposición para que una ley prohiba al Ejecutivo hacer, ni admitir proposiciones de paz en que enajene ninguna parte del territorio nacional que está fuera de disputa, en el concepto de que la Nación no reconoce otra cuestión pendiente más que la relativa al dominio del: territorio de Texas en sus límites legales. La necesidad de hacer esta declaración, la urgencia de hacerla cuanto antes, y la conveniencia de que las Legislaturas de los Estados la apoyen con sus iniciativas respetables, me parecen fuera de duda y me han estimulado a dirigir esta comunicación a Vuestra Excelencia, teniendo bien presente, no sólo cuanto debo a ese Estado, sino también al grande y poderoso influjo que siempre ha ejercido y en estas circunstancias será todavía mayor.

Si mis tristes aprensiones no son una quimera, después de lo que ha pasado, señor Gobernador, ¿qué garantía podemos tener de que muy pronto no se firme un tratado por el cual los americanos queden en pacífica posesión del territorio que ya se les cedía, y de aquel por cuyo logro han proseguido la guerra? Entre protestar que no se oiría al enemigo, mientras no estuviera vencido y arrojado de nuestro territorio, y cederles todo Texas y la mayor parte de California, hay una distancia incomparablemente mayor que la que ya de este punto se necesitaba recorrer para aceptar las proposiciones últimas de Mr. Trist. Nada importa que el Gobierno haya calificado esas proposiciones ignominiosas, porque antes había ya dado la misma calificación a toda paz que se hiciera antes de la victoria, y el honor, los intereses, el porvenir de la Patria son cosas demasiado sagradas para que puedan descansar sobre tan débiles garantías como esas promesas acabadas de violar. Por otra parte, es evidente que existe entre nosotros un partido por la paz, partido numeroso, formado a pesar de la intolerancia que lo prescribe y tan enérgico y disimulado, como todas las opiniones reprimidas por la violencia. Si la guerra es hoy el único medio de salvación, el partido de todos los que están dominados por el sentimiento de la dignidad de su país y conocen que las naciones deben sacrificar sus intereses del momento a sus intereses seculares; el extranjero que ve paralizado el comercio, el propietario que sufre la ruina de los giros y la imposición de cuantiosas gabelas, el empleado que se encuentra sin el único recurso de su familia y aun el hombre tímido, pero de ardiente patriotismo, que contemplando los desastres cada día mayores de esta guerra, teme que vayamos en ella de mal en peor, ansían en secreto por la paz que ponga un término a esta situación violenta. Lo mismo sucede en todas partes; los intereses materiales tienen en las naciones modernas una preponderancia decisiva, y de ello tenemos en nuestro siglo una buena prueba, cuando tales intereses impidieron en 1814, la defensa de la capital de Francia y sometieron aquella nación grande y gloriosa a recibir la ley de los extranjeros que tantas veces había vencido. Sin la intervención de estas causas, imposible fuera explicar las negociaciones de la casa de Alfaro, y por cierto que hoy tomada la capital, aumentado el terror, hecha la guerra más difícil, es evidente que la causa de la paz habrá ganado mucho; y que si un esfuerzo violento y unánime no. despierta la energía del espíritu nacional y regulariza la defensa, nuevas negociaciones, nuevos sacrificios harán terminar la guerra por una paz todavía más funesta que la ofrecida el 6 de éste. Hablo a Vuestra Excelencia con esta sinceridad porque jamás he creído útil él sistema de convenirse en callar lo que para nadie es un secreto.

Mi temor por la proximidad de una paz ruinosa, aumenta mucho considerando que probablemente las circunstancias inclinarán al Gobierno de Washington a poner un término a la guerra sobre las bases ofrecidas, de manera que temo mucho el resultado que en los Estados Unidos produzcan la noticia de la toma de la capital y la publicación· de las negociaciones. El partido numeroso que en aquel país defiende la causa de la justicia y contempla con horror la nueva política del Gobierno americano, hará una cruda guerra al Poder manifestando que emplea los tesoros y sacrifica la sangre de sus ciudadanos, no en defensa del territorio de Texas y en cumplimiento de la ley que por su conservación declaró la guerra, sino en una conquista para la cual no puede alegar el menor título ni autorización legal, y ya se sabe que hoy ese partido es bastante fuerte en la opinión y enlas cámaras para imponer al gabinete. En el mismo partido de la guerra hay hombres que decididos por la agregación de Texas, no lo están por la conquista de Nuevo México, y se reunirán al partido de la paz luego que ésta pueda obtenerse por el triunfo de la ley que agregó Texas a los Estados Unidos; y aun entre los partidarios más decididos de la ocupación de México y la extinción de la raza española, naturalmente sobrarán hombres bastante pensadores, para comprender las ventajas que obtendrán terminando la actual cuestión por medio de la paz. Estas ventajas son palpables. Los hombres instruídos de aquel país, comprenderán mejor que yo, todas las que antes he indicado, (con el objeto de manifestar por qué considero yo esos tratados como funestísimos para nuestro país), y ellos verán también que nada le es más conveniente para su respetabilidad exterior, que terminar la guerra en este punto, cuando todos los sucesos que ella presentaba por más brillantes, se han realizado con una facilidad oprobiosa, cuando sus ejércitos, de victoria en victoria, han llegado sin resistencia hasta la capital misma de la República. La dificultad cada día mayor de mandar nuevos ejércitos, el temor muy justo de no conservar por largo tiempo una superioridad tan difícil, y la repugnancia de aquel pueblo, el más positivo de la tierra, por el pago de nuevos impuestos, es creíble que auxilien todos esos elementos y decidan a aquel Gobierno a aceptar la paz. Preciso es por lo tanto que los que creemos que esa paz será oprobiosa procuremos evitarla, usando de los derechos que la Nación nos concedió, y para conseguirlo a mí me ha parecido que el mejor medio es impedir que tas negociaciones vuelvan a establecerse bajo el pie que lo fueron.

El derecho del Congreso General para expedir semejante ley sería incontestable, porque a él comete la Constitución General el derecho de defender la independencia de la Nación y proveer a la seguridad de nuestras relaciones exteriores; porque la facultad de dirigir las negociaciones diplomáticas, está como todas las atribuciones del Ejecutivo, subordinada a las disposiciones de las leyes. Rigiendo la Constitución General, el Congreso expidió un decreto, por el que prohibía se oyeran proposiciones de España que no tuviesen por base el reconocimiento de la independencia, y nadie hasta ahora ha objetado cosa alguna contra aquel decreto. La intervención de los Estados en este caso, no sólo se halla autorizada por lo que tal asunto afecta a los intereses todos de la Federación, y exigida por la actual deplorable falta del Congreso, sino que también es de lo más conducente, puesto que la venta de Californias envuelve, Excelentísimo señor, una cuestión de derecho público que Vuestra Excelencia habrá ya advertido. Porque si me parece muy obvio que resida en los Estados federales, la facultad de consentir la separación del que rompiendo el Pacto se separó de hecho, no veo cómo los mismos Estados soberanos tengan derecho no ya de excluir del lazo federal aquella parte integrante, que por el Pacto primitivo están todos obligados a defender contra una agresión extraña, sino también a obligarlos a que pertenezcan a otro pueblo, vendiéndolos como a un rebaño, para valerme de la expresión misma del Ministro, y aplicando el fruto de su venta a los demás. A mí este proceder me parece contrario a las leyes de la eterna justicia y a la naturaleza del sistema que constituye nuestra manera de ser político, y como él está plenamente admitido en las propuestas hechas al Gobierno americano, si para contradecirlo los Estados soberanos, no alzan luego la voz en defensa de su independencia y de la seguridad de su bienestar, ellos habrán admitido que reside en el Poder Central el derecho de venderlos contra su voluntad a una potencia extraña. ¡Nadie sabe en el porvenir qué Estados serán las víctimas de ese derecho, ni qué potencias especularán sobre él! ¡Cuán cierto es que fuera de los principios, todo es desorden y anarquía! Al entrar el Gobierno mexicano a tratar sobre la venta del territorio indisputado, ha puesto a la nación en un camino cuyo último término es la pérdida completa de nuestra existencia política. Yo deseo, vuelvo a decirlo, que mis conceptos sean erróneos y mis temores infundados. Pero si no lo son, es preciso comprender igualmente, que la restricción impuesta al Ejecutivo para que no pueda ratificar tratado alguno sin el previo consentimiento del Congreso General, dista mucho de contener un medio eficaz. El día que un Tratado se firme, muy difícil será ya evitar que se lleve adelante. La posibilidad de una paz inmediata, y el apoyo de un Gobierno interesado en llevarla a cabo, aun cuando no se hiciera uso de medio alguno ilegal, darían tal fuerza al partido numeroso, que antes manifesté había por la paz, que no sería difícil obtener dentro de poco tiempo su aprobación del Cuerpo Legislativo. Vuestra Excelencia conoce cuán fácil es a los Gobiernos obtener una mayoría, aun para decisiones que no apoyarán auxiliares tan poderosos como los que en este caso habría por la paz, Lo ocurrido en 1839 cuando se celebró la de Francia, es una buena prueba de esta verdad. No es muy difícil tampoco que se ponga para la ratificación un término tan largo que permita solicitarla en las circunstancias más favorables y aun de diversos Cuerpo Legislativos, y sobre todo, como desde antes de la ratificación el territorio cedido estará ya en poder de los Estados Unidos, puede muy bien suceder que después con sólo el transcurso de algunos años fuera ya imposible recobrarlo. En esta guerra no debe olvidarse que la buena oportunidad para hacer la paz, nos ha podido venir y espero que nos -vendrá, del plan por el cual los Estados Unidos han traído sus ejércitos al centro de la República. El caso mismo de una revolución que destruya las instituciones para hacer la paz, nada tiene de fantástico supuestos los tristes antecedentes de nuestra historia.

No cabe, pues, duda alguna, en que bajo todos aspectos, es absolutamente necesario y urgente que una ley haga imposible la enajenación ya ofrecida del territorio indisputado, y cuya pérdida acarrearía gravísimos males a la República.

La única objeción que contra todo lo expuesto podrá hacérseme, es la dificultad de continuar la guerra hasta obtener una paz conveniente, y sin que se me oculte el tamaño de esta dificultad que procede sólo de la desorganización que nos devora, tengo de la mejor buena fe, la íntima convicción de que grandes y realizables esfuerzos pueden reparar nuestros desastres, y no alcanzo cómo pueda la Nación dejar de hacerlos conservando su dignidad y su independencia. Lo que se necesita por ahora es destruir el ejército que ha ocupado de Veracruz a México, y si esto fuera imposible, si la Nación confesara que no tenía recursos para vencer a diez mil extranjeros que se encuentran aislados en un país adonde no hallan una sola simpatía, sin haber dejado tras de sí un camino militar suficientemente cubierto, no sería la paz sino la pérdida de la independencia, la vuelta al estado colonial o la adopción de cualquiera otra manera de ponernos bajo la protección de un poder más fuerte la consecuencia que de ello debiera deducirse, y la confesión tácita que el mundo todo vería en esos tratados de paz. La ocupación de México en los términos en que se ha verificado, va a comentarse de la manera más desfavorable para nosotros, objeto ya de tan amargas invectivas: creo más, que excitará proyectos de intervención que ya asomaron, y a no ser que México se resuelva a perder toda consideración entre las demás naciones, es preciso que la guerra no acabe aquí. Basta meditar muy poco, para que desaparezcan las exageraciones de que somos víctimas, para que se comprenda que aun es posible volver por el honor de nuestra patria.

Yo repelo con indignación, tanto el aserto de los que explican este desastre por medio de una colusión con el extranjero, como por la supuesta degeneración de nuestro país, No merece crédito la sospecha de una traición, que no tendría una sola causa de tentación, ni puede exigirse del hombre que ha sido objeto de ella, otra prueba en contra que su presencia en los lugares donde la muerte segaba a nuestros defensores. ¿Y la nación qué no ha hecho por esta guerra? En menos de un año cuarenta mil hombres han ido a los campos de batalla: desde el proletario infeliz que apenas tiene idea de la Patria, hasta el hombre estudioso, y el propietario cuyos hábitos eran los menos conformes con las ocupaciones militares, todos han ido espontáneamente a verter su sangre en la lucha. Batallones enteros han quedado en el lugar del combate, y un número ya· demasiado largo de víctimas, aunque estériles, heroicas, prueban que no es el valor ni la decisión, los que han faltado en defensa de nuestro país. La impunidad otorgada a muchos jefes militares, y la falta de un plan acertado, fenómenos propios de una situación como la nuestra, son las causas que nos llevaron al estado en que hoy estamos, y esto es tan patente, que para conocerlo, bastan los hechos más públicos. Callarlo sería perder la esperanza del remedio, sacrificar el honor de nuestro país todo a desarrollar esta verdad, permítame Vuestra Excelencia que en su confirmación le refiera algunos hechos que tal vez no habrán llegado a su conocimiento y son bien importantes.

Cuando en los últimos días de enero, se anunciaba que el Ejército en San Luis marchaba al encuentro del General Taylor, una persona de conocida capacidad en el arte y de indudable patriotismo me comunicó que los Estados Unidos preparaban la expedición de Veracruz, y me manifestó que la marcha de todo nuestro Ejército más allá del desierto, aun cuando tuviera el éxito más feliz, dejaría el centro de la República sin defensa. Su objeto era, que yo revelando en el Congreso el peligro de la Nación, excitando al Gobierno para que defendiendo el Norte con una División respetable, avanzara sobre el Oriente el resto del Ejército, y si no se podía impedir el desembarco del Ejército americano en Veracruz, se desartillasen el Castillo y la plaza, y se defendiera la entrada a la tierra fría por un Ejército respetable y una serie de puntos fortificados. En sesión secreta del mismo día, hice presentes estas ideas en cuanto me era dado explicarlas: fueron apoyadas por varios diputados de notoria ilustración, y el Ministro que se hallaba presente, confirmó mis noticias, y aseguró que todo estaba previsto para la defensa de Veracruz. Vuestra Excelencia sabe lo que sucedió: el Ejército marchó a la Angostura; mostró allí que el soldado mexicano podía vencer al anglo-sajón, y al día siguiente de la victoria por causas por cuya previsión, si fueron ciertas, era un deber inexcusable, el Ejército contramarchó en una dispersión horrorosa, abandonando parte de sus heridos, dejando al enemigo debilitado, pero en posesión del mismo terreno que antes ocupaba, y así desapareció la mitad de aquella fuerza, que la Nación reuniera con tantos sacrificios sin que un solo cuerpo suyo pudiera auxiliar la defensa de nuestro primer puerto. Ocurrió luego la lamentable revolución de febrero; Ulúa se rindió sin disparar un solo tiro, y la guarnición de Veracruz abandonada, salió con muy poca pérdida a entregar sus armas al enemigo. En Ulúa y Veracruz, la Nación perdió centenares de miles de pesos en útiles de guerra, que pudieron salvarse y hoy nos hacen gran falta. El acceso a la tierra fría, no pudo ya disputarse sino con un Ejército formado de improviso y en un solo punto apenas fortificado. Cerro Gordo cayó en poder del enemigo en muy breves instantes: el Ejército se dispersó y el camino de la capital quedó descubierto. De todas partes se levantó un grito de indignación, y los partes oficiales dieron por causa de este infortunio la mala conducta de algunos jefes militares. En sesión pública yo pedí que se abriera un proceso para que los culpables fueran castigados: el Ministerio ofreció este proceso, y la Representación Nacional quedó engañada y los intereses del país sacrificados, porque del principio al fin no ha habido más que impunidad. Es un hecho innegable que en esta guerra el Gobierno ha pedido profusamente premios para jefes cuya conducta anterior ha desacreditado después, y que muchas de las últimas desgracias de la capital se atribuyen a los mismos que estaban acusados desde Palo Alto y la Resaca. Ignoro si estas acusaciones han sido o no fundadas, y disto mucho de fallar sobre persona alguna; pero estos hechos prueban que el Gobierno sancionó la impunidad de los que creía culpables, y con este sistema ni nuestras derrotas son inexplicables, ni su vergüenza puede recaer sobre la Nación.

Antes de los sucesos de Cerro Gordo, dos o tres días después que se encargó del Ejecutivo el General don Pedro María Anaya, se reunió en México una junta de guerra a la que se quiso concurriéramos algunos diputados, y en ella se propuso discutir cuál sería el mejor plan de defensa, y si era o no conveniente hacer la de la capital. Hablaron muy bien varias personas, y entre ellos los acreditados Generales Rincón y Filisola, se ocuparon muy extensamente del mejor medio de contener los· avances del enemigo. Enumerando uno por uno los diversos puntos fortificables en que el camino de Veracruz a México es defendible, proponían se acumularan sobre él nuestras fuerzas, se disputaran sucesivamente estos pasos y se cortaran las comunicaciones del enemigo, atacando sus divisiones y sus convoyes, por medio de fuerzas organizadas, de manera que pudieran obrar aisladamente en clase de guerrillas y reunirse en divisiones respetables para dar acciones cuando conviniera; en este proyecto la capital debía fortificarse sólo para evitar un golpe de mano. Los generales mencionados manifestaron que este plan detendría infaliblemente una invasión mucho más fuerte que la del General Scott: en aquella junta donde había multitud de militares, ninguno contradijo sus aserciones, y estoy cierto que este plan fue adoptado por el Gobierno del General Anaya, Además, desde la desgracia de Cerro Gordo, hasta la invasión de México, estuve oyendo a personas inteligentes en el arte, instar por que se mandaran fuerzas que cortaran al enemigo entre México y Veracruz y le impidieran recibir los auxilios sin los cuales jamás hubiera podido avanzar. Pero Vuestra Excelencia sabe lo que sucedió. Se quiso que en un solo golpe se decidiera la suerte de la República: no trató de evitarse que su capital fuera el teatro de este terrible fuego: durante cuatro meses se acumularon allí todas las fuerzas, todos los recursos de la Nación, y el enemigo con el camino enteramente expedito de Veracruz a San Agustín de las Cuevas, nos ha batido en el terreno que escogieron sus generales: ha arrollado nuestras divisiones aisladas¡ ha sacrificado hombres por cuya muerte lleva duelo la Patria; ha tomado prisioneros generales y jefes de acreditado honor y sin que la mayor parte de las fuerzas destinadas a la defensa hubieran tomado parte en ella, ha entrado a México abandonado y cubierto de luto con una fuerza muy inferior a la que hasta el último momento pudo defenderlo... ¡Ah! en esta página de infortunio y de vergüenza, la historia hará algún día justicia a la heroica conducta de la infortunada Capital de la República: de su seno han salido todos los gastos impendidos en esta defensa: sus hijos fueron los que en Churubusco, deteniendo la carrera triunfante de sus enemigos, les arrancaron un homenaje de respeto: su sangre ha corrido abundante aunque inútilmente en el hermoso valle, y todavía en estos momentos la sangre derramada en las calles de México, por el pueblo desarmado y sin dirección manifiesta, cual habría sido la suerte de la República, si todos los defensores hubieran igualado a las víctimas gloriosas de Churubusco, Molino del Rey y Chapultepec, si se hubieran sabido aprovechar tantos elementos. Si el pueblo de México trabajado por veinticinco años de revueltas, teniendo delante de sí una serie de reveses que le presagiaban el fin de sus esfuerzos, y temblando por el porvenir que le estuviera reservado después de la victoria, ha hecho por la independencia más de lo que debió esperarse…

No es, pues, tal la situación de los negocios, que resignados con este infortunio inmenso, no pensamos ya más que en recibir la ley de los enemigos que han derramado la sangre de nuestros hermanos. Algunos Estados lejanos, la capital y cuatro o cinco ciudades se hallan en su poder: sus fuerzas diezmadas apenas bastan para cubrirlas: el resto de la República puede todavía para defenderla, hacer grandes y fructuosos esfuerzos. El enemigo ha ocupado a México como un medio seguro de hacer la paz, y si esta paz no se hace, él conocerá que ya no queda otro golpe de iguaJ: importancia con que herirnos: comprenderá muy bien todo lo que puede perder en una guerra mejor dirigida, y cuando se disipen las primeras ilusiones de la victoria, el Gobierno americano no podrá seguir más su guerra de conquista. El Senado de Roma decretó honores públicos al general derrotado, que no desesperó de la salvación de la Patria. Lo que nosotros necesitamos es el valor que se sobrepone al infortunio, y ahora mismo un Gobierno que se levante con prestigio: un Gobierno que disminuya en cuanto pueda los males de la guerra, que no la tome como un pretexto para despedazar la Constitución apenas restablecida y ya ultrajada; que maneje con pureza el producto de contribuciones fuertes, pero equitativas y generalmente impuestas; un Gobierno cuya divisa sea la salvación de la Patria, que para ello acepte la cooperación de todas las clases y las opiniones; que no inspire desconfianza y con la voluntad enérgica se dedique a hacer cesar el despilfarro de la hacienda, causa primordial de la situación a que hemos llegado; ese Gobierno que en manera alguna es una utopía, pues que está su oportunidad apoyada por la sensatez y el patriotismo de los Estados, podría reunir todavía fuerzas considerables, reanimar las esperanzas decaídas, y llevar la guerra con ventaja hasta que se obtenga una paz cuyo prólogo no sea una derrota, y en cuyas condiciones los sacrificios estén compensados con sólidas garantías para el porvenir; y si las pasadas desgracias no son una lección estéril, México podrá después de esa paz, con instituciones libres y una Administración morigerada y económica, ser lo que debe, y asegurar sobre nuestro suelo el porvenir de la raza de nuestros padres.

Por el contrario, en una paz próxima yo no alcanzo a ver más que oprobio: me estremezco al pensar en la suerte de México, si desmembrado su territorio prolonga su existencia para presenciar el avance de sus enemigos, para continuar bajo el desorden que lo agobiará, ver -destruídas sus instituciones, encontrarse de nuevo sujeto a la anarquía militar que lo ha perdido, y sufrir todo lo que quieran que sufra, cuantos pueden amenazarnos con mandar un ejército de diez mil hombres, que ocupe la capital. Tales son, Excelentísimo señor, las convicciones que me dominan en estos momentos, y por las cuales marcharé en este mismo mes al lugar donde se quiera reunir el Congreso. Mas entretanto creo que si mis ideas son acertadas, los Estados podrán avanzar mucho en el camino de la reparación, y por esto me dirijo a Vuestra Excelencia.

A mi modo de ver, la primera de todas las necesidades es la de impedir un tratado vergonzoso y considero sumamente importante que nuestros enemigos, al saber que el Gobierno mexicano proponía en venta nuestro territorio indisputado, sepan también que la Nación no conviene en someterse a esta guerra ele conquista, consintiendo en ella mediante indemnizaciones incapaces de servir de compensación a los grandes intereses que aquí se versan. Al escribir estas líneas, preveo muy bien todos los intereses que habrán de sublevarse, todas las pasiones que me combatirán, y más que todo, me infunde desconfianza en mis conceptos, el alto y merecido que tengo del patriotismo y las luces de la comisión encargada de las negociaciones. Pero lo que yo he dicho es, al menos, según mis convicciones, la verdad. Los intereses que se trata de defender con el honor, el porvenir, la existencia misma de nuestro país, y ante ellos todas las consideraciones son secundarias, los partidos cosas de jerarquía muy inferior. Si yo he errado sobrarán quienes acierten, y nadie aplaudirá más que yo la demostración de mi error, porque ella disipará presentimientos bien tristes; y de todas maneras Vuestra Excelencia recibirá esta manifestación como una prueba del empeño que me asiste por corresponder dignamente a la confianza de ese Estado, que me honró con su representación en estas circunstancias difíciles y por cuya causa he estado siempre pronto a los mayores sacrificios. Vuestra Excelencia reciba para sí la seguridad de mi más distinguida consideración y aprecio.

Dios y Libertad. Toluca, 16 de septiembre de 1847.

MARIANO OTERO.

Excelentísimo señor Gobernador del Estado Libre y Soberano de Jalisco.