Home Page Image
 

Edición-2020.png

Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

Este Sitio es un proyecto personal y no recibe ni ha recibido financiamiento público o privado.

 
 
 
 


1830 Discurso sobre elecciones

12 de mayo de 1830, José María Luis Mora

La máxima de un legislador debe ser tornar a los hombres en el punzo a que han llegado, y adelantar la civilización por media de leyes conformes a las necesidades de todos.

Prodigado el derecho de ciudadanía, y abando nado el acto de las elecciones a la solución, la intriga, el fraude y la insolencia de los facciosos o de los aspirantes más descarados, ¡qué pocas veces, y en qué pocos puntos de la República habrán sido verdaderamente populares las elec ciones desde que se establecieron en nuestro país! El espíritu de partido, la venalidad y la ignorancia han excluido de las elecciones acti vas y pasivas a los ciudadanos honrados, a casi todos los que podrían ejercer con utilidad públi ca los más importantes derechos públicos. De otra suerte, ¿cómo podrían haber recaído cier tos empleos y cargos públicos en ciertas perso nas que era imposible mereciesen la confianza de sus conciudadanos; personas a quienes éstos hubieran excluido gustosamente hasta de la sociedad?

Luego que comenzaron a sentirse los funestos efectos de este desarreglo, se comenzó también a imputarlos única y exclusivamente a la forma de gobierno, y a decidirse por los que así opinaban que no había más remedio que variar la. Esto era atribuir a las formas de gobierno una eficacia que no tienen, o incurrir en el error grosero de que puede haber instituciones perfectas.

¡Se ve que en el gobierno de éste o aquel estado, en tal o cual legislatura están colocados hombres sin ilustración, sin mérito, sin honradez, que no saben dirigir los negocios de su cargo, o los dirigen a sus intereses particulares, con injuria de los hombres de bien y daño de todo el estado? Al instante se clama que el mal consiste en que hay gobiernos y legislaturas, porque si no los hubiese, tampoco los ocuparían los entes dañinos que abusan de ellos para afligir a la sociedad.

Según este modo de discurrir, no hay forma de gobierno que se pueda adoptar, ni empleo público que no deba suprimirse, y hasta los hombres deberían ser exterminados, porque no existiendo, no podrían cometer maldades. En todas las formas de gobierno hay abusos más o menos graves, según las circunstancias; la habilidad del legislador consiste en aplicar los remedios más convenientes para corregirlos, antes de que se llegue al extremo de cortar o destruir.

"Somos amigos, dice un político, de referir un acaecimiento a una sola causa, cuyo modo de juzgar lisonjea nuestra soberbia, aunque no prueba más que nuestra debilidad inte lectual. También acostumbramos, como hemos observado otra vez, comparar tos males de las instituciones presentes con los bienes de otras, cuando, para formar un juicio recto, deberían compararse males con males y bienes con bie nes. Pero todo nuestro anhelo es librarnos de las molestias que sentimos actualmente, sin pa rarnos a considerar si las tendremos mayores en el nuevo estado a que aspiramos, o en el trastorno que en el tránsito es necesario sufrir."

Cansados del gobierno absoluto de un monarca, de la inobservancia de la Consti tución española y de la desigualdad con que ésta nos ofendía, nos hicimos independientes bajo la forma de gobierno que entonces regía ala nación española. Pareció que se conseguiría la felicidad que buscábamos sin más diligencia que tener un monarca en medio de nosotros.

Lograda la Independencia, se dejó sentir el descontento para con España y el odio a toda dominación extranjera; el gobierno de aquella potencia desaprobó los tratados de Córdoba, y todo esto vino a influir en que ocupase el trono el caudillo que había consumado la obra de la Independencia.

Entonces ya se creyó que nada había que desear. Mas la inexperiencia, el error, la ambición, el espíritu de partido y otras causas, hicieron aborrecible aquel imperio dentro de pocos meses, y se siguió su destrucción.

Prevaleció, por último, la opinión de la República federal, y no había elogios bastantes para ponderar su utilidad. Los estados tendrían dentro de ellos mismos todo lo necesario para dirigir sus negocios interiores, sin aguardar de una capital remota, leyes y providencias que, aunque estuviesen muy bien calculadas sobre los intereses generales de la sociedad, nunca podrían estarlo sobre los peculiares de una provincias y unos pueblos, cuya localidad, genio, costumbres y necesidades, o no serían conocidas de los gobernantes, o no podrían ser atendidas. Las autoridades y todos los funcionarios públicos serían nombrados a satisfacción de los súbditos, y así sería atendido el mérito de los hijos de cada estado, que ya no padecerían la postergación o el olvido por el capricho o el favor del gobierno de la capital. Las contribuciones serían moderadas, porque, imponiéndo las los mismos que habían de pagarlas, cuidarían de que fuesen las muy precisas. Los gastos, por lo mismo, serían muy económicos y su inversión la más prudente. En una palabra, ¿quién atendería mejor a la buena administración y a la prosperidad de un estado que sus mismos vecinos, teniendo el poderoso motivo de su interés particular, y la ventaja de reducir a un corto círculo su atención? Nada se hablaba entonces de los despilfarros, las torpezas y las maldades que podrían cometerse; ni se hacía cuenta de que las intrigas, seducciones y partidos podían elevar a los puestos más importantes hombres indignos, como interesados en labrar a cualquier costa su propia suerte.

En suma, cuando había monarquía, se fijaba la atención en los bienes de la Repúbli ca, y cuando hubo un gobierno central, se atendía solamente en los bienes de la República Federal. Hoy que ésta se halla establecida, va sucediendo al contrario. Se ponderan los males que en ella se experimentan y los bienes de una República central, y si ésta llegase a establecerse, se desearía de nuevo la federación o la monarquía, luego que se sintiesen los males que no puede dejar de haber en ella.

La Nueva Granada y Venezuela se constituyeron primero bajo la forma federal, que abandonaron por las disensiones y la desorganización que en aquel tiempo sufrieron, hasta el extremo de ser reconquistadas por las tropas españolas. Ensayaron la dictadura y otras orga nizaciones políticas y, por último, formada la República de Colombia, adoptó el sistema central, sin librarse por eso de discordias, inquietu des, sacudimientos y aún trastornos mayores que los nuestros, pues allá llegó el caso de convocarse una Convención extraordinaria que se disolvió antes de cumplir su objeto, quedando el poder todo en manos de un dictador. Reunido en este año un nuevo Congreso constituyente, decretó en 20 de febrero las bases para la Constitución; y en vez de fundar una monarquía, como conjeturaban los que sospecharon en Bolívar la intención de ser monarca, establece una república que, si no es federal, no parece otra cosa, porque la décima base es la siguiente: "Se establecerán Cámaras de distrito con facultad de deliberar y resolver en todo lo municipal y local de los departamentos, y de representar en lo que concierna a los intereses generales de la República. El departamento que por su población, riqueza y demás circunstancias pueda sostener este establecimiento por sí solo con utilidad pública, tendrá una Cámara de distrito. El departamento que, por escasez de población u otras causas, no pueda sostener este establecimiento por sí solo con utilidad pública, se reunirá a otro inmediato para este objeto."

El señor Restrepo, secretario del Interior de la República de Colombia, sin embar go de haber sido federalista, había cambiado de opinión en términos que, en 1824, escribía lo siguiente dirigiéndose a sus conciudadanos: "Amad como hasta ahora esa Constitución (la central) que comienza a hacer vuestra felicidad. Huid como de vuestros más crueles enemigos, de todos aquellos que os persuadan debéis adop tar en vuestras leyes fundamentales las teorías brillantes del federalismo."

El actual Congreso constituyente, en la proclama con que publicó las bases indicadas, dice: "Los intereses locales han llamado particular mente la atención del Congreso, y se ha acordado que se establecerán Cámaras facultadas para deliberar y resolver sobre ellos, y en todo lo municipal de los distritos que se le señalen, pudiendo representar en cuanto a los intereses generales sin restricción alguna. Este establecimiento, disminuyendo la centralización del poder en lo que es perjudicial a todas las provincias y más a las distantes, procurará a los pueblos un recurso en sus necesidades, la reparación pronta de los daños que sufran, allanará en fin los obstáculos que se opongan a su felicidad. El acercará a los pueblos y a los hombres para tratar en común sus negocios, y discutiendo entre sí sus más queridos intereses, se inspirarán mutua confianza, y nacerá la concordia y armonía. Serán estas asambleas un vínculo de unión, el apoyo de los ciudadanos, la fuente de la prospe ridad de los pueblos."

He aquí cómo el Congreso constitu yente de 1830, con seis años más de experiencia después que el señor Restrepo se explicaba en los términos que hemos transcrito, atiende a los intereses locales de los pueblos, disminuye la centralización del poder y adopta la teoría más brillante del federalismo. Veremos cuál es el desarrollo de estos pensamientos en la Constitución; pero unas cámaras de distrito, sostenidas por los departamentos, con facultad de deliberar y resolver sobre los intereses municipales y locales, y de presentar sobre los generales, tiene la mayor semejanza, si no es idéntica, con nuestras legislaturas, que tienen a su cargo el arreglo de la administración y gobierno interior de los estados, y el derecho de iniciativa para las leyes y decretos generales.

En la monarquía francesa, reinando Luis XVI, el ministro Turgot quería establecer asambleas provinciales "y darnos (dice un autor que está muy distante de aprobar la exageración de los principios democráticos), y darnos así en el gobierno la parte que exigía el grado de civilización a que habíamos llegado..."

La falta mayor de Luis XVI fue la de no haber hecho entera confianza de Turgot, y no haberle protegido, como su abuelo protegió en otros tiempos a Sully... "Dígolo y lo proclamo en beneficio de los pueblos y los gobiernos; la admisión de los proyectos de Turgot hubiera colocado a Francia en una situación que no hubiera sido turbada."

El autor de la Ciencia del publicista, que opina por la forma democrático-monárquica constitucional, elogiándola como el mejor y más perfecto de los gobiernos mismos, dice: que así como el establecimiento de un cuerpo repre sentativo nacional está fundado en los verdaderos principios del derecho, del orden y de la estabilidad, y que así como sobre este punto importante y otros muchos está en el caso de llegar al más alto grado de perfección, la misma mejora debe tener lugar en las institu ciones secundarias, estableciendo asambleas o cámaras departamentales, cantonales o co munales, o sea de departamento, de distrito o de municipalidad.

El primer móvil del cuerpo social, añade, necesita el auxilio de las administracio nes locales, distribuidas en los diferentes puntos del territorio. En los departamentos, distritos y pueblos hay una multitud de intereses de mera localidad, cuyo examen entorpece o interrumpe las operaciones de las cámaras nacionales y del ministerio sobre objetos de utilidad general; y estos intereses locales exigen además una resolución pronta, un conocimiento íntimo, y por decirlo así, personal.

Luego dice que estas administracio nes locales, destinadas a suplir en varios casos el Poder Legislativo, deben tener las mismas ga rantías que éste y las mismas reglas de organización; y que tal establecimiento evitará un rodeo de acción siempre lento y perjudicial, y reme diará eficazmente el vicio de la centralización y amontonamiento de todos los negocios administrativos en las oficinas del ministerio, vicio cuyos riesgos y funestos resultados, son sus pa labras, se resienten hace ya mucho tiempo.

En apoyo de este pensamiento cita la siguiente opinión: "Es preciso que este sistema sea muy incontestable para que todos los partidos opuestos lo hayan pedido con igual ahínco. La Cámara de los Representantes, durante los cien días, manifestó expresamente su opinión, consignándola en su proyecto de Constitución en los términos siguientes: `Para cada departa mento, para cada distrito, y lo mismo para cada pueblo, habrá una junta elegida por el pueblo y un agente del gobierno nombrado por este mis mo.' en la Cámara de Diputados que siguió inmediatamente después, a pesar de que era imposible encontrar color y opiniones más diversas, sus miembros más distinguidos renovaron varias veces la misma opinión."

"Una de las consideraciones más fuertes que militan a favor de la institución de estas cámaras, es la necesidad de desviar por todos los medios razonables los peligros reales de la centralización de todos los talentos, de todas las riquezas, de todos los poderes y de la mayor parte de las administraciones en un solo punto del territorio; peligros muy graves que muchas veces se han señalado.

Concluye reasumiendo las atribuciones de estas cámaras en la proposición siguiente: "Toda resolución legislativa sobre cualquie ra materia que sea, pero relativa a un objeto de interés puramente local, emana en cada departamento, distrito o pueblo del concurso unánime de las cámaras, de la propiedad y de la industria, y del poder real manifestado pro medio de los prefectos, suprefectos y alcaldes."

Aquí se ve un sistema federativo bajo las formas monárquicas, así como nosotros lo tenemos bajo las formas republicanas. Unas cámaras organizadas lo mismo que las nacionales, con la misma inviolabilidad e independencia, pues así lo dice expresamente el autor, y con facultad de resolver sobre los efectos locales, ¿qué otra cosa son, que cuerpos legislativos?

Se dirá que las atribuciones de estas asambleas son inferiores en número y extensión a las de nuestras legislaturas; que en el ejercicio de ellas interviene un agente del poder central, y que los departamentos, distritos y pueblos en que obran las asambleas no tienen el carácter de soberanos que tienen nuestros estados.

En cuanto a lo primero, no estando la idea explicada en sus pormenores, nada se pue de asegurar sobre la extensión de las atribuciones de las asambleas; pero abrazan sin duda cualquiera materia relativa a un objeto de interés puramente local; y ya se ve que en esto se puede comprender todo lo que pertenezca a la administración y gobierno interior.

La intervención de un agente del poder central equivale a la intervención que tienen los gobernadores de nuestros estados, quienes están sujetos a responsabilidad por pu blicar leyes y decretos contrarios a la Constitución y leyes generales. También hay la ventaja entre nosotros de la revisión que hace el Congreso General de las leyes y decretos de los estados.

La soberanía de éstos, que tanto se pondera, ¿qué más viene a ser que la facultad de arreglar el gobierno y administración interior de los estados, o resolver sobre los objetos de interés local? Facultad que está subordinada al Acta Constitutiva y a la Constitución General conforme al artículo 6o. de la primera.

¿Y cuál es la forma de gobierno que habría de sustituir a la federativa?, la república central, se responde, porque en ésta los gastos serán menores, las contribuciones moderadas, habrá menos funcionarios públicos y por lo mismo será más fácil hallar hombres de honradez y aptitud para los empleos, y el gobierno tendrá recursos suficientes y oportunos para el pago de las tropas y para sostener la independencia y la integridad de la República, y el orden y la tranquilidad en lo interior.

¡Ilusiones vanas que provienen, lo repetimos, de que se comparan los males actuales con los bienes futuros! En el sistema central se necesitan casi los mismos funcionarios públi cos que en el federal. Decimos se necesitan, porque si se nos quisiese objetar el número de empleados que tenemos, responderíamos que no todos se necesitan, ni menos son esenciales al sistema federal. Debe haber en el central gober nadores de provincias, tribunales superiores e inferiores, prefectos y suprefectos, o comoquiera llamarse a los jefes políticos subalternos de los partidos y los pueblos; tesoreros, administradores y recaudadores de las rentas. ¿Qué más exige la forma federal en los estados? Unas asambleas que se llaman legislaturas, y que no se podrían omitir en el régimen central, si no se querían desatender los intereses locales de las provincias, principalmente las más remotas.

No se busque, pues, por aquí la disminución de los gastos. Si se busca en suprimir o moderar algunas dotaciones excesivas, y los gastos tan cuantiosos como inútiles que se vituperan en algunos estados, diremos que estos excesos tampoco son esenciales ni privativos de la forma federal, y que en ella se pueden tomar providencias para evitarlos.

Los funcionarios públicos serían de nombramiento del gobierno central, y saldrían buenos o malos según que el presidente y sus ministros fuesen malos o buenos y más o menos susceptibles de engaño y seducción. Recuérdese el tiempo del gobierno español, y dígase si entre los virreyes, oidores, intendentes, ministros de Real Hacienda, subdelegados, etc. etc., hubo pocos necios, ignorantes, venales, ladrones, déspotas y tiranos. Innumerables mexicanos de los que hoy vivimos, podríamos citar varios ejemplares de ellos con estas malas cualidades; y ya se sabe que el gobierno que los nombraba era central. Sin volver tan atrás, dígase qué tales hubieran sido los empleados en un sistema central, bajo alguno o algunos de los gobiernos que hemos tenido.

La provisión de empleos en la capital resucitaría los antiguos disgustos de las provincias con ella, principalmente si los nombrados no eran, como muchos no serían, recomendables por su aptitud y probidad.

Siendo necesarios casi los mismos empleados en uno que en otro sistema, los gastos y de consiguiente las contribuciones serían los mismos. Bajo una buena administración central o federal, aquéllos y éstas se redu cirán a lo indispensable; pero en manos infieles o torpes, los despilfarros de un gobierno central serán los mismos que hemos experimentado, y a veces también mayores, porque podrían extenderse a las rentas de toda la República que estarían a disposición del presidente, lo que no sucede bajo la forma federal.

Los recursos del Gobierno de la Unión para sostener la independencia e integridad de la República, y la paz y el orden público en lo interior son los mismos en el actual sistema que pueden serlo en el central. Los ramos de guerra y hacienda, que son los principales recursos para aquellos objetos, están, por decirlo así, centralizados. El Poder Ejecutivo general dispone libremente del ejército, para cuya formación y reemplazo deben los estados dar el contingen te de hombres que se decrete por el Congreso general. La milicia activa y local quedan tam bién a su disposición en todo o en parte, cuando lo decreta el mismo Congreso; y éste es quien forma las ordenanzas y reglamentos para organizar, armar y disciplinar una y otra milicia, y para su servicio a la federación.

En el ramo de hacienda el Congreso general está autorizado por la 8a. de sus facultades constitucionales, para fijar los gastos genera les, establecer las contribuciones necesarias para cubrirlos, arreglar su recaudación, determinar su inversión y tornar anualmente cuentas al gobierno. No ha faltado quien quiera contestar en alguna parte de esta facultad al Congreso, suponiendo excepciones, restricciones o limitaciones que no hay en ella como se ve, ni debía haberlas, porque se debilitaría la acción del gobierno general, quedando sujeto a las demoras, excusas y aun fraudes que pudiesen haber en el pago de las contribuciones. Si el Congreso de la Unión no pudiese más que asignar un contingente de dinero a los estados, así se habría expresado en la Constitución; pero autorizarlo para establecer las contribuciones necesarias, fue dejar a su prudente arbitrio la imposición de las directas o indirectas que juzgase necesarias. Puede también cobrarlas directamente por medio de los agentes de la federación, ya porque esto se comprende en la facultad de arreglar la recaudación, y ya porque es una consecuencia nece saria de las otras facultades, que serían ilusorias y aun ridículas sino tuviese poder para llevarlas a efecto. El Congreso, obrando con una circunspección muy laudable, se limitó primero a seña lar un contingente a los estados, arbitrio muy conforme al sistema federal y muy sencillo para la Hacienda de la Unión. En el año próximo anterior se decretaron unas contribuciones por el Congreso, y otras por el Poder Ejecutivo en virtud de las facultades extraordinarias, previ niéndose que se cobrasen por los empleados del gobierno federal, en caso de no hacerse por los agentes de los estados a los plazos establecidos. Contra esta prevención se clamó tachándola de antifederal, como si estuviese prohibida en la Constitución; como si no fuese necesaria para conservar la federación misma, y como si no fuese de igual naturaleza que el poner inventor en las rentas de los estados para cobrarles el contingente cuando no lo pagasen; medida dictada por el Congreso autor de la Constitución, y que nadie ha reclamado jamás.

¿Y en efecto, ésta y aquella providencia qué tienen de violentas? A ella precede toda la consideración racional y justa que pueden apetecer los estados. Si se trata de impuestos a sus habitantes se deja a las autoridades de los estados el arreglo y ejecución del cobro. Pero si no pueden o no quieren corresponder a esta confianza con la eficacia y celo debidos, ¿será justo, será conveniente que las contribuciones no se cobren, y queden frustrados los objetos de interés general a que se destinan?

Es necesario desconocer el sistema federativo para disputar la facultad de que ha blamos, y es no ver la luz del día el negar que está concedida por la Constitución.

Lo que se llama federación no es otra cosa que la reunión de los estados, a la cual corresponde la administración y gobierno de lo tocante al interés general de todos ellos, así como a cada uno corresponde su administra ción y gobierno interior. Cada estado es sobera no en lo que mira a esta administración y gobierno, y la federación es soberana en lo que le está encargado. Los estados tienen la pleni tud de facultad necesaria para el uso y ejercicio de su soberanía; y la federación para el uso y ejercicio de la suya debe tener y tiene igual plenitud. Los habitantes de los estados son súb ditos de éstos en lo que respecta a la administra ción y gobierno interior, y son súbditos de la federación en lo que respecta a la administración y gobierno general. Los que alegan la soberanía de los estados contra la facultad de que tratamos, se olvidan de que esa soberanía está circunscrita a su gobierno interior, y de que el llevar a efecto las contribuciones para los gastos generales no pertenece a ese gobierno, se olvidan asimismo de que esos estados que por un aspecto son soberanos, por otros son súbditos de la comunidad de ellos mismos que se llama federación.

¡A quién le ocurre pues el considerar a ésta menos autorizada en su línea, que lo están sus partes en las suyas? ¿Ni cómo se podría concebir el absurdo de que la nación toda estu viese a merced de las secciones que la compo nen, sosteniéndose como de limosna? La igual dad de obligaciones de los estados quedaría al arbitrio de éstos en un punto tan importante como la contribución de dinero, porque los que quisiesen podrían negarse a pagarla con grava men de otros por el recargo que sufrirían o con perjuicio de todos, porque no se podrían hacer los gastos de necesidad o conveniencia general.

No somos más federalistas que nuestros vecinos del Norte, cuya menor ventaja respecto de nosotros en este punto es la del tiempo que tienen de estar regidos por el siste ma federal. Pues el Congreso de aquella Unión impone contribuciones sobre los objetos que tiene a bien; las legislaturas de los estados res pectivos disponen el cobro, y si quieren lo admiten, pagando de los fondos públicos el importe de la contribución, pero si no hacen uno ni otro, los agentes del gobierno general exigen el pago a los contribuyentes.

Muy previstos y acertados fueron los autores de nuestra Constitución en haber dado al Congreso general una facultad tan amplia como necesaria para llenar los más importante objetos de su cargo, y del mayor interés de la República.

Si a más de los recursos de guerra y hacienda, faltan algunos otros a los poderes generales para sostener la independencia, la integridad, la paz y el orden interior, no se podrá imputar esa falta a la forma del gobierno. La Constitución los proporciona, y no habrá habi do voluntad, necesidad o tiempo para promover y dictar las leyes secundarias convenientes. Si la Constitución estuviese defectuosa en esa parte, ahora es tiempo de corregirla.

Convenimos en que durante las instituciones actuales se han experimentado abusos que atormentan a los amantes del orden, a los que desean un buen gobierno y la prosperidad de nuestro país; mas tampoco son esencia les al federalismo. Si se examinan con imparcia lidad, se hallará fácilmente que los males provienen de otras causas bien claras y conocidas. Se han visto con escándalo y con dolor hombres sacados del fango de los vicios o de las tinieblas de la ignorancia para ser elevados a puestos de la mayor importancia, sin capacidad o sin virtudes para desempeñarlos, y que no llevaban otra mira que la de hacer su fortuna y la de su partido. De aquí la disipación de los caudales públicos, los impuestos exorbitantes y antieconómicos, la creación de empleos inútiles, la donación excesiva de otros, la protección de los pícaros, el desprecio y tal vez la persecución de los hombres honrados; y, en una palabra, los desaciertos, las depredacio nes y otras maldades de que justamente nos lamentamos.

¿Mas estas calamidades tienen por causa, y causa única, el sistema federal? ¿Cuáles son los elementos propios y privativos de este sistema que hayan producido necesariamente tales desgracias? Sabe la nación mexicana bien a costa suya, que el espíritu de partido, acompañado como siempre del de ambición y de codi cia, empleó los detestables vínculos y resortes de la masonería para apoderarse de los empleos y cargos, objeto inseparable y muchas veces único de todos los partidos, principalmente de los que se organizan en sociedades secretas. Cuando se convierten así la dirección y manejo de la administración en objetos de especulación particular, y en premio o aliciente de servicios a un partido, claro es que la habilidad, el mérito y la virtud no son las primeras, ni tampoco indispensables, cualidades que se buscan en los que han de ser funcionarios públicos. Decisión para servir al partido, aunque sea atropellando la justicia y hasta la decencia pública, es lo que basta para los más delicados destinos.

Añádase a esta causa, que nadie igno ra, la inexperiencia y descuido que son inevitables en las naciones nuevas, y en los primeros tiempos de unas nuevas instituciones, y no hay que buscar otras causas que nunca se podrán hallar en la naturaleza del sistema federativo.

Los mismos y mayores desórdenes se pueden cometer en el sistema central. Supóngase que el derecho de ciudadanía y el método de elecciones sigue en el mismo desarreglo que tiene. Supóngase que una facción masónica o no masónica, se apodera de las elecciones; las consecuencias serán las mismas que hemos sentido, y a veces también peores, porque luego que los poderes centrales, o a lo menos el Ejecutivo, sean de la facción, ya podrá ésta contar por suyas las providencias, mediante el influjo inmediato y poderoso del Congreso y gobierno generales en las rentas y en todas las autoridades y funcionarios públicos subalternos.

Si los errores y las maldades que exitan el clamor de la nación fuesen sólo de los estados habría siquiera este fundamento contra la for ma federativa; pero vuélvase la vista a los años anteriores, especialmente los últimos, y dígase si la administración central ha sido tan acertada, tan justa y tan conforme a la Constitución y a las leyes, como era de desearse. Dígase si todas las leyes generales merecen elogios; si no ha habido dilapidaciones en el erario federal; si no hay empleados inútiles, ineptos y ladrones; si no ha habido protección a los pícaros y desprecio a los hombres honrados; y dígase también cuál hubiera sido la suerte de la nación en manos de un gobierno como ése, si hubiera tenido sobre toda ella el poder que le daría un sistema central.

Dése pues una ojeada sobre los estados en que no ha dominado el espíritu de partido, y se hallará que sus habitantes no se quejan. Hombres de ilustración, de probidad, de moderación se hallan al frente de los negocios. Los caudales públicos se manejan con pureza y se gastan con economía. La creación de los empleos se calcula sobre la necesidad y no sobre el favor y el interés. Allí no se han experimentado esas intrigas bajas, esos fraudes insolentes, esas violencias escandalosas con que los partidarios se han echado en otros puntos sobre los empleos, con la misma indecente avidez con que los perros hambrientos se arrojan sobre la carne.

Lo dicho es un ligero bosquejo de lo que ha pasado en nuestra República. Podíamos presentar en cuadro expresivo y animado, sin más trabajo que dar la lista de las personas que en la administración central y en las particulares de los estados han hecho la desgracia de nuestra patria; pero no queremos irritar los ánimos, ni hay necesidad de renovar dolores que aún sienten los mexicanos, y durarán por siempre en su memoria.

Cada uno de nuestros lectores reco nocerá en nuestras toscas líneas a los autores o instrumentos de las calamidades públicas; mas estos retratos no se deben a la destreza del pincel sino a lo marcado de las facciones.

Conque nuestros males no son efecto del sistema federal, lo son de varias causas que se pueden hallar en el sistema central republicano y en la monarquía constitucional, justamente con las causas de otros males que son propios de estas formas de gobierno.

Parece que cuando se opina contra el federalismo se está de acuerdo en la necesidad de conservar el sistema representativo, porque si se pensase en la monarquía absoluta ya sería otra la cuestión. Pues bien, toda nación regida por aquel sistema, ya sea bajo la forma republicana o la monárquica, es preciso que sufra vaivenes, trastornos y la ruina total, siempre que abandone el derecho de ciudadanía y el acto de las elecciones al desarreglo en que se halla entre nosotros.

Sin la reforma radical que sobre esta materia hemos propuesto en otra parte, o la que fuere mejor, es imposible conservar la federación; pero también lo sería sostener cualquier otra forma de gobierno mismo. Al contrario, si los derechos políticos se confían solamente a los individuos que, según la razón y la experiencia presentan prudentes garantías de usar bien de ellos, entonces la forma federativa producirá más bien que cualquiera otra excelentes resultados. Ella tiene por constitutivo esencial la separación del gobierno de los negocios genera les, principio que, como hemos visto, se tiene por necesario aun en las monarquías modera das, y que ya adoptó la República de Colombia, sin embargo de su profesión de centralismo.

Pues si ya tenemos establecida esa institución, que reconocen por útil y necesaria aun los monarquistas, y los que, con razón, aborrecen las locuras y desórdenes demagógicos; si ella es más útil y necesaria en nuestro país por la vasta extensión de nuestro territorio; si entre las formas de gobierno hemos de adoptar alguna de las que exigen legislaturas, cámaras o asam bleas locales, departamentales o como se quiera que sean, ¿por qué se ha de pensar en destruirla y no en reformarla y perfeccionarla?

Calcúlense los gastos, los atrasos y demás daños que causa una revolución. Mueren hombres en la guerra, se cometen extorsiones contra los propietarios de todas clases, se pierde la confianza pública, se entorpecen los giros y se aumenta la pobreza. Calcúlense los intereses públicos y privados que han creado las institu ciones, y con los que sería preciso chocar tratan do de destruirlas. Las dificultades que esto pre sentaría, se pueden calcular por las que se han encontrado en la revolución de las providen cias dadas en sólo cuatro meses, a virtud de las últimas facultades extraordinarias. Calcúlese en fin lo mucho que se pierde, y se aventura por la inconstancia con que se abandona una carrera política por emprender una nueva. En estas vicisitudes desaparece la paz, los capitales se paralizan y la riqueza pública se acaba; los pue blos sin recursos y abrumados de contribuciones se consumen; la moral, este sostén de las sociedades, se destruye, todo se desorganiza, y si en tan miserable estado acometen los enemigos exteriores, difícil será resistirles. Si se calcula todo esto, resultará el convencimiento de que la reforma es preferible a la destrucción.

"Una de las dolencias mayores de nuestra época (dice un político de nuestros días) cuyos síntomas se ven en todos los partidos, es aquella impaciencia que frecuentemente se muda en furor, y que no es más que una triste resulta del defecto de moral. Queremos gozar al instante; no sabemos, como el sabio, poner nuestra felicidad en trabajar para las generaciones futuras. Tenemos la ignorancia suficiente para creer que el trabajo débil y efímero del hombre, puede suplirse por el enérgico y constante trabajo del tiempo. Agrégase a la ignorancia la vanidad, y todo lo aventuramos por satisfacer esta pasión."

Nos hallamos en tiempo de reformar la Constitución. Hay en nuestro país talentos, luces, energía y docilidad para conocer y corregir los defectos. Corríjanse, pues, según lo que enseñan las luces y la experiencia. Díctense restricciones, ampliaciones, precauciones, me joras, todos los medios que se puedan emplear para tener un gobierno recto y estable; y si nada bastase para conseguirlo, entonces la revolu ción se verificará; pero será aquélla de que habla la doctrina sobre las revoluciones, esto es, "len ta y pacífica, pero segura, que el tiempo efectúa... Las revoluciones atropelladas, que hacen reventar las pasiones de los hombres, retardan y suspenden las mudanzas que el tiempo y la sabiduría acarreaban, y precipitan a las naciones en un diluvio de calamidades".

"Si se ha pasado un tiempo suficiente (dice hablando de las contrarrevoluciones) para introducir grandes mudanzas en las costumbres y hábitos, será un insensato el que quiera restablecer el antiguo orden de cosas" tomar a los hombres en el punto a que han llegado, y adelantar la civilización por medio de leyes confor mes a las necesidades de todos.

Por último, así como Catón el censor, siempre que hablaba ante el Senador el pueblo de Roma sobre cualquier asunto, concluía opi nando que Cartago fuese destruida, así nosotros clamamos y clamaremos siempre porque el derecho de ciudadanía y el método de las elecciones sean arreglados.

 El Observador, México 12 de Mayo de 1830