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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1827 Discurso sobre los límites de la autoridad civil deducidos de su origen. José María Luís Mora.

Diciembre 19 de 1827

 

Pocas naciones se han de haber hallado en circunstancias tan felices para constituirse con toda la perfección que es posible, en las obras de los mortales, como en las que se hallan las naciones americanas, que se han hecho independientes de las potencias europeas de medio siglo a esta parte. Las luces generalmente esparcidas por la libertad de la prensa establecida en Inglaterra, Francia, España, Portugal y Nápoles; el espíritu de libertad, rápidamente difundido por todos los puntos del globo; el entusiasmo con que se han proclamado, sostenido y llevado hasta su último término las ideas liberales y los derechos de los pueblos, que han pasado a ser asunto de una discusión general; el convencimiento producido por los desastres de las últimas revoluciones, de no poderse llevar al cabo ciertas teorías que aunque presentan un fondo de verdad en lo especulativo, no pueden realizarse en la práctica; y por último, el hallarse enteramente libres de los obstáculos que naturalmente opone a cualquiera reforma un gobierno despótico consolidado por centenares de años sobre añejas preocupaciones, tales como la nobleza hereditaria, el señorío de vasallos, la soberanía de los reyes derivada inmediatamente de Dios y otras de la misma especie, que llegaron a persuadir prácticamente a los pueblos de la doctrina absurda y monstruosa de la desigualdad natural entre los hijos de Adán y que no han permitido una reforma total en los Estados de Europa, por  los pasos lentos aunque siempre progresivos, que ha hecho en ellos la ilustración. Esta falta de obstáculos, repetimos, y esta abundancia de recursos que hacen actualmente la situación política de los pueblos americanos, suministran bastante fundamento para esperar de los congresos establecidos sobre su vasta superficie, constituciones mucho más perfectas que las formadas en Europa.

En efecto, el suceso ha correspondido enteramente a lo que se debía esperar. La Constitución de los Estados Unidos del Norte de América no sólo ha sido altamente elogiada por los escritores más célebres de la Europa, sino que también ha hecho la gloria y prosperidad de un modo firme y estable en el pueblo más libre del universo, hasta ponerlo casi al nivel con Inglaterra en su marina, y con Francia en sus artes y manufacturas; y esto en el corto espacio de medio siglo, cuando estas naciones no han podido llegar al grado de prosperidad en que se hallan sino después de centenares de años, y de terribles oscilaciones y vaivenes políticos. Nosotros, pues, deseosos de que nuestra patria aproveche la feliz oportunidad que se le ha venido a las manos para constituirse con paz y tranquilidad, nos hemos propuesto, y ya lo hemos principiado a verificar, el poner a la vista de nuestros conciudadanos las constituciones de los pueblos más celebres; haciendo al fin de todas ellas, en discurso separado, los reparos y reflexiones que nos parezcan más oportunas; pero antes de que nuestro propósito tenga efecto respecto a las Constituciones angloamericana y francesa que acabamos de publicar, nos ha parecido conveniente asignar los límites generales dentro de los cuales debe contenerse la autoridad de todo gobierno, sin sujetarnos ciegamente a las doctrinas de los publicistas de Europa, y atendiendo solamente al fin de las instituciones sociales, y a la naturaleza del contrato que une a los pueblos con los gobiernos.

Cualquiera que sea el origen de las sociedades, es enteramente averiguado que éstas no pudieron establecerse con otro fin que el de promover la felicidad de los individuos que las componen, asegurar sus personas e intereses y su libertad civil, en cuanto su coartación no fuere necesaria para sostener los intereses de la comunidad. De este principio luminoso se deducen todas las consecuencias que constituyen la ciencia del gobierno, y pasamos a exponerlo Se deduce, en primer lugar, que la autoridad de las sociedades no es absolutamente ilimitada, como juzgó Rousseau, pues ésta, en cualesquiera que resida, es precisa y esencialmente tiránica; porque ¿qué quiere decir y qué es lo que entenderemos por autoridad ilimitada, sino la facultad de hacer todo lo que se quiera? ¿Y no puede, en virtud de esta facultad, el que se creyere con ella, cometer los mayores atentados privando a un inocente de la vida, despojando de su propiedad al legítimo poseedor y atropellando todas las salvaguardias de la libertad, sin otro motivo que su capricho? No, no son estos simples temores de una imaginación exaltada; son efectos comprobados por la experiencia; pues, como observa el célebre Constant, los horrorosos atentados cometidos en la Revolución francesa contra la libertad individual y los derechos del ciudadano provinieron en gran parte de la boga en que se hallaba esta doctrina, que no solo no es liberal, sino que es el principio fundamental del despotismo. Éste no consiste, como muchos se han persuadido, en el abuso que hace el monarca de la autoridad que se le ha confiado o él ha usurpado; pues entonces sería sumamente fácil curar a las naciones de sus males políticos desterrando de ellas para siempre a los monarcas; y el gobierno popular, precisamente en cuanto tal, sería siempre justificado; más la razón y la experiencia están de acuerdo en desmentir tan infundada teoría, presentándonos pueblos déspotas como el de Francia en su revolución y monarcas liberales como los de Inglaterra y España. El despotismo, pues, no es otra cosa que el uso absoluto e ilimitado del poder, sin sujeción a regia alguna, cualesquiera que sean las manos que manejen esta masa formidable que hace sentir todo su peso a los individuos del Estado; de aquí es que llamamos providencia despótica la que no ha sido dictada sino para satisfacer la voluntad del que manda. Pero si todo gobierno, considerado en la extensión de los tres poderes, debe tener límites prescritos dentro de los cuales haya de contenerse en el ejercicio de sus funciones, es de absoluta necesidad asignárselos con la mayor precisión y exactitud para evitar, por este medio, las funestas consecuencias que producen las ideas equívocas de muchos escritores, acerca de los derechos del pueblo sobre el gobierno y del gobierno sobre el pueblo. Remontémonos pues al origen primitivo de las sociedades; examinemos los principios del contrato social con atenta imparcialidad y detenida meditación, y sin otra diligencia hallaremos la solución de este problema.

Los hombres, a más del precepto divino para multiplicarse, tienen en su naturaleza fuertes estímulos para la propagación de su especie y un amor tan íntimo de sí mismos que no se pierden de vista ni aun en la acción más pequeña; no gozan sino cuando están satisfechos sus apetitos y necesidades; ni se entristecen y acongojan sino por la falta de alguna cosa que les es o ellos creen necesaria para satisfacer sus necesidades, y quedar en aquella tranquilidad y reposo que constituye la felicidad humana.

Una de las propensiones más fuertes de la naturaleza humana es la que se halla en sus individuos para conservarse en el estado de libertad natural de que fueron dotados por el Creador de todas las cosas y proporcionarse por este medio todos los goces análogos a sus inclinaciones naturales; pero a pocos pasos que dieron en esta penosa, difícil y arriesgada carrera, hallaron, por su propio convencimiento, que la felicidad de cada uno de ellos no era obra de un hombre solo, sino el resultado de esfuerzos comunes. Rodeados por todas partes de enemigos, acometidos del hambre y los reptiles, acosados por las bestias feroces y sintiendo la debilidad de sus fuerzas, convinieron en auxiliarse bajo de ciertos pactos o condiciones. He aquí el primer contrato social celebrado en el universo y la soberanía del pueblo que no es, en cada uno de los contratantes, sino el derecho que tiene sobre sí mismo para proporcionarse su felicidad conforme a las reglas prescritas por la sana razón, y en la asociación la suma de los derechos particulares ordenados a la consecución del mismo fin. Hechos estos convenios, resultó lo que se debía temer; que muchos de los que entraron en ellos recibieron, con la ayuda de los demás, el beneficio que se deseaba y se rehusaron cuando llegó el caso a cumplir con las obligaciones del contrato, o negando el convenio, o resistiéndose a que tuviese efecto, o interpretándolo a su favor, a pesar de las reclamaciones de los demás. En obvio de estos inconvenientes, determinaron los hombres reunidos del modo dicho explicar de común acuerdo los pactos convencionales valiéndose de expresiones terminantes y decisivas, y he aquí el origen de las leyes. Mas como a pesar de la claridad de éstas, el empeño de eximirse de ellas, sostenido por espíritu de cavilación, las hizo vanas y frustráneas, pretendiendo los que confesaban su existencia no hallarse comprendidos en ellas algunos casos particulares que se creían útiles a unos y perjudiciales a otros, fue necesario crear un poder neutro revestido de la autoridad común para que decidiese definitivamente las diferencias suscitadas, y éste es el origen del poder judicial. Finalmente se negaron los hombres a cumplir lo prevenido en las leyes y declaraciones de los jueces, y fue necesario que todos reuniesen sus fuerzas físicas para compeler a cada uno a cumplir con las obligaciones contraídas por el pacto primitivo y resultó lo que llamamos poder ejecutivo. No por esto pretendemos que estos distintos poderes se dividieron desde el principio, invistiendo con ellos a distintas personas o corporaciones, pues es claro que ésta fue obra del tiempo y de la meditación; pero si queremos se entienda que estos poderes realmente distintos y por lo mismo separables, fueron reconocidos desde el establecimiento de las sociedades, aunque colocados en una sola persona o corporación; y que por lo mismo la doctrina que enseña esta división no es una pura teoría totalmente irrealizable en la práctica, como pretende un escritor de nuestros días. Pero continuemos reflexionando sobre esta sociedad que camina hacia su perfección; cuando los individuos de ella crearon estos poderes, fue necesario encargasen el ejercicio de las funciones que les son características a algunos individuos de la asociación que se dedicasen exclusivamente a su desempeño; para esto fue necesario asistirlos con todo aquello que debería producirles su trabajo personal y he aquí el origen de la dotación de los jueces y ejecutores de las leyes; en cuanto a los legisladores, que eran los mismos miembros de la reunión, ejercían el poder legislativo por sí mismos mientras la sociedad constaba de un corto número de individuos; pero llegó éste a aumentarse en términos de no poder verificar la personal asistencia de todos y cada uno de ellos a la Asamblea de la nación, y el que no pudo verificarlo depositó su voto en el que se hallaba expedito para asistir, más como estas dificultades se aumentaban continuamente, llegó el caso de que muchos de ellos comprometiesen sus votos en un corto número de individuos y tal vez en uno solo para que, pesados con reflexión y madurez los intereses de cada uno, dictasen aquellas providencias que fuesen más convenientes al sostenimiento de todos, y he aquí el origen de la representación nacional y de los congresos legisladores. Pero sucedió que los comisionados del pueblo, al ejercer las funciones legislativas, no expresaron la voluntad de sus comitentes sino su voto u opinión particular, pretendiendo limitar la libertad natural de los ciudadanos más de lo que era necesario para sostener la unión; y entonces los individuos de la sociedad declararon que habían traspasado los límites de la autoridad que se les pudo confiar y consignaron de un modo solemne y auténtico, en leyes puestas a la vista de todo el público, los imprescriptibles derechos del hombre y del ciudadano, combinando los tres poderes reconocidos del modo que pareció más útil a la conservación de la libertad, propiedad, seguridad e igualdad de los ciudadanos, y he aquí el origen de estos códigos y colecciones de leyes fundamentales conocidas con el nombre de constituciones.

Por lo hasta aquí expuesto se conoce claramente el origen, progresos y estado actual de las instituciones humanas; el fin que se han propuesto los hombres en su establecimiento y el primer móvil de todas sus operaciones, es decir, la conservación de sus derechos en aquel grado de extensión, que permite la conservación de la sociedad; de esto se deduce una consecuencia general y es que toda autoridad, sea de la clase que fuere, tiene límites en el ejercicio de sus funciones, dentro de los cuales debe contenerse, y que ni al pueblo ni a sus representantes les es lícito atropellar los derechos de los particulares a pretexto de conservar la sociedad, puesto que los hombres, al instituirla, no tuvieron otras miras, ni se propusieron otro fin, que la conservación de su libertad, seguridad, igualdad y propiedades y no ceder estos derechos en favor de un cuerpo moral que ejerciese amplia y legalmente la tiranía más despótica sobre aquellos de quienes había recibido este inmenso y formidable poder.

FUENTE: El Observador de la República Mexicana, México, 19 de diciembre de 1827.