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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 

 
 
 
 


1847 "La sentencia". Batallón de San Patricio. Patricia Cox. (Selección)

Septiembre 9 de 1847

"… Los últimos irlandeses fueron hechos prisioneros. Cuando los yanquis consiguieron dominarlos, eran sólo un despojo sangrante, sostenidos en pie por una cólera superior a sus fuerzas… Caminaron prisioneros entre los golpes y las injurias, cayendo entre los charcos donde el sol encendía su ascua moribunda; las miradas borradas por un agrio despecho y hundiendo los pies descalzos entre el lodo resbaladizo, apoyándose unos a otros para no caer, y lo más agobiante, saber que las fuerzas aniquiladas en ese esfuerzo eran solamente para llegar hasta el cadalso. No había ya ni esperanza ni consuelo…

 

Sus ojos empezaron a escudriñar las sombras y comenzó a descubrir algunos rostros; eran caras amigas, gestos conocidos, perfiles duros y ojos penetrantes. Habían sido amigos y compañeros, hombres que siguieron la misma lucha y que cayeron al empuje de la adversidad, y cada uno de ellos era un manojo de nervios sacudidos en la agonía de una espera imposible, un manojo de carne desgarrada y doliente, sin ternura ni cariño, sin futuro: un muro cerrado ante la vida… Sus rostros parecían modelados con la sombra; los ojos eran pozos de luz donde agonizaba la esperanza.

Todos ellos no eran sino la prolongación de una humillación, de una eterna vergüenza, de una maldición que cayera sobre Erie cuando en la edad remota, sus antepasados olvidaron el privilegio sagrado de la libertad y se esclavizaron involuntariamente y por ignorancia al poderoso.

Es duro el precio que el hombre paga por la cobardía; es muy alto el castigo merecido por caer en el engaño... Y debe pagarse con la sangre, con el dolor y la vergüenza de los que se resisten a ser esclavos, de los que se niegan a sí mismos el derecho de ser cobardes.

Una voz venía del fondo de la sala, una voz que explicaba cómo los irlandeses del Batallón de San Patricio habían sido engañados y seducidos por el llamado de los mexicanos.

El hombre que decía aquellas palabras avanzó hacia el marco de luz que proyectaban las bujías; tenía el rostro lampiño, casi infantil y sus palabras más que una defensa, eran una acusación.

Levantó las manos y mostró unas páginas impresas mientras seguía diciendo:

—Fueron seducidos, puedo afirmarlo con plena convicción porque aquí están los testimonios que lo confirman firmados por Guillermo Prieto, por Luis Martínez de Castro y por Fernando Ramírez. Ellos hicieron un llamado a los católicos de nuestras filas, nombrando con viles calificativos a los que no lo atendieran, atraídos por los mexicanos a su causa por cuestiones religiosas no es extraño que los irlandeses hayan respondido y desertaran, desoyendo las palabras de nuestro clero cuando les aseguró que no faltaban a su condición de católicos los que permanecieran fieles a nuestra bandera.

El orador hizo una pausa, seguramente para meditar sobre su defensa, cuando de pronto, de entre los prisioneros se adelantó una figura maltrecha y desgarbada, vestida a retazos por un uniforme oscuro que le colgaba del cuerpo sucio de lodo y de sangre. Su actitud resuelta hacía olvidar su falta, de prestancia, su voz enérgica y vibrante resonó en el espacioso salón y los severos jueces se turbaron al escucharlo… ¡Qué extrañas sonaban aquellas palabras, mientras un solo hombre, de pie, frente al Consejo de Guerra, iniciaba la defensa del Batallón de San Patricio! Y ese hombre era Dennis Conahan, el eterno juglar de los caminos, el errabundo poeta de los campos, el que cantaría la epopeya de la Verde Erín en tierra extraña…

Winfield Scott detuvo su mirada en aquel hombre que se atrevía a desafiarle abiertamente. Era uno de los hombres capturados en la batalla del Molino del Rey, un prisionero apenas llegado al tribunal, un hombre que al fin hablaba en nombre de todos los demás que, como un puño, habían cerrado de golpe toda esperanza al negarse a hacer su propia defensa. Había sido algo así como un silencioso y mudo desafío, como un reto orgulloso al vencedor. Nada sino silencio habían obtenido en todas sus preguntas, nada sino una aceptación de culpa a la clemencia. Esa actitud, que no era de humildad sino de deliberado orgullo, había herido en lo profundo al general vencedor quien desde Churubusco había anhelado escuchar una súplica, una queja de sus prisioneros.

Levantó la mano en señal de asentimiento. Los soldados que habían avanzado hacia Conahan retrocedieron mientras Dennis se adelantó acercándose a la mesa.

—Se nos ha acusado de desertores —dijo volviendo su mirada hacia sus compañeros—. Y yo pregunto al honorable Consejo de Guerra: ¿Somos nosotros ciudadanos americanos? ¡Ciertamente que no! Venimos como inmigrantes a Texas, que ha pertenecido a México a pesar de la firma del general Santa Anna en un documento que dictaron las ambiciones esclavistas y que firmó la mano de su Excelencia cuando cayó prisionero en San Jacinto. Esto pertenece a la historia y, como ella, queda escrito sin que nadie pueda borrar la tinta que imprimieron las palabras. A una mujer se le seduce, a un hombre se le convence.

Dennis volvió el rostro hacia sus compañeros y nuevamente fijó la vista en Winfield Scott.

—Muchos de nosotros fuimos colonos llegados a Texas cuando Esteban Austin iniciaba sus labores para apoderarse de ese territorio; ciertamente, veníamos esperanzados en forjarnos una patria que los ingleses nos habían arrebatado. Veníamos en busca de paz, de un sitio donde labrar y cultivar la tierra, donde fundar un hogar y crear una familia, pero volvimos a encontrar la misma intolerancia religiosa, la misma discriminación que nos segregaba de aquellos colonos orgullosos que se dijeron católicos perseguidos en los Estados Unidos y encontramos también una nueva infamia, desconocida hasta entonces para nosotros: la esclavitud humana, una esclavitud humillante y dolorosa, una esclavitud sin rescate posible. En la escarnecida Irlanda, en la perseguida y hambrienta multitud que se volcaba sobre estas tierras, ese horror y esa vergüenza eran desconocidos. México había decretado la abolición de la esclavitud y los colonos de Texas se sublevaron contra el país que le había dado tierras y bandera... Los católicos perseguidos de Esteban Austin no eran ciertamente católicos: eran lobos con piel de oveja, eran cristianos sin Cristo...

Un murmullo de enojo acogió sus palabras. Los prisioneros le escuchaban electrizados por aquella palabra fácil y candente, por aquellas frases que, como un látigo, caían sobre los acusadores y los convertía en acusados.

—Muchos inmigrantes —añadió— fundamos el Condado de San Patricio, esperanzados en formar en esas tierras la patria que el destino nos negaba. Hicimos de ese desierto un oasis, y un malhadado día los apaches cayeron sobre nosotros y no dejaron de nuestros hogares piedra sobre piedra. México no nos ayudó entonces. Sus problemas internos eran lo bastante graves para preocuparse por un puñado de colonos arrasados por tribus bárbaras, y después de refugiarnos en Matamoros, volvimos a establecernos y a empezar de nuevo. Nuestro error fue no haber saldado aquella cuenta con la apachería y ese error lo estamos pagando hoy ante este tribunal porque el general Zacarías Taylor nos enroló en sus fuerzas asegurándonos que íbamos a combatir contra los bárbaros mexicanos y caímos en el engaño. Santa Isabel nos abrió los ojos y desgarró el velo de aquella mentira. Íbamos a combatir contra un pueblo que era nuestro, íbamos a desangrar un pueblo católico como nosotros, y un hombre no puede obligarse por juramento a pecar; si comprende que una vez jurado falta a sus deberes de católico, está obligado a rehusarse... Y eso, para nosotros, señores del Jurado, no es desertar: es cumplir simple y llanamente con nuestro deber cristiano, con nuestro deber de hombres libres. Eso no es seducir; eso es convicción.

Winfield Scott se había ido incorporando lentamente escuchando aquellas palabras. El mismo había proclamado abiertamente su fe católica en algunos manifiestos que circularon profusamente en las poblaciones ocupadas del territorio invadido, pero nadie le había dicho que faltara con ello a sus deberes de conciencia. Nadie, ni siquiera los sacerdotes que venían entre sus tropas, ni los irlandeses que, sedientos de venganza y de altivez, habían exigido la ejecución de sus compatriotas caídos en desgracia. Y aquel hombre prisionero frente al Consejo de Guerra, aquel desconocido insolente lo gritaba ante los jueces y los prisioneros. Dejó caer violentamente el puño sobre la mesa y con el rostro congestionado por la cólera gritó:

--Basta..., basta ya..., puerco irlandés...

Pero Dennis Conahan se había alterado también y apretó los puños fuertemente, estaba en derrota y no pudo hacer más que decir sus últimas palabras:

—Moriremos todos condenados a la horca, lo sabemos y no esperamos clemencia de ustedes, pueblo joven y auténticamente bárbaro, algún día la Providencia ajustará sus cuentas ante la faz del mundo.

Dos soldados se acercaron hasta el prisionero y a una señal de Scott lo redujeron a la inmovilidad. Un golpe sobre el rostro le hizo sangrar la boca y Dennis Conahan fue obligado a ponerse de rodillas, pero el prisionero hundió la cabeza sobre el piso y quedó inmóvil…

Desde la mesa, el Tribunal Superior de Guerra leía la sentencia inapelable que los prisioneros escucharon de pie, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza descubierta… un grito de terror, un alarido histérico… corrió por entre la muchedumbre agolpada en la calle:

—¡La horca:... ¡La horca!

Las fatídicas palabras rodaban de boca en boca, se agrandaban alcanzando proporciones gigantescas y corrían como un incendio por las calles, los hogares y las plazas.

La campana de la parroquia dobló a muerto.

Adentro, en la sala del Consejo, la voz del Fiscal daba lectura a la sentencia. Nueve hombres quedaban indultados por causas atenuantes no especificadas…

A los lados del carro iba la turba enfurecida, llevando antorchas y gritando maldiciones. El carretero hizo sonar el látigo contra la multitud mientras respondió a las injurias.

La horca..., mil veces la horca en vez de aquella clemencia arrogante y vulgar… Cincuenta azotes sobre las espaldas desnudas, a ser rapados y a no percibir pago alguno de sus sueldos, a ser marcados en el rostro con una letra "D" con hierro candente, a llevar al cuello un collar de hierro con tres picos de un pie de largo y a llevar grilletes en los pies, a sufrir prisión y trabajos forzados por todo el tiempo que el ejército invasor tuviera la "penosa necesidad de la ocupación", entonces serían dados de baja y expulsados ignominiosamente del ejército... ¡Esa era la clemencia para el vencido!

… La justicia del general Scott alcanzaba proporciones de inhumana clemencia…

 

En la placita de San Jacinto se agolpaba una multitud ávida e impaciente. Los recios muros de la parroquia estaban patinados de lluvia, y en las casonas, convertidas en hospitales, se agolpaba la gente dominando difícilmente su cólera y su impotencia. Las tropas yanquis formaron cordón para contener al pueblo que miraba pasar las figuras espectrales de los nueve indultados…

—Yanquis malditos... —gritó una voz mientras la gente se amotinó amenazadoramente sobre los guardias.

Con la culata del fusil los soldados obligaron a los reos a entrar por la ancha puerta de la casa cural y ellos se protegieron cerrándola con violencia.

—Es un pueblo difícil —comentó uno.

Allí estaban cada uno de ellos como cuerpos inertes e insensibles, llenos de soledad y de irremediable desesperanza. Nada ni nadie pudo aliviar su tortura. Aquellos hombres vivían hundidos en su amargura, en los recuerdos de una miseria continua; pronto no serían ya sino cuerpos laxos balanceándose bajo su propio peso… ¡Qué más da! Cuando se va a morir sólo se piensa en lo que pudimos hacer y no hicimos...

Parecía imposible que el capitán O'Reilly hubiera sido indultado: la ley que condenaba a muerte a todo desertor había sido dictada después de que él se hubiera pasado a las armas mexicanas; entre ellos un joven que, frente a sus superiores en Churubusco, se había pasado voluntariamente con los prisioneros, y como algo increíble, Juan O'Leary escuchó su nombre. No había sido encontrado en la lista de soldados que podían considerarse culpables. Pero aunque indultados aquellos nueve recibirían el castigo que permutaba su vida por un indulto cruel.

La voz guardó silencio entre la apatía de aquellos seres que parecían ansiar solamente volver a sumergirse en esa mudez amarga de una lúcida agonía.

Afuera, en la Plaza de San Jacinto, a espaldas de las casas que dan al oriente, se armaban las horcas. Se escuchaba el golpear del martillo armando los cadalsos y las voces de los soldados que gritaban órdenes o reían soezmente.

Se acercaba el fin.

No es fácil morir cuando se tienen las facultades completas, cuando se piensa y se siente la sangre correr entre las venas, cuando el aire trae aromas y olores familiares, cuando hablamos y sentimos que la vida se aferra a los sentidos. ¡Qué duro, qué difícil es morir así! ¡Qué ignominia morir sin defenderse, sin llevar en las manos el arma del combate, sin tener en los labios un grito de guerra! ¡Y morir como culpables de un delito que en conciencia no habían cometido!

Amaneció de pronto, rasgado el día por el toque del clarín y por las órdenes de mando…

Un escalofrío le recorrió el cuerpo y Juan [O’Leary] miró a sus compañeros. Allí estaban los rostros que fueron hermanos en la jornada de todas las derrotas, las palabras con que se dijeron penas y esperanzas, los ojos que rieron con malicia y las manos que se tendieron siempre en una cadena de sangre. Muy pronto, en unas horas más, ya no quedaría nada de ellos, nada sino un hombre perdido en la tormenta del odio que desangraba la tierra, nada sino un cuerpo que acabaría en el polvo.

En esos momentos no había odios ni rencores estériles; todo pasaría y el sol brillaría de nuevo, y sobre la tierra nacería el sustento, y la lluvia caería como una bendición. Volverían a amar los hombres y las mujeres tendrían hijos..., y ellos rodarían en el silencio hacia la Eternidad, como habían rodado antes los prisioneros y ajusticiados de todas las guerras, como habían caído en los campos de batalla los soldados, sin distinción de razas, ni de credos políticos y religiosos…

—Por lo menos —dijo Dennis—, muero por una causa justa y me dignifico ante mí mismo….

Lo que sucedió después fue horrible, tan rápido y espantoso… El ronco redoble de los parches flojos, el toque monótono de la campana doblando a muerto, la gente agolpada y ávida, iracundos e impotentes unos, mientras otros seguían las oraciones de los agonizantes… Poco a poco la fila de hombres fue colocada en los carros bajo los postes del suplicio. No había un grito ni una voz como no fueran los murmullos que salían de la multitud contenida a duras penas por los soldados yanquis.

Una voz leyó la sentencia. Aquellos ‘miserables convictos’ pagarían con la muerte el precio de su traición.

Un toque de clarín dio la orden y los látigos restallaron en el aire desgarrando ese silencio preñado de odios e inquietudes.

Tiraron los caballos de los carros y los cuerpos de treinta y dos hombres se balancearon sin apoyo bajo los pies en horribles contorsiones. Colgando de los postes infamantes pendía la Justicia hecha escarnio.

Los animales, asustados y jadeantes, tiraron con fuerza, azuzados por los gritos de los verdugos. Los relinchos de los brutos y las voces inarticuladas de los ahorcados se confundieron, mientras un alarido de horror sacudió al pueblo amotinado… Los hombres del pueblo tenían la cabeza descubierta y las mujeres y los niños lloraban con el rostro envuelto en el rebozo.

De pronto se escuchó el galopar de los caballos, y una vez más, la contraguerrilla poblana se presentó frente a los irlandeses del San Patricio. Aquella presencia indignó a la gente que gritó insultos, pero los hombres avanzaron resueltos a contemplar con perverso deleite el final de aquellos hombres que habían escuchado la voz de su conciencia y habían cumplido los deberes que ellos olvidaron por el oro yanqui.

O'Leary reconoció a Macario Pacheco y este se acercó a él resueltamente. Frente a frente los dos se miraron con reto. Macario levantó la fusta y le golpeó el rostro mientras O'Leary le lanzó un escupitajo y una maldición. Toda la furia adormecida se levantó en su sangre como una llamarada y forcejeó con los guardias, mientras la gente se apoderaba de Macario Pacheco y a rastras lo llevó bajo un árbol y lo ahorcó.

O'Leary dejó de ser de pronto el ser apacible resignado a su suerte, le dolía no haber sido el que hiciera justicia por sus propias manos. Los golpes de los guardas lo redujeron a la impotencia y mientras los ahorcados se convulsionaban, los verdugos se aprestaban a cumplir el sangriento ritual de su jornada.

Arrastraron a los condenados a los postes del suplicio y les ataron los brazos, de un tirón desgarraron las ropas y el látigo implacable golpeó las espaldas desnudas.

Los primeros golpes fueron respondidos con alaridos de rabia y de dolor, después, los cuerpos agotados quedaron exhaustos, despojos sangrantes sin defensa ni piedad.

Un sabor a sangre, a polvo, a derrota se le metió en las venas a O'Leary mientras una nube roja le quemó los ojos. Muy cerca del rostro sintió el bracerillo en el que el verdugo llevaba el hierro candente con una "D"; sintió que una mano áspera le tomaba los cabellos y, de pronto, el sol le cegó la vista y el olor nauseabundo de su propia carne quemada le revolvió su ser... Un dolor intenso, un ardor de fuego le cuajó en los labios el grito de angustia..., después una ola incandescente le envolvió los sentidos como una llama de luz, y sucumbiendo al dolor cayó sobre la tierra húmeda y se hundió en las tinieblas de la inconsciencia.

Fue un deslizarse sin voluntad ni resistencia, un dejarse llevar hasta la oscura puerta de un sueño que no era sino una anticipación de la muerte…

El fruto sangriento de la horca se balanceaba todavía en prolongada y terrible agonía. Al pie del árbol del suplicio, los soldados yanquis impedían al pueblo acercarse a los ajusticiados. Las mujeres se habían arrodillado, mientras el sol, avergonzado tal vez de tanta infamia, se había escondido en el embozo de las nubes…

Los frailes procuraban atender a los infelices torturados. Nadie podía negarles la merced de aliviar en algo el dolor de aquellos hombres. Uno de ellos había muerto al retirarlo del poste del castigo. La sangre que manaba de la espalda había agotado la vida del reo. Pero el castigo debería de ser cumplido en su totalidad y el rostro del difunto fue marcado con hierro, como el de sus compañeros. Ya no hubo convulsión ni dolor. Había pasado todo como una pesadilla.

Y el cielo de septiembre se vistió de lluvia. "

 

 

 

 

 

 

 

 

Cox Patricia. Batallón San Patricio. México, Ed. La Prensa. 1963. 220 págs. pp. 169-190.