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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1836 Manifiesto del Congreso General

29 de julio de 1836

Mexicanos: Este solo nombre encierra todo cuanto tiene que deciros hoy el Congreso de vuestros representantes. Ese nombre significó primitivamente una gran Nación, bárbara y supersticiosa, como lo han sido todas en su infancia, que tuvo la suerte de ser asechada de dos mil leguas de distancia, por la ambición y codicia europeas; buscada, hallada y, por último, subyugada, quedando extranjera en su mismo suelo, que desapareció debajo de sus pies para ser repartido entre sus nuevos señores, á quienes, además, tenía que cultivárselos. Significó después una colonia rica, mal explotada por sus dueños; poco conocida, pero demasiado envidiada por las naciones á quienes no pertenecía, y poblada por una raza mixta en que ya se veían mezclados y confundidos los conquistados y los conquistadores. Llegó la época de la virilidad de la Nación; la naturaleza hizo escuchar su irresistible voz, palpar la violencia con que se habían eludido sus designios al querer unir extremos que ella había separado, interponiendo todo el inmenso océano; y despertó en los hasta entonces colonos, el sentimiento de la dignidad del hombre, el encanto de la libertad y el conato de ser verdaderos dueños de su hogar. Entraron ellos en la gloriosa lucha; la sostuvieron heroicamente once años, al cabo de los cuales coronó la justicia sus sienes; se crearon una Patria, y fueron señores de sí mismos. Desde entonces el nombre mexicanos ha significado una Nación soberana, independiente, que arregla sus destinos y ocupa entre las naciones del globo el rango distinguido que le merecen sus circunstancias naturales y los esfuerzos y sacrificios con que ha llegado á conquistarlos.

Ese significado, de eterna gloria para nosotros, es el que está á riesgo de perderse, y el que genios ingratos y perversos proyectan se olvide para siempre, substituyéndole otro de abyección y de ignominia inexplicables.

Sí, conciudadanos: tal es el término de la lucha en que os han empeñado la perversidad y negra ingratitud. No hay medio: ó triunfáis y vuestro nombre continuará significando hombres libres, señores de su suelo y de sí mismos, ó la que hoy es nación respetada, pasará á ser envilecida rama, ingertada en extranjero tronco, en que perderá hasta su nombre propio. Tal es la alternativa, tales los planes de vuestros enemigos, tales vuestros destinos futuros: escoged.

Jamás habéis empeñado una lucha más noble y en que la decisión deba ser más invariable. Hasta aquí habéis peleado ó con vuestros hermanos ó con los de vuestros padres. Sucumbiendo en cualesquiera de esas ocasiones, quedabais en manos de los vuestros. Si no hubiéramos conseguido nuestra independencia, las naciones nos respetarían, sin embargo, y se cifraría nuestra gloria y la de nuestros héroes en haber luchado con justicia. Hubiéramos continuado de colonia española, pero temida por la España, elogiada y respetada por las demás naciones. No es así en la presente lucha: así contendéis con advenedizos ingratos, con pérfidos aventureros que quieren perdamos el suelo en que nacimos, arrebatarnos la patria que nos conquistamos, dar al olvido el nombre que expresa nuestra gloria, envilecernos á los ojos del Universo, subyugándonos, y presentarnos al mundo como indignos de formar nación, incapaces de gobernarnos y de sostener la dignidad de hombres independientes.

No se necesita que triunfen esos ensoberbecidos advenedizos: el sólo no triunfar de ellos y reducirlos al orden que han violado, nos haría perder todos aquellos bienes inestimables. Ellos han concebido el inicuo proyecto, y se jactan de lograrlo bien pronto y sin resistencia, de apoderarse de nuestro territorio desde el Atlántico hasta el Pacífico, de incorporar nuestra República á la que llaman suya, ó desde luego, por la vía de conquista, ó algo más adelante, poniéndose á la vista y en contacto inmediato como un foco de eterna revolución para los pocos departamentos que nos dejen, en el que encontrarán los genios inquietos y desnaturalizados, que por desgracia hay entre nosotros, una constante seducción de que prevalerse, y un firme apoyo para tenernos en inquietud perenne, debilitándonos cada vez más y más, hasta caer por inanición en la boca de ese nuevo dragón, que siempre estará abierta. Este segundo modo de destruirnos á la larga, tendría su infalible efecto, aunque no extendiesen ahora su usurpación sobre otros puntos del territorio mexicano, con sólo que se les dejase ser independientes en el de Texas. Sin más que esto, debíamos despedirnos siempre del orden y de la paz en nuestra República. De allí partiría la seducción, de allí los auxilios á los conspiradores, de allí la inmoralidad destructora; allí, en fin, encendería la discordia la tea con que abrazar la República, hasta reducida á cenizas. Si los colonos de Texas han de ser independientes de México, despídase éste de serIo, y confórmese con la triste suerte de volver á ser degradada colonia.

Nunca, pues, se nos ha presentado una guerra más justa y más verdaderamente nacional, una guerra que afecte más nuestra dignidad y nuestro honor, y que más comprometa nuestra existencia política. Incautos y con la mayor buena fe, abrimos los brazos y desplegamos el seno para dar en él calor á quienes el desabrigo, y tal vez su inmoralidad y sus crímenes, lanzaban de otros países. Los acogimos bondadosos en la parte más fértil de nuestro territorio; les concedimos inmunidades y franquicias de todo género; aun les toleramos que insultaran á la humanidad, haciéndola sudar esclava en su provecho; les dejamos toda libertad en su gobierno municipal, y no exigimos de éllos sino la unidad de gobierno general con sus benefactores; pero apenas con nuestro abrigo recobraron la vida, cuando han procurado enclavar en nuestros pechos el venenoso diente y devorarnos. No contentos con ser, ni satisfechos con la dignidad de conciudadanos nuestros, quieren á toda costa ser nuestros señores, sujetarnos á sus caprichos, inodarnos en su irreligión, darnos sus leyes.

¿Y quiénes han formado tal designio? Unos hombres sin fe, sin patria, sin más unidad que de ambición; nacidos en diferentes suelos; discordes en religión, en educación, en hábitos; prófugos de los países que los vieron nacer, por no caber en ellos; hombres no avezados en los duros trabajos de la guerra, á quienes estorba y pesa el aparato militar, y quizá se estremecen y vuelven la cara al impulsar en el fusil el incendio y la detonación: hombres, en fin, nada avenibles con la ciega obediencia militar, inexpertos en la difícil ciencia del gobierno, en quienes todo es despreciable, menos la perversidad y la malicia. No creáis que la mayor parte sea, siquiera, de gente laboriosa, ansiosa de regar el suelo con el sudor de su frente y que busca la recompensa de sus afanes en los abundantes frutos con que la naturaleza se los retribuiría en terrenos feraces, no: vuestros contrarios se dividen en dos clases, en esclavos abatidos, asalariados y engañados, y dominadores soberbios y ambiciosos. ¿Qué debe esperarse, qué puede temerse de tal gente? ¿Y esa daría la ley al noble, generoso y libre mexicano?

En vano tal ha querido, esta vez, ocultar sus perversas miras y barnizar su ingratitud y su asonada, con la mutación de forma de Gobierno, por la que se decidió la generalidad de la Nación. En vano pretextan amor al antiguo sistema federal; ¿acaso estuvieron quietos durante él? ¿Datan sus intentos revolucionarios de esta época? Por el contrario, ¿ha habido tiempo alguno desde 824 en que hayan dejado de inquietar, de llamar la atención y tener el resto de la República en más ó menos alarma?

Cuando esta no fuera una demostración de hecho innegable, ¿qué derecho tienen esos aventureros advenedizos para querer sujetar la inmensa mayoría de la Nación á sus caprichos ni á sus ideas, buenas ó malas? Si ellos han formado antes parte de esta noble Nación, no ha sido por un derecho natural, sino por una generosa gracia de esa misma Nación. A virtud de ella fueron recibidos, y lo fueron condicionalmente; díjoseles: "tendréis hogar, patria, libertad para trabajar; os daré tierras que cultivéis, y cuyos frutos aprovechéis; respetaré vuestros derechos naturales y os concederé los civiles; pero todo á condición de que os sujetéis á mis leyes, obedezcáis al Gobierno Supremo, y no turbéis la unidad y la tranquilidad del pueblo que os abriga." ¿Cumplieron ellos jamás con tan justa, tan necesaria condición? Luego se hicieron indignos de la gracia, y ellos mismos se privaron de derechos que nunca fueron más que condicionales. Si otro Departamento cualquiera, á pesar de su derecho natural al suelo que posee, ninguno tiene para querer sujetar á los demás á sus caprichos, sino antes bien, expresa obligación de ceder á la mayoría nacional, ¿cuál apariencia de razón podría autorizar á esos alienígenas, ni da la más leve tinta de legitimidad á su sublevación?

¡¡¡El mismo derecho que tuvo la América para hacerse independiente de España, se atreven ellos y algunos perversos revoltosos á clamorear en su favor!!! ¡Bárbaros! ¡Ignorantes! Asignen en los archivos de la naturaleza uno sólo de los irresistibles títulos que fundaban el derecho de emancipación de los americanos: éstos eran dueños de su suelo, porque en él los hizo nacer y á él los destinó el árbitro supremo de todo el universo; dueños, porque lo heredaron de sus madres y abuelos; dueños, porque desde la cuna lo laborearon en sus brazos, lo regaron con sus lágrimas y sudores, haciéndolo fértil y productivo: dueños, aun por respeto de sus padres, pues que habían llegado á la virilidad; dueños, sobre todo, del suelo y de si mismo, porque el dedo infalible de la naturaleza, había zanjado los valladares indestructibles de separación, interponiendo entre metrópoli y colonia, dos mil leguas de océano; y haciendo, por lo mismo, incompatibles con la unión y dependencia, la felicidad y bienestar de este inmenso pueblo, objeto primordial de todas las sociedades humanas, al que deben dirigirse todos los medios, y plegarse todos los obstáculos. ¿Dónde están en los colonos de Tejas, esos títulos naturales á la propiedad del suelo que les franqueó nuestra generosidad inocente? ¿Dónde esa oposición de la naturaleza á la unión civil, marcada en la distancia física? ¿Dónde la imposibilidad de ser felices? ¿Mas para qué cansarnos en rebatir frases revolucionarias que sólo pudieron ser vertidas por una crasísima ignorancia, ó más cierto, por una indisimulable mala fe deseosa de seducir y alucinar?

No hay menos temeridad y falsedad en el cálculo de los recursos con que cuentan; y de los apoyos de que aparentan gloriarse esos advenedizos. Ellos se ostentan auxiliados por el Gobierno y respetable Nación de los Estados Unidos del Norte, y divulgan que éstos patrocinan su revolución y sus miras. Injuria atroz á un Gobierno reputado por justo, sabio y que sabe calcular sus intereses. ¿Cómo sería dable que esa Nación circunspecta, hollando la fe de los tratados y todos los principios reconocidos por sagrados en el derecho de gentes, diese la mano á súbditos revoltosos para asesinar á sus amigos fieles? A pesar de que nuestra causa era idéntica á la suya, y nuestra lucha con la España, á todas luces justa, ¿con qué cauta prudencia, con qué imparcialidad de hecho no se manejó esa Nación con nosotros? ¿Qué auxilio nos dio? ¿Qué socorros ni de armas ni de gentes, ni de otra alguna especie? Contentábase con formar secretos votos en su corazón á favor de nuestra libertad y justicia, pero respetando sus tratados de amistad con España, y mucho más los principios inviolables del derecho de gentes, nos veía luchar y nos dejaba solos en la lucha. Deseaba nuestro triunfo, pero sabía que á ninguna nación le es lícito erigirse por sí en árbitra, o entrometerse en las disensiones domésticas de alguna otra; que violar este principio y cualquiera otro de los de eterna justicia, es exponer su propia existencia, renunciar al derecho de su conservación, y autorizar para que otro tercero le subleve sus súbditos y le introduzca el cáncer de la desunión, precursor infalible de la muerte. Ella sabía que mal sólo se puede hacer al enemigo, y aun á él hasta donde baste, ó para indemnizarse, ó para precaverse y nada más; pero que hacerla á los amigos es la más negra de las infamias, es crimen que nunca deja impune el cielo vengador. Sabía ella que la violación de los pactos y toda otra injusticia, tarde ó temprano es siempre castigada en las naciones, y que si la corta vida de los individuos suele hacer que la llegada del castigo visible los encuentre ya bajo el sepulcro y la espada pegue sobre la lápida, la larga vida de las naciones hace, por el contrario, que jamás dejen de apurar hasta las heces el jugo amargo de los males que hicieron. ¡Cómo, pues, podrían ni imaginarse que esa Nación tan circunspecta, en aquella época en que podía tener disculpas para obrar conforme á sus justos deseos, ahora ayudase á inicuos y auxiliase á malvados, conculcando los solemnes tratados de amistad que la tienen ligada con nosotros!

¿Podría, además, ser tan poco previsora su política que no divisase la alarma de las demás naciones en la consecución de un intento que tanto daña á su comercio y amaga su paz y su existencia? Si algún día (que es el delirio de los sublevados), todo el extenso continente americano formase una sola República, una sola Nación, el comercio europeo vería, acaso, perdido para él este mercado; los anglo-americanos ejercerían un insuperable monopolio, surtiendo el interior con los productos de sus Estados manufactureros, y el inmenso coloso formado de la parte de acá del Atlántico, amagaría sin cesar trasladar uno de sus pies á la parte de allá, y absorber los imperios y los reinos de Europa, llevando en la una mano su ejemplo seductor, y en la otra su inmensurable poderío. ¿Verían, pues, con indiferencia las potencias de Europa esa soñada cooperación de los Estados Unidos del Norte? ¿No se precaverían del mal y del peligro?

Aun cuando no fuera, como lo cree vuestro Congreso, y por un vértigo de los que la Providencia inefable suele dejar vagar en las naciones, tuvieran los rebeldes colonos el apoyo de que se jactan, ¿qué teníais que temer? La lucha sería mayor y más sangrienta; pero el éxito siempre indudable y también más glorioso. ¿Ignoráis acaso, lo que acreditan las historias de todas las naciones del universo, lo de que vosotros mismos sóis señalado ejemplo? "El pueblo que se posee de su dignidad, que conoce el valor de su libertad, y resuelve firmemente el conservarla, apoyado de la santa justicia, es del todo invencible." A la felicidad de los pueblos, lo mismo que á la razón y justicia de sus causas, suele suceder lo que al sol: densas nubes le ofuscan de manera que parece no existe; pero si un viento las trajo, el mismo ú otro las disipa bien presto, y el astro torna á aparecer en su brillo inmutable.

No, conciudadanos, no temáis; cuatro particulares, perversos especuladores, no son la familia de Washington nutrida con la leche de las máximas inmortales de aquel héroe; si esos cuatro han ministrado algún dinero y abanderizado en Nueva Orleáns algunos perversos para que vengan á auxiliar á los revoltosos colonos de Texas, ni lo ha hecho ni lo ha podido aprobar nuestra amiga la Nación Anglo-Americana, y si tampoco lo ha impedido del todo, será tal vez porque ha ignorado parte de los hechos, y en la otra parte le habrán atado las manos, hasta ahora, sus leyes liberales. Así lo palparéis en las explicaciones que habrá ya dado á nuestro Enviado.

Nunca podrá ser dudoso el éxito de una lucha en que todo está por vuestra parte, todo en contra de los colonos de Texas, vuestros enemigos. Vosotros en veintiséis años de incesante pelear, os habéis amaestrado en el arte de vencer, y vuestras manos encallecidas con el uso constante del fusil y la espada, no saben ya qué hacerse cuando no los manejan: ellos, afeminados en larga paz, durante la cual sólo han pensado en sus avances, no podrán sobrellevar la serie de terribles fatigas de una guerra larga y azarosa. Acá, defenderemos la patria que nos dio el cielo, la unidad de la religión santa de que nos constituyó canal de transmisión entre nuestros abuelos y nuestros hijos, el honor y la pureza de nuestras esposas é hijas, la hacienda que les ha adquirido nuestro sudor y las debe librar de la miseria después de nuestros días; allá, se luchará por tomarse lo ajeno, por propagar la irreligión y la inmoralidad, por usurpar y profanar derechos sacrosantos, carísimos al hombre. Nosotros pelearemos en nuestro suelo á la proximidad de los recursos y á la vista de los dulces objetos que realzarán nuestro valor, haciéndolo indomable; ellos pelearán en terreno extraño, que por todas partes les presentará cimas en que hundirse, yerbas con que envenenarse, objetos que les despierten remordimientos y les exciten el pavor. La conciencia de nuestra razón y justicia, nos hará á nosotros irresistibles; la certeza de la criminal perversidad de nuestros enemigos, nos los presentará ya semivencidos. De aquí la razón, de allá la injusticia, de aquí la costumbre de vencer, de allá la inexperiencia en el luchar; de aquí, en fin, cuanto da al guerrero el noble sentimiento de su dignidad y su poder; de allá cuanto hace al hombre pusilánime: ¿quién podrá dudar del éxito un sólo instante, y de que nuevos laureles ornarán las sienes acostumbradas á secarlos con su calor? Dejad, pues, conciudadanos nuestros, que esos ingratos, envanecidos sin motivo, persistan en su ceguedad, y llamen aventureros en su ayuda: ellos serán vencidos y esos otros aumentarán el número de los que han de tirar nuestros carros triunfales.

El suceso que ha ensoberbecido á esos colonos, no es de los que deben humillaros; ni aun merecería numerarse entre los reveses tan ordinarios en la guerra, si no fuera por una circunstancia accidental. No triunfaron ellos; la casualidad suspendió un rato el rápido curso de nuestras victorias. El desprecio con que veíamos á ese enemigo, la certeza de su inexperiencia y cobardía, haberlo derrotado en todos los reencuentros, lanzándolo de todos sus atrincheramientos, reducídolo al último y al extremo de implorar la clemencia, hicieron dar un paso de excesiva confianza. El sentimiento de la superioridad y del valor impulsó á despreciar al constantemente vencido, un poco más allá de lo que permitiera la prudencia, y de aquí fue á caer por sorpresa una carta parte de nuestro Ejército en el lazo y en el cautiverio. Si el general que mandaba esa parte no hubiera sido al mismo tiempo el principal jefe de esta noble nación, y si los enemigos en cuyas manos cayó hubieran poseído más nobleza, y no se tuviera ciencia cierta de su ningún respeto al derecho de gentes, al día siguiente el gran resto de nuestros invencibles soldados habría reparado el descuido, libertado á sus ilustres compañeros, y dado el último escarmiento á los perversos. Pero se suspenden y aun retroceden, respetando la vida del jefe de la nación, no el llamado triunfo, no la posición de los contrarios. Temen la cruel inmoralidad de ellos, no sus armas. Desean y tienen seguridad de triunfar como hasta allí; pero casi están ciertos de que su jefe va á ser víctima de cobardes caribes, que no le clavarán el puñal sino temblando ante el guerrero maniatado. Estos sentimientos, estas certezas en lance tan imprevisto y no esperado, los hace vacilar, retroceder y abandonar, por lo pronto, el campo de sus triunfos. No debieron, pues comprometían el honor nacional, y el jefe que lo dispuso responderá ante las leyes: pero su error es hijo de nobleza y loables sentimientos; ellos lo repararán con usura, y entretanto pueden decir á boca llena que no fueron vencidos, sino que equivocadamente dieron una tregua á sus victorias.

Tregua, si, conciudadanos: no mires lo ocurrido sino como una suposición casual de la consumación de un triunfo con que os coronará la justicia. En nombre de la nación, vuestro Congreso asegura á la faz del mundo que no dejaréis las armas de la mano, hasta purgar nuestro suelo de esos ingratos advenedizos; que jamás consentiréis en perder un palmo de vuestro territorio, ni en que se empañe un solo punto de dignidad nacional. Luchamos heroicamente por conquistar nuestra independencia; sabremos heroicamente conservarla, ó respirando libres y señores del suelo que descubrió Colón, ó bajo de él, enterrándonos con el último escombro de la patria.

En los decretos con que vuestro Congreso ha conminado a los rebeldes á mirar por sí mismos, á retomar al orden violado, ofreciéndoles el olvido de su crimen atroz, y continuarles futura protección, ha estampado auténticamente sus sentimientos y los de la nación, siempre humanos, siempre generosos, que desaprueba la crueldad para con el vencido y jamás autoriza, antes bien detesta, los excesos cometidos en la guerra. Estad seguros que esos enemigos serán perseguidos hasta reducirlos á la incapacidad de volver á hacer daño á la nación; pero estadIo igualmente de que esa incapacidad será el término de la venganza y del enojo.

Contra esta resolución, cuya inmutabilidad exigen el honor de la nación, su paz y su existencia futuras, nada pueden influir unos que se dicen tratados celebrados en Austin. ¿Cuándo un simple general de ejército está, por esa sola investidura, autorizado para comprometer la suerte de la nación, y puede extender sus compromisos más allá de las treguas y armisticios? Aun cuando en el derecho público no fuera esta una verdad tan conocida, ¿que género de duda podría caber en ella, atendiendo nuestro derecho constitucional? Según él, no ya un general de ejército, no el Presidente de la República, mas ni todo el Congreso de sus representantes puede desmembrar la menor parte del territorio mexicano, ni autorizar la separación del menos considerable de los departamentos. La nación, al constituirse, quedó señora de sí misma, y sólo en sus manos dejó su voluntad y sus destinos: sola ella puede ceder de los derechos que se reservó; y en el caso, ni quiere, ni puede, ni debe ceder un solo ápice. Por último, aun cuando nada de eso hubiera, ¿qué valor puede atribuirse á unos tratados hechos por quien no tuvo libertad para celebrados ni facultad para cumplidos? El solo primer defecto hizo á vuestro Congreso, muy de antemano, decretar no se obedeciesen las órdenes que la coacción pudiera arrancar al general prisionero, aun cuando estuvieran ceñidas á la órbita de sus atribuciones, ¿pues qué se deberá decir de compromisos que jamás pudieron caber en ellas?

No hay, pues, cosa que pueda detenemos; nada que nos deba retraer: gente nos sobra, y al llamamiento de la patria todos somos soldados. Recursos, ni necesita muchos el soldado mexicano, acostumbrado á privaciones, ni nos podrán faltar. Es verdad que no está sobrado el Erario, pero lo es á la par, que algunas fuentes de la riqueza pública están todavía intactas, y con que el patriotismo abra los canales conductores, ellas irán á llenar el Tesoro. Vosotros sois testigos, y multitud de decretos serán prueba incontrarrestable, de que vuestro Congreso nada ha deseado tanto, como que al Ejército no falte cosa alguna: por ese solo deseo, ni una sola vez se le ha presentado el Ejecutivo proponiéndole algún arbitrio sin otorgado; y no ha vacilado en echar sobre sí la odiosidad de establecer préstamos é impuestos, cuantos se han juzgado suficiente; de suerte que casualidades desgraciadas podrán haber ocasionado privaciones al Ejército, mas no la imprevisión, no el desentendimiento del Congreso. Continuará con la misma conducta, y contando con la decisión nacional, pues sabe que si ha habido divergencias entre los mexicanos en varios puntos, nunca en el amor de la patria, jamás en la resolución de conservada independiente; agotará todos los recursos públicos si fuere necesario, pero salvará la dignidad y la seguridad de la Nación comprometidas.

No temáis, no, que sea necesario llegar á esos extremos: bastan pocos sacrificios; unámonos, que el triunfo es fácil y seguro. La guerra que proseguimos es verdaderamente nacional, como que no se trata de intereses privados, sino del honor mexicano, de la integridad del territorio, de la conservación de la paz é independencia. La política y la razón persuaden que ó no lucharemos solos, ó solos venceremos. Justicia, valor, pericia, recursos; en fin, cuanto pronostica una victoria cierta, está por nuestra parte; y por la de nuestros contrarios, cuanto desmaya y lleva infaliblemente á la derrota. Sus, pues; unión y decisión; plena confianza en el Ejecutivo, cuyo celo y prudencia están acreditados: muy en breve quedarán vengadas nuestras víctimas, afianzada la paz, y llena de gloria la República.

Palacio Nacional. México, Julio 29 de 1836. -Ángel G. Quintanar, Presidente. -José R. Malo, Secretario. -Rafael de Montalco, Secretario.