Home Page Image
 

Edición-2020.png

Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 
 
 
 


1842 En Defensa del Federalismo.  Melchor Ocampo.

Octubre 10 de 1842

 

Discurso pronunciado en el Congreso Constituyente.

Parece, señores, que al tirar estas líneas dirigidas a la apología de nuestro sistema adoptado, observo en el pueblo mexicano una emoción dulce de placer cuando contempla que ellas por su materia consignan en los fastos de la historia un monumento grato a la posteridad más remota. Con efecto: ¿en qué cuadro más lisonjero pueden fijar la vista los mexicanos con más gusto que en aquel que se retrata y presenta como al vivo el sistema federal, blanco de sus afanes y desvelos, creador de su poder, objeto de sus deseos, apoyo de sus esperanzas y palladium de su libertad?

Tales son los términos con que empieza su apología del sistema federal, escrita por el mismo honorable miembro del Ejecutivo, que acaba de hablar contra este sistema, defendiendo el dictamen de la comisión. Su señoría ha dicho que el dictamen había quedado ileso, y poco después aseguró que uno de los señores que habían firmado el voto particular era el único que lo había herido de cerca. Verdad es que, añadió inmediatamente, sólo había atacado puntos especiales que podían reformarse al tiempo de la discusión en lo particular. Pues yo, señor, creo que aún podemos ocupamos de uno vital en la discusión general del proyecto de la mayoría, dejando así a un lado los especiales. Tal punto es saber si se afianza en el dictamen el principio de la democracia y si con él se asegura el modo conveniente de la división del poder en general y local. Al proponerme, indagando esto, contestar algo de lo que se ha dicho contra la federación, tengo la desgracia de hacerla sin apuntes, sin preparación alguna, por una imprevista combinación de circunstancias; y así pido al Congreso tenga la paciencia de oírme, sin atender a mi persona ni al modo con que exponga mis reflexiones, sino a la razón que ellas por sí mismas puedan tener.

Se ha dicho que el establecimiento de la federación es peligroso, y aun imposible; imposible porque las secciones llamadas hoy departamentos ni son ni pueden llamarse soberanos; peligroso porque, declarados tales, no sólo abusarían de esta soberanía para tener escisiones, sino que destruirían los elementos de vida que hoy tiene México.

Se ha creído que soberano es aquel que todo lo puede y que hace todo lo que quiere, y ni uno ni otro es cierto. Yo me permitiré remontar al origen de la soberanía, y, si es cierto, como lo confiesa la comisión, que aquélla emana del pueblo, veamos cómo es soberano un hombre solo, porque, si no lo fuese, mal podía delegar parte de aquello que no tuviera en sí; mal podía el pueblo, que no es más que la reunión de muchos hombres, trasmitir esas partes de soberanía que, reunidas, forman lo que se llama gobierno.

Deseara, señor, que mi memoria conservase, para reproducir aquí, esa magnífica descripción que un célebre naturalista hace del hombre; descripción que por una rara coincidencia reúne los rasgos de la más sublime poesía a los pormenores de la más exacta verdad. Recuerdo, sin embargo, que dice que el hombre no toca a la tierra sino por su extremidad más alejada, como despreciándola; que lleva la cabeza erguida para mirar de frente al cielo, y en la actitud de mando que conviene al soberano de cuanto lo rodea. Me basta esta palabra: soberano.

Considerando así al hombre aislado, él es el único soberano; ¿quién osaría impedir su acción?, ¿quién podría restringir su voluntad? Pues aún así, señor, esta soberanía tiene límites; el instinto de conservarse y la tendencia hacia la perfección; o de otro modo, la base de esta soberanía, así como su límite, es el conocimiento del deber y del derecho, más allá de los cuales esta soberanía no puede ir. Pero el hombre no es por sí solo un ser perfecto; no puede considerarse de tal modo aislado que en él termine su especie; es necesario que le busquemos su mitad, que lo unamos a la mujer. En el momento mismo de esta unión, la esfera de su soberanía se ensancha bajo un aspecto y se limita por otro. Ya no son su sola conservación y perfección el límite moral de su soberanía; ya no son la parálisis, la demencia o cualesquiera otras enfermedades los límites físicos de la misma; ahora ya hay el interés de un tercero, que también tiene conocimiento de su derecho y de su deber. Si pues por la fuerza con que se protege a la mujer, si por la cordura con que la dirige, si por el amor con que la vivifica, tiene sobre ella un ensanche de su soberanía individual, por todo lo que ataque la conservación o perfección de aquélla se circunscribe esta misma soberanía.

Viene en seguida la familia: mientras que los nuevos miembros de ella no tienen conocimiento de su deber y su derecho, el padre ejerce la soberanía con todos sus nuevos ensanches y restricciones que cada nuevo miembro produce; mas una vez que éstos adquieren este conocimiento del derecho y del deber, las restricciones comienzan a tener representantes, se reúne ya el consejo de familia, se opone éste en su caso a la voluntad caprichosa o extraviada del padre y hace efectivas las naturales restricciones de la soberanía de éste, así como comienza a desarrollarse el ejercicio de las otras soberanías parciales. Si seguimos esta progresión se verá que, a medida que el aumento de la familia llega a formar pueblos, estos distritos, estas provincias y estas naciones, cada una de estas sociedades va cediendo progresivamente aquella parte de sus derechos que es estrictamente necesaria para formar una sociedad mayor, y contrayendo aquellos nuevos deberes que exige la conservación y perfección de esta misma mayor sociedad.

Así, el hombre dispone de sus acciones y recursos: la familia, de su casa y haberes; el pueblo, de sus fondos y arbitrios; el distrito, de sus caminos y ríos; y cada una de las sociedades superiores, de los elementos que aseguran su conservación y perfección. Cada uno de estos seres morales tiene su soberanía; pero la tiene del modo que le es posible. Y que la tiene en su esfera nadie lo duda, pues sería absurdo pretender que un distrito dictase lo que toca a otro; que un pueblo distribuyese los fondos municipales de otros; que una familia ordenase la economía interior de otra; etcétera.  

Considerada de este modo la soberanía, yo me atrevería a decir que en general ella no es más que la más alta expresión posible de los derechos y deberes del hombre. Y de esta manera la gran familia humana se presenta a mis ojos como la fuente de la soberanía, cuyo representante es la opinión, cuyo gobierno, supremo regulador en quien resida, es la conciencia universal, el conocimiento del derecho y del deber.

No, señor, no es soberano el que puede todo lo que quiere o hace todo lo que puede, sino el que no está sujeto al otro en aquellas cosas que contribuyen inmediatamente a su conservación y perfección. La Francia reconocida como nación soberana, porque era independiente de las otras, luego que en tiempo de su revolución lanzó en el mundo principios que chocaran con el derecho y el deber de otros pueblos, podía oponerse a la conservación y perfección de ellos, vio venir sobre sí estos mismos pueblos como ministros de la conciencia universal, y se vio obligada a entrar en la senda de ésta por medio de aquéllos.

Este mismo Congreso es una prueba de que se es un soberano sin poder todo lo que se quiera o hacer todo lo que se pueda. Lo es, en efecto, por más que algunos pretendan contestarle esta cualidad; pero lo es en la forma y límites que se le han marcado. Es decir, a nadie reconoce como superior, de nadie depende, a nadie tiene que obedecer ni contemplar para dar una constitución, aunque sus facultades sean mínimas; mejor diré, nulas sobre cualquier otro punto.

No es pues, cierto señor, y será la última vez que lo repita, que soberano es aquel que hace cuanto quiere y cuanto puede; y sí lo es que no hay repugnancia en declarar tales a los departamentos, pues que esto está en la naturaleza misma de la democracia.

Ahora se dice: "no, declarándolos soberanos tenderán de nuevo a separarse y destruirán los elementos de vida que tiene hoy la República". En cuanto a la separación no tengo más que recordar los once años de una gloriosa experiencia, durante los cuales no se separaron. No se separarán: aún no pueden tener sobre esto la conciencia del derecho y del deber, y si más tarde la adquieren, porque se vean con la fuerza y elementos que ésta necesita, ¿se cree que lo que ahora determinemos impedirá lo que entonces exija la naturaleza?

Veamos ahora qué elementos de vida se nos han presentado como atacados por la federación, si se restablece, porque nos han asegurado que lo que más cuidadosamente debe examinarse son los elementos de vida con que hoy cuenta México, y sin embargo se han designado como tales el clero, la milicia y el pueblo. ¿Es posible, señor, que esas dos subdivisiones se pongan en la misma categoría que la Nación? ¿Será cierto que los diputados de 1842 somos representantes del clero y la milicia, y que hemos venido aquí para constituir sus intereses? ¿Será posible que los diputados de 1842, renegando su origen, se constituyan en campeones de esas fracciones, anteponiéndolas al gran todo que reconocemos como nuestro mandatario y soberano? No, señor, nosotros no debemos considerar al clero y la milicia como enemigos sino como a partes de la Nación. El clero y la milicia no pueden, no deben tener intereses separados de los generales. El clero y la milicia saben que si alguna vez, arrastrados por pretensiones exageradas, dominan a los pueblos, éstos se rehacen bien pronto y acaban siempre por reducir a nulidad a sus enemigos. No, el clero y la milicia saben que en cada uno de sus triunfos efímeros se prepara una ruina inevitable, y que su verdadero interés es el del pueblo, cuyas partes son.

Si continuara yo el espíritu de estas calificaciones, podría decir que en México hay otras clases cuyos intereses no están identificados con los de la Nación; en México hay una clase muy numerosa, que por su educación, por sus recursos y posición social, mira con desdén la soberanía del pueblo; y si alguna vez aplica a éste el nombre de soberano, es por irrisión y escarnio. Personas conozco que se tendrían por deshonradas si se las viera en una casilla al tiempo de las elecciones; que califican de farsas los actos más augustos de la soberanía; en una palabra, que no tienen conciencia civil. ¿Y será cierto que el Congreso del 42 debe atender de preferencia a los principios de estas personas sólo porque son grandes en número y grandes en influencia? Hay otra clase que lucha contra los que trabajan por mantenerse a sus expensas, contra los que algo tienen por ver si se lo quitan. Podría también decirse que hay una clase comerciante con sus intereses particulares, con una grande influencia, con una especie de fuero. ¿Y se sostendrá por esto que el Congreso del 42 debe ser muy circunspecto, atendiendo con preferencia los intereses del comercio?
 
No, no son éstos los elementos de vida con que se debe contar para constituir el poder público. Nosotros, pobre pueblo, sin privilegios ni fueros, somos sin embargo lo único vital para la Constitución. No, señor, esas partes del pueblo que se llaman clero y milicia no son clases; y es necesario repetirlo, no tienen intereses compatibles son los del pueblo. No, no, el clero y la milicia no son nuestros enemigos, (1) y, el que esto afirme, él es quien siembra la división y atiza la tea de la discordia.

Pero, desconociendo la naturaleza de nuestro encargo y despreciando o no teniendo la conciencia de nuestra misión, se ha llevado más lejos la idea del poder e influencia de las llamadas clases, y con el modesto nombre de minorías se nos han presentado como contendientes y se nos ha pedido en su nombre una transacción. A la verdad, señor, yo veo en esta transacción lo que nos quitan, pero no lo que ellas cedan. Veo que se nos arrebata la soberanía de los estados, pero no que las clases sacrifiquen sus fueros y privilegios. Por otra parte, ¿quiénes son ellas para darnos a nosotros que representamos la Nación? ¿Y quién es aquí su órgano, su representante especial? ¿La comisión? No, la comisión es nuestro órgano; y si yerra es de tan buena fe como puede errar cualquiera de nosotros. Seamos justos, señor, si la comisión, animada del mismo puro y ardiente patriotismo que nos inflama a todos, nos ha conseguido fijar los medios que mejor convengan al objeto que todos nos proponemos, no debemos atribuirlo a miras innobles. No, la comisión ha llevado su deseo por el acierto hasta un grado de que muchos de nosotros tal vez no somos capaces, hasta una especie de heroísmo. La comisión ha sacrificado no sus convicciones, no su conciencia, como alguno ha dicho, sino sus afectos, su corazón; y tal vez yo mismo, yo, que en este momento me entrego a esta especie de reflexiones, tal vez, digo, en su caso yo sería capaz de otro tanto.

Pero volviendo al objeto, del que involuntariamente me distraje, añadiré que en toda transacción si se sacrifica una parte es para asegurar el resto; y aquí, ¿quién nos asegura lo que se nos deja?

Si ponemos el mando en las clases privilegiadas, nosotros pobre pueblo, ¿qué garantías tenemos? ¿Lo será la palabra, varias veces mentida, de estas mismas clases? No; las bases de una constitución deben ser algo más sólido que las promesas. Resulta, pues, que en esto que se ha querido llamar transacción nosotros somos los solos que ceden, y la parte que se nos deja nadie asegura que nos sería conservada.

Siento, señor, que mi limitada capacidad no me haya permitido percibir las razones con que acaba de defenderse el dictamen. Creo haber oído solamente la enunciación de principios ciertos, no hay duda; pero tan generales que con ellos mismos se podría argüir en contra del dictamen, o en contra y a favor del voto. La aplicación de ellos a nuestro caso y en defensa de la comisión fue lo que en vano esperé o no supe distinguir. Se nos acaba de decir que "no se debe sacrificar a un principio abstracto la felicidad de un país". ¿Se nos querrá designar como principio abstracto la federación? ¿Se nos querrá hacer creer que la federación es lo mismo que el punto matemático? Lo que en la presente discusión se debía hacer valer son aquellos principios verdaderamente tales que no son sino las fórmulas con que se enuncia la experiencia de hechos constantes. Consúltense éstos, y de ellos se deducirá que la federación es una cosa positiva, que entre nosotros ha existido por muchos años y que de lo que entonces produjo se debe inferir que es lo único que hoy puede salvar a México.

Se nos ha dicho también que aprobemos en lo general porque si el proyecto vuelve a la comisión se pierde tiempo y con esto se manifestaría un espíritu de partido. Si por partido se entiende la convicción de un principio o el tener una opinión, el Congreso está ciertamente dividido en partidos, y sólo dejará de pertenecer a alguno el imbécil, el ignorante, el incapaz de formarse una opinión. El que puede formar una y defenderla es en este caso un partidario, y tal nombre no deshonra en semejante acepción. En cuanto a lo otro, ¿por sólo no demorar un poco más de tiempo habremos de dar a la Nación lo que en nuestra conciencia no le conviene? Por no perder quince días ¿hemos de perder la República?

Terminaré para no fastidiar al Congreso. No es imposible ni ridículo declarar soberanos a los departamentos tan sólo porque su soberanía tenga restricciones, pues basta que en ciertas cosas sean independientes para que en ellas sean soberanos; tampoco es peligroso, y si se vuelve tal con el tiempo nuestras medidas de hoy Serán insuficientes para entonces. México no tiene más elementos de vida que el pueblo; todos los otros que quieren presentarse como tales son partes de aquél. No puede hacerse una transacción porque no hay con quién, ni quién represente aquí intereses diversos del público. La federación no es una cosa abstracta; y mientras no se declare es imposible establecer de modo conveniente la división del poder en general y local. Pido así, por lo expuesto, que el proyecto se declare sin lugar a votar; que vuelva a la comisión para que en él reforme los puntos a que se ha hecho impugnaciones y nos lo presente de nuevo con las bases de democracia y división del poder, consignadas de un modo positivo y cual conviene al bienestar de México.

1 ¿Y si lo fueran? Sería una razón de más para no consentir en sus pretensiones. ¿Y si lo son? ¿Si el clero y la milicia quieren todavía luchar contra el pueblo porque aún no sepan distinguir que el bien público es el verdadero bien de ellos? Entonces es necesario persuadirse de que aún no suena la hora de constituir establemente a México. Entonces es necesario resignarse a continuar esa sangrienta lucha que ha tiempo comenzó la humanidad, defendiendo la libertad contra el despotismo, la igualdad contra los privilegios, la sana razón contra las preocupaciones. Si México se hallara por desgracia en esta situación, en vez de pensar en constituirse, sólo debía prepararse de nuevo para el combate, y nosotros, en vez de amalgamar pretensiones que en esta hipótesis eran incompatibles con nuestra obligación y nuestro interés, debíamos dejar nuestras sillas y tirar de nuevo el guante, combatir en favor de nuestros pósteros y levantar por bandera esa misma federación que hará nuestra gloria. La experiencia haría ver a la larga que combatiendo bajo este nuevo labarum habíamos hecho bien diciendo al pueblo: "Bajo este signo vencerás". (Nota del orador).