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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1827 Discurso sobre los perniciosos efectos de la empleomanía.

José María Luis Mora, 21 de septiembre de 1823

Administradores, hacendados, políticos, togados, cortesanos, militares, todos pretenden satisfacer el lujo por empleos lucrativos. Todos quieren dominar y servir al público, según dicen, y nadie quiere ser de este público. Los abusos crecen y todo se empeora.
D’Argenson, Mem.

 

La mala inteligencia que se ha dado al principio de la igualdad legal, ha sido casi siempre el origen de innumerables disgustos y de pésimos resultados en los pueblos que han adoptado el sistema representativo. El título de hombre se ha querido que sea suficiente para ocupar todos los puestos públicos, se ha pretendido pasar el nivel por todos los individuos de la especie humana, y a la igualdad de derechos se ha sustituido la de condiciones, sosteniendo que la virtud debe descender al nivel del vicio, la ignorancia ocupar lugar al lado de la ciencia, y la miseria tener el mismo ascendiente que la riqueza. Partiendo de tan errado y perjudicial principio, se ha creído debían multiplicarse todos los empleos hasta el grado que fuera posible, para contentar la ambición de todos los que quisieron pretenderlos, y satisfacer con su posesión el derecho quimérico de la igualdad absoluta. La propensión insaciable del hombre a mandarlo todo y a vivir a costa ajena con el menor trabajo posible, auxiliada de estas absurdas y antisociales doctrinas, lejos de disminuirse con el aumento progresivo de los puestos públicos y la creación de nuevos empleos a que aspirar, ha adquirido nuevas fuerzas, y ha hecho de la administración un campo abierto al favor, a las intrigas y a los más viles manejos, introduciendo un tráfico escandaloso e inmoral entre los dispensadores de las gracias y los más viles cortesanos.

Una nación que ha llegado a este grado de corrupción, no sólo está muy próxima a ser el teatro de las más grandes maldades, sino que compromete también las libertades públicas, que no pueden sostenerse sino por las ideas de independencia personal y libertad del ciudadano, por el amor al trabajo personal y al lucro que proporciona la industria, y por las virtudes que produce el desprendimiento de los focos de la intriga y la amortiguación de las propensiones ambiciosas.

La verdadera libertad no consiste en mandarlo todo y vivir a expensas del tesoro público, sino en estar remoto de la acción del poder y lo menos sometido que sea posible a la autoridad. El hombre ensancha su libertad, no cuando domina más, sino cuando es menos dominado, cuando sus facultades tienen menos trabas y cuando ha logrado remover un número mayor de los obstáculos que se oponían al goce y posesión del fruto de su trabajo y de su industria. Hacer consistir la libertad en el ejercicio del poder y en la participación de la autoridad, es una cosa tan perniciosa como impracticable; cada uno en esta suposición obraría sobre los demás en razón de su actividad, es decir, muy poco, y a su vez tendría que sufrir la acción de todos los otros: así es que no pudiendo ser el hombre sino una fracción pequeñísima de la sociedad, obraría poco y padecería mucho, o por mejor decir, sus goces no tendrían comparación con sus sufrimientos.

Un gobierno es tanto más liberal cuanto menos influye en la persona del ciudadano, y ésta es tanto más libre, cuanta menos relación tiene con los agentes del poder. Hacer pues a los ciudadanos dependientes del gobierno más de lo que debe ser y aumentar considerablemente el influjo ministerial, es socavar las bases del sistema, y éste es el resultado necesario de esa tendencia a vivir de empleos cuando se hace general en una nación. La empleomanía, por la creación de los empleos, pone a disposición del poder, siempre enemigo de la libertad, una gran masa de fuerza con que oprimirla, y al mismo tiempo degrada a los ciudadanos, los envilece y desmoraliza. Así es cómo el vigor de la autoridad por una parte y la debilidad del súbdito por otra, hacen venir a tierra los sistemas de gobierno más bien calculados y que a primera vista parecían sólidamente construidos sobre bases incontrastables.

Que todo gobierno, cualquiera que sea su clase, por su esencia y naturaleza tienda a la destrucción de la libertad de los pueblos, es una verdad tan patente que nadie pone en duda; el amor del poder y el deseo de su acrecentamiento no pueden ser estacionarios, obtenido un grado de fuerza y autoridad se piensa en adquirir otro nuevo; así pues si no se encuentra una tenaz y positiva resistencia que oponga un dique a la acción siempre progresiva del poder, los ciudadanos quedarán en todo dependientes de él y sujetos a la voluntad de sus depositarios. Todo lo que sea aumentar la influencia del que manda, más allá de lo que exige el orden y la tranquilidad para el sostén de la sociedad, es poner en gravísimo peligro los intereses y derechos de los pueblos.

¿Y quién puede dudar que la propensión de los ciudadanos a ocupar los puestos públicos y multiplicarlos sin término haya de dar necesariamente ese resultado? Lo que la masa de una nación quiere, bueno o malo, útil o perjudicial, es necesario que sea. Podrá enhorabuena la voluntad pública no ser conforme con las reglas del orden, de la justicia y de la prosperidad pública, y esto es lo que sucede cuando la perversidad ha logrado extraviarla; pero no por esto es menos cierta y segura su eficacia. Así pues, si el espíritu y las ideas populares que dominan en una nación, son las de vivir y buscar la subsistencia y consideración en los empleos, éstos se multiplicarán de un modo prodigioso sin arbitrio ninguno para evitarlo. Los cuerpos legislativos decretarán su creación, los ciudadanos influirán a todas horas y por todos los medios imaginables en los representantes para conseguirlo, y los agentes del gobierno aplaudirán una conducta que les proporciona ascensos y colocaciones. Cada uno verá en la creación de un nuevo puesto ensanchada la esfera de su esperanza y no omitirá diligencia para darle más amplitud. De este modo al mismo tiempo que se excita la ambición, se procurarán los medios de satisfacerla, y éstos pondrán en manos del poder una gran masa de fuerza con que oprimir las libertades públicas.

En efecto, de los medios de influjo que se conocen entre los hombres, los más poderosos son los de la gratitud y obligaciones que producen las gracias, favores y beneficios. El que puede dar mucho está seguro de mandar, pues sus criaturas y dependientes que le son naturalmente adictos, por el orden natural de las cosas y por los principios de acción que todos conocen en el corazón humano, jamás podrán separarse de su voluntad. Ella será la regla y norma que tendrá siempre a la vista para obrar. La esperanza de obtener nuevos adelantos en su fortuna o de mantenerse en el puesto y el temor de ser separado de él o castigado de otra manera por su señor, serán otros tantos motivos que unidos a los de gratitud estrecharán de un modo indisoluble a éstos con aquél, identificando absolutamente sus opiniones e intereses.

Este mal que en los particulares de grande fortuna se halla neutralizado por la acción de la autoridad pública, no puede tener en ésta correctivo cuando el coloso de la administración ha sentado el pie en todos los puntos del territorio, y se halla consolidado y robustecido con una serie de dependientes, ligados todos entre sí por ideas comunes e intereses recíprocos y estrechamente adheridos al poder que reconocen por centro y único exclusivo.

Desde que el gobierno puede extender su influencia a las elecciones populares y hacer que obtengan en ellas sus adictos y partidarios, las libertades públicas perecieron o están en riesgo muy próximo a terminar. Si los jueces natos de la autoridad, si los que han de castigar sus excesos y enfrenar sus arbitrariedades se eligen y escogen entre sus amigos, es tan claro como la luz del mediodía, que sea cual fuere la forma de gobierno, el despotismo quedará entronizado y la libertad destruida. Ahora bien, este mal es infinitamente temible con la multiplicidad de empleos repartidos por todas partes y con el aspirantismo cuando éste ha penetrado en la masa de la nación; los primeros con halagos o amenazas, y tal vez con abiertas y positivas violencias, obligan a un pueblo tímido e incauto a sufragar por los suyos, es decir, por aquellos de quienes nada puede temer la autoridad. Esta seducción tiene un efecto más seguro cuando el derecho de sufragio se concede a las clases más infelices, cuyos hábitos han sido de la obediencia más servil, a los que despliegan más audacia y atrevimiento; entonces es seguro el triunfo de los agentes del poder, así como la impunidad de sus atentados y crímenes, por haberse hecho ilusorios los medios de contener aquéllos y castigar éstos.

Mas no sólo los que ocupan sus puestos, sino también los que aspiran a ellos y tienen esperanza de obtenerlos, se venden al gobierno, ocultan sus dilapidaciones, y se prestan a sus miras. Mil veces ha sucedido, especialmente entre las naciones que no exigen la propiedad como condición indispensable para el ejercicio de los derechos políticos, que los representantes de los pueblos, haciendo traición a sus deberes por optar un destino al concluir su comisión, se prostituyesen cobardemente a proyectos de ambición ajena y vendiesen con la mayor y más reprensible vileza los intereses nacionales. Este ejemplo y sus funestos resultados repetidos con demasiada frecuencia, demuestran del modo más claro y evidente lo temible que se hace el gobierno cuando la empleomanía por constituir el espíritu público de una nación, le presta armas tan poderosas. Se empieza por halagar las pasiones y procurar la comodidad de algunos, y se acaba por destruir la libertad de todos.

¿Pero es probable, se nos dirá, esa propensión en casi todos los hombres para multiplicar los empleos y para obtener uno de ellos que proporcione el brillo y la subsistencia? En ciertas circunstancias no solamente es verosímil sino enteramente segura. Cuando un pueblo ha sacudido el yugo de la opresión y de los privilegios que estancaban la administración pública en pocas y determinadas manos; cuando los puestos de influjo y de poder han dejado de ser el patrimonio de algunas familias o clases; últimamente cuando se ha abierto la carrera a la virtud y al mérito admitiendo a todos los que sean aptos, sea cual fuere su clase y condición, al ejercicio de la autoridad, entonces es cuando más se corre ese riesgo. Las naciones no por mudar de gobierno cambian inmediatamente de ideas; las que se recibieron del régimen opresor subsisten por mucho tiempo; así es que, como en éste el único medio de hacer fortuna y adquirir consideración, era la ocupación de los puestos que estaban reservados a las clases privilegiadas, en la variación de sistema no se procura adquirir importancia, sino apoderándose de ellos, y como los que antes existían, aunque pocos en número, bastaban a satisfacer la ambición de los que los pretendían, por ser éstos la clase menos numerosa de la sociedad, no era necesario multiplicarlos sin término; mas cuando ha podido aspirar a ellos la multitud, y cada cual se cree no sólo con facultad sino también con derecho de obtenerlos, para contentar a todos es indispensablemente precisa la creación de nuevos destinos, sin necesidad ninguna de la administración y con positivo perjuicio del Estado.

La falta de moralidad en los hombres es la ruina de las naciones; cuando los vicios destruyen la fuerza y el temple de un alma varonil ocupando el lugar de las virtudes, la libertad no puede sostenerse mucho tiempo. ¿Y qué virtudes pueden esperarse de un pretendiente que en su alma abatida abriga todos los vicios? Él es eterno y constante adulador de aquel de quien espera su colocación; jamás tiene opinión propia, pues acostumbrado a mentirse a sí mismo y a los demás, y a tener en perpetua contradicción sus ideas con sus palabras, calcula lo que le conviene manifestar, y cambia de opiniones y de conducta con la misma facilidad que el camaleón de colores; ingrato por principio se olvida de los servicios que se le han hecho cuando llega a entender que su benefactor no puede serle ya útil, o teme que sus relaciones con él contraídas puedan disminuir el afecto de aquel a quien consagra de nuevo sus adulaciones y bajezas, y de quien recibirá con la más constante resignación toda clase de vejaciones y desprecios mientras pueda necesitarlo. Enemigo por necesidad de todos los que le hacen sombra, está siempre poseído del odio y de la aversión, no omitiendo diligencias para desacreditar a sus contrincantes, procurando hacerlos odiosos a los dispensadores de las gracias, fomentando chismes y enredos, alterando por mil caminos la buena armonía que debe reinar entre los ciudadanos, y perturbando el reposo y orden de las familias. Este bosquejo imperfecto de lo que es un aspirante, pues el entendimiento humano es incapaz de seguirlo por todas sus sendas tortuosas, ni contar el número indefinido de sus extravíos, intrigas y maldades; este bosquejo, repetimos, podrá en alguna manera conducir al conocimiento de lo que será una nación compuesta de una muchedumbre de ellos. ¿Qué clase de instituciones ni sistemas podrá plantearse con hombres inmorales? ¿Ni cómo podrá aspirar ningún pueblo a los gloriosos días de Roma en que las virtudes de Camilo, de los Escipiones, de Quinto Fabio, Cincinato y Catón sostuvieron la libertad, cuando se halla encorvado bajo el dominio de hombres poseídos de todos los vicios, que forman el carácter distintivo de los eunucos en los tiempos más bajos del imperio? La libertad es una planta que no puede germinar sino en terreno vigoroso; el fango y la inmundicia son incapaces de nutrirla.

El trabajo, la industria y la riqueza son las que hacen a los hombres verdadera y sólidamente virtuosos, ellas poniéndolos en absoluta independencia de los demás, forman aquella firmeza y noble valor de los caracteres, que resiste al opresor y hace ilusorios todos los conatos de la seducción. El que está acostumbrado a vivir y sostenerse sin necesidad de abatirse ante el poder, ni mendigar de él su subsistencia, es seguro que jamás se prestará a secundar miras torcidas, ni proyectos de desorganización o tiranía. Ahora bien, estas tres fuentes de la independencia personal y de las virtudes sociales son necesariamente obstruidas por el aspirantismo y empleomanía.

No hay ciertamente cosa más opuesta a la laboriosidad del hombre, que el deseo o la ocupación de los puestos; todos ellos se consideran y son efectivamente un medio de subsistir sin afanes y pasar como vulgarmente se dice, una vida descansada. El empleado, aun el más cargado de ocupaciones, trabaja infinitamente menos que el artesano o labrador más descansado; como al fin del mes o año se le ha de acudir con su asignación, haya hecho mucho, poco o nada, y como ésta es fija, sin aumento ni disminución, carece del verdadero estímulo que impele al hombre a trabajar, a saber el adelanto progresivo de su fortuna y el aumento de sus goces. Todas las miras de un empleado se reducen a procurarse algún ascenso o jubilación que deje vacante el puesto para otro que lo pretende, y a él lo exima de las comodísimas obligaciones que debe desempeñar. Si no obtiene lo uno ni lo otro, se desata en quejas amargas, en críticas infundadas y en murmuraciones descomedidas; el favor que se le ha hecho en ocuparlo y proporcionarle los medios de subsistir con un descanso que no le habría sido fácil procurarse en otra parte, lo considera como un mérito extraordinario que debe ser premiado; finalmente, las ideas que tiene de sí mismo son tan erradas y tan perniciosos los hábitos que contrae, que ellos solos bastan para arruinar una nación, si esta clase llega a ser la preponderante.

Es verdad que no faltan, especialmente entre los magistrados, hombres laboriosos muy dignos de toda consideración por sus notorios y constantes servicios, por la pureza de su manejo y que en razón de la independencia en que se hallan de la autoridad, jamás pueden amenazar a las libertades públicas, que por el contrario apoyan y sostienen; no son ciertamente estos los empleados de que hablamos, sino de esa turba despreciable que en todos tiempos y ocasiones no ha tenido otra ocupación que oprimir y vejar a los pueblos sosteniendo todas las iniquidades de sus amos, formando partidos exagerados y causando sediciones y alborotos en los lugares que sin ellos permanecerían pacíficos y tranquilos. Estos son ciertamente no sólo enemigos del trabajo, sino también destructores de la industria.

En efecto, la observación más constante manifiesta que cuanto más fuerte es el espíritu de ambición, tanto más débil debe ser el de la industria. Una misma población no puede estar al mismo tiempo animada de propensiones tan contrarias, y el deseo de los empleos excluye las cualidades necesarias a la industria. Es digno de notarse hasta qué punto la costumbre de vivir de sueldos destruye la capacidad de invención y de perfectibilidad. Se ve con mucha frecuencia entre hombres de talento y de excelente disposición aspirar a conseguir un puesto y sentir profundamente la pérdida de un empleo, que estaba muy lejos de darles lo que hubieran podido adquirir fácilmente por el ejercicio de una profesión independiente. La posibilidad de adquirir un caudal por el uso y ejercicio activo de sus facultades, no equivale en concepto de éstos, al sueldo corto, pero fijo y seguro que han perdido; no sufren la idea de tener que deber a sí mismos su existencia, de hallarse compelidos a hacer esfuerzos para asegurarla, y con facultades reales y poderosas no saben cómo obrar para socorrer sus necesidades, semejantes a las aves criadas en el cautiverio, que si llegan a adquirir su libertad no saben buscar el alimento ni proveer a sus necesidades, y perecen en medio de las mieses.

El gusto pues de los empleos altera profundamente las facultades activas de un pueblo, destruye el carácter inventivo y emprendedor, apaga la emulación, el valor, la paciencia y todo lo que constituye el espíritu de industria. Mas no son éstos los únicos golpes que ella recibe; innumerables brazos ocupados innecesariamente, unos en la administración pública y otros en aspirar a tener parte en ella, y que podrían darle impulso por la creación y multiplicidad de efectos que aumenten la masa de la riqueza pública, se constituyen en la más perniciosa y permanente inacción, y además perjudican al progreso de los capitales, pues no bastando los empleos necesarios a contentar tanta ambición, se crearán otros inútiles y gravosos que entorpezcan los movimientos de la sociedad, turben sus trabajos y retarden el adelanto de las riquezas.

En efecto, todo lo que sea retirar capitales de la circulación y destinarlos al consumo, es secar en su origen las fuentes de la riqueza nacional y derrocar las bases de la prosperidad pública. La creación de empleos innecesarios exige dotaciones cuantiosas, éstas no pueden hacerse efectivas sin el aumento de contribuciones que causa la destrucción de los capitales. Desde que una cantidad cualquiera de riqueza se destina a un uso improductivo, se debe tener por destruida y lo es efectivamente. Ahora, pues, no hay cosa que menos produzca que los empleados innecesarios, ni hay cosa que más aumente su creación que el aspirantismo y empleomanía. Que la prosperidad pública no puede sostenerse sin la existencia de los capitales, es una cosa bien clara. Cuando faltan los medios de pagar los gastos públicos y de dar ocupación al jornalero, no puede haber administración que contenga los crímenes que necesariamente deben multiplicarse. La razón es sencillísima: la necesidad imperiosa de la subsistencia diaria es absolutamente indeclinable, superior a cuantas pueden imaginarse y la primera de todas. Aquél o aquéllos, pues, que no alcancen a satisfacerla por los medios legales, necesariamente se han de valer de los ilícitos, y convertirse en malhechores que en tiempos revueltos formarán cuadrillas y tomarán un carácter político.

Véase pues, hasta dónde pueden llegar los efectos de la empleomanía y cuánto tiene que temer una nación sus perniciosos resultados. Los pueblos deben convencerse de que así como todo lo pueden y nada es capaz de resistir a su voluntad, es también cierto que ésta no es siempre justa y acertada. Si se quiere contrariar la naturaleza de las cosas, si se intenta que todos sirvan y gobiernen a un pueblo y nadie pertenezca a él, si se pretende establecer la libertad y el orden por los medios que la destruyen, éstos se pondrán en acción sin que nadie pueda impedirlo; pero sus efectos serán contrarios a lo que se pretende obtener, pues las leyes invariables del autor de todo lo creado, podrán siempre más que el capricho del agente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“El Observador de la República Mexicana”, México, 21 de septiembre de 1827. Obras sueltas. Segunda edición. México: Editorial Porrúa, 1963