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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1846 Salvador Bermúdez, ministro de España en México, da por fracasado el proyecto para establecer una monarquía española en la república mexicana.

México, 27 de junio de 1846.

 

 

Del E.E.M.P., Salvador Bermúdez de Castro al P.S.D.E. [135]
México, 27 de junio de 1846.

Excelentísimo señor.

Muy señor mío: En mi despacho del mes pasado, Núm. 253, tuve la honra de dar cuenta detallada a V.E. del efecto desastroso producido por las derrotas del ejército mexicano en las orillas del [río] Bravo. En el anterior señalado con el Núm. 238, al referir a V.E. una conferencia importante con el general Paredes y al informarle extensamente de la crítica situación del país, le aseguraba que el éxito de los proyectos monárquicos dependía exclusivamente del resultado de las primeras hostilidades en la frontera. Al punto a que habían llegado las cosas, a pesar de las inmensas dificultades y obstáculos que por todas partes se presentaban, de las intrigas y del oro de los Estados Unidos, de los trabajos de la coalición santannista-federal, de la incapacidad misma de Paredes, una victoria insignificante, un triunfo brillante y pasajero hubiera bastado probablemente para decidir la cuestión de monarquía. V.E. sabe por mis anteriores despachos cuántos y cuán complicados han sido mis afanes, cuán varias y constantes mis tareas, cuántos elementos de acción tenía reunidos y con qué recursos contaba; pero, como tuve la hora de informar a V.E. en el mes último, las derrotas vergonzosas y decisivas del [río] Bravo, han sido un golpe de muerte para nuestros proyectos. El ejército está disuelto y en la más completa desmoralización; Paredes a nada se atreve ya; sin prestigio y desconceptuado, su poder es más débil y precario cada día.

Poco tengo que añadir a lo manifestado a V.E. en mi correspondencia del mes pasado acerca de las operaciones en la frontera. Todos los detalles que nos llegan del norte son más ignominiosos cada vez y más tristes. Las tropas mexicanas, no contentas con abandonar la importante plaza de Matamoros, verificaron su salida en el mayor desorden, robando los hospitales, desnudando a sus propios heridos, y arrojando en el camino las pocas armas que les había dejado la vergonzosa dispersión de Palo Alto. Los oficiales dieron el ejemplo de la fuga, mientras que el general en jefe, acusado mucho tiempo hace de connivencia con los Estados Unidos, ha hecho todo lo posible para justificar con su conducta estas sospechas infamantes. La deserción y las enfermedades han disuelto el ejército, cuyos restos se hallan en la mayor miseria y desmoralización a setenta leguas del enemigo. Los americanos han tomado pacífica posesión de Matamoros y de una gran parte del Departamento; el general Taylor ocupa ambas orillas del [río] Bravo, recibiendo nuevos refuerzos cada día, mientras las legiones de aventureros que llegan a cada momento de Texas y de Nueva Orleans, se adelantan hasta las puertas de Monterrey cometiendo toda clase de desórdenes en sus indisciplinadas correrías.

El gobierno ni aun sabe a punto fijo la posición ni los movimientos de las tropas americanas. Los buques de Estados Unidos, entretanto, mantienen en estrecho bloqueo todos los puertos del golfo, paralizando el comercio y arrancando al gobierno mexicano el recurso más pingüe de su desbaratada Hacienda; la renta de las aduanas marítimas. Diez mil hombres deben haber salido el 13 de este mes de Nueva Orleans para reforzar la división del general Taylor; el presidente de los Estados Unidos está autorizado por el Congreso para levantar hasta cincuenta mil hombres, y es seguro que en las circunstancias actuales, sobra con la mitad de este número para atravesar impunemente los extensos territorios que separan a Matamoros de la capital de la República. Un jefe decidido puede venir a México a dictar las condiciones de la paz.

Las noticias que llegan de los Estados Unidos están contestes [136] en la resolución de su gobierno para acabar la guerra con un golpe vigoroso. El resto de la escuadra americana, detenida en Panzacola por temor a los vómitos de esta estación, se prepara, según se anuncia, a volver a Veracruz. Y en medio de tantos conflictos, el gobierno mexicano nada hace: no sabe buscar soldados ni tiene recursos ni crédito para mantenerlos. Todo lo que ha propuesto al Congreso, y el Congreso ha decretado, es la declaración del estado de guerra, formalidad ridícula e inútil, y la autorización dada al presidente para ponerse al frente del ejército que debe operar contra los americanos y defender el territorio.

La situación interior del país no es tampoco más halagüeña. La insurrección sigue ardiendo en las montañas del sur. El pronunciamiento de Guadalajara ha encontrado eco en otros pueblos; tanto en esta capital como en Mazatlán, el motivo dado por los revoltosos en su acta de insurrección es el proyecto atribuido al general Paredes de establecer una monarquía poniendo al frente a un príncipe extranjero. Los Departamentos del norte, excitados por Estados Unidos, se agitan para formar una confederación independiente; su obediencia al gobierno es puramente nominal y su autoridad no se reconoce, mientras Yucatán se halla separado de la República Mexicana y las Californias están emancipadas de hecho y se pueblan de colonos de la Unión.

Y en medio de tantos desastres, no asoma siquiera una sombra de espíritu público en este desgraciado país. Los agentes de los Estados Unidos trabajan impunemente, derramando el oro para crear nuevas dificultades al gobierno. Los santannistas y los federalistas se agitan unidos para derribarlo. Un nuevo trastorno está muy próximo; la debilidad del poder central y la absoluta falta de recursos pecuniarios para hacer frente a sus atenciones lo acerca más cada día.

En medio de estas tristes circunstancias abrió el día 6 sus sesiones el Congreso Extraordinario. Las elecciones dieron casi en su totalidad un resultado favorable a las ideas de orden. Pero las noticias de la frontera habían introducido un desaliento general. El presidente provisional de la República leyó el extraño discurso que con la contestación del presidente del Congreso tengo la honra de acompañar a este despacho. [137]

Las protestas republicanas que contiene el mensaje del general Paredes causaron la mayor impresión en el público. Los hombres del partido monárquico que componen la mayoría del Congreso, expresaron enérgicamente su indignación; los periódicos republicanos vieron esta retirada de Paredes con desprecio y la señalaron como una estratagema con que intentaba adormecer el espíritu público para realizar más a mansalva sus proyectos de monarquía. Temerosos de los designios de un Congreso, en que domina evidentemente la opinión monárquica empezaron atacando sus intenciones, mientras que favorecían indecorosamente a los Estados Unidos y apoyaban en cuanto les era dable los pronunciamientos e insurrecciones.

La historia del discurso de Paredes ha sido esta. Como he manifestado a V.E. en mis anteriores despachos, una pandilla a cuyo frente está el general Tornel, ministro de la Guerra, adula y sirve desde el principio al general Paredes, predicándole todos los días los graves riesgos de una restauración monárquica y lisonjeando su vanidad con la oferta de una presidencia vitalicia y el poder de un dictador. Tornel ha sido el íntimo confidente de Santa Anna y el alma de su administración. Todos los esfuerzos que con la cautela necesaria he hecho para ganarle y traerle han sido inútiles; porque teme a la coalición republicana y, según se asegura, recibe dinero de los Estados Unidos, con cuyos gobernantes está en estrechas relaciones desde que fue ministro de su patria en Washington. No pudiendo ganarle, he combatido durante cinco meses la influencia que su actividad, su talento y su sagacidad política le daban sobre el ánimo de Paredes. En esta lucha había conseguido, aunque con trabajo, ir adelante y Paredes me había empeñado dos veces su palabra de honor de sacrificarlo y hacerle dejar el Ministerio. Pero los pronunciamientos, las insurrecciones y sobre todo las derrotas en el [río] Bravo, vinieron a desalentar al general Paredes, a anonadar sus esperanzas y su prestigio.

Entonces, para consolarse de tantos disgustos, se entregó con nueva fuerza a la bebida que ha sido siempre su principal afición. Acercáronsele algunos caudillos republicanos; hiciéronle presente la debilidad de su poder, amenazáronle con nuevos pronunciamientos, aseguráronle que los movimientos de Mazatlán, Guadalajara y otros puntos, no teniendo otro motivo que el temor a los proyectos de monarquía, se disiparían fácilmente apenas diese una garantía republicana y le exigieron que la insertase en el discurso [sic] [138] de apertura, prometiéndole con esta condición renunciar a su alianza con Santa Anna. Escribiéronle al mismo tiempo y en el mismo sentido algunos gobernadores de los Departamentos y el general Tornel le manifestó que estaba minado el ejército y a punto de estallar una insurrección general. Paredes vaciló muchos días, pero abatido por tantos reveses, se rindió al fin y encargó al general Tornel la redacción de su discurso. Yo tuve por mis agentes noticia de estas negociaciones. Inmediatamente vi al general Paredes. Nuestra conferencia fue larga y desagradable. Hícele presente que dar alguna garantía republicana, era alejar la cuestión de monarquía; que este Congreso en cuyas elecciones había trabajado yo con tanto afán y tan buen éxito encerraba todos los elementos necesarios para llevar a cabo nuestro plan, pero que si faltaba él, todo era inútil. Manifestele que si bien conocía yo toda la gravedad de sus circunstancias, lo escaso de sus recursos, lo precario de su poder, si bien no me disimulaba los fatales efectos de las derrotas del norte, todo esto probaba sólo la necesidad de ganar plazo y no tomar empeño alguno, pero nunca la de dar un paso atrás, que pudiese comprometer el porvenir. Enumeré todos los elementos con que podía contarse, insistí sobre el plan de que di cuenta a V.E. en mi despacho del mes pasado, le recordé sus solemnes y repetidas promesas de proclamar la monarquía o de sucumbir en la derrota. A todas mis reflexiones, respondió el general Paredes que sus opiniones eran las mismas [de] siempre, que sus ideas habían sido constantemente monárquicas y anhelaba con el mismo ardor levantar un trono en México, regido por un príncipe de la Casa Real de España. Pero que su posición era sumamente crítica y peligrosa, y el país estaba agitado por convulsiones que iban a acabar en una guerra civil. Díjome que para trastornar completamente las instituciones necesitaba recursos; dinero, prestigio y soldados. La Hacienda había visto aumentar los apuros habituales con el bloqueo, y no podía contar ni aun con el pan de sus tropas. Su prestigio había decaído completamente con las vergonzosas y decisivas derrotas de la frontera; y sus soldados, desmoralizados con las intrigas y el oro de Estados Unidos, ganados en gran parte por la coalición santannista-federal, estaban a punto de levantarse contra él. Me añadió que la mitad de la nación estaba emancipada de su obediencia, que todos los pronunciamientos tomaban por pretexto los proyectos monárquicos que se le atribuían, que estaba a punto de verse solo y de hacerse fusilar sin remedio inútilmente, si no daba alguna garantía a los principios republicanos. Asegurome que él no desistía de la empresa, que estaba convencido de la necesidad de la monarquía para salvar la nacionalidad y la independencia de su patria, que ésta era la opinión de toda la gente de arraigo y juicio, pero que nada podía hacerse sin el ejército, el ejército desmoralizado huía en la frontera y estaba minado por los trabajos de los revolucionarios y el oro de los Estados Unidos. Me aseguró que una victoria pasajera en el [río] Bravo le hubiera dado fuerza para consolidar su poder y proporcionado la ocasión de intentar la realización de nuestros planes. Quejose de que yo no le hubiese cumplido lo que le ofrecí: la venida del infante don Enrique a La Habana con alguna fuerza marítima; así tal vez hubieran podido aprovecharse los frutos de un golpe de mano, me manifestó sentimiento de que nada se hubiese hecho cerca de la Inglaterra y la Francia para facilitar la ejecución de este plan; ninguna noticia podía yo darle del estado de estas negociaciones que, según me anunció el gobierno de S.M. en despacho de 31 de octubre, debían haber empezado inmediatamente. Añadiome que él mismo había hablado de sus proyectos de monarquía al ministro de la Gran Bretaña, el cual evitó la conversación, alegando que no tenía género alguno de instrucciones. Protestome por último que, a pesar de todo, estaba decidido a llevar a cabo la empresa si encontrase la ocasión; que esas protestas republicanas para nada le ligarían; pero que ahora sin fuerza, sin prestigio, sin esperanzas, en medio de tantas desgracias y reveses, temiendo a cada instante nuevas insurrecciones, sólo le era dado capitular para salvar su persona y preparar un coto a la invasión extranjera y a la anarquía.

Era imposible sacar ya más partido de él; nuestra conferencia de dos horas fue una disputa y acabó con frialdad. Le hablaron algunas otras personas en el mismo sentido. Alamán le hizo presente la conveniencia de callar por ahora y quedarse con las manos libres para lo futuro; aun cuando se arriesgase algo en lo presente; pero le respondió que entonces era inmediato y seguro el triunfo del federalismo y de Santa Anna. Su discurso de apertura contuvo la manifestación republicana que escribió Tornel. Su efecto fue fatal para Paredes. Los hombres monárquicos, aunque temerosos, la oyeron con indignación por parecerles una bajeza que a nada conducía; los republicanos la tomaron por un lazo y la juzgaron un ardid miserable de ambición. Todo el mundo sabía los proyectos monárquicos del presidente, porque había tenido menos cuidado de ocultarlos de lo que hubiera debido. Por esto hasta los indiferentes e imparciales reprobaron su conducta. En su familia misma encontró el general Paredes amargos censores; y muchos amigos suyos se retiraron completamente de su casa. Personas que parecían muy tibias, pero que alimentaban esperanzas secretas, manifestaron claramente su exasperación.

El partido monárquico, aunque desorganizado por estas circunstancias, determinó hacer a Paredes un desaire, confiriendo a otro la Presidencia y despojándole de toda autoridad. Los diputados se preguntaban públicamente con qué objeto se había hecho la revolución de San Luis [Potosí], y hubo una proposición para declarar que debían volver las cosas al ser y estado que tenían antes del pronunciamiento del general Paredes. Otros buscaron para oponerle a su más acérrimo enemigo el señor Cuevas, y seguro es, que si en los primeros días se hace la elección, hubiera sido derrotado en un Congreso formado por él y en que contaba al principio con la casi unanimidad de los sufragios. Pero, por consejos de Tornel, ganose tiempo y se trabajó mucho para reunir votos. No había a quien nombrar porque todos los generales rivalizan en ineptitud. Por otra parte, el ministro de la Guerra, aseguró a los diputados que si se elegía a otro que a Paredes, aquella misma noche habría un pronunciamiento militar a favor del general Santa Anna. Esta amenaza decidió la cuestión, porque Santa Anna es más odiado que persona alguna, y habiéndose declarado vehementemente en todas sus cartas y manifiestos contra el partido monárquico, temíase su vuelta a la República. Aun así, Paredes fue nombrado presidente por cincuenta y ocho votos contra veinticinco.

Los hombres más notables del partido monárquico comprometidos y temerosos, me consultaron sobre lo que debían hacer. Sólo a algunos manifesté claramente mi opinión. En las circunstancias del país, Paredes, sin fuerza y sin prestigio, nada puede; el ejército dividido y desmoralizado para poco vale. Sin Paredes y sin el ejército es imposible intentar cosa alguna. Ellos deseaban la intervención de la Europa, como único medio de salvar a la nación de los Estados Unidos y de la anarquía; no veían otro remedio para la triste situación en que se halla. Yo les manifesté que esto es sumamente difícil e improbable y sólo les aconsejé que nombrasen al general Bravo vicepresidente de la República. Paredes sale para tomar el mando de las tropas, y el poder quedará en las manos de Bravo. Acerca de este jefe y de sus decididas opiniones he hablado extensamente a V.E. en mi despacho Núm. 177.

Alamán vino a hablarme también de este asunto, manifestándome que era preciso renunciar por ahora a toda esperanza, pues las derrotas de la frontera y los pronunciamientos interiores habían acabado completamente con la fuerza y el prestigio del general Paredes, destruyendo una situación creada con tantos afanes. Me aseguró que a no ser por estos reveses, en el Congreso podía contarse con una mayoría sumamente considerable para la monarquía. Pero faltaba el apoyo necesario para tamaña empresa. Díjome que el general Paredes le protestaba siempre los mismos deseos y resolución para llevar a efecto nuestro plan, pero que no creía pudiese durar en el gobierno, siendo un nuevo pronunciamiento inevitable e inmediato, y me manifestó que ya sólo la intervención de Europa podía salvar a este país de la inminente disolución que lo amenaza.

Deseaba el general Paredes que El Tiempo [139] continuase. No consentí en ello, e inmediatamente que pronunció su discurso di orden de que se suspendiese. Tengo la honra de acompañar a V.E. un ejemplar de su despedida que ha hecho mucha sensación [Anexo Único]. Las alusiones son bien transparentes y todo el mundo ha dado la razón a El Tiempo. [140] En el mismo día hice cesar El Mosquito Mexicano [141] y los periódicos monárquicos de los Departamentos, inútiles en estas circunstancias, han cesado también. El partido monárquico se ha separado ostensiblemente de los negocios. Pero dominan sus hombres en el Congreso; el presidente y el vicepresidente pertenecen a esa opinión. La Comisión nombrada para redactar la Constitución, se compone de sus caudillos más conocidos; sólo un miembro el general Valencia, pertenece a las ideas republicanas; pero está solo [en] el Congreso y temeroso, porque no cuenta con apoyo de ninguna clase; despechados sus miembros piensan sólo en abandonar sus inútiles escaños.

Tal es la situación de las cosas. Circunstancias inevitables han venido a destruir nuestros proyectos. Sin duda está formado un partido monárquico más numeroso aún de lo que al principio creí, pero yo engañaría al gobierno de S.M. si no le manifestase con franqueza mi opinión. Fácil es levantar la monarquía si puede venir algún apoyo ostensible de Europa. La opinión gana y se robustece aquí todos los días. Pero ahora, aniquilada la fuerza y el prestigio de Paredes, disuelto y desmoralizado el ejército, no es posible intentar cosa alguna, ni hay elementos interiores para la monarquía ni para sistema alguno de orden. Ahora es segura e inmediata una nueva revolución, más anárquica aún que todas las precedentes. La disolución es el único porvenir de este país si la Europa no interviene de algún modo; y los Estados Unidos en plazo muy cercano se harán dueños de estas importantes comarcas. La apatía, el desaliento han penetrado de un modo inconcebible en el corazón de esta República: todos los hombres ilustrados conocen y lamentan la perdida inminente de su independencia y nacionalidad, pero ninguno piensa en resistir ni en luchar contra la fortuna.

Por estas razones y sin dar valor alguno a las impotentes, vagas y ya poco sinceras protestas de Paredes, cuyo poder expira por instantes, juzgo fallida la empresa de la monarquía y cumplo mi deber dando cuenta a V.E. de la comisión que debo a la confianza de S.M.

Quince meses me he ocupado activamente de esta cuestión, y hace once que aprovecho todas las ocasiones de referir detalladamente al gobierno de S.M. los progresos de mis trabajos y el estado de tan importante asunto. Por esto me tomo la libertad de rogar a V.E. que tenga a la vista mis despachos en cifra señalados con los Núms. 109, 126, 143, 163, 174, 177, 190, 202, 220, 238 y 253, así como los oficios de esa Primera Secretaría correspondientes al 31 de octubre, 22 de noviembre, 2 de enero, 7 de febrero y 1 de marzo últimos, únicos que he recibido hasta ahora y que contienen las instrucciones del gobierno de S.M. y las autorizaciones con que se ha servido honrarme.

En todos mis despachos he dado cuenta detallada a V.E. de mis afanes, de mis complicadas tareas, y de los multiplicados obstáculos con que, casi solo siempre, he tenido que luchar. Podrá haberme faltado el talento, pero la voluntad, la actividad, la perseverancia no me han faltado nunca. He ido siempre adelante, mis cálculos no han salido fallidos hasta que las derrotas decisivas de esta nación en el norte, han venido a destruir una situación con tantos desvelos y solicitud creada.

Las dificultades que la falta de recursos suficientes para mover el ejército y mantener al soldado ocupado desde el principio, la incapacidad política y la obstinación del general Paredes, los trabajos y la fuerza de la coalición republicana, la unión del partido federal con los jefes santannistas, las intrigas de los Estados Unidos, el oro derramado en abundancia por sus agentes, el desenfreno de la prensa periódica, la desmoralización del ejército, la apatía y la timidez de los hombres monárquicos, la irresolución del gobierno, los incomparables apuros en la Hacienda, los pronunciamientos de varias ciudades importantes, la insurrección de las montañas del sur, la muerte del arzobispo que nos aseguraba todo el influjo del clero, todas estas circunstancias desventajosas han venido a combatir mis planes, y sin embargo redoblaba mis esfuerzos porque tenía confianza en la victoria. Y entretanto el ministro de Inglaterra, en vez de alentar a Paredes, se manifestaba indiferente y frío; ningún apoyo aparecía del exterior y la venida del infante don Enrique que anuncié reservadamente a Paredes, con arreglo a mis instrucciones de 31 de octubre, se retardaba de día en día. La llegada de este príncipe a La Habana hubiera producido favorable efecto: Paredes y los jefes del movimiento estaban ya decididos a su favor, porque, obedeciendo las órdenes del gobierno de S.M. lo había presentado como la persona más a propósito para fundar una dinastía; y estando él cercano, podían recogerse inmediatamente los frutos de la revolución, mientras que a tal distancia de Europa, era preciso no sólo hacerla, sino contar con fuerzas suficientes para defender un trono huérfano por espacio de un año. Pero, a pesar de tantos obstáculos y dificultades, confiaba en dar cima a la empresa, si los desastres del norte no nos hubiesen destruido completamente la situación y acabado con nuestros recursos.

Para llevar a buen término la cuestión de monarquía, he emprendido grandes trabajos.

Traje al único ejército formal de la República, mandado por el general de mayor fuerza y prestigio desde San Luis [Potosí] a México.

Desde aquí, solo, y dictando a uno de mis agentes las instrucciones que él se encargaba de transmitir como suyas, preparé y arreglé los pronunciamientos de Veracruz, Jalapa, Perote y su fortaleza, Tampico, Zacatecas, Guadalajara y el castillo de San Juan de Ulúa.

Ante los mismos ojos del gobierno hice levantarse la guarnición de la capital a favor de Paredes. Y este general, para todo esto, nada tuvo que hacer, sino venir; todo se le dio hecho; hasta los borradores le envié de las cartas.

Yo redacté el Manifiesto de San Luis [Potosí] y la orden del día que le abrió las puertas de México.

Deshice en cuanto me fue posible, las intrigas del general Valencia y arrojé del Ministerio al general Almonte que nos vendía.

Mío es el Manifiesto del 10 de enero, que empezó a demostrar más claramente el objeto a que se marchaba; concebí e hice adoptar el pensamiento de la convocatoria para el Congreso Extraordinario; estas combinaciones que preparé y redacté en breve tiempo y que parecían irrealizables a Alamán que les dio su nombre, han tenido una ejecución fácil en todos los Departamentos y han traído una asamblea monárquica.

Fundé con muchos gastos y trabajos El Tiempo, [142] el periódico de mayor tamaño, y de mejor redactado [sic] que se ha presentado en México hasta ahora. En él escribieron las personas más notables de la nación a favor de la monarquía. Para hacerlo cesar se apeló a las amenazas y a la seducción contra el impresor, a los insultos y a las denuncias contra los redactores. A pesar de todo salvé dos veces a los condenados por los tribunales y El Tiempo [143] no suspendió un solo día su publicación.

Fundé también El Mosquito Mexicano y otros periódicos monárquicos en los Departamentos, y conforme a los deseos de Paredes negocié y conseguí la supresión de tres diarios republicanos que hacían cruda guerra al gobierno, y a los planes de monarquía.

Hice entrar en estos proyectos a los primeros generales de la República. El arzobispo quiso venirse conmigo para trabajar. Muchos jefes de cuerpos militares estuvieron y están a mi devoción. En el mismo seno del partido federalista he tenido agentes fieles que me han dado cuenta de todas sus conjuraciones.

Por esto he sabido a tiempo algunos proyectos que el gobierno ha podido deshacer y me he manejado de manera que estuviese siempre mi nombre fuera de cuestión. Excepto el de la Guerra, los demás ministros han sido hasta ahora de mi absoluta confianza. Cuando empezó a vacilar Paredes hice que el de Hacienda le abandonase. Éste me ha escrito una carta secreta toda de su letra y firmada por él que contiene la historia de estos planes. El ministro de Relaciones Exteriores me ofreció también separarse, pero no lo consentí; los negocios comunes de la legación hubieran podido padecer en el cambio.

Dando a los ministros las listas de los candidatos, animando algún tanto su apatía, trabajando por todos los medios indirectos que estaban a mi alcance, he logrado que la convocatoria tuviese un resultado feliz; en el Congreso Extraordinario que se ha reunido preponderan las opiniones monárquicas. De todos modos, he creado un partido monárquico a favor de España; ese partido existe, y a pesar de tantos reveses y derrotas, gana prosélitos cada día; los desengaños aumentan su fuerza, y el porvenir más o menos lejano es suyo si, como es de temer no se disuelve antes esta nación.

Por último, para decidir de una vez esta incierta situación, preparé el movimiento militar con bandera monárquica que debía estallar a la vez en varios puntos y a cuyo frente habían de ponerse jefes y oficiales de prestigio y capacidad. Campo celo [sic] proponer a Paredes por los mismos que debían ejecutarlo, y como manifesté a V.E. el mes pasado al darle cuenta de este asunto, creyó que debía esperarse una ocasión favorable, la primera victoria en la frontera. En vez de victorias sólo han venido derrotas vergonzosas y decisivas; todos los recursos se disiparon y la fuerza con que contábamos se acabó.

Y para tantos y tan variados trabajos he gastado sólo ochenta y nueve mil, seiscientos pesos fuertes que apenas representan, por la carestía del país la mitad de su valor en España. Con esto he atendido a todos mis gastos; a mis compromisos por el pronunciamiento de la guarnición de esta capital, al pago de mis agentes, a la fundación y sostenimiento de los periódicos monárquicos, a la supresión de los republicanos, a la adquisición de los jefes útiles para mis proyectos. Tal ha sido la severa economía, la mezquindad escrupulosa con que he hecho uso de los fondos que puso a mi disposición el gobierno de S.M.

En oficio de esa Primera Secretaría de 31 de octubre último puso a mi disposición el gobierno de S.M. desde luego cien mil duros para gastos secretos preparatorios, autorizándome además a librar contra el superintendente de [la] Real Hacienda de La Habana, cuatrocientos mil más para atender a las primeras necesidades en caso de verificarse la empresa. Posteriormente, en oficio de 2 de enero último me autorizó el gobierno de S.M. para no limitarme a la dicha suma de cien mil duros si fuesen necesarios más para los preparativos secretos convenientes. De todas estas autorizaciones sólo he usado de la primera, librando los cien mil duros contra La Habana, según manifesté a V.E. en mi despacho Núm.

177. De ella quedan por tanto en mi poder diez mil cuatrocientos pesos fuertes a disposición del gobierno de S.M., V.E. me señalará el destino que deba darse a esta suma.

No he querido hacer uso de más fondos por parecerme inútil; las dificultades que se presentaban no podían vencerse con algunos miles de pesos más. Y en cuanto a la autorización que pedí a V.E. en mi citado despacho Núm. 177 para los gastos en la asamblea, no he recibido contestación aún, pero de todos modos ya no tiene objeto en el estado de las cosas.

Facultado también por el gobierno de S.M. para prometer las recompensas, títulos y honores que juzgase convenientes, usé de esta autorización con la misma parsimonia y economía que de las demás; y como mis escasas ofertas todas condicionales sólo podían tener efecto en caso de un éxito seguro, nada he dado ni estoy obligado a nada.

Y en medio de tantas complicadas tareas, entre las conspiraciones de los santannistas y federalistas, entre las intrigas de los Estados Unidos cuyos agentes derramaban el oro para conseguir sus proyectos, trabajando noche y día y a pesar de ajenas indiscreciones, he cumplido lo que he ofrecido a V.E. en todos mis despachos; el nombre de la España no ha quedado un instante comprometido en las vicisitudes de esta delicada cuestión; he obrado siempre por medio de agentes muy seguros, y a pesar de la ardiente polémica de los periódicos, ni antes ni ahora, se ha señalado como partícipe de estos planes al gobierno de España. Mi nombre mismo para nada suena; mis agentes en los partidos republicanos han disipado las sospechas que ajenas indiscreciones pudieran hacer recaer sobre mí. Mis relaciones con todos los partidos son las mismas ahora que antes eran; y la influencia de España en nada ha padecido con tan delicada cuestión.

Dispénseme V.E. la extensión de este despacho. Pero en materia tan delicada y espinosa, he creído de mi deber dar cuenta del modo más claro y completo posible al gobierno de S.M. de la comisión que confió a mi lealtad y a mis esfuerzos. He obrado siempre con arreglo a sus instrucciones. Durante muchos meses he trabajado sin tregua y sin descanso. He tenido que hacerlo todo a la vez, y hasta sin el consuelo de ver seguir los consejos que se me pedían. Se ejecutaban tarde y mal, se desechaban los unos y se adoptaban los otros y se aplicaban todos con la incapacidad y la apatía que son las cualidades tradicionales de todos estos gobiernos. Pensando a la vez en administración y diplomacia, en guerra y en Hacienda, en intrigas y en periódicos, no he descuidado un momento las atenciones de la legación de mi cargo y las muchas que me proporcionaban los negocios de la Francia. Por esto se halla arruinada mi salud con excesos de trabajos y de vigilias.

A pesar de que conforme a las terminantes instrucciones del gobierno de S.M. de 31 de octubre confirmadas en 22 de noviembre había trabajado activamente a favor de s.a. el infante don Enrique, apenas recibí las correspondientes al 2 de enero último procuré que en la empresa no se hiciese designación de persona determinada de modo que pudiese S.M. obrar con entera libertad en este punto. Pero nada me importan mis afanes y mis disgustos personales si el gobierno de S.M. juzga que he desempeñado con lealtad y con cuanta actividad e inteligencia han estado a mi alcance la comisión que se confió a mi celo. Deseo que merezca mi conducta su aprobación, que será la mejor recompensa de mis fatigas.

Tengo con este motivo la honra de reiterar a V.E. las seguridades de mi respeto y consideración, rogando a Dios guarde su vida muchos años.

México, 27 de junio de 1846. Excelentísimo señor.

B.L.M. de V.E.
Su más atento, seguro servidor.
Salvador Bermúdez de Castro [rúbrica]

 

Anexo Único.

Artículo “Despedida de El Tiempo”. Los redactores anuncian la suspensión de la publicación de ese periódico, aduciendo que es por razones patrióticas, dada la difícil situación en que se encuentra el gobierno, por el estado de guerra en que se halla el país, El Tiempo, Núm. 134, domingo 7 de junio de 1846.

 

PARTE POLÍTICA.
DESPEDIDA DE EL TIEMPO.

A nuestros lectores. La redacción de El Tiempo suspende la publicación de su periódico. Animada siempre de las mismas convicciones, cada vez más constante y firme en sus ideas, no cree que conviene a su patriotismo ni a su dignidad seguir la nueva senda a que la llaman los acontecimientos públicos. Seremos tan francos y explícitos como lo hemos sido hasta ahora. El discurso leído por el presidente interino, en la apertura de las sesiones del Congreso, no deja a El Tiempo más que dos caminos; apoyar el nuevo programa del gobierno contra su conciencia y sus opiniones, o hacerle la oposición en medio de una guerra extranjera, desconociendo los intereses nacionales.

En medio de la ardiente polémica de los partidos, no hemos pensado en retirarnos. Las más injustas acusaciones, los más cínicos dicterios, se han sucedido contra nosotros, y hemos permanecido tranquilos. Nuestros adversarios han recogido el fango de las calles para amasar sus calumnias, y no hemos vacilado un momento en nuestro propósito. Las injurias, las persecuciones, las amenazas, cuanto puede inventar el implacable espíritu de partido, otro tanto se ha puesto en juego contra nosotros, sin que se haya logrado un instante interrumpir nuestras tareas. La convicción que nos anima nos daba fuerzas para todo. Firmemente persuadidos de que sólo en nuestras ideas se encuentra la salvación del país, aventurábamos para conseguir tan noble objeto, toda especie de disgustos personales. Y si bien nos ofrecían amarguras nuestros trabajos, nos animaban a la vez preciosas y cada vez mayores simpatías.

Ahora, el partido monárquico no cree que debe contar con un representante en la prensa periódica. Entre faltar a los deberes de su conciencia y patriotismo o suspender sus tareas, El Tiempo no puede vacilar y se retira. Si la planta de un extranjero usurpador no profanase el territorio mexicano; si la independencia de la nación no se aventurase en la presente lucha; si sólo se tratase de cuestiones interiores, El Tiempo analizaría el programa de gobierno contenido en el discurso del presidente de la República, lo compararía con sus manifiestos, con las promesas de San Luis [Potosí], y combatiría al gobierno con la misma energía, si bien con el mismo decoro con que hasta aquí lo ha defendido. Pero ese sería el interés de nuestras opiniones, no sería el interés de la nación. Porque en estos momentos la unión es la primera de las necesidades, porque ahora cumple prepararse a grandes sacrificios, y más que todo importa repeler al enemigo y salvar la independencia. He aquí la razón de nuestra conducta. Nosotros no tememos equivocarnos, cuando aseguramos que todos los hombres del partido monárquico están y se hallarán siempre dispuestos a no poner el menor obstáculo en estos momentos al gobierno que rija los destinos del país. Cualquiera que sea, obtendrá su apoyo mientras se aventure la independencia de la nación. Lo declaramos sin rebozo; el más exaltado federalismo en el poder, si trata de rechazar a los usurpadores extranjeros, nos contará en sus filas mientras dure tan angustiosa situación.

Hemos sostenido con nuestras débiles fuerzas al gobierno desde el momento de nuestra aparición en la arena pública. Creíamos que las promesas de San Luis [Potosí] encerraban un pensamiento grande y fecundo de regeneración. Confiábamos, como en aquellos manifiestos se anunciaba, que esa revolución sería la última, que no se trataba de un cambio de personas, que se aspiraba a una gloria grande, sólida y duradera. Por eso prescindimos de nuestras opiniones particulares en muchos puntos, y nos aplicamos constante y cuidadosamente a robustecer la autoridad, a darle fuerzas para llevar a cabo dos empresas fecundas en resultados: la recuperación del territorio nacional y la defensa de la frontera; la reunión del Congreso Extraordinario para constituir estable y definitivamente el país.

Teníamos una convicción íntima, profunda, constante, de que eran posibles ambos bienes; creíamos que era la ocasión de dar fin a nuestras estériles revoluciones, creando un centro de unidad fuerte, y respetado, y plantando después de la victoria una barrera política contra las usurpaciones de nuestros enemigos. Hay quien ha dudado de esto, y ha preguntado si vendrían de repente la prosperidad y la fuerza con un cambio de instituciones. A habérsenos permitido, hubiera sido fácil la respuesta a esos hombres que no saben, que no tocan, que no ven cuánta es la fuerza de los principios en el mundo, más poderosos a veces que millones de soldados. Pero, lo repetimos; creíamos ciegamente en la facilidad de una victoria, al menos mientras nuestros enemigos no presentasen más batallones en la frontera; el valor mexicano era la garantía de nuestra opinión, y pensábamos que existían muchos elementos de orden para fundar, sobre bases sólidas y estables, la felicidad y la gloria de la nación. Nuestro apoyo al gobierno fue tan sincero como absoluto. Pudimos desaprobar alguna de sus medidas, pero no lo atacamos nunca. Nuestra defensa fue franca y leal. No nos disimulamos un momento, nosotros hombres de paz y de orden, la gravedad de una nueva revolución como la que se levantaba en San Luis [Potosí]; pero creíamos siempre que se caminaba a algo más grande, más fecundo y más completo de lo que había tenido lugar hasta ahora. Si no fuese así, si hubiéramos imaginado un momento, que sólo se trataba de un cambio de personas, si hubiéramos sospechado que el movimiento de diciembre no tenía por objeto la defensa más cumplida del territorio nacional y la inauguración de una era de paz y de ventura para el país, háganos esa justicia nuestros adversarios, jamás se hubiera alzado nuestra voz en su defensa. Nosotros no sabemos lo que sucederá; pero si los frutos de esa revolución no son provechosos para la patria, culpa será de los que hayan destruido las ventajas de una situación que contaba al iniciarse, con tantos elementos de fuerza, con tan justas y universales simpatías.

Ese apoyo al gobierno, de que tanto nos han culpado nuestros adversarios, no era un apoyo interesado y falaz. Si los acontecimientos no lo justifican podrá culparse nuestra falta de entendimiento, pero nunca nuestras intenciones. Ahora, al leer las palabras del discurso pronunciado ayer al abrirse las sesiones del Congreso Extraordinario, al recorrer con avidez un documento que con tanta impaciencia aguardaba el público, nos hemos preguntado dudosos ¿Son éstas todas las consecuencias del Plan de San Luis [Potosí]? Y al compararlo con los manifiestos anteriormente publicados, no hemos comprendido ya ni la marcha ni los designios del gobierno.

Sin duda esa recomendación al Congreso para que adopte los principios republicanos, como base de su Constitución, sin duda esa convicción que ha adquirido ahora el gobierno de su necesidad, la manifestación de principios hecha en ocasión tan solemne, son irrefragables pruebas de la constancia de opiniones, de la asombrosa consecuencia política de la administración que se halla al frente de los destinos de la patria. Esa constancia, esa consecuencia han sido puestas constantemente en duda por nuestros adversarios, y ahora aguardamos que se apresuren a hacerle justicia, y reconozcan la ligereza de sus acusaciones. Si el gobierno no ha manifestado hasta ahora con tanta claridad esa fe en los principios republicanos, si las interpelaciones de los periódicos de la oposición no han podido arrancarla, ha sido sin duda porque creyó oportuno reservarse para esta ocasión. Cesen, pues, todos los ataques al gobierno, y pidan perdón de su desconfianza hincados de rodillas, los diarios que han mantenido las alarmas y las dudas.

En cuanto a nosotros, no tenemos la impaciencia de los que combaten por intereses momentáneos. La fe en el porvenir, más viva cada vez en nuestro pecho, no nos abandona ahora. El tiempo no camina en balde, ni el imperio del error es eterno en el mundo. Es demasiado grande, demasiado noble aún nuestro rico y hermoso país, para que esté destinado por la Providencia, a ser presa de la anarquía o patrimonio de pérfidos usurpadores. Por esto nos limitamos, al suspender nuestros trabajos, a hacer una recomendación a los hombres que, como nosotros, piensan. Dentro y fuera del Congreso, en cualquier paraje donde les coloque la fortuna, deben llevar siempre por emblema la independencia, la gloria y la felicidad de la patria. Ahora, su posición, su deber les aconsejan apartarse completamente de las cuestiones interiores, no tomar en ellas parte alguna, ni lidiar en pro, ni en contra de ningún partido. Pero, recuerden al mismo tiempo que la nación se halla envuelta en una guerra con un enemigo poderoso, que todo en ella se aventura, y sería un crimen suscitar el menor obstáculo al gobierno, cualquiera que sea y pueda ser mañana, en la defensa de los derechos y de la dignidad de la nación. Antes que ser de esta o de aquella manera, es necesario ser. Todos los sacrificios son escasos, toda abnegación es poca. A nuestra dignidad cumple no apoyar lo que es contrario a nuestras opiniones; a nuestro patriotismo, no embarazar en estas circunstancias la marcha de ningún gobierno.

Los redactores de El Tiempo, no tratan de analizar el discurso a que han aludido. Este examen daría lugar a una oposición que no quieren hacer. Pero al cesar por ahora en sus tareas, les queda una satisfacción. En medio de tantas y tan injustas recriminaciones, de los ultrajes y de las calumnias, jamás se han visto manchadas sus columnas con ataques personales; han compadecido a los calumniadores. Y respetado siempre las personas de sus enemigos. Convencidos de que existe una opinión pública que hace justicia a la larga en estas ardientes polémicas, han dejado pasar inmerecidas acusaciones. Obedeciendo las disposiciones del gobierno, no han salido jamás del estrecho círculo a que éstas reducían la discusión. Han combatido por los grandes intereses de la nación sin desdeñar a sus mismos adversarios, cabalmente porque deseaban un sistema de gobierno en que hubiese un lugar para todas las ambiciones legítimas. Este ha sido nuestro objeto, y a llenarlo hemos dedicado nuestra escasa capacidad.

Ni podríamos olvidarnos de los favores que hemos recibido del público. Los numerosos suscritores [sic] que desde el principio han sostenido nuestros trabajos, la activa colaboración que hemos hallado en las clases más ilustradas de la nación, merecen nuestra más sincera gratitud. Sin escritos ajenos, lo confesamos francamente, nuestras fuerzas no hubieran bastado. En esta tarea, ningún elemento de vida ha echado de menos nuestro periódico. Pero ahora, lo repetimos, en las circunstancias actuales, entre faltar a nuestro patriotismo, combatiendo al gobierno en su nuevo programa, y defender al gobierno faltando a nuestra conciencia y a nuestra convicción, sólo hemos hallado un medio, callar, y por eso suspendemos nuestras tareas.

Los señores suscritores [sic] de esta capital que tienen anticipado el pago del periódico, pueden ocurrir a la Antigua Librería de Galván, Portal de Agustinos, en donde presentando sus correspondientes recibos, se les liquidará y devolverá lo que resulte a su favor, por el encargado don José María Andrade, quien asimismo recibirá lo que se debe a nuestra redacción.

Respecto de los foráneos, se verificará lo mismo por los individuos que han estado encargados de este negocio, cuya lista consta en todos nuestros números.

 

Minuta.

De Francisco Javier de Istúriz, presidente del Consejo de ministros y P.S.D.E.
a Salvador Bermúdez de Castro. Madrid, 28 de agosto de 1846.

Enterada la reina, nuestra señora, del despacho de V.S. Núm. 268, hecho en 27 de junio próximo pasado, se ha servido aprobar cumplidamente la conducta que V.S. ha observado en el delicado negocio a que se refiere. Con respecto a los diez mil cuatrocientos pesos fuertes que obran en poder de V.S., ha venido S.M. en resolver que se conserve dicha suma en esa Legación del cargo de V.S. a disposición de las Cajas de La Habana.

De Real Orden lo digo a V.S. en contestación a su precitado despacho.

Dios etc. [rúbrica]

 

 

 

NOTAS:

135 Este extracto ha sido elaborado por el Editor.
136 Conteste. “Dícese del testigo que declara lo mismo que ha declarado otro, sin discrepar en nada”. Alonso, op. cit., vol. I, p. 1196.
137 El discurso del general Paredes y la respuesta al mismo aparecen en el despacho 261.
138 Debe decir Manifiesto.
139 El nombre del periódico aparece cifrado.
140 Ibidem.
141 Ibidem.
142 Ibidem.
143 Ibidem.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Correspondencia diplomática de Salvador Bermúdez de Castro, ministro de España en México. Tomo III (de enero a julio de 1846). Edición, Compilación, prólogo y notas de Raúl Figueroa Esquer. México, 2013.