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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1846 Respuesta a Nuestra profesión de fe. Publicado en El Tiempo el 12 de Febrero de 1846. Luis de la Rosa

 

 

Libertas et anima nostra in dubio est. Nuestra libertad, nuestra vida misma no son ya más que cosas dudosas. SALUSTIO.

 

El velo con que por tantos años de han cubierto las maquinaciones de los enemigos de la república, se ha corrido, para dejarnos ver las cosas cuales son en sí. El pueblo á quien tiempo hace se le hiciera ver la existencia del partido monarquista como el delirio de cabezas visionarias, como la invención de una demagogia suspicaz, no puede dudar ya de su realidad, ni de sus proyectos, cuando con audacia esos hombres se le han presentado, haciendo alarde de su profesión de fé, execrando todos los recuerdos de la república, a la que por lograr el poder y adelantar su fin, tantas veces juraron obediencia y protestaron amor. Sean cuales fueren las combinaciones, el poder y los recursos de los monarquistas, nosotros nos felicitamos de que la máscara haya sido arrojada en los momentos en que parecía más provechoso que nunca. Vale mucho la ventaja de saber con quienes y por qué luchamos.

La completa ruina de las instituciones republicanas, el establecimiento de un trono, el llamamiento de un príncipe de sangre regia, en una palabra, el cumplimiento del plan de Iguala, es el objeto por el cual se trabaja. Dentro y fuera de nuestro país se nos predica esta medida como el último recurso de salvación que nos queda. En otro tiempo ese grito habría sido ahogado en su origen. Los ciudadanos y los funcionarios públicos habrían alzado á un tiempo su voz, para renovar el juramento sagrado de defender el primero de todos los principios que la nación adoptara; para protestar que el cetro ensangrentado que por breves días descansó en la mano que había roto las cadenas que ataban á nuestra patria, no pasaría á la diestra de un extranjero. Lo que hoy sucede está á la vista de todos.

Se cree que el pueblo fatigado de crímenes, cansado de revueltas, dominado por el egoísmo y la corrupción, ha llegado al punto que se necesita, para aconsejarlo, que confesándose incapaz de gobernarse por sí mismo, vaya á pedir, ó al menos deje que en su nombre pidan á la Europa un rey que se encargue de gobernarlo; se cree que las cosas han llegado al punto necesario, para dar al mundo esa lección sin ejemplo. No es este un ensayo atrevido ni un trabajo de exploración: no; los que largos años ocultaron cuidadosamente sus proyectos, los exponen á la luz del día; los que antes se limitaban á intrigas oscuras y misteriosas, trabajan delante de todo el mundo. Sus maquinaciones pueden observarse por todo el que quiera meditar los hechos que están pasando. Todos los días un periódico cuyas relaciones y apoyo jamás fueron un secreto, encomia á la monarquía con frases pomposas, le busca partidarios con halagüeños ofrecimientos: todos los días se nos repite que un príncipe de sangre real europea es el único remedio que nos queda de ser libres y dichosos en el interior, fuertes y respetados en el exterior: todos los días se entregan a la burla y el odio los hombres, los principios y los recuerdos de la república. A los veinte números, el periódico borbonista reasume su fé y muestra su carácter, diciendo que “el primero que en México predicó la democracia, fué un malvado digno de la execración del universo, y que cuantos después han profesado los mismos principios, son sus cómplices.”

Estamos por tanto en los términos de la cuestión. Se trata de saber si nos hemos de gobernar ó hemos de ser gobernados; si México será dueño de su suerte ó pertenecerá á un rey extranjero. Nada de ambigüedad; se trata en efecto de ser ó no ser. No disputamos entre la federación y el centralismo, ni peleamos por esta ó la otra modificación de los principios republicanos. Cuantos profesan éstos, todos los que no quieren un rey, están de un lado, frente á frente de los que lo llaman. El problema va á ser resuelto, y el éxito del combate decisivo. Un partido, desaparecerá necesariamente de la escena: un credo político quedará muy pronto condenado. ¡Gracias á Dios los términos son explícitos, y podemos entendernos sin preámbulos equívocos, sin reticencias pérfidas, sin juramentos impíos! LA REPÚBLICA O LA MONARQUÍA EXTRANJERA.

Pero es necesario entender bien los términos de esta cuestión. No es una discusión, académica sobre las formas de gobierno en general. Se contiende sobre la suerte de México, y es preciso que México escoja entre esas formas: que las considere en relación con sus elementos y su situación, y que prevea las consecuencias del partido que ha de adoptar ó al que se quiere someterla. No importa saber si la Inglaterra ó la Francia con sus monarquías constitucionales, obra, de todos los elementos que los siglos han acomulado, son dignas de admiración. Es forzoso averiguar si México tiene como ellas el principio monárquico, ó por lo menos si puede formarlo: si es posible la creación de todos los demás elementos indispensables para su desarrollo; si puede prometerse en fin que con ella se planteará un gobierno mixto, liberal, ordenado, y sobre todo nacional, ó si por el contrario, no puede establecerse sino sobre las ruinas de la libertad, sacrificando todo orden y bienestar, poniendo fin á nuestra existencia política. Este es el problema; este es el campo único en el que debe examinarse, tan grave asunto, y bajo este aspecto nos ocuparemos de él, analizando lo que sobre esto nos dicen los partidarios de la monarquía. Inútil fuera decir que sostenemos la república, y que la sostenemos con entusiasmo. El anatema pronunciado nos honra. Invocamos empero sólo la razón: procuraremos no descender hasta nuestros enemigos, y así desde luego entraremos á hablar de la simple posibilidad de la innovación.

Sus partidarios que con tanta arrogancia se han presentado en la palestra, los que tan modestamente nos predican todos los días su superioridad de ciencia sobre los demás escritores de México, no debían olvidar el origen de las monarquías, sobre todo, cuando quieren un gobierno con legitimidad y con tradiciones. Ellos mismos confiesan que las dinastías no se improvisan. Las monarquías han nacido en la infancia de las sociedades. Los pueblos de la Europa, establecieron sus reyes en la caída del imperio romano. La necesidad de un caudillo para las hordas belicosas que se difundieron por todo el continente fundó la monarquía bárbara. El elemento religioso consagró el principio hereditario, y la organización feudal que la conquista produjo, mantuvo los tronos como un poder conservador que regularizaba los intereses de todos y gobernaba á las sociedades. La religión predicaba la obediencia á una familia consagrada, y el prestigio de la gloria, los recursos de la dominación, afianzaban su poder. Estas ideas se transmitían de padres á hijos por largas generaciones: los hombres nacían y morían viendo todos los recuerdos de orgullo nacional, todos los secretos de la fuerza del país, todas las esperanzas de la justicia simbolizadas en una familia. Su origen se perdía en la noche de los tiempos, y una larga cadena de reyes parecía asegurar su destino. En México esto no puede hacerse. El poder real no ha existido entre nosotros y no puede tener ese origen, ni esos recuerdos, ni ese prestigio. El rey que nos mandó fué un rey extranjero: su trono no brilló en nuestro país, ni su familia ha defendido jamás nuestra nacionalidad. En la historia del mundo no existe una página en la que se vea á los pueblos europeos del nuevo continente, unida su suerte á la de una familia real; extender con ellos sus dominios, defender bajo sus hijos la independencia y el honor de su país; fundar todas las instituciones civiles y religiosas que constituyen nuestra existencia; y así para nosotros cualquier príncipe europeo es un extranjero, sin gloria, sin tradiciones y sin nacionalidad; un ser sin semejanza alguna con lo que son en Europa sus respectivas familias reales; es menos aun que el último de nuestros ciudadanos, porque no ha nacido bajo el cielo de nuestra patria, ni vivido entre nosotros, ni nos conoce, no se interesa siquiera en nuestra suerte. Nuestros recuerdos propios son de ayer, porque ayer, nacimos; y si la gloria de nuestra nacionalidad no refleja sobre una familia sola, es porque fueron los hijos del pueblo, centenares de plebeyos sin nobleza, pero llenos de valor, los que son su sangre nos dieron la vida que tenemos.

Si la monarquía era nuestro destino natural, ¿por qué pasó desapercibida? Si los mexicanos necesitábamos un rey, ¿por qué no dar este honor supremo al creador de nuestra nacionalidad, al hombre sobre cuya frente se reflejaban todas nuestras glorias? Los que dicen que el imperio cayó, por que no tenia ni cimientos, ni legitimidad, ni el respeto del tiempo, ni de las tradiciones, ¿no podrían habernos dicho de la manera que todo esto se improvisa? Los “cimientos” del trono están en los elementos monárquicos, de manera que si faltaron á Iturbide, es porque no los hay, y ningún otro los tendrá. Su “legitimidad” viene sólo de la voluntad del pueblo, y para el pueblo nadie tendrá en el porvenir el prestigio de aquel, cuya espada victoriosa rompió nuestras cadenas. Esta gloria sólida, esta gloria que no tendrá ya otra igual, porque no ha quedado por hacer otra obra semejante, habría sido la única capaz de poner los cimientos del imperio, en las circunstancias también más propicias para ello, cuando estaban recientes los recuerdos de la dominación é intactos sus hábitos, cuando se pasaba del estado colonial á un imperio mexicano, antes de que las ideas y los intereses de la república hubiesen educado generaciones enteras. Entonces la monarquía de México se habría parecido en su origen á otras muchas, y le habrían venido “el respeto del tiempo y de las tradiciones” que en su origen ninguna institución nueva puede tener. Las palabras con que se condena la monarquía de Iturbide, en pro de la república, serían fuertes, porque ellas atacan la monarquía, no al monarca: pronunciarlas en favor de una monarquía á la que faltaran aun más que á aquella esas condiciones, es burlarse del sentido común, es pensar que el vano sonido de frases sin pensamientos puede seducir á los hombres. Lo volvemos á preguntar: si nuestros elementos son monárquicos, si nuestro estado natural es la monarquía, ¿por qué si está planteada bajo los mejores auspicios posibles en nuestro país, desapareció de un soplo?

Pero la circunstancia de ser extranjero y de tener sangre regia, cualidades que faltaban en efecto al hombre de Iguala, son las que los monarquistas aseguran que traerán la estabilidad, la gloria del trono, ¿por qué? ¡No lo alcanzamos, no lo hemos oído decir! Esa virtud de la sangre real europea á los ojos de todo ser racional, no es más que el absurdo más ridículo, la más humillante y oprobiosa de todas las vejezas. Las familias reinantes de Europa no gobiernan por que tienen sangre regia: tienen sangre regia, por que los pueblos consintieron en elevarlas al trono, siendo claro que el primer rey no pudo tener ese talismán maravilloso. Tocaba á los borbonistas de México llevar la legitimidad á su más irrisoria exageración, sosteniendo que cuando los pueblos del nuevo mundo necesitaran un rey, éste no seria legítimo si no iban á pedirlo á las familias reales del antiguo continente. Intensa y profunda debe ser por cierto la idea que de nuestra humillación y bajeza se han formado los miserables partidarios de un rey extranjero, cuando nos dicen estos conceptos: “Renunciad á la república: olvidad la necia pretensión de mandaros por vosotros mismos: desesperad de encontrar entre vuestros ciudadanos uno capaz de estar al frente del pueblo: hincaos de rodillas ante la Europa: pedidle un príncipe, y este hombre que no os conoce, ni os ama, sea imbécil ó corrompido, amante de la libertad ó partidario del retroceso, con tal de que tenga sangre regia, te hará dichoso y feliz: erígele un trono y cédele tus hijos á los suyos: tus nietos á sus descendientes”. Jamás se insultó tan infamemente á pueblo alguno de la tierra.

No: los monarquistas de Europa al menos no se burlan tan estúpidamente de nosotros: no nos predican las excelencias de la sangre real, ni quieren persuadirnos que ella suplirá la capacidad, el conocimiento de nuestros intereses, el amor a nuestros destinos. Ellos quieren un príncipe, porque quieren una monarquía en México, y un príncipe europeo, porque creen que se trata de una obra europea. Juzgan que el mundo antiguo debe tomar nuestra tutela, que debe unir nuestra suerte a la suya, y fundar en México la civilización; y como para eso se necesita un agente fiel de la política europea, relacionado con ella por su origen, su educación y su familia, y sostenido y protegido por sus recursos; quieren un príncipe como el de la Bélgica y la Grecia, escogido y sostenido por ellos; y si en esto, el honor de nuestro país queda profundamente humillado, no llegamos al menos á presentarnos cubiertos de ridículo, creyendo en las más miserables patrañas. Mejores son para nosotros los detractores de nuestro país en el extranjero. Son al menos francos y leales; mientras que nuestros apóstoles de la monarquía son hipócritas y aleves. Sí, ellos conocen bien las condiciones precisas de su proyecto y las niegan. No tienen valor para decirle á la nación que con el príncipe extranjero tendrá un ejército extranjero que lo sostenga; ministros extranjeros que los ayuden á gobernarnos, cortesanos y favoritos extranjeros que le ayuden á disipar en los placeres la fortuna de nuestros hijos; y en resumen UNA POLÍTICA EXTRANJERA que nos gobierne. Capaces de pasar por todo esto, y empeñados en llamarlo, no creen que pueda decírsele al pueblo, y por esto hemos oído de su boca estas palabras que han expuesto al desprecio á los partidarios de la legitimidad, estas palabras que sólo traidores o dementes pudieron escribir. “Locura es creer, dicen que viniendo á México un príncipe de sangre real á establecer una dinastía pudiese apoyarse en extranjeros. Esto podía hacerse hace tres siglos, eso no puede hacerse hoy, y menos en los gobiernos representativos. No queremos un empleo solo, un solo grado militar, sino en manos mexicanas: en el ejército, en el pueblo mexicano debe apoyarse solo lo que pretenda ser estable en nuestro país”.

Locura es creer, dice todo el que no está desprovisto de común sentido, que viniendo á México un príncipe de sangre real europea pudiese venir solo, sin fuerza y confiado en la fidelidad y el poder de los que lo llamaban. La proposición es tan absurda, que si bajo ella se ofrece la monarquía mexicana en Europa al primer individuo de sangre real que quiera aceptarla, no se allanará á venir ni el último allegado de una de esas ramas destronadas que gimen en el destierro llorando los perdidos tronos de que los pueblos los arrojaron sin consideración á su sangre real. Para que hubiese un príncipe de sangre real que se dignara venir á fundar una dinastía, para que hubiese una familia que consintiese en que un individuo de ella viniera á reinar, necesitarían alguna seguridad de que venía á fundar una dinastía, y no á ser el ídolo de un día, el juguete de los partidos, la víctima de la más indefectible de todas las revoluciones. Graciosa fuera por cierto la caricatura del príncipe escogido, presentándose en su reino solo, en medio de sus amados súbditos. ¿Cómo podría subir al trono? ¿De quién habría de valerse para gobernarnos? ¿A quién fiaría la administración de las provincias? ¿Con qué recursos, con qué fuerza contaría para mantener el país tranquilo y su autoridad respetada? ¿Iría á apoyarse en nuestros partidos nacionales teniendo estos por base la república, estando en su inmensa mayoría conformes en el odio á la dominación de un rey y acostumbrados á luchar para sí? ¿Se apoyaría en nuestras notabilidades revolucionarias, se pondría á la discreción “de los que nada han fundado"? ¿Entregaría las provincias á gobernadores mexicanos naturalmente celosos de su independencia? No, sin duda: para todo esto necesitaría extranjeros: los hombres leales le serían sospechosos: los renegados y los traidores despreciables instrumentos. ¿Se fiaría, por último, en un ejército para él extraño, en un ejército que recordaría á cada paso la sangre derramada para humillar el orgullo extranjero, en un ejército acostumbrado á la sedición? ¿Vendría de manera que en la primer revuelta tuviese que hincarse de rodillas ante los generales mexicanos, para que fuesen á defenderlo...?

No, mil veces no. Los que tal aseguran son ó los más cándidos y necios de los hombres, ó unos impostores que no se atreven á decir á la nación todo el ultraje, todo el oprobio que le destinan. Es imposible concebir la venida de un rey extranjero sin el acompañamiento de un ejército extranjero.

¿Y hay un solo mexicano, fuera de los que esperarían recibir del príncipe el premio de sus servicios, uno solo que no se indigne á la amenaza de vernos inundados de extranjeros insolentes, que armados y dominadores, nos harían sufrir todo género de humillaciones? Asi fué José Bonaparte á España, y a pesar de que era un país monárquico, de que estaba regido por uno de sus peores reyes, de que lo precedía la sumisión de la Europa, un millón de bayonetas no pudo sostenerlo. Los mexicanos somos hijos de los españoles, y tenemos sobre ellos para una lucha igual las ventajas del terreno y de la distancia, los recuerdos indelebles de veinticinco años de república.

Y no sería esto todo. La monarquía aun en sus formas menos adelantadas, necesita una aristocracia, un cuerpo permanente en que apoyarse. Esta es una verdad no menos incontestable en la ciencia que en la historia; y ella es la que ha hecho repetir al Tiempo que quiere una aristocracia, y una aristocracia mexicana, sin embargo de que sobre este punto sus teorías ofrezcan aquella completa ignorancia de los mas trillados principios de la ciencia política, que campea en sus escritos. “Queremos, dicen, que como sucede en todas las monarquías representativas de Europa, no haya otra aristocracia que la del mérito, de la capacidad, de la instrucción, de la riqueza, de los servicios militares y civiles; que no se pregunte al hombre de qué padres viene, sino qué ha hecho, cuanto vale para admitirlo á todos los empleos y los honores”. Difícil seria desarrollar los absurdos que estas palabras encierran, y que todo hombre medianamente versado en la historia ó en la política advertirá. Lejos de que en las monarquías representativas de Europa á nadie se pregunte de donde viene, la nobleza europea es eminentemente hereditaria, es precisamente esa nobleza de pergaminos que los futuros aristócratas de México fingen despreciar. Ha nacido con la monarquía, como ella se pierde en el origen de la barbarie, se organizó bajo el feudalismo, adquirió su gloria en los combates; se conserva por el principio hereditario y el derecho de vinculación y se mantiene con el recuerdo de una larga serie de abuelos todos nobles. La aristocracia europea no se compone de todos los hombres de mérito, de capacidad, de instrucción, de riqueza y de servicios que existen en aquellas sociedades. No: los aristócratas nacen nobles, y porque son nobles son ricos y se consideran llenos de mérito, y entran á la carrera de los servicios militares y civiles. El rey de vez en cuando ennoblece un plebeyo: sus hijos son ya nobles y sus familias se confunden con las del gran cuerpo que la tradición de los siglos ha formado. En la Inglaterra que es el origen, el modelo de la monarquía representativa, la nobleza sostiene al trono, y forma la cámara de los pares, cuya dignidad, es hereditaria. Ella desapareció con Carlos I, y volvió á la restauración. Esa aristocracia del mérito y de la virtud, si en este mundo injusto y preocupado no es una utopía, es la aristocracia de las repúblicas, si llamarse puede aristocracia, la reunión de hombres que no tienen recuerdos comunes, ni intereses de clase, ni espíritu de raza. La aristocracia de las otras monarquías es también hereditaria, y con todo, como ella en Francia y en España no tiene todo el poder que en Inglaterra, es allí menos sólida la existencia de la monarquía. Si los mexicanos con veinticinco años de una república tempestuosa, no podemos creernos propios para ser un pueblo republicano, una existencia de catorce años llena de sangre, de desastres y de revolución, debería también persuadirnos de que la monarquía representativa no está consolidada en España. Respecto de Francia, no olvidemos que el primero de sus reyes constitucionales murió en un cadalso; que la república se estableció sobre el trono; que siguió luego el absolutismo militar; que sólo las bayonetas de la Europa coligada pudieron libertarla de ese poder que luego una revolución arrojó del trono á la raza primogénita; que la crisis de una regencia la amenaza, y que si se ha conservado el trono de Julio, es por la singular habilidad de su jefe. Un rey como Luis Felipe, es raro entre los príncipes de sangre real, y cuando él existe su genio suple las instituciones en vez de probar que ellas sean buenas. Estas no son completas sino cuando por sí resisten á dificultades y desgracias. En Europa no faltan quienes opinen que las instituciones inglesas no se aclimatarán jamás en el continente.

Los recuerdos de nuestra nobleza son de ayer, son recuerdos sin respeto, sin poder, sin gloria. ¿Podrán trasplantarse á México como por encanto? ¿Tenemos nosotros medio alguno de hacer existir en nuestro país esta aristocracia indispensable en las monarquías? Nuestros condes y marqueses eran plebeyos que compraban con dinero un título vano, sin privilegios y sin poder político; nuestros padres los conocieron plebeyos y; nosotros los hemos visto malgastar sus bienes, confundirse en la oscuridad del vulgo. Sería, pues, necesario fundar una aristocracia y no se encuentra de donde sacarla. ¿De la propiedad raíz? No, porque la aristocracia de la propiedad raíz es una aristocracia que tiene sus bienes vinculados, que ha gozado derechos feudales ó de señorío sobre los habitantes de los terrenos, que ha ofrecido en ella un influjo político. Una propiedad raíz libre, gravada con una deuda enorme, y poseída en porciones de poco valor, no puede constituir una aristocracia: es para ello muy numerosa y á la vez poco fuerte. Le faltan además todos los recuerdos y las tradiciones de la nobleza, á tal punto que ella misma se burlaría, la primera, de su elevación monesca, de su llamamiento á las gradas del trono. La nobleza de Inglaterra posee casi toda la propiedad raíz, y es la más antigua, rica é ilustrada del mundo. ¿Acaso la nuestra se fundaría en la propiedad mobiliaria? Menos todavía, porque tal propiedad entre nosotros, en su mayor parte extranjera, esta propiedad que se eleva y decae en un momento, pugna por su carácter transitorio con la estabilidad de la aristocracia: por sus hábitos, sus recuerdos y sus intereses nada tiene que ver con los intereses de un trono. Esta aristocracia ni ha existido jamás, ni puede concebirse. Volvamos á decirlo: la propiedad no es la aristocracia; y si lo fuera, ¿todos los pueblos del mundo no serían monárquicos? y ¿los Estados Unidos no fueran la primer monarquía de América? Los servicios civiles y el talento tampoco pueden constituir una aristocracia: nada más desprovisto de genealogías y títulos. Las asociaciones literarias que no pueden tener ni aun espíritu de cuerpo, ¿cómo formarían una aristocracia? ¿Y podría México tener la aristocracia del talento? El ejército, por último, tampoco podría formar la aristocracia; la aristocracia militar sólo puede fundarse en las conquistas, cuando cada jefe combate con su tribu ó su nación y adquiere después la propiedad y el poder: una nación que no puede conquistar, una nación que no tiene más que guerras civiles, un ejército unitario y en el que cada jefe mande los soldados de una misma nación, no puede formar una aristocracia, no puede suplir la nobleza. Cuando Napoleón con tanta gloria y tantos elementos, no pudo contrahacer una aristocracia, por Dios que no queramos nosotros llevarla a cabo. Esta sería la última y más ridicula de nuestras parodias. Desengañaos los que soñáis en la nobleza: el día que existiera alguna, el pueblo la cubriría de ridículo, de odio, de profundo y merecido desprecio. Cada conde ad honorem, cada marqués in partibus infidelium, cada barón improvisado sería visto como un insensato, su origen su mérito y sus pretensiones estarían bajo el exclusivo é inexorable dominio del sarcasmo y la caricatura y un poder que se aborrece y se desprecia no manda jamás. En México todos éramos iguales, porque todos éramos dominados, porque ninguno partía el poder con la metrópoli. En México la democracia ha sido una verdad.

Así, cuando se nos dice que tendremos una aristocracia, “pero no la antigua aristocracia de nacimiento y pergaminos, sino la aristocracia del mérito, de los talentos, de la propiedad, de la riqueza, de la instrucción, de los servicios hechos á la patria en todas las carreras”, se nos dice una paradoja comparable sólo con la venida del rey sin un soldado. No ya para la monarquía representativa, para una monarquía semejante a las que existieron en Europa en la edad media y á las que hoy existen en algunos estados absolutos, para toda monarquía nacional el rey necesita una clase poderosa que le reconozca por su primer individuo, una clase con privilegios antiguos, con recuerdos gloriosos, con un fuerte espíritu de cuerpo, con verdadero poder, íntimamente unida al trono, mediadora entre su poder y el pueblo, y esto no puede ni importarse ni improvisarse. El pueblo que no la tiene ha de pasarse sin ella; y no teniéndola nosotros, ¿que clase de monarquía regularizada podríamos tener? ninguna. En el orden de lo posible, en México no podría haber un rey extranjero, sino bajo una forma entera y puramente militar, con un ejército extranjero, ocupando todo el país, y administrando las provincias militarmente. Esta es una verdad inconcusa, y por eso todos los periódicos extranjeros hablan de mandar á México una fuerza capaz de someternos; lo que en términos claros equivale á reconquistarnos; y por esto decimos, que á falta de elementos y de nacionalidad, la monarquía no puede existir entre nosotros sino por la fuerza. La independencia de México morirá con las Instituciones republicanas. Por cualquier lado que la cuestión se examine, vamos á parar en lo mismo.

Ni cómo, aun prescindiendo de estas y otras gravísimas consideraciones ¿podríamos pensar que México entrara en la carrera de la civilización, injertando en su libertad naciente el espíritu monárquico, la influencia de una monarquía europea? La idea de que así nos igualaríamos con las naciones más adelantadas de Europa en materia de libertad política y civil, es un error muy grosero, para que pueda persuadírsenos de él. Nosotros conocemos demasiado á los monarquistas de México para asegurar, que si trabajan por la monarquía, es en odio y no en provecho de la libertad. La existencia de la libertad política en las monarquías, no es la consecuencia del principio monárquico. Al contrario; todavía existen multitud de monarquías absolutas, y todas lo han sido por muchos años. Elevado un hombre á tanta altura, nada es más natural que su esfuerzo para dominarlo todo: en su situación las resistencias irritan, la repartición del poder le parece un ultraje. Su orgullo sólo puede satisfacerse con el absolutismo. Los reyes se han creído superiores á los demás hombres, han apelado al derecho divino cómo á un título de legitimidad; y apoyados en aduladores y sofistas, han establecido que los pueblos les pertenecían en pleno dominio. Sólo las revoluciones y los desastres los han sujetado. Las monarquías representativas no derivan su libertad de la existencia, sino de la humillación del trono: la libertad de las monarquías representativas se debe á los triunfos de la democracia sobre los nobles y los reyes. En Francia y en Inglaterra, llegó un día en que la plebe ruda, ignorante y despreciada por tantos siglos se acordó de que su sufrimiento constituía el poder de los opresores: Se levantó para no dejarse mandar más por los príncipes de sangre real, ni por la aristocracia, y su movimiento causó un trastorno espantoso. Después de la caída del trono, de la expulsión de la nobleza, del suplicio de los reyes, después de catástrofes sangrientas, los vencidos y los vencedores pudieron avenirse, admitiendo el elemento democrático hasta entonces excluido. El rey limitó su poder, la nobleza reconoció los derechos del pueblo, y éste entró para asegurarse de que nada se haría contra su voluntad, para adquirir día á día mayor ensanche. Esta es la monarquía representativa; así se ha establecido en su última forma: esa ha sido su marcha. ¿Puede seguir México la misma? ¿Puede suplir el poder y el influjo de hechos que no han sucedido, de intereses que no se han creado? Bien singular es por cierto, que los que tan sentidamente gimen por la ensayada imitación de los Estados Unidos del Norte, quieran obligarnos á la servil copia de las instituciones de las monarquías, sin pensar en que tampoco tenemos relación alguna con ellas. Las instituciones republicanas son mucho mas fáciles, no que el despotismo puro, porque éste es el más cómodo y sencillo de todos los sistemas, pero sí y con mucho que las monarquías representativas, complicada obra de los siglos, difícil arreglo de transacción de lo pasado con lo presente, forma transitoria de un movimiento formidable, institución, en fin, profundamente enlazada con todas las partes del cuerpo social, eminentemente nacional y constituida más bien por las creencias, las tradiciones y los intereses que por los artículos de una carta. Sin una familia real enlazada por toda nuestra pasada vida, sin una aristocracia combinada con nuestros intereses, sin un pueblo que recuerde en el uno ó el otro de estos poderes el origen de su libertad; en una palabra, sin todos sus elementos y sus hábitos, ¿cómo componer esa máquina? ¿Cómo, sobre todo, librarnos del impulso democrático de nuestros días, y contener con poderes quiméricos aquel movimiento, ante el que cede la realidad misma? Verdaderamente atrasados y ciegos están los que juzgan que el espíritu republicano se halla vencido, que ha dejado de existir en Europa.

La democracia conquista al mundo y bambolea los troncos afianzados por los siglos. Un hombre célebre que aun vive entre nosotros, y que citamos de preferencia como el más apasionado é inteligente defensor de la monarquía, en el centro de las revoluciones europeas juzgaba de muy diversa manera que los editores del Tiempo. “Nosotros, dice el vizconde de Chateaubriand, al hablar de la invasión francesa de España en 1823, no pensábamos preservar definitivamente á la monarquía del golpe de los siglos: el universo cambia, los principios nuevos destruyen gradualmente los antiguos: la democracia tiende a sustituir la aristocracia y la monarquía. Es necesario guardarse de tomar estas ideas revolucionarias del tiempo, por las ideas revolucionarias de los hombres”. Nada seria más fácil que acumular sobre otras multitud de citas. El movimiento democrático de la Europa ha sido demasiado rápido en su marcha y notable en sus consecuencias para que no llamase la atención. Un espacio inmenso separa ya la sociedad de hoy, de la de hace un siglo. Todas las ruinas llevan en el sello de la aristocracia y de la monarquía: la democracia se ostenta vencedora, inquieta, y sin cesar luchando por nuevas ventajas. Los que pintan el principio republicano extinguido en Europa, tienen la capacidad singular de ver los objetos al revés. Los hombres instruidos de aquella parte del mundo se burlarían de sus aserciones. Que se lea la historia de estos últimos tiempos; que se siga aunque sea en un diario la marcha de los negocios, y se verá que todas las innovaciones que se han hecho, que todas las que se debaten son en ganancia del pueblo, en pérdida de la monarquía y de la aristocracia. En una palabra, el movimiento social de Europa, todos sus progresos se dirigen á un fin, á disminuir el poder del régimen antiguo, á la emancipación del pueblo. ¡Y á nosotros se nos propone que para imitar á la Europa tomemos un camino contrario, que criemos los obstáculos con que ella lucha, que sofoquemos el movimiento que ella desarrolla! En verdad que semejantes desvaríos excusarían la refutación.

Empero el secreto de tal contradicción ya está señalado. Los borbonistas de México se fingen admiradores de las monarquías representativas de Europa; y si en efecto, como quieren persuadirnos, la monarquía hubiese de venir a nuestro país tal como existe en Francia y en Inglaterra para consolidar las libertades públicas, con su sistema representativo, su división de poderes, sus elecciones animadas, su pueblo armado, su ejército profundamente sumiso á la autoridad civil, sus juicios por jurados, su fuero único para todos los ciudadanos, su imprenta libre y su tolerancia religiosa, no habría mayores enemigos de la monarquía que sus actuales partidarios. Lo que ellos buscan en la monarquía es el poder absoluto y los privilegios. Ellos saben muy bien que las conquistas liberales que la república no ha hecho, se retardarían por muchos años con el establecimiento de un monarca extranjero y por eso lo piden, por eso conspiran para traerlo. Lo que ellos admiran no son esas revoluciones democráticas que venciendo al trono lo obligaron á dejar el poder absoluto, para contentarse con las formas de la monarquía representativa; sino las revoluciones por las que destruidas las repúblicas se ha levantado sobre ellas un poder tiránico. El feliz Augusto es el objeto de su culto, el gran modelo que proponen; y si Napoleón después de haber enfrenado la revolución hubiera llamado el gobierno “legitimo” de un príncipe de sangre real les parecería el mejor de los plebeyos. Por aquellas contradicciones groseras en que abunda el periódico monarquista, el que habla de una monarquía representativa y que dice querer cámaras electivas, se extasía contemplando la reunión que Augusto hizo en su persona del poder ejecutivo y legislativo, como la mejor inspiración que pudiera haber tendido, lamenta con dolorido acento que no se haya tenido presente al establecer el actual gobierno. Todas sus palabras denotan sus creencias: es el irreconocible enemigo de todas las innovaciones liberales, de todas las reformas democráticas que se han ensayado, y á las que diariamente reprochan nuestras desgracias. Y aun cuando no lo dijeran sus palabras; en veinticinco años de incesante lucha, bien los conocemos: los enemigos de la guardia nacional, de la libertad de imprenta y del juicio por jurados, los inventores de los tribunales militares, los que proscriben el elemento democrático, los implacables enemigos de toda idea liberal, los defensores acérrimos de todos los principios y los hechos de oscurantismo y de opresión, los corruptores de la moral pública y del orden social, los verdugos de Iturbide, de Guerrero y de tantos otros defensores de la independencia, no quieren un trono y un borbón, sino para hacernos retroceder al punto de partida, para herir de muerte todas esas tendencias liberales y republicanas con que han luchado hace treinta y cinco años. Sólo así se concibe que pidan el cumplimiento de todas las promesas de Iguala, cuando de ellas se sigue por una deducción irresistiblemente lógica, el llamamiento del príncipe de sangre real más servil y atrasado que hay en Europa, del pretendiente D. Cárlos* para quien las monarquías representativas son una impiedad: el derecho de los reyes absoluto y divino; el único gobierno posible el de la inquisición... La pluma se detiene, el corazón se indigna de tanta infamia.

Si se juzga que á tal punto hemos llegado, bien que se nos sujete; que se nos entregue atados de pies y manos al que todavía hoy cree en Bourges, que somos sus amados y rebeldes súbditos, ó á cualquiera otro príncipe, como el educado bajo el absolutismo, nutrido con el odio al sistema representativo y á las ideas liberales, que en Europa turban su sueño. La única buena razón, la sola suficiente es la fuerza, y se tiene, que al menos no recurra á la superchería y al engaño: el valor civil de que se jactan haber necesitado para declararse monarquistas, deben emplearlo en ahorrarse la humillante bajeza de incensar las instituciones liberales que detestan: que nos digan de una vez lo que quieran y acepten sus consecuencias. Pero que no se crea al menos que sorprendida ó sojuzgada la nación, traído al monarca é introducido el necesario ejército extranjero, en cambio de la libertad perdida, se tendrá al menos la tranquila paz de la servidumbre.

Es un error creer que una sociedad profundamente agitada, donde lo pasado lucha con lo presente, donde no puede ni contenerse el impulso de las nuevas ideas, ni acelerar el progreso de las costumbres, de manera que en un momento se pongan al nivel de ellas, donde en fin los elementos sociales se agitan para tomar su forma, el

movimiento podrá contenerse con un trono. La generación vigorosa que hoy existe, la mayoría de los mexicanos ha nacido durante la revolución, es extraña á ese pasado que quiere pintarse con tanta magnificencia; el odio á los opresores penetró en los primeros días de su infancia y las ilusiones de la libertad y la república, arrullaron su cuna. Estos hombres no se resignarán humildes al yugo. El ejército hasta ahora, árbitro de la suerte de la patria, por su patriotismo, por su orgullo y su interés, resistirá un orden de cosas que lo reducirá primero á la humilde condición de cohorte de un rey extranjero; que pondría á su lado inmediatamente un ejército más fuerte y numeroso que él, y que acabaría por disolverlo como demasiado costoso y muy poco seguro. La guerra comenzada en 810 estallaría en cien lugares: los departamentos fronterizos se agregarían á la república vecina: los mexicanos no serían menos que los árabes de la Africa todavía no sometidos, como ellos lucharían día y noche; y si á pocas leguas de Europa ochenta mil franceses no han bastado para conservar la paz en un pueblo bárbaro, ¿cuántos soldados extranjeros se necesitarán para mantener á México sometido y tranquilo? La monarquía llamada por la traición, sólo se establecería por la violencia, sólo se conservaría por el terror. El pueblo sería extraño al trono, y de todas maneras vendría á ser cierto que México no había cambiado su constitución, sino pasado al yugo extranjero. Sólo esta causa bastaría para empeorar la situación del país, para encender una interminable guerra civil, para hacerlo que sucumbiera bajo el desorden. Los ejemplos de la Bélgica y de la Grecia nada prueban. La Bélgica había estado sometida al poder monárquico por largos siglos, formó parte de la España y después fue un departamento francés; á la caída del imperio, la Santa Alianza desmembrando la Francia, formó de la Bélgica y de la Holanda un reino. Los belgas, mandados por un príncipe de sangre real, continuaron inquietos y agitados: en 1830 proclamaron su independencia, y la Europa consintió en ella, nombrándoles un rey: para ellos la monarquía ha sido su independencia: su destino está arreglado por el equilibrio continental. La Grecia era un país pobre, pequeño y despoblado: era la reunión de quinientos mil cristianos sometidos al despotismo turco, bajo un príncipe de sangre real que los trataba sin piedad: se alzaron contra la dependencia, y la Europa les nombró un rey; un niño de sangre real que los gobernó por un regente hasta que llegó á los 20 años; y ¿qué ha adelantado la Grecia? Con la monarquía, las revoluciones la han devorado: el desorden, lo ha destruido todo, los bandidos infestan los caminos y las calles de la capital: no hay ni orden ni progreso; la hacienda en bancarrota aumenta cada día su deuda: los ministerios suben y caen revolucionariamente, y para colmo de aprobio, los infelices helenos no luchan por sus querellas: la patria de Leónidas está dividida entre el partido francés y el partido ruso. ¡México, esta es la suerte que los traidores te preparan!

Pintar la monarquía como el remedio de las agitaciones civiles, es insultar á la razón y á la historia. Mientras el poder es más alto, más se codicia. Las revoluciones en que se ha peleado la presidencia, hubieran dispuesto del trono, siendo por esto más sangrientas. En esa hermosa monarquía que fundó Augusto, los césares eran elevados por los pretorianos corrompidos con las dádivas de los ambiciosos: una muerte trágica terminó los días de la mayor parte de los emperadores, y la herencia de la república pasaba así de César en César al capricho de las guardias indisciplinadas y sanguinarias, hasta que la monarquía pereció después de haber escandalizado al mundo con sus crímenes y sus vicios. La monarquía hereditaria está sujeta a las revoluciones consiguientes al cambio de dinastía, y las cuestiones de legitimidad han ensangrentado la Europa. Testigo la España de nuestros días. Las regencias presentan peligros tremendos á que no están sujetas las repúblicas, y no porque se reconozca por todos los partidos la autoridad de un rey, dejan de ensangrentar á las monarquías las cuestiones políticas. Testigo también la España de nuestros días y esa pobre Grecia desgarrada por partidos extranjeros. Ahí si las maquinaciones de los monarquistas llegan a realizarse, la guerra civil no dejará de agitar a la nación; y en medio de sus agitaciones convulsivas, ni aun siquiera derramarán nuestros hijos su noble y generosa sangre por sus errores y sus ilusiones sino por los caprichos y los intereses de sus opresores: la política europea, invadiría el nuevo mundo.

¿Quién habrá tan insensato que espere que la protección extranjera se nos impartirá desinteresadamente y para hacernos grandes, libres é independientes? Los que en nombre de la independencia y de la nacionalidad predican la monarquía extranjera cometen una profanación horrible. ¿Cómo podría concebirse que fuese independiente el pueblo que renunciando á sus instituciones fuera á pedir á la Europa un príncipe que lo gobernara? Ese príncipe vendría con su ejército, su corte y sus favoritos, y sólo por añadir el sarcasmo á la opresión pudiera decirse que la independencia se afianzara sometiéndonos á un rey, á mandarines y á soldados extranjeros. El paso del Océano no haría olvidar á esos hombres, su patria, sus intereses y sus familias: los dominadores no bajarían hasta los dominados. Una línea profunda nos volvería á separar; y si la conquista no logró que los hijos de la nueva raza se confundiesen con sus padres mismos, si nada pudo reunir al criollo y al español, el odio y la enemistad serían eternos entre nosotros y esos extranjeros. El poder de la Europa sólo podría sostenerlos; y ellos en esto, menos viles que nosotros, trabajarían por su patria, por los intereses de sus hijos. Con un vano aparato de nacionalidad, las cortes de Europa gobernarían al rey de México, y México sería lo que á la política y á los intereses de las monarquías europeas conviniese, sin contar para nada con nuestra conveniencia ni voluntad. Nos harían matar en las guerras que á ellos les conviniesen, nos estorbarían todas las alianzas que no cuadraran á su interés, nos prohibirían la industria que pudiese perjudicar á la suya, nos obligarían á hacer el comercio de la manera que les fuese más útil, cuidarían celosamente de que no se relajaran los vínculos de la dependencia, y adueñados de México, minarían el espíritu republicano en el sur y norte del continente. ¡Maldición y oprobio para los autores de tan infame proyecto!. Cuántos son dignos del nombre de mexicanos, centralistas y federalistas, exaltados, moderados y conservadores, todos quieren que México, sea lo que fuere, quede siempre independiente de toda influencia extranjera. Antes que todo son mexicanos.

Estas consecuencias no son las visiones de una imaginación delirante, son las consecuencias perceptibles, lógicas, inevitables del proyecto que meditado largos años hace é indicado en estos últimos meses, se ostenta y se debate con una audacia que indica bien que están ya reunidos los elementos que se deseaban, que ha sonado la hora en que se decida de la suerte de México. Una vez proscripta la república, y llamado un extranjero para ceñir la corona ensangrentada que descansa sobre el sepulcro del padre de la independencia, quedará perdido cuanto consiguiéramos en treinta y cinco años de luchas y de desastres, ¿quién puede comprender tanto dolor, ni medir tan horrenda afrenta? Una vez demostradas cuales son las únicas condiciones, bajo que puede triunfar la maquinación borbonista; simplemente expuestos los resultados, no debe discutirse si ellos son buenos ó malos.

La conciencia del género humano se levanta contra esta discusión, se trata de un hecho: de ser ó no ser. Si los mexicanos no somos inferiores a los Beduinos que en el desierto pelean por la independencia; si no somos indignos y degenerados sucesores de aquéllos que muñeron esforzadamente luchando contra el poder extranjero; si no queremos ser el objeto del desprecio y de la maldición del mundo; si no queremos que nuestros hijos maldigan á los que no pudieron legarles más que un poder extranjero, debemos resistir TODOS UNIDOS, el nefario proyecto de que se trata. Debemos SALVAR Y CONSOLIDAR LAS INSTITUCIONES REPUBLICANAS. Libertas et anima nostra in dubio est.

 

 

* El artículo 3o. de los tratados de Córdoba dice así: Será llamado á REINAR EN EL IMPERIO mejicano (previo el juramento que designa el artículo 4o. del plan), en primer lugar el Sr. D. Fernando 7o., rey católico de España; y por su renuncia ó no admisión, su hermano EL SERENISIMO SR. INFANTE D. CARLOS; por su renuncia ó no admisión, el serenísimo Sr. Infante D. Francisco de Paula; por su renuncia ó por no admisión, el serenísimo Sr. D. Cárlos Luis, antes heredero de Etruria, hoy de Luca, y por renuncia ó no admisión de éste, el que las Cortes del Impero asignaren”.