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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1827 Discursos sobre la opinión pública y la voluntad general. José María Luís Mora.

Agosto 1º de 1827

 

He aquí dos frases tan repetidas en las repúblicas como silenciadas en las monarquías absolutas, quizás porque su significado verdadero constituye la irresistible fuerza de las primeras, y es la censura tácita y el más seguro amago contra la existencia de las segundas: pero ved al mismo tiempo dos frases que la humanidad y la filosofía nunca pronunciarán sino temblando, porque a su sonido se han perpetrado en el mundo crímenes horribles, y porque han sido y serán siempre la capa de los demagogos, el fatal antemural de los partidos, y la contraseña favorita de todo revolucionario. Semejantes a los cometas, astros inocentes como todos los otros, pero que prestaban ocasión a la barbarie para causar, por las imaginaciones exaltadas, los daños en que ellos no tenían parte alguna: esas frases sirven a la malignidad de arma terrible para salirse con sus sacrílegos intentos, aun cuando de ellas no existe sino el sonido vació de toda realidad.

Por lo mismo que es tan respetable lo que se quiere significar con esas voces, basta pronunciarlas para hacer temblar y llenar de celosas desconfianzas a los gobiernos absolutos, y para hacer enmudecer y bajar la cabeza a los gobiernos populares: pero cuidado, cuidado con llevar ese respeto más allá de sus límites, de suerte que nos impida acercarnos al objeto que debe producirlo (como sucede casi siempre), pues de esa manera nos amedrentará por  lo común un fantasma; adoraremos una sombra en vez de la divinidad que imaginamos.

Ese examen en ningún gobierno es más preciso que en el popular, y nunca más interesante que en tiempos como, por desgracia, los presentes, en que diversos partidos se disputan el logro de sus contrarios intereses. Como entonces cada uno de ellos escuda sus intentos con esas frases respetables, es indispensable conocer bien todo su valor para saber si ninguno, si alguno y quién de los contrincantes es poseedor de tal tesoro.

Creemos, pues, hacer al gobierno y al público mexicano el servicio más interesante, examinando qué significan esas voces: si lo que significan puede existir y en cuáles casos; si habrá señas seguras para conocer su existencia; y en fin, si supuesta ella, habrá siempre una obligación de ceder a su imperio, o si se podrá, y aun se deberá restringirle alguna vez.

Estas cuestiones merecen toda la atención y estudio de nuestros conciudadanos, en especial de los legisladores y funcionarios públicos, porque de resolverlas con equívoco penden quizás mil males futuros a la patria, y el socavamiento estrepitoso o sordo de las instituciones en que ella cifra, con razón, su estabilidad y su ventura: entremos ya en materia, a fin de que nuestras reflexiones la presten abundante a quienes puedan hablar con más conocimientos.

¿Qué significan esas frases?

Opinión, en metafísica, es la adhesión del entendimiento a una proposición o proposiciones, por fundamentos sólidos que le persuaden ser verdadera; pero no tan claros y evidentes que los libren completamente del temor de que lo sea su contradictoria. Hay, por ejemplo, razones para creer que el flujo y reflujo de la mar es efecto de la atracción de la luna; pero hay otras en contra: quien por  las primeras se decide a atribuir a la luna tal efecto, sin dar completa y satisfactoria solución a las segundas, ese se dice que abraza la opinión. De quien repita esa proposición, no más por haberla oído, solo se dice con exactitud que ignora, y cuando más, que cree, si todo su fundamento para tener por cierta la proposición es el concepto que la merece la persona a quien se la escucho.

No varía de significado la palabra opinión cuando se traslada a lo político: allí, lo mismo que en cualquiera otra parte, denota el adoptar, el abrazar como verdadera, una proposición por fundamentos que al entendimiento le parecen sólidos, y más sólidas que los que persuaden lo contrario, aunque no pueda darles una respuesta completamente satisfactoria.

La palabra voluntad es bien entendida de todos, siempre significa el apego de nuestra alma a algún objeto que el entendimiento ha concebido como buena. Los grados de intensidad en el amor o en el deseo son proporcionados a los de la bondad que aprehendemos en el objeto, y a los de la claridad con que el entendimiento nos presenta ese bien.

Estas nociones son clarísimas, son las que dan todos los filósofos, y lo que experimentan todos los hombres; de ellas deduciremos después las verdades que hacen a nuestro caso.

Hasta aquí vamos bien, y no seremos contradichos; el embarazo comienza en los adjetivos de esas frases, porque profundizando lo que quiere decir pública en la primera, y general en la segunda, es preciso que se desvanezca el prestigio con que se alucina a los incautos para hacerlos instrumentos ciegos de destrucción, que serán destruidos a su vez.

Estas frases, opinión pública, voluntad general, o nada significan que pueda servir a los intentos demagógicos, o han de denotar la opinión y la voluntad, al menos, del mayor número de ciudadanos que componen una república, ya que no la totalidad absoluta, como parece debía ser.

Adviértase que los autores clásicos cuando usan de esas frases para establecer sus doctrinas, parece que no le dan tanta latitud a su significado; sino que entienden por  ellas la opinión y voluntad más generalizadas entre los que son capaces de formarla sobre cada materia: pero nosotros, cuyo designio es combatir las frecuentes aplicaciones anárquicas, les daremos generalmente el sentido de coincidencia de las opiniones, y deseo de todos, o siquiera de la notable mayoría de los ciudadanos, sobre determinado objeto. Hecha esta advertencia, y definidas ya las voces, entremos a la cuestión segunda.

¿Habrá objeto sobre el que pueda verificarse uniformidad de opiniones, y deseo del mayor número de ciudadanos?

Queda ya dicho que no hay deseo o amor respecto de objetos que no se conocen, y que no hay opinión mientras el entendimiento no se decide por  fundamentos cuya solidez baste para inclinarlo: luego no podrá haber uniformidad en el pensar y querer del mayor número de los ciudadanos de una república, sino únicamente respecto de aquellos objetos que están al alcance de esa mayoría, es decir, al de todos los hombres. ¿Cuánto será el número de los objetos de esa clase? ¿Nos sobrarán dedos en las manos si los numeramos con ellos?

Puede sentarse por regla general que sólo ciertas verdades experimentales, y primeros principios sencillísimos, son los que pueden concebirse uniformemente por los más; pero en el instante en que los objetos empiezan a complicarse en sus relaciones con otros, y a proporción que estas relaciones se multiplican, se cruzan entre sí y alejan más los términos, nace y crece el imposible de la uniformidad; los más los abandonan, y ni aun les ocurre su examen, y los menos, que son los que están en aptitud y se dedican a él, los ven por diferentes haces, y establecen por lo mismo sobre ellos máximas diversísimas, y aun contradictorias muchas veces.

Todos los hombres tienen las mismas facultades, pero quizás no hay dos que las apliquen de un mismo modo a sus objetos, de donde nace en ellos tanta multitud de pasiones, tanta diversidad de deseos, y la infinita variedad de conceptos. Todos experimentamos placeres, pero cada uno a su manera: todos sufrimos dolores, pero ¡de cuán diverso modo, y cuantas veces el mismo objeto que hace las delicias de algunos, es tormento y causa fastidio a algunos otros! De suerte que casi sólo estamos conformes en el deseo vago e indeterminado de ser felices, hijo del conocimiento abstracto, confuso y general de la felicidad; pero al tratar de realizar o saciar ese deseo, cada uno va por diversísimo camino, y cree poder encontrar ese tesoro en objetos entre sí distantísimos. Convengamos, pues, en que si la verdad no es práctica y experimental, o sumamente sencilla, perderemos el tiempo buscando con relación a ella la verdadera opinión y voluntad del mayor número.

Como las sociedades y repúblicas no son otra cosa que la reunión de las familias, y éstas la de los individuos, es preciso confesar que la opinión pública y voluntad general, cuando existan, han de tener las mismas fuentes que la opinión y voluntad individuales, y que solo se verificaran aquellas cuando sea idéntica la fuente de estas otras. Ahora bien, examinemos a los hombres, o mejor examínese cada hombre a sí mismo, y dígannos cuáles fueron las fuentes de las opiniones que abrazaron en su vida, cuáles se las han producido permanentes, y cuáles pasajeras, y todos responderán que sus opiniones les han nacido o de la educación, o de los hábitos respetuosos que adquirieron en ella, o de sus sensaciones, o de sus meditaciones y estudio; que las que se originan de esta última fuente son por lo común variables fácilmente, porque aun cuando son ciertas, vienen acompañadas del temor, por la experiencia de otros yerros y equívocos; que las que nacen de las otras tres primeras fuentes crían raíces profundas, y aun cuando sean falsas, difícilmente se deponen.

Esto supuesto, y siendo imposible el que la mayor parte de los ciudadanos se dedique a la meditación y al estudio, solo nos quedan para fuentes de la opinión pública, la educación general, las sensaciones y la respetuosa aquiescencia, repitiendo en cuanto a esta última que más bien es origen de fe que de opinión, porque ella sin ministrarnos fundamentos directos, nos hace diferir a lo que nos presenta como cierto la persona o personas a quienes damos crédito.

Las sensaciones no ministran sino verdades experimentales, por ejemplo, que el sol alumbra, que la lumbre quema; con que, apartando éstas a un lado, solo podrá haber opinión pública en aquellos objetos que lo hayan sido de la educación general.

De aquí inferirá cualquiera rectísimamente que siendo, por desgracia, innegable que no ha habido nunca entre nosotros educación popular; que los frutos de la que ahora se establezca se cogerán de aquí a doce o veinte años; que el común de nuestros pueblos no iba a las pocas y malas escuelas; que los que iban a ellas solo y cuando más aprendían el catecismo de Ripalda, mal explicado las más veces; y que las instrucciones populares solo han sido relativas a la religión, y ¡ojala que la hubieran dado siempre en toda su pureza!, inferirá, repetimos, que a más de las verdades de experiencia inmediata, solo hay uniformidad de pensamientos y deseos en los ciudadanos mexicanos en puntos de religión, porque la mamaron con la leche, y en el de independencia de toda dominación extranjera, por ser un objeto tan sencillo, tan perceptible, y de cuya privación nos entraron los males por todos los sentidos; sin que sirvan de excepción de esta regla ni los pocos desnaturalizados que pueda haber todavía, echando menos la quietud sepulcral del tiempo de la esclavitud, ni algunos a quienes por su mal y el nuestro han corrompido libros detestables, leídos sin principios ni crítica, y los han hechos vacilar y aun abjurar la santa religión que profesaron.

La confirmación de estas verdades nos la dan la clase selecta de nuestra juventud, y la ínfima y desacomodada de nuestros ciudadanos. Obsérvese aquella con cuidado desde nuestra emancipación, y se notará la ansia con que busca las obras de las ciencias, cuyos nombres ni conocíamos antes; la prontitud con que adopta los principios de cada obra que llega; la facilidad con 
que se aplican, aun arrollando por todo, y la igual con que se abandonan a la llegada de otra obra que establezca diversos. ¿De qué nace esta versatilidad? De sobra de ingenio y falta de experiencia y educación científica. El deseo de saber y la necesidad de gobernarnos hacen devoremos cuanto se nos viene a las manos, y no estando bien asentados en los verdaderos principios, porque nunca nos los dieron, ni se conocían entre nosotros, vagamos de teorías en teorías, y nos sucederá lo mismo hasta que haya corrido el tiempo suficiente, para que la meditación y la experiencia nos radiquen en las verdades sólidas de que todavía desconfiamos. Con que por ahora no hay que alegar con tanta satisfacción y generalidad la opinión pública, ni aun hablando de la clase acomodada y estudiosa, porque lo que ya no adquirimos en la educación, no nos lo puede dar sino el estudio y la experiencia, y esos requieren más transcurso de tiempo que ha pasado desde que somos libres.

En la clase desacomodada, que es incomparablemente la mayor, es todavía más palpable el aserto: salga cualquiera a tratar con las gentes del campo, o éntrese a los talleres de artesanos y examínese que piensan sobre las innumerables cuestiones de política, de economía y de moral que deben traquear los legisladores diariamente, y verá que unos solo responden con la sonrisa de la desconfianza, indicadora de que temen se quiere hacerles burla; y otros más sencillos responden: ¿y yo qué entiendo de eso? No hay que cansarse, nuestros pueblos casi solo están generalmente conformes en la religión, en la independencia, en el deseo de pagar lo menos posible de contribuciones, o nada si se puede; en el de que se les deje trabajar y buscar su vida libremente; que sea estable su seguridad personal; que puedan gozar quietos de sus bienes; y en nada más se meten, ni aun se imponen por lo común de las disposiciones gubemativas; respetan y dejan obrar a sus legisladores, al gobierno y a las autoridades subalternas.

Parece pues ciertísimo, y lo es entre nosotros, aun cuando no lo fuera en todo el mundo, que solo son objetos de la opinión común los que lo han sido de la educación popular, los que se palpan por los sentidos, es decir, las verdades experimentales, o que se deducen de ellas inmediatamente, y aquellos poquísimos, que por su sencillez y ninguna complicación de relaciones con otros objetos, se ofrecen a los más y son perceptibles a todos; pero verdades especulativas, verdades complexas y difíciles, como las que abraza la ciencia del gobierno, ni son objetos de la opinión del mayor número, ni hay sobre ellas esa uniformidad de los más, sino en el caso en que las adoptan por tradición; infundiéndoselas tres o cuatro gentes de las que se llaman de séquito: bien es que entonces la mayoría cree, no opina; es impelida mecánicamente, no impele; y así su pensar, como su desear, no tienen por lo común más duración que la de las veces con que los aguijan los que se han erigido corifeos.

La ley, se nos dirá, es expresión de la voluntad general, ¿pues cómo podrán ser tan pocos los objetos de la opinión pública y de consiguiente los de esa voluntad? "Si fuera absolutamente cierta esa máxima tomada de Rousseau -dice el profundísimo Bentham-, (1) no hay país que tenga leyes, pues ni en Génova, ni en los pequeños cantones democráticos tiene esa universalidad el derecho de sufragio, ni se verifica jamás que lo de la verdadera mayoría del número total de habitantes." Si por el tal principio se quiere denotar que los encargados de hacer las leyes recibieron de los pueblos esa investidura augustísima, o que dada la ley, la aceptan los ciudadanos, obligados a ello por sus pactos sociales, entonces sí tiene un sentido justo y verdadero, y se concibe perfectamente la voluntad de que se ejecute lo que la ley prescribe, en la voluntad primitiva de observar lo que dicten aquellos a quienes eligieron los pueblos para ese fin importantísimo. Todo lo que no sea esto, ni es inteligible ni filosóficamente sostenible, y es semillero eterno de anarquía y de los males consiguientes.

Queda pues resuelta la tercera cuestión, y lo dicho hasta aquí, nos abreviará mucho el camino que tenemos que andar en el examen de si habrá algunas señales fijas para conocer la opinión pública ya formada.

En esta materia es más fácil decir lo que no es que lo que es: las reglas negativas son segurísimas, y al contrario, las positivas son equívocas, y por lo común su aplicación a la práctica sólo puede producir probabilidades.

Queda dicho cómo no hay opinión pública si la cuestión o proposición de que se trata no es práctica y experimental, o tan sencilla que esté al alcance del común de las gentes, y por consiguiente que no la hay, sino como diremos luego, sobre proposiciones que, aunque prácticas, tengan complicación de circunstancias y de objetos que exijan para combinarlos más que trivial atención y alguna meditación detenida, pues es claro que no es capaz de esto la generalidad de ciudadanos.

En cuestiones y proposiciones especulativas, complicadas y profundas no puede haber opinión verdaderamente pública, a no ser que hayan sido objeto de la educación popular, constante y generalizada, en cuyo caso aunque vienen adoptadas tradicionalmente, y por lo general sin pruebas: es uniforme el modo de pensar, bien que, en rigor, no deberá llamarse opinión por lo ya dicho.

El amor propio es la pasión universal de todos los hombres, y aun en sentir de grandes filósofos, todas las demás son esta misma, a quien se dan diversos nombres, según el objeto a que se aplica. Lo que no tiene duda es que si no todo hombre es lascivo, ni vengativo, etc., todo hombre se ama a sí mismo y busca su bienestar donde quiera y en todas sus acciones, de suerte que aunque los objetos de la aplicación y meditación de los hombres sean infinitamente varios, y aunque el ejercicio del estudio sea para tan pocos, no hay hombre alguno a quien su peculiar interés no le deba atención, combinaciones y frecuentes ratos de penar; y como la mediación es una fuente de opinión, se sigue que podrá haber opinión pública sobre objetos de interés o utilidad común.
 
Tuvo, pues, mucha razón el sabio Bentham cuando dijo, contrayéndose a la legislación, que la utilidad pública era el criterio más seguro de la opinión pública, (2) expresión que convertiremos en máxima negativa diciendo: ninguna medida que no sea de interés común, próxima y fácilmente perceptible, es objeto adecuado de la verdadera opinión pública.

Hágase alto en la expresión próxima y fácilmente perceptible, porque hay innumerables providencias que ciertamente producirían bien y felicidad general: pero que por no ser ese su efecto próximo, ni haberse experimentado todavía, no tienen a su favor al común de las gentes, para quienes solo la experiencia es el fundamento de creer y de pensar, y a quienes el bien y el mal o les han de entrar por los sentidos, o no les entran casi nunca.

Observo Baile, antes que nosotros, que es casi natural en los hombres no pensar por sí mismos, y que una cuasi innata apatía los decide a formar concepto de alguno o algunos individuos, dejarlos que piensen y tener por cierto lo que ellos les dicen que han pensado. Por lo común tributamos esa diferencia respetuosa a nuestros padres, amos y superiores, en quienes nos habituamos a imaginar mayoría de luces y talento. Así experimentamos, por lo común, que la opinión del padre es la de los hijos, la del amo la de sus criados, y la del superior de una comunidad, si esta bien quisto en ella, la de los que le están subordinados. A más de estas dependencias, fuentes de opinión, hay otras que para distinguirlas de aquellas, pudiéramos llamarlas facticias. En cada pueblo, singularmente si no es muy numeroso, se adquieren séquito alguno o algunos vecinos por su generosidad, por su honradez, por su beneficencia, y aun a veces por algún vicio reprensible. Estos tales se hacen también origen de creencias y persuasiones, y su modo de pensar se difunde en sus secuaces, que tradicionalmente lo abrazan. Opiniones adoptadas y generalizadas de este modo no merecen, como ya se ha repetido, el nombre de opinión, pero bien podrá dárseles el de creencia o persuasión: y diremos que se puede tener por persuasión común la que se nota serlo de la mayor parte de esos sujetos que en las poblaciones tienen séquito.

Sin embargo, la anterior regla es muy expuesta a equívocos, principalmente en tiempo de partidos, pues bien sabidos son los esfuerzos que hace cada uno de ellos para ganarse a esos corifeos populares, los que ganados por los medios que son bastante conocidos, repiten muchas veces contra su conciencia, los axiomas favoritos del partido que los ganó; se los oyen sus secuaces, y hacen otro tanto; pero adviértase que no son diversas las voces, es una voz con varios ecos; observación interesantísima, es especial para los legisladores a quienes el caso pone siempre en torturas, de que no saldrán bien sino con las reglas que daremos en la cuarta cuestión; anticipándoles desde ahora la célebre máxima y de eterna verdad del inmortal Bentham: “la fe y la justicia son la política más sana y la más duradera". (2)

Ni de cada particular aisladamente, ni de todos o los más de ellos considerados juntos, se puede decir que tienen opinión, mientras los entendimientos vacilan y vagan inciertos sobre las verdades que se discuten. Para que haya opinión, es necesario que el entendimiento esté decidido, y no como quiera, sino por fundamentos tan sólidos que le hayan arrancado el asenso, a pesar de no haber encontrado salida satisfactoria a los contrarios; y cuando el entendimiento se ha decidido por razones de esta naturaleza, ni lo ha hecho momentáneamente, sino por un proceder lento y reflexivo, ni cambia con facilidad de parecer, y mientras otra meditación, todavía más lenta que la primera, no le presenta en contrario nuevas y más sólidas razones.

Ya se deja entender que no es lo mismo fijeza que invariabilidad, y así cuando establecemos por regla que no puede haber opinión pública sin fijeza, esto es, sin que se advierta constante en ella la mayor parte de los ciudadanos (lo que se conoce, o ya cuando se ve la misma opinión, a pesar de que varíen las circunstancias, o ya cuando se está repitiendo sin embargo del transcurso del tiempo), no queremos decir que el público no puede cambiar sus opiniones, sino que las ha de cambiar del mismo modo que la forma, paulatina y gradualmente, y (lo mismo que cada individuo) por el silencioso examen de los fundamentos contrarios: con que puede alguna vez variarse la opinión pública; pero ni esto es frecuente, ni es obra del momento, sino preparada en largo tiempo.

Esta regla segura nos debe servir para dar su justo valor a esas oleadas populares y tumultuarias, principios de las revoluciones y obra exclusiva de los ambiciosos demagogos: ellas nunca serán signo de la opinión pública y de la voluntad general, porque entre otras cualidades les faltará la estabilidad y firmeza; serán pensamientos y deseos momentáneos, casi siempre sugeridos por los perversos, pero no serán el deseo público. Una multitud excitada y fascinada aplaudirá en Roma la muerte de los Gracos; llevará en Paris al a guillotina a los hombres más ilustres y virtuosos; pedirá en México la elevación al trono de un caudillo, pero ninguna de estas cosas serán efecto de la opinión pública, sino "el eco de la seducción, el grito de pillos y rameras que subirá más alto, según se explica un periodista celebre, cuanto mejor lo hayan pagado los corifeos de los partidos". (3)

El carácter más esencial de la opinión pública es la libertad. El entendimiento del hombre es la potencia más celosa de su independencia, no sufre trabas; quererlas poner en las cosas que están sujetas a su capacidad es la mayor y más insufrible tiranía. Esta cualidad de la opinión pública se deduce lo mismo que la anterior de la definición de su esencia. ¿Podrá haber opinión en el individuo particular cuando no se le deja discurrir, y si no tiene toda la libertad necesaria para pesar las razones que lo han de decidir? Seguramente no; pues su opinión debe ser siempre fruto de una meditación sosegada: y aun en la fe, aunque no pueda discurrir sobre el objeto inmediato de ella, debe hacerlo sobre los fundamentos de la credibilidad; luego si la opinión pública no es ni puede ser otra cosa que la coincidencia de las opiniones particulares, es preciso confesar que no hay ni puede haber opinión pública, cuando no hay, y sobre los objetos en que no hay libertad.

Infiérese de aquí que en tiempo de partidos encarnizados, en que no solo no es lícito decir lo que se piensa, pero ni aun pensar de otro modo que del que conviene a los corifeos del partido dominante: que cuando los apodos de sedicioso, enemigo de la patria, y otros de este jaez que se inventan maliciosamente en tales ocasiones salen con todo el sequito de calumnias, invectivas y sátiras a sofocar las voces que no convienen en ser ecos de la facción potente; y sobre todo, que cuando el gobierno se declare por alguno de los partidos, el alegar la opinión pública es presentar un fantasma ajeno de toda realidad. No, no hay tal opinión pública, porque no ha habido libertad para formarla; por el contrario, la verdadera opinión pública estará sofocada; ella triunfará a la larga, y el mismo pueblo la vengará de sus opresores, pero entre tanto no existe ni se puede alegar.

Escritores célebres, principal mente cuando hablan de los bienes de la libertad de imprenta, consideran a los papeles públicos como seguro termómetro para conocer la opinión pública, y éste es uno de los bienes con que más preconizan aquella institución. No negaremos un aserto tan autorizado y racional; pero experiencias desgraciadas nos hacer afirmar que para aplicarlo sin temor próximo de equívoco se necesita alguna crítica.

Por supuesto que los papeles públicos no hacen regla en los países donde no es libre la facultad de publicar los pensamientos por medio de la imprenta; pero advirtamos que eso se verifica no solo donde el despotismo sujeta los escritos a la previa censura, sino donde quiera que por medios directos o indirectos se impide escribir, si no es en determinado sentido. ¿Qué importa que la constitución de.un país establezca la libertad de publicar las ideas, si un partido dominante ha de lograr con seguridad la ruina del que escribe contra sus intereses? ¿Qué importa que se garantice esa libertad, estableciendo que no puedan juzgar de los escritos sino individuos escogidos por el pueblo, que se supone sufragará por los de mayor instrucción y probidad, si el espíritu de partido logra presidir solo a la elección, haciéndola recaer en los miembros más adictos a él, y que por consiguiente no dejarán pasar expresión ni verdad que lastime al partido? Esto sucede pocas veces en gobiernos populares y en que las leyes de elección están bien meditadas; pero sucede, y cuando llegue el caso la libertad de imprenta es nominal; se debía poder, pero no se puede decir lo que se piensa: el temor de la persecución y los castigos hace callar a los ciudadanos: pocos son los que tienen toda la entereza necesaria para hablar la verdad, pero casi nunca impunemente. Decimos, pues, que cuando no hay verdadera libertad de imprenta, sea de uno o de otro modo, no puede deducirse la opinión pública de los papeles públicos, que ciertamente no ha de hablar sino en el sentido del tirano, sea este un rey absoluto, un visir, o una facción popular. Los papeles públicos podrán ser termómetros de la opinión pública cuando pudieran producirla caso de que no estuviera formada y de las cualidades que dejamos asentadas tener la opinión pública, y servir de signo para conocer cuando existe, se derivan inmediatamente las que deben tener los papeles para producirla o demostrarla. Con efecto, si la opinión pública debe ser y no puede menos de ser el resultado libre y espontáneo de una meditación sosegada sobre los fundamentos sólidos que persuaden una verdad, casi siempre práctica y generalmente sencilla y perceptible, los papeles solo producirán opinión pública cuando estuvieren escritos en plena libertad, con sencillez, imparcialidad, solidez y circunspección; demostrando lo que intentan probar, no conminando y obligando a que se les crea; dejando que la razón hable por ellos, y que el tiempo madure sus asertos, no presentando el alfanje para tumbar las cabezas que no se bajen a su voz. Cuando los escritores de una nación, o la mayor parte de ellos, en especial los periodistas, se ve que guardan en sus producciones estas cualidades, y se les encuentra uniformidad sobre algún aserto, puede creerse que fijarán la opinión pública, y puede creerse que hablan la verdad si anuncian que ya existe. Por el contrario, si dividida la nación en partidos encarnizados, se les venden infames escritores, mojando sus plumas en sangre y atrabilis, disparando sarcasmos y amenazas, rasgando impudentes el siempre respetable velo de los misterios domésticos, entonces ni hay opinión pública ni los escritores la pueden producir, ni por los escritos se puede conocer. "Un escritor -dice el juicioso periodista ya citado- que provoca la lucha de los partidos, que se manifieste adicto a alguno de ellos, que quiera tiranizar la opinión pública prodigando injurias a los que no piensan como él, o haciéndolos callar a fuerza de amenazas, es un hombre que anuncia disposiciones despóticas: es un hombre indigno del aprecio y la confianza de una nación que aspira a la libertad, y que sabe que el derecho más sagrado es el del pensamiento. Mucho más odiosos le deberán ser los que en sus escritos, imágenes de sus almas atroces, siembren calumnias y sátiras contra el ciudadano virtuoso que no es de su partido, y traten de hacer mirar como enemigos de la nación a los que difieren de ellos en sus opiniones públicas ... Donde hay ciertos errores favoritos de un partido dominante, contra los cuáles no sea licito hablar; donde no sea licito ventilar aun las mismas verdades, no hay opinión pública".

Nos hemos extendido en esta cuestión tercera más de lo que pensábamos; pero discúlpenos su importancia, y vamos ya a coger el fruto en la resolución de la cuarta.

¿Hay siempre obligación de sujetarse a la opinión pública y voluntad general?

Dejamos ya indicado que siempre que hay partidos existentes, facciones populares e impotencia de fundar una medida o resolución que se desea en razones sólidas y en los eternos principios de la opinión pública: gritan, cuanto más alto pueden, el pueblo quiere esto, el pueblo desea aquello, y siempre la facción clamoreante no procura identificar con la generalidad de la nación, segura de obtener sus miras, o al menos de imponer.

Distingamos cuidadosamente la voz popular de la opinión pública: la primera se forma con la misma facilidad que las nubes de primavera, pero con la misma se disipa. Es producida por la violencia, por el terror, por las facciones, por la ignorancia, por otras mil causas accidentales que pueden ser destruidas por sus opuestas ... los gritos de un pueblo engañado o sometido por el terror no son la opinión pública, son efímeras y falsas imágenes suyas, inventadas por el poder y la perfidia para alucinar las naciones.'(4) En confirmación de verdades tan innegables, no necesitamos más que recordar la multitud de gritos contradictorios, inicuos y de todas calañas que, con la mayor aparición de universales, hemos oído por las calles de México desde 1808, entre el clamoreo de las campanas, estrepitoso estruendo de la artillería, etc., etc., pidiendo ya ... y ya ... Olvidemos la historia de nuestras vergüenzas, y sírvanos solo para repetir a cada paso: cuidado, y mucho cuidado con creer y llamar opinión pública y voluntad general lo que pandillas acaudilladas y desfachatadas claman en ciertas ocasiones.

Ya se deja entender que esos lances, como que en ellos no hay opinión pública, no se comprenden en la cuestión presente; ni necesitan otra regla que la de firmeza imperturbable, para no ceder a los torrentes desorganizadores. Igualmente se entiende que tampoco hablamos aquí de la otra multitud de casos en que la aplicación de las reglas que dejamos sentadas demuestre no existir la opinión, aunque se alegue por los interesados. Pasemos, pues, al caso de la proposición, y veamos cual es la obligación de un legislador cuando hay opinión pública, o al menos mucha probabilidad de que una opinión este generalizada.

Los que sostienen la obligación de ceder a ella, y de seguirla siempre, apelan a la soberanía de la nación, porque, dicen, el pueblo es soberano, y la voluntad del soberano debe ser siempre obedecida. Nosotros preguntamos: ¿dónde reside la soberanía? ¿No es verdad que no en algunos, no en muchos, ni aun en los más, sino en la absoluta totalidad de la nación? Luego, para que la alegada voluntad pudiera obligar por soberana, era necesario demostrar en cada caso que todos y cada uno de los ciudadanos querían aquella cosa.
 
¿Cómo se podrá dar nunca semejante prueba, y mucho menos a cuerpos deliberantes, en cuyo mismo seno hay muchos diputados que se oponen?, ¿o sólo la voluntad de los diputados es la que se debe reputar por nada, cuando no cuentan por tanto las supuestas, quizás imaginarias y siempre indemostrables de los de fuera?

Viendo la imposibilidad de que haya, y decontado la de que se demuestre esa voluntad universalísima, se apelará tal vez a la de la mayoría, diciendo que el menor número está obligado a ceder al mayor. Si no hay más que esto decimos que la sola razón de mayoría, sin otros agregados, no puede producir obligación de ceder. En efecto, devánense los sesos cuanto quieran los propugnadores de esas doctrinas, la razón no verá jamás en la sola mayoría otra cosa que fuerza y prepotencia, por cuanto es regular que el mayor número pueda más que el menor. ¿Pero la sola fuerza es, o da, legitimo derecho? Creemos que ni por hipótesis lo habrán de conceder republicanos libres; luego, si derecho y obligación son correlativos, en la mayoría por tal no hay un derecho de mandar, en la minoría no hay una obligación de sujetarse.

Podrán agregarse al caso precedente algunas consideraciones y circunstancias que hagan variar la cuestión y su resolución; por ejemplo, cuando en un gobierno rigurosamente democrático haya habido un pacto social explicito de sujetarse todos a la opinión y voluntad de los más: en este caso habrá una obligación procedente del pacto, pero no será el caso en cuestión ni será el nuestro. Tal vez sucederá que solo se pueda resistir a la voluntad de los más violentamente y por vía de revolución, y entonces la obligación de conservar el orden social, y la de evitar males verdaderamente mayores, podrá precisar a los menos a tolerar, sufrir y condescender con la voluntad de los más: para este caso dan los moralistas políticos reglas bastante buenas, que no son de nuestro actual propósito, y podrá verlas el que guste en Locke, Paley y otros. Repetimos, pues, que la voluntad de la mayoría, por solo este respeto, no puede ser obligatoria. siendo así, dirá alguno, un diputado del congreso general, un gobierno y un funcionario público no estarán ligados, aun cuando existan opinión y voluntad generalizadas, lo que parece incompatible con el carácter de mandatarios del pueblo, y no se puede concebir otra regla de su conducta si no es la de que obren siempre como se les antoje; lo que a la verdad es un despotismo purísimo.

Antes de contestar y prefijar las reglas, debemos desvanecer un equívoco funestísimo que han divulgado y repiten sin cesar los demagogos y anarquistas: ellos, ignorando la verdadera esencia del sistema representativo, creen, o fingen creer, que un diputado no es otra cosa que el mandatario del pueblo que lo elige; que ha de recibir de él instrucciones, reglas y órdenes que no puede traspasar; que puede el pueblo retirarle los poderes cuando lo tenga a bien; en una palabra, que es un simple órgano pasivo de los deseos o caprichos de sus comitentes. Para algo de esto ha dado ocasión el célebre Martínez Marina, que empapado y lleno todo de las antiguas cortes de España (adonde los procuradores de las ciudades que tenían voto en ellas iban no a deliberar, sino a elevar peticiones de los ayuntamientos y a promover intereses puramente municipales, y a veces tan ridículos como que se añadiera una figura en el escudo de armas, etc., etc.), llama a los diputados mandatarios, y quiso aplicar algunas de las cualidades que la jurisprudencia civil da al mandato común.

No es ni la única ni la principal razón para el establecimiento de los congresos deliberantes y para el entusiasmo de los políticos, al escatimar el sistema representativo, calificándolo justamente del más sublime esfuerzo de la filosofía, la de que no podían reunirse a deliberar y decidir todos los ciudadanos de una sociedad, muchos en número y diseminados en inmensos terrenos, y fue preciso adoptar el arbitrio de que eligieran algunos de entre ellos para que en nombre de todos y a su vez concurrieran a la formación de las  leyes y a sistemar todo el procomunal. EI verdadero origen del moderno sistema representativo es la inmensa división de trabajos y ocupaciones a que por la civilización y progreso de la ilustración de los pueblos se dedican ya exclusivamente los ciudadanos: cada industria, cada oficio se ha dividido y subdividido en diferentes ramos, y cada uno de ellos es ocupación única de cierto número de individuos que, dedicándoles toda su atención, han llevado las artes y las ciencias al grado de perfección en que las vemos. Desde entonces la filosofía, la economía y la jurisprudencia formaron también ramos aparte, cuyo profundo estudio abandonó la multitud de ciudadanos a un cortísimo número, y desde entonces pocos son los que adquieren y tienen capacidad de meditar y combinar los dificilísimos puntos de un gobierno civil y de ponerse al frente de la administración pública. Pocos, poquísimos son los que pueden tener sobre sus hombros el cargo de cambiar las leyes, y a estos poquísimos son a los que eligen los pueblos con el fin de que lo hagan; escogiendo no sus bocas para que vayan a proferir lo que sus comitentes les sugieran, sino sus conciencias y sus entendimientos para que discurran y penetren lo que ellos no son capaces de penetrar; ni aun de aplicarle su atención, empleada toda en diversisímos objetos. Su conciencia y su sabiduría, repetimos, son las que los pueblos eligen, para que sin prostituir nunca la primera, y guiados siempre de la segunda, descubran y resuelvan lo mejor y más conveniente al bien común, y todos se sujeten a la resolución y voluntad de esos peritos. He aquí la teoría del divino sistema representativo que afortunadamente hemos adoptado: por el que son felices las naciones que lo poseen, y por el que suspiran cuantas de él carecen.

Nada tiene que ver la democracia de los modernos con la de los antiguos, son de naturaleza diversisíma: aquella era bárbara, llena de todos sus vicios y defectos, degenerando siempre en anarquía, y envuelta en los desórdenes consiguientes a la reunión tumultuaria de los pueblos cortos en la plazas de Atenas y de Roma, donde todos daban votos individuales en los asuntos de mayor gravedad; la democracia de las repúblicas modernas está ya depurada de todos los vicios que la afeaban hasta el grado de presentarla horrible entre los griegos y romanos. ¡Ser todos legisladores! ¡Dar todos opinión en materias sobre que jamás han meditado, y que exigen el estudio de toda la vida de un hombre regular! ¡Alegarnos para eso a Grecia, a Roma, a pequeños cantones, siempre en sedición, siempre en tumulto! Cosa extraña, extrañísima. Si a un literato, comerciante, etc., se le propone haga una estatua o cualquiera otro artefacto, no solo dirá, sin la menor vergüenza: ¿y yo qué entiendo de eso, cuándo aprendí ese oficio?, sino que hasta lo tendrá por insulto: iY cuando se trata de hacer leyes, obra la más sublime de la sabiduría, todos se juzgan aptos, y aun se darán por ofendidos si se les dice que no son buenos para legisladores! ¿Será acaso más difícil un busto que una buena ley, o exigirá haber tenido un mayor aprendizaje?- ¡Juventud selecta!, que el famoso contrato social del profundísimo ginebrino no te infunda sus errores, sino sus verdades luminosas: leed, releed una y muchas veces el cap. 7 del lib. 2°: aprended allí lo que es un legislador, y lo que se requiere para serlo; y lejos de pretender, temblará cada uno cuando le cupiese la honrosa desgracia de ser electo diputado. Pero volvamos al asunto. Siendo falsa y peligrosa la idea de mandatario y de mandato aplicada a los diputados de un congreso nacional (sobre lo cual pudiéramos extendernos, patentizando terribles consecuencias, lo que quizás haremos otra vez), nos parece que si se quiere tomar de la jurisprudencia vulgar alguna idea para fuente de máximas, y aplicarla, con menos peligro de absurdos, a los congresos modernos y sus miembros, pudo más bien haberse echado mano de la de árbitros arbitradores, por cuya decisión se obligan las partes a pasar, que la de mandatarios y mandatos. Tampoco esta es exacta, pero es mucho menos peligrosa.

Oigamos en confirmación de todo lo dicho a uno de los políticos mayores que ha tenido la nación madre fecunda de ellos, al inmortal Burke, hablando a los electores de Bristol que lo habían nombrado miembro del parlamento y querían darle instrucciones para su conducta:

Debe un representante sacrificar su reposo, sus placeres y sus satisfacciones a las de sus comitentes, y sobre todo, siempre y en todos casos preferir el interés de ellos al suyo propio; pero a ningún hombre, a ninguna sociedad de hombres debe sacrificar su imparcial opinión, su maduro juicio y su conciencia ilustrada,.. Estas cosas no las recibió de vuestra gracia, le están confiadas por la Providencia, a la que debe responder estrictamente del abuso que de ellas haga.

Si el gobierno fuera materia de voluntad bajo algún respecto, la vuestra debería ser sin duda preferente; pero el gobierno y la legislación son materias de raciocinio y juicio, y no de inclinación: y ¿qué clase de razón es aquella en que la determinación precede a la discusión, en que una clase de hombres delibera y otra decide, y en que los que forman la decisión están quizás distantes trescientas millas de los que oyen los argumentos?

Todo hombre tiene derecho a dar su opinión, y la de los comitentes es grave, respetable, y el representante debe siempre oírla con aprecio y examinarla seriamente. Pero instrucciones autoritarias y mandatos que el representante esté obligado a obedecer ciegamente, a votar por ellos y defenderlos, aunque sean contrarios a la más clara convicción de su juicio y conciencia, son cosas del todo desconocidas, y que nacen de equivocar y trastomar el orden de la constitución.

El parlamento no es un congreso de embajadores de diferentes y enemigas naciones, cuyos intereses debe defender cada uno como agente y abogado contra los otras agentes y abogados; el parlamento es una asamblea deliberante de una nación, con un solo interés, que es el del todo, y en donde las miras y prevenciones locales no deben servir de guía, sino el bien gobernar que resulta de la razón del todo. Es cierto que vosotros escogéis al representante; pero ya elegido no es un miembro de Bristol, sino un miembro del parlamento. Si el lugar constituyente tuviere un interés, o formase una opinión precipitada, evidentemente opuesta al verdadero bien del resto de la comunidad, el representante por  aquel lugar debe estar tan distante, como cualquiera otro, de procurar que tenga efecto.;'

Supuestas estas verdades y desvanecido el pernicioso equívoco, vamos a dar reglas seguras que dirijan al legislador, ya cuando se trata de adoptar una mala medida, por  conforme a la opinión y deseo común, ya de desechar una buena por contraria.

Es la primera y principal que aun cuando sea posible que haya verdadera opinión pública obre una medida notoriamente injusta y contraria a los principios eternos de equidad y razón, no sólo no puede el diputado sujetarse a la tal opinión y votarla, sino que tiene obligación estrechísima de contrarrestarla; so pena de cometer un crimen ante Dios y ser traidor a sus mismos seducidos comitentes, quienes tarde o temprano le detestarán y le harán sufrir la pena de su criminal condescendencia. Esta verdad no necesita mucho apoyo: Dios debe ser obedecido primero que los hombres; ningún mandamiento injusto merece el nombre de tal, ni debe ser obedecido: de éstas y semejantes máximas están llenas las escrituras santas, los padres y los filósofos moralistas y políticos. Pues si en cosas injustas no debe ser obedecido ni el que puede mandar, ¿cómo lo deberá ser la opinión pública, que, según hemos demostrado, no debe ser regla obligatoria de un diputado? La preocupación, dice Bentham, "puede ser excusa para el vulgo, mas no para los hombres públicos: ella, por lo menos, no los podrá justificar cuando sea fuente u ocasión de errores", y ya advierte el mismo profundo político lo que sucede en esos alegatos de opinión pública: "Se llega, dice él, hasta substraer las medidas del examen; y lo que comienza a probar la mala fe es que tratan de sostenerla con todo el poder e influjo del gobierno".

La segunda regla segurísima es que si la opinión pública está por una medida que, aunque no sea absolutamente contraria a los principios inmutables de la razón y justicia, crea o conozca el representante que ha de ser perjudicial a la nación por algún lado, no la debe aprobar, sino antes resistirla. Para esto fue elegido: su obligación es examinar y resolver solamente lo que pueda conducir al bien común; no ha de responder a Dios ni a los hombres con el ajeno juicio, sino con el propio; y debe decir a los alegadores de la opinión pública contraria lo que Valentiniano al ejército que le acababa de elegir emperador y le exigía asociase a Valente en el imperio: Vestrum fuit, o milites, cum imperator nullus esset, imperii mihi habens tradere, sed postquam illud suscepi meum deinceps, non vestrum est públics rebus prospicere. (5)

La tercera máxima es del mismo profundfsimo Bentham; el diputado, si jamás debe votar por una medida que crea injusta, jamás por lo que estime ocasionará males al público, tampoco debe empeñarse en la adopción de una medida que, aunque en su juicio saludable, sea contraria a la opinión común; en este caso no debe desistir de ella totalmente, pero sí diferirla para sazón mejor.

La opinión pública -dice dicho sabio-, por sólo ser la del mayor número, sin otra prueba, es argumento sin fuerza: para el legislador no es razón buena, pero sí respetable. No lo es para renunciar la medida, pero sí para diferirla a fin de ilustrar los espíritus, empleando los medios legítimos de combatir el error, pues la verdad, hija del tiempo, todo lo obtiene de su padre. (6)

A estas tres reglas que todo lo abrazan, sólo añadiremos ya para luz en los casos obscuros de partidos, dos máximas del mismo autor repetidas también por Palley y otros varios.

Se hace alarde -dice- de mirar la veracidad en política, como moral de espíritus pequeños y prueba de simplicidad e ignorancia de mundo; y los hombres temerosos de pasar por bobos, adoptan relativamente a su conducta pública máximas que reprobarían en las acciones ordinarias de su vida.

Un partido es, bajo cierto aspecto, guardia vigilantísima y activísima: pero si su principal objeto es apoderarse del poder, será de su interés perpetuar los abusos, y los verá de antemano como frutos de su victoria. (7)

Hemos concluido, si no con la dignidad que exige la materia, ni con la profundidad que deseáramos haberla tratado, dando al menos apuntes sobradísimos para que los verdaderos sabios y maestros de la ciencia política se animen a ilustrarnos en estas importantísimas cuestiones. Ni los límites del periódico, ni nuestra suficiencia nos permitieron más; pero basta lo dicho para quienes quieran meditar nuestros asertos con madurez, y desprendiéndose de preocupaciones y parcialidades indignas de un filósofo.

  1. Sophismes, p. 74.
  2. Sophismes, p. 2l4.
  3.  Espectador Sevillano, núm. 8
  4. Ibid
  5. Theodoreto, lib. 4, cap. 5
  6. Sophismes politiq., pp. 7l Y 55.
  7. Sophismes politiq., pp. 2ll y 55.

 

Fuente: El Observador, año 1, núm 9, 1º de agosto de 1827.