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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1837 Sobre la necesidad de que sea efectiva la independencia del Poder Judicial. José María Luís Mora.

1837

 

Ne quid nimis. Nada en demasía.
Fedro.

 

El enardecimiento que se ha observado contra los disidentes vencidos, y el empeño escesivo y tal vez inmoderado con que se solicita su castigo, nos parece pertenecer al número de aquellas demasías que, por lo general, no dependen de un principio noble ni tienen favorables resultados, especialmente cuando los jueces están espuestos a perder una independencia sobre que descansa el orden social. La dignidad más augusta, la más noble prerogativa y la comisión más delicada que puede haber entre los hombres en cualquier gobierno que vivan, es la de ser el árbitro entre sus iguales, terminar sus diferencias, y poder despojarlos con una palabra sola de los bienes, del honor y aun de la vida. Por esta razón, en los primeros periodos de la civilización de las naciones y en la infancia de las sociedades, era el gefe supremo del Estado quien desempeñaba tan importantes funciones, administrando a los pueblos la justicia; aun cuando complicada ya la máquina del gobierno, y distraída a muchos objetos la atención de los gobernantes, fue preciso desmembrar este ramo de la autoridad soberana, y confiar la judicatura a una clase particular de majistrados; siempre se reservó el gobierno su elección, el cuidado de vijilarlos, la facultad de castigar sus prevaricaciones, y el benéfico derecho de templar el rigor de los fallos judiciales.

Sin embargo, se observó que siendo el gobierno el que elejia los jueces, y el que premiaba su celo o castigaba sus descuidos, e intervenía directamente en los negocios judiciales para desacer errores o mitigar la severidad de las sentencias; ejercía demasiada influencia sobre los jueces, y podía abusar de ella para oprimir la inocencia, o hacer que se inclinase la balanza del lado de la pasión. Desde entonces se procuró en todo buen sistema de gobierno, rodear al orden judicial de tales garantías que deba suponerse fundadamente que los jueces libres de toda dependencia, no escucharan otra voz que la de su conciencia, ni tendrán otro regulador de sus operaciones que la ley de la cual son los órganos y ministros. En las naciones pues que se rijen por el sistema representativo, aunque se deja al gobierno la facultad de elejir y nombrar todos los jueces, y se le encarga que esté a la mira de su conducta, no se le permite deponerlos a su voluntad. Aun para la elección misma se fijan calidades y circunstancias que han de tener las personas para que puedan ser nombradas; y con estas o semejantes precauciones se asegura en todo país que no sea Constantinopla o Marruecos, lo que los publicistas llaman la independencia del poder judicial.

Esta independencia es una de las primeras y más importantes garantías que la ley fundamental puede y debe acordar al ciudadano, para que su persona y sus propiedades sean siempre respetadas; porque de poco le sirve al simple particular que haya un cuerpo lejislativo bien organizado, y que haya muy buenas leyes, ni que al poder ejecutivo se le hayan coartado mucho sus facultades, si puede temer con razón que, cuando a él se le ofrezca defender sus intereses pecuniarios ante los tribunales civiles, o su inocencia delante de los jueces criminales, no sea la ley sino la voluntad, el capricho o la pasión de los hombres, lo que decida de su suerte, y lo absuelva o lo condene en sus demandas. ¿Qué le importan al individuo de una sociedad todas las doctrinas de los publicistas sobre la división de los poderes y el equilibrio de las fuerzas políticas, si, a pesar de todas ellas, es despojado injustamente de sus bienes o de su vida?

La vida y los medios de conservarla y de pasarla de una manera agradable; he aquí todo el hombre; he aquí todo lo que él pide y lo único que le interesa; y he aquí por que el mayor beneficio que la sociedad puede hacerle es el de que nunca sea privado, ni de la existencia, ni de las cosas que pueden hacérsela grata, sino cuando él se ha hecho indigno, por sus crímenes, de la vida o de las cosas que la hacen apetecible. Pero este beneficio no puede existir, si la constitución, las leyes, y sobre todo la enerjia del gobierno supremo no hacen imposible, en cuanto es dado a la humana prudencia, la parcialidad en los juicios o sentencias de los juzgados y tribunales. La constitución asegura la rectitud e imparcialidad en los jueces, cuando, por las calidades que exije para serlo y por el modo de su elección, se puede esperar que ésta recaerá igualmente en personas de instrucción y probidad; y cuando, por la inamovibilidad que les concede, los pone a cubierto de arbitrarias remociones, cuyo temor pudiera hacerlos instrumentos de las miras interesadas del gobierno. Las leyes aumentan estas garantías asegurándoles dotaciones con que puedan vivir, sin tener que vender la justicia para acallar la voz de la pobreza; tentación tan poderosa que pocos resisten a ella, conminándoles con gravísimas penas, si prostituyen su augusto ministerio, y especificando con mucha claridad los casos y modos de exijirles la responsabilidad en caso de prevaricación. El gobierno, finalmente, completa este sistema de garantías e independencia, haciendo respetar las personas de los jueces, que son sagradas mientras ejercen la majistratura, pretejiéndolos contra toda violencia, insulto o amenaza con que se intente arrancarles una sentencia injusta o contraria a su opinión en cualquier materia que sea.
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He aquí las doctrinas generales y corrientes en que convienen todos los publicistas, sin que uno solo haya emitido hasta ahora una opinión contraria, o haya puesto la menor duda en uno solo de estos principios tutelares; y lo que es más, he aquí unas ideas que, en cierto modo, pueden decirse innatas en el corazón del hombre, porque, en efecto, en él las ha grabado con caracteres indelebles el instinto de la propia conservación. ¿Quién es el hombre que, conducido a la presencia del juez por sus crímenes, o acaso por la sola apariencia de ellos, quisiera que una multitud tumultuaria se presentase en la audiencia, y, con el puño levantado, gritase al interprete de la ley: Condena a ese desgraciado que tienes a la vista, y si no, ambos moriréis a nuestras manos? ahora bien, si nadie quisiera que siendo reo o acusado, se amenazara de este modo al que iba a pronunciar el terrible fallo del cual depende su vida, ¿será justo haya quien se atreva a intimidar en iguales términos a los jueces cuando van a pronunciar en causa ajena? y ¿serán amantes de la constitución, amigos de las leyes, y partidarios de la libertad, los que, en un gobierno libre, amenazan a los jueces para prevenir su fallo y hacen lo que no se tolera, no se permite ni se ha visto jamás bajo rejimen arbitrario? Si semejantes amenazas se disimulan, vendrán a parar en abiertas violencias, y si éstas se dejan impunes, se repiten, y entonces, ¿qué será del orden y del imperio de la ley? ¿Para qué es hablar de libertad, de ilustración ni de filosofía? ¿No se está repitiendo a cada paso, y es sin duda muy cierto, que el objeto de las constituciones políticas, y el resultado de las luces y de la filosofía, es que los ciudadanos vivan sujetos a la ley únicamente y no a los caprichos o pasiones de los hombres? Pues, ¿cómo pueden ser constitucionales, filósofos, ni amantes de la libertad ni de las leyes los que pretenden sustituir su voluntad a lo prevenido en éstas, y dictan con amenazas los oráculos que han de pronunciarse en el santuario de Temis? Estamos muy persuadidos de que los que se permiten tan sacrílegos atentados, lo hacen llevados de un celo muy laudable en sí mismo, pero muy funesto en sus consecuencias, muy indiscreto y reprensible, y por esto mismo nos dirijimos a ellos con la confianza de que conocido el error, sean los primeros que lo detes¬ten, se arrepientan y se horroricen.

Los que piden de esta manera a los jueces sea condenado a muerte un acusado, ¿están seguros de que es reo de pena capital? ¿Han examinado bien la acción de que se le acusa? ¿Está probado legalmente que es el autor de aquel crimen? ¿Han reconocido y pesado bien todas las circunstancias del hecho? ¿están plenamente convencidos de que no hay ninguna que atenúe su malicia o lo disculpe de algún modo? ¿Es claro como la luz que la ley le condena a muerte? ¿Su caso particular está decisivamente previsto y definido en el código penal? Nosotros, dicen, nada sabemos ni queremos saber de estas quisquillas de abogado: la voz pública dice que el acusado ha cometido un delito que todos califican de capital, y queremos que se le fusile, esté o no probado el hecho, y haya o no ley espresa que le condene.

Ahora bien, ¿hay un solo hombre, no ya liberal, humano e ilustrado, pero que conserve en su alma algún amor, algún respeto a la justicia, que no se avergüence de semejante pretensión, y de dar una respuesta que no sería posible hallarla ni aun en boca de los que componen las tribus más salvajes? Pues esta es en suma la conducta de los que piden la cabeza de un acusado, sin saber si es reo, por no haber examinado su causa, y la respuesta que dan tácitamente, cuando se les dice que no habiéndoles dado a ellos la constitución el derecho de aplicar las leyes, sino a los jueces nombrados por el gobierno, deben dejar a estos en plena libertad, para que juzguen según las circunstancias del proceso y lo que su conciencia les dictare; y que intimidar a un juez con amenazas para que pronuncie la sentencia que se le dicte, es el mayor atentado que puede cometerse contra la constitución; pues derriba y destruye de un solo golpe la distribución, división, equilibrio, e independencia de los poderes que en ella se han establecido para beneficio de todos.

Pero todavía replican: y ¿si el juez ha sido sobornado para absolver un delincuente, o imponerle una pena más suave que la que en rigor merecía? La suposición, por lo común, es falsa y calumniosa y casi siempre infundada; pero concediendo que no lo fuese, el remedio es muy sencillo, y demarcado en las mismas leyes: acúsese tan escandalosa y criminal prevaricación, persígase judicialmente a aquel o aquellos que hayan vendido la justicia, y obténgase por medios legales que se haga con ellos un ruidoso ejemplo por las vías legales, a fin de que se retraigan todos los que están en el caso de imitar su iniquidad. Pero amenazar con que se tomarán la justicia por su mano, y que asesinarán al reo, bajo pretesto de que el juez lo ha tratado con demasiada benignidad, e intimidar al tribunal que no ha fallado a placer, sobre ser el mayor ultraje, el mayor insulto que se puede hacer a la humanidad, a la razón y a la justicia, es el camino más seguro de acabar con el rejimen constitucional, y el medio más infalible para hacer odioso hasta el nombre de libertad.

En primer lugar, si semejantes atentados se repitiesen, no habría un solo hombre de bien que quisiere ser juez en un país en el cual se le amenazase y dictasen las sentencias que hubiese de pronunciar; porque no hay ningún hombre de alguna probidad que quiera verse reducido a la dura alternativa de cometer una injusticia, o ser befado e insultado. En segundo lugar, ¿qué hombre sensato querría vivir bajo un gobierno en el cual, si tenía la desgracia de ser acusado justa o injustamente de ciertos delitos, no pudiese evitar su condenación, aun cuando los tribunales reconociesen su inocencia? ¿Quién no se apresuraría a huir de tal país de iniquidad? ¿Quién no blasfemaría de las instituciones libres, si veía que, con este nombre se coonestaban el trastorno de la sociedad, la subversión de todos los principios, y la violación de los derechos más sagrados?

Entre todas las injusticias, la más odiosa, la menos soportable, es la que se comete con formas judiciales, a nombre de la justicia, y por los majistrados mismos que debían administrarla. Y si esto es así, cuando la injusticia es efecto del error o de la malicia del juez, ¿cuánto más horrorosa y terrible será la atrocidad cuando es hija de la violencia? Contra los errores o arbitrariedades personales de los jueces nos han provisto de remedio la constitución y las leyes, autorizando las apelaciones, y si éstas no alcanzan, los recursos de nulidad; pero contra la violencia por amenazas o mano armada, ¿qué arbitrio tendrá el desgraciado sobre quien descargue esta tempestad? Ninguno ciertamente. Los que aplauden, alaban o disculpan al menos los primeros atentados de esta especie, ya pueden contar con los frutos más amargos, pues ellos sirven de testo para el descrédito y calumnias con que nuestros enemigos pretenden desconceptuarnos en la Europa culta, poderosa y civilizada.

Ya es tiempo de que los que así han procedido hasta aquí vuelvan sobre sus pasos, y consideren que violar la justicia, atropellar la autoridad tan respetable de los tribunales, e intimidar y amenazar a sus individuos, no es buen medio para acreditar ni hacer amable al actual orden de cosas. De nada habrá servido remover y quitar al poder y al favor que resucitaron las memorables facultades estraordinarias, el débil influjo que podían tener en los tribunales y sus decisiones; si ahora se usurpa una fracción del pueblo, un influjo mucho más directo, poderoso y terrible en las sentencias criminales.

Ninguna buena intención, ningún motivo, por noble que se suponga, puede justificar las amenazas que, en conversaciones privadas, en concurrencias y en 
algunos papeles públicos, se prodigan a los jueces y demás autoridades constituidas, por que no se atreven a violar las formas, a trastornar el orden de los procesos, ni a aplicar la pena capital a los que, a su juicio, no son acreedores a ella: en este punto están de acuerdo la razón con la constitución y las leyes. Nosotros deseamos sinceramente desengañar a los que así están alucinados, y para esto, sin insistir más sobre las incontestables verdades que acabamos de inculcar, concluiremos nuestro discurso con una sola observación.

Dicen que son amantes de la justicia y del actual orden de cosas; que le ven perecer por la apatía y morosidad de los jueces en abreviar las causas, y por su benignidad en la aplicación de las penas: pónganse pues los jueces y los tribunales del modo que se quisiere, y hecho ya esto, preguntamos, ¿qué se hará cuando estos jueces absuelvan, como sucederá muchas veces, a uno o más acusados por delitos políticos? ¿Irán a buscarlos para quitarles la vida, porque no han fallado a su gusto? ¿Y quién, después de todo esto, aceptaría el honroso cargo de juez? ¿Y qué sería de la libertad e independencia que la ley asegura a éstos en sus deliberaciones y juicios, si no han de obrar según su conciencia, sino a gusto de los que quieren que se fusile a todo el que ellos suponen digno del último suplicio? Decimos que de los acusados por delitos políticos serían absueltos plenamente muchos, porque en el momento que los hombres se ven revestidos del augusto carácter de la majistratura son ya otros de lo que antes eran, y se ven comprometidos a seguir el testo preciso de la ley. De aquí resulta que no pudiendo salir del caso material previsto en aquella, que sirve de base para la acusación del reo, y no siendo éste muchas veces el mismo que la ley designa, tienen que declarar no ser culpable del delito que se le imputa: y como es muy difícil que la ley prevea ni designe exactamente todos los crímenes, ocurrirán necesariamente algunos de los cuales, por no ser de los especificados en el código, será preciso absolver a los acusados. Demasiados ejemplos tenemos de esto aun en los tribunales puestos positivamente para condenar, y universalmente reconocidos por bárbaros e inumanos.

No se podrán negar estas detestables calidades al tribunal revolucionario establecido en los días más tristes de la Convención francesa, y bajo el influjo inmediato de Robespierre; sin embargo, este tribunal, aunque en la realidad no lo era ni merecía semejante nombre, solo porque aparecía tal, algunas veces no contentó a los revolucionarios, y absolvió a varios de la pena de muerte, acusados de delitos políticos por el furor de los revolucionarios. Es pues necesario convencerse que no será posible hallar un juez, aunque se busque a propósito que sea bastante a saciar esa sed rabiosa de sangre, que se tiene en los momentos que siguen inmediatamente al triunfo de los partidos políticos, y en la cual tiene por lo general más parte una venganza poco noble, que la justicia imparcial.

Y ¿será un gran mal para la sociedad que el verdugo tenga menos ocasiones de ejercer su odioso y terrible ministerio? Cuando la sana filosofía quisiera se pudiese abolir aun para los delitos comunes atroces, el sanguinario espectáculo de una ejecucion, ¿se prodigará éste con más profusión y menos formalidades en los delitos políticos que solo lo son en determinado lugar? Si aquellas acciones que en mucha parte dependen del extravío de la opinión, de conceptos errados y de ideas equivocadas se han de castigar con la pérdida de la vida, ¿qué pena se impondrá a los asesinos, ladrones y demás viciosos cuyos crímenes tienen su orijen en la perversidad del corazón? Sí, insistimos en que se tenga presente que los delitos políticos son de aquellos en que cabe alguna induljencia, porque ordinariamente nacen de un error del entendimiento y no de aquella malignidad de un corazón incorrejible, a la cual, cuando un hombre ha llegado por una serie de crímenes atroces, se hace casi preciso esterminarlo como una fiera de la cual la sociedad no puede esperar ya más que daño.

Tal hombre es hoy enemigo del actual orden de cosas, y trabaja por destruirlo, que, correjido con una prisión o destierro más o menos dilatado, no volverá nunca a meterse en empresas de contrarrevolución: porque no se contrae el hábito de conspirar como el de matar o robar. El que se ha acostumbrado a ser ladrón, no deja fácilmente este hábito vicioso; pero el que sale mal en una tentativa revolucionaria, queda por lo común escarmentado para siempre. Esta regla puede tener escepciones, pero es bastante general.

Si no advirtiéramos en muchos de nuestros conciudadanos, esa tendencia a acelerar las causas, los juicios de conspiración y a violentar y prevenir en cierto modo los fallos de los jueces, cuando, por otra parte, no toman grande empeño en la persecución de los demás crímenes; si no conociéramos todo esto, repetimos, nos habríamos dispensado de combatir esta propensión, que si llega a tomar cuerpo, puede hacerse demasiado perniciosa al orden de los tribunales, y poner en gran peligro las garantías sociales. Demasiado hemos padecido en los periodos de nuestra revolución, y ya es tiempo de que se restablezca el reinado de la concordia, la moderación y la justicia en un sacudimiento que ha tornado por divisa, la constitución y las leyes.

 

Fuente: Secretaría de Gobernación. Ideario del Liberalismo. México. Primera Edición. 2000. 298 pp.