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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1824 Manifiesto del Congreso Constituyente a la Nación

EL CONGRESO CONSTITUYENTE A LOS HABITANTES DE LA FEDERACIÓN
MEXICANOS:

El Congreso de vuestros representantes tiene la satisfacción de dirigiros la palabra en el momento memorable de presentaros el Acta Constitutiva, que contiene la forma de gobierno pronunciada por la opinión, y que ha de elevaras al rango de nación independiente, libre y soberana.

He aquí el complemento de la revolución, de esa revolución gloriosa marcada con rasgos y contrastes originales, que llaman la atención del orbe político sobre el carácter singular del pueblo mexicano. He aquí el pabellón nacional bajo el cual han de reunirse todos los patriotas, que si bien pudieron tener opiniones diversas en orden a forma de gobierno, hoy deben someterlas a la de una mayoría inmensa, expresada por los diputados elegidos con tal objeto. He aquí las condiciones del gran pacto, que va a iniciar el sublime sistema de legislación, que desplegándose en perfecta correspondencia con las necesidades de los asociados, ha de elevarlos al alto grado de prosperidad, a que los llama la posición y riqueza de su suelo, y el genio que los distingue, aun por entre las sombrías fases con que los ha desfigurado el despotismo. He aquí el gran libro en que se han escrito nuestros destinos, el iris que debe serenar la tempestad, que amenaza rehundirnos en el golfo proceloso de las revoluciones, y en una palabra el principio regulador de nuestro sistema político.

El Congreso no puede reunir las ideas, que separan catorce años de revolución, sin asombrarse de haber llegado a un término, a que apenas podía aspirar el deseo más atrevido. ¡Que, aquella colonia envilecida de la nación más esclavizada del globo ha podido recorrer en espacio tan breve, el inmenso que media, entre la esclavitud más degradante, y la libertad más completa! ¿Será ilusión? ¿Será un rasgo efímero producido por la imaginación de un pueblo exaltado?, ¿será un destello fugaz, que ha brillado por un momento, para tornarse a las densas tinieblas de la nada?

¡Francia, la ilustrada Francia, no pudo sostenerse en una altura, que se registra bajo aquella a que nosotros nos hemos elevado, y España, esa nación desventurada, vaga al arbitrio de reacciones horrorosas, provocadas por una constitución muy inferior a la que hemos adoptado! Y si aquellos pueblos no han podido seguir el vuelo de sus instituciones ¿podrá verificarlo el nuestro, que de entre los hierros y cadenas se ha lanzado al cenit de la libertad?

Podrá, vuestro Congreso os lo asegura sin vacilar un punto, y sr en el espíritu del siglo, en la naturaleza de nuestras relaciones políticas, en el sistema general adoptado en el continente de América, en la misma infancia de la nación, y en el principio y desarrollo de la revolución ha encontrado el germen fecundo, que desenvuelto por sucesos que el interés parcial no ha podido evitar, había de producir el sazonado fruto que hoy debemos recoger, no ocultará sin embargo, que sólo la unión, el patriotismo, la prudencia, la constancia, y la uniforme y simultánea acción de todos los estados, autoridades, e individuos de la sociedad podrán superar los grandes obstáculos que se presentan, para plantear felizmente el sistema venturoso de federación.

Yacía la nación en un letargo tan mortal, que el observador más atento no podía encontrarle la más ligera señal de vida: los elementos del despotismo amalgamados con los de su existencia constituían su naturaleza de manera, que parecía imposible separados sin destruida: la opaca nube de la superstición cubría toda la superficie del estado: a las investigaciones más interesantes se había fijado un término, que no podía traspasarse, sin cometer un horrendo sacrilegio: las instituciones encadenaban aun el pensamiento más escondido: la acumulación inmensa de la propiedad territorial, si por una parte prescribía un círculo demasiado estrecho a los progresos de la agricultura, y de consiguiente a la población, por otra reducía a la nación mexicana a una nación de jornaleros y mendigos: las artes estaban proscritas: el comercio sistemado bajo el modelo de un vasto estanco, al paso que empobrecía a la nación, la privaba de toda comunicación con los extranjeros: el sistema de educación era el de las máximas más propias, para sostener la opresión, la superstición, y el fanatismo: el de legislación el más adecuado, para apartar al hombre del conocimiento de sus derechos, intrincándolos en un obscuro laberinto en que era forzoso perderlos: el de rentas era el mejor combinado, para empobrecer y corromper a los pueblos, y aumentar los resortes de la delación y el espionaje: las que se decían ciencias eran las que engendran la frivolidad, y extravían el raciocinio; regidos por la férrea vara de un tribunal homicida, que sólo vivía de sangre humana, y proscribía con tesón, digno de su sacrílego instituto, todos los conocimientos, que en cualquiera línea pudieran ser útiles a la humanidad desolada: intervenidos constantemente por una aristocracia poderosa, ramificada por todas las fracciones, y empleos del estado, y cuyo vigor y carácter sólo pueden ser conocidos en los países coloniales, parecía imposible que bajo la inmensurable mole de tantos obstáculos físicos y morales, pudiesen germinar algunos principios de libertad; sin embargo, el memorable día 16 de Septiembre de 1810 descubrió al mundo, que no sólo germinaban, sino que crecían, y se robustecían.

En un pueblo antes desconocido, y ahora célebre en los fastos del Anáhuac se lanza un grito sonoro de libertad, que propagándose rápidamente por los ángulos del continente, es correspondido con fidelidad por todos los corazones sensibles y generosos: un entusiasmo desconocido circula con celeridad por las venas de todo mexicano: ideas nuevas, recibidas de un golpe, rechazan con vigor a las antiguas: la nación arrojando por primera vez una ojeada sobre sí misma, se avergüenza de la situación a que se le ha reducido, y cruje llena de indignación y de furor: el pueblo fiel a la voz de la patria presenta sus brazos descarnados, para oponerlos a las armas destructoras de sus opresores: las cadenas caen reducidas a fragmentos; y... pero ¡ah! un velo denso debía ocultar a nuestra vista sucesos desgraciados.

Una revolución que se generaliza por un gran pueblo, necesariamente se dirige contra un orden de cosas, que no puede bastar ya a las necesidades de la sociedad; mas como ésta no puede subsistir sin bases, es necesario sustituirle otras nuevas, al paso que se destruyen las antiguas; sin esta operación el edificio social se desploma: he aquí en pocas palabras el secreto de las revoluciones, y explicada la falta decisiva en que incurrieron los primeros jefes de la independencia: el estado arrancado de sus quicios no podía sostenerse en el espacio: su propio peso lo volvió a sus antiguos ejes, la confusión que debía resultar de este yerro capital, produjo aberraciones de todo género, y el despotismo, apenas vuelto del mortal sobresalto, que la revolución le había causado, se encontró con recursos inmensos, que le proporcionó un defecto de aquella magnitud. la guerra civil se enciende: la nación repelida de las lisonjeras esperanzas, que en su natural imprevisión había concebido, queda inmóvil espectadora del furor y encarnizamiento de los partidos: se ponen en acción todos los resortes de la intriga, de la superstición, del fanatismo, del terror, y del poder: las pasiones se desencadenan: los intereses parciales chocan, y se sobreponen al público; los hábitos adquiridos en tres siglos de opresión recobran su influencia mortífera, y la nación se ve hundida en un mar formado por la sangre de sus hijos, que caían hacinados al golpe irresistible del hierro destructor,

Pero no podían representarse tan trágicas escenas en la nación mexicana, sin que preparasen algún fruto: ellas ministraban otras tantas lecciones sensibles, de que la nación un día debía aprovecharse: algunos principios sobre los derechos de los pueblos, que en nuestros puertos y fronteras logran burlar la vigilancia de centinelas opresoras, iluminan nuestras provincias, que por un privilegio de la naturaleza están en posesión de deducir de ellos las más exactas consecuencias: los principios con que en la Península se sostenían los derechos de la libertad contra el tirano que la oprimiera, debían ser aplicados en circunstancias análogas: y los que se sancionaban en la constitución española, no podían ser exclusivos de aquel pueblo. Estas causas obrando ya separada, ya simultáneamente, al paso que descubrían las equivocaciones con que muchos se hallaban seducidos, trabajan por concentrar la opinión dividida; así es, que apenas en Iguala resonó un nuevo clamor, pronunciado sobre bases calculadas en el interés de los diversos partidos, se vio con admiración la unión y la conformidad donde antes reinara la división y el encono, y abrazándose con ternura los hermanos que habían jurado mil veces su destrucción, marchan juntos y unidos contra el común enemigo de su libertad. El enorme coloso que por trescientos años se mantuviera inmóvil sobre la cerviz de este pueblo encorvado bajo su irresistible peso, bambolea, y al fin se desploma con estrépito, dejando en sus ruinas esparcidas por la vasta extensión del territorio mexicano, otros tantos recuerdos, que debieran mantener la acción del patriotismo contra las tentativas de la opresión.

El contraste que esta segunda revolución presenta con la primera, es el barómetro más seguro, para apreciar con exactitud los grados de ilustración que la nación había adquirido, y la mudanza que se había hecho en sus hábitos y costumbres. La revolución más rápida y feliz de cuantas la historia conserva la memoria, es el fruto de once años de desolación: los patriotas ocupan la capital donde antes se forjaban las cadenas de la esclavitud, y un gobierno nacional sustituye al que la razón había destruido.

Todo parecía terminado felizmente: la nación se había reunido bajo la base principal de un sistema representativo, el único capaz de hacer feliz a los pueblos, y de poner al nuestro en la dirección que requería la opinión. A la cabeza de ésta y de la fuerza pública se hallaba un hombre con todo el prestigio y recursos necesarios, para asegurar la calma y la tranquilidad en los momentos siempre peligrosos de constituirse el estado; pero ¡ah! los pueblos casi siempre son víctimas de las maquinaciones de los malvados e hipócritas! Si la sociedad se ha formado para la felicidad de los hombres ¿por qué todas ellas están plagadas de instrumentos de destrucción y de muerte? si el interés público no está en oposición con el privado ¿por qué se intenta dividirlos y obtener el uno a expensas del otro? Las pasiones habían hecho su cálculo, y en diferentes sentidos y por varias direcciones se encaminaban a su objeto: la unión se había destruido: el entusiasmo patriótico se había debilitado, desde el momento en que desapareció la resistencia del enemigo común: a la nación aún le faltaban lecciones importantes, y si la opinión no hubiera tenido la energía necesaria, para exigir que se le diera un Congreso, el término de la revolución habría sido una nueva esclavitud.

Bien se hubiera querido evitar la reunión del Congreso; pero como su promesa había sido uno de los elementos de la revolución, no podía resistirse su convocación sin destruir la misma revolución, que aún no estaba concluida; fue pues indispensable convocarlo; pero se tomaron todas las medidas, que se creyeron conducentes para ligar la elección, para ligarlo al mismo en sus resoluciones fundamentales, y para hacer que la elección recayese en sujetos dispuestos a sujetar la cerviz al yugo, que se intentaba poner a toda la nación; mas ésta burlando las arterias e intrigas de la ambición, supo elegir ciudadanos íntegros y capaces de dar un día de gloria a la patria, que depositó en ellos su confianza: así es que aun antes de la instalación del Congreso, el que jugaba todos los resortes del poder, para convertir en su provecho el resultado de la revolución, se mostró desagradado a la futura representación, y tomó en consecuencia medidas hostiles y bastantes, para realizar los vastos planes de opresión que había concebido.

El Congreso por fin se instala entre los amagos de la fuerza, el fermento de las pasiones, y la esperanza de los buenos: llega el día en que debieran fijarse para siempre los destinos de la patria: en que el héroe de Iguala había de cumplir las promesas solemnes, a que estaba ligada su palabra, en que había de dar razón de sus operaciones desprenderse del mando, y someterse al cuerpo que representaba la soberanía nacional; mas su corazón había variado de dirección: el acto orgulloso con que intenta presidir a los representantes del pueblo, descubre sus intenciones, y da la contraseña de la guerra que estaba decretada al Congreso.

En tales circunstancias el estado marchaba con suma dificultad: el embarazo preside a todos sus movimientos: la dislocación ocupa el lugar del orden, y en fin una serie de ataques bruscos contra la representación nacional, y que jamás se borrarán de la historia mexicana, engendran un imperio, producto neto de la intriga y de la ambición, compuesto de fragmentos del gótico edificio desenterrados con cuidado, entremezclados de piezas conservadas con empeño desde el siglo trece, y adornados con vistas y perspectivas modeladas sobre otro imperio reciente y efímero. Se interpelaron para sostenerlo los hábitos que la revolución había destruido: se invocaban los dogmas sagrados de la legitimidad: se movían los enmohecidos resortes de la superstición, y se declaraba una guerra a muerte a la representación nacional.

Se jugaron todos los ardides que ha inventado la malicia, para corromper a los diputados, para intimidados, para divididos: no se perdonaron ni promesas, ni amenazas, ni cárceles, ni persecuciones; pero la representación nacional, abandonada al parecer aun de la opinión, supo sostener su decoro, y el de la nación que representaba: inmoble en medio de la borrasca más deshecha, se estrellan contra ella los embates furiosos de un poder, a quien nadie podía resistir: hecha el blanco de los tiros de un Emperador armado de todos los recursos y de todos los terrores, presenta siempre su pecho desnudo a las agresiones violentas de la rabia y del encono. ¡Esos pueblos que se dicen virtuosos, que tienen toda la ilustración que exigen las instituciones liberales, esos pueblos, con cuya comparación se nos degrada a cada paso! Que presenten si pueden un solo rasgo, que iguale al bosquejado por el primer Congreso Mexicano.

Lección tan importante no se dio inútilmente a los pueblos: el Congreso fue proscrito, porque su existencia era incompatible con la del despotismo; mas apenas había pasado el tiempo necesario para que la noticia llegara a los confines de nuestro territorio, cuando un nuevo grito de libertad lanzado contra la nueva tiranía hiere los oídos de los patriotas adormecidos: el pueblo corresponde unísono, reuniéndose en derredor de las autoridades y jefes, que supieron ponerse a su cabeza, y el imperio que prometía siglos de duración a sus artífices, viene abajo con más rapidez que el español. La revolución fue feliz, la nación manifestó que su juicio había madurado, y que su razón estaba formada.

En vano procuran los facciosos hacer cambiar la dirección de la revolución: un trono nacional no podía ser reemplazado por otro extranjero: la opinión y la experiencia lo resisten: entre dos poderosas repúblicas no puede haber más legitimidad que la del pueblo: las ideas debían desarrollarse, según los modelos que herían con más viveza la imaginación, y éstos eran sistemas republicanos; mas como había entre ellos diferencias esenciales, la opinión debía dividirse en consecuencia: esta división produjo el análisis, y de éste resultó que el centralismo no pudiera sostenerse al aspecto del federalismo: cuanto más se ha discutido, tanto más evidente se ha hecho, que está resuelto el problema, de que una república central no puede establecerse en un pueblo numeroso, esparcido sobre una grande extensión de terreno; la nación pues debía pronunciarse por la federación, y lo ha verificado de una manera tan decisiva, que aún quiso designar expresamente los artífices, a quienes había de encargar esta obra interesante.

Los ha designado, se han reunido, y desde luego os presentan una Acta federal, que si es por una parte la primicia de sus trabajos, y la prenda de su fidelidad, es por otra el término de la revolución. Sí, la revolución está terminada. La nación mexicana no puede ser libre, si esta aserción es falsa. Más allá de la federación sólo se descubre anarquía: el retroceso conduce al despotismo: contemplad vuestra situación, si ella asombra cuando se examina el punto de que se ha partido, el término a que se ha llegado, los obstáculos que se han superado, y los riesgos que se han corrido, también llena de terror, cuando se fija la atención sobre los peligros que aún quedan por evitar. Las ideas estaban en una progresión, cuyo límite conocido es la federación: la expectativa de mejorar de suerte reunía y sostenía el espíritu público; pero como este fenómeno debe desaparecer, porque falta aquella mejoría, de ¡ay! es que si la revolución continúa, sólo puede ser precipitándonos en la disolución, que causa la ruina y la muerte del estado, y prepara a los míseros restos, que puedan escapar de su acción destructora, la suerte infame de víctimas sempiternas del despotismo.

Con este objeto los enemigos de nuestra libertad apurarán ahora todos sus recursos, para destruir las bases sobre que se va a levantar el grandioso edificio ¡desgraciados de nosotros si nos dejamos sorprender de sus arterias! Los más astutos se encubrirán con la capa del federalismo, os dirán que el acta está muy imperfecta, reclamarán los derechos de los estados. os analizarán de varias maneras la federación; pero todos sus argumentos pueden desvanecerse con una sola indicación: mostradles a los Estados Unidos del Norte: decidles que habéis quedado satisfechos, de veras elevados al nivel de esa floreciente república: que la perfección no es dada a las obras de los hombres: que el sistema federal no está atado a un punto fijo, del cual no pueda pasarse: que la mayor de sus ventajas consiste, en la facilidad de desplegarse en proporción de los progresos, que el espíritu humano hiciere en la obra de la legislación: que las imperfecciones desaparecerán de hecho, luego que por la instalación de las legislaturas de los estados, se establezca el equilibrio necesario e indispensable, entre los poderes centrales, y particulares: que si por tal atribución podían los primeros intervenir en lo interior de los estados, la resistencia que hará la opinión obligará a no usar de ella: y si por el contrario es otra atribución concedida a los segundos debía depositarse en el común de la federación, la misma opinión hará que se dé este paso.

Sobre todo que ya no se os agite con rivalidades, que deben sepultarse en un olvido eterno. México os ha dado una grande prueba de su justificación: sus diputados han suscrito, y jurado la federación: éste es un hecho que da lugar a observaciones interesantes: aquella capital ya no existe: en su lugar se ha elevado un estado soberano: la naturaleza de las cosas lo va a hacer entrar en los intereses de la federación, y lejos de excitar vuestros recelos en lo de adelante, va a añadir un peso respetable en la balanza, al lado de los gobiernos particulares: una vez establecidas las legislaturas, la hidra del centralismo no puede aparecer, porque no hay, interés que lo sostenga, porque los poderes centrales son de los mismos estados, y por consiguiente ni querrán, ni podrán conservar más atribuciones, que las necesarias para mantener y garantizar la existencia de aquéllos.

Otros tratarán de desabriros, atribuyendo al sistema federal, males que aún no ha podido producir, y que son el resultado de toda revolución. Otros procurarán desconceptuar las autoridades establecidas, exagerar los riesgos a que está expuesta nuestra independencia, excitaras a tomar medidas que deben estar reservadas a los poderes que presiden al estado, y que vosotros mismos habéis elegido, con el fin de que introducido el desorden, y perdido el resorte de la obediencia, se dé principio a la guerra. y a la anarquía, como el único medio que les resta para impedir la federación.

Un vasta nación, que por tantos años ha estado concentrada, bajo la acción del más absoluto despotismo, no puede dividirse en el sentido de la federación, sin roce y colisión de las partes que se separan; mas éstos son males inevitables, para los cuales debemos estar preparados, desde el momento en que nos decidimos por aquella forma de gobierno. Ello sólo significa, que los efectos de la tiranía se sienten mucho tiempo después, de que ha sido destruida. El espíritu público, el amor a la patria, y el conocimiento exacto de nuestros verdaderos intereses nos harán llevar con paciencia unos males, que sólo pueden ser momentáneos, y nos presentaran bajo su verdadero aspecto el despreciable interés de pequeñas localidades, que tal vez habrá que sacrificar al bien público.

El Congreso no se cansará de inculcaras, que si se desconoce la importancia de los momentos presentes, que van a decidir de nuestra suerte, no podemos ser libres. Ya tenemos una forma de gobierno, que la nación ha pedido en una actitud decisiva. y por tanto no puede atacarse sin cometer un crimen: todos los hombres que aman la patria y la libertad, deben reunirse bajo este estandarte nacional, y formar una masa compacta y homogénea, capaz de! resistir los embates de la corrupción, puesta en acción de distintas maneras, para destruir un sistema, cuya existencia es incompatible con la suya. La América, la Europa, el mundo todo tienen vueltos los ojos hacia nosotros, y sólo esperan la noticia de nuestra actual conducta, para pronunciar un fallo de honor, o de ignominia eterna: los pueblos se preparan a entonar en nuestro loor himnos sagrados en derredor del árbol de la libertad, o a cargarnos de execración, y maldiciones, como a una horda miserable de esclavos degradados, destinados a habitar por siempre las oscuras cavernas de la esclavitud. Mexicanos, la suerte está tirada, a nuestra sensatez corresponde fijada.

Si en todos nuestros pasos nos hemos propuesto por modelo la república feliz de los Estados Unidos del Norte, imitémoslos en la prudencia, con que se han conducido en posición muy parecida a la nuestra; pero es necesario entender, que nosotros necesitamos de mayor esfuerzo para conseguir el mismo objeto: nuestros hábitos, la corrupción que nos dejaron por herencia nuestros anteriores gobiernos, la naturaleza de nuestra organización política, de nuestra legislación, y la gran masa de hombres que hoy no encuentran la precisa subsistencia, por causas que están a la vista de todos, constituyen otras tantas diferencias esenciales, que hacen más peligrosa nuestra situación; pero la nación que ha superado tantos obstáculos, de nada debe arredrarse, y sólo necesita de continuar la prudencia, con que se ha conducido en estos últimos años, marcados con tantos sucesos asombrosos, para llegar por fin al templo de la felicidad, de la gloria, y del reposo.

Los hombres se unen en sociedad, para proporcionarse las garantías de sus derechos, si éstos estuvieran garantizados de manera, que nada hubiera que temer, ni de las agresiones de los particulares, ni de las de la fuerza pública, no habría revoluciones, pues que éstas no tienen otro objeto, que cambiar instituciones ineficaces, para dar aquellas garantías; mas es necesario tener presente, que mientras la revolución dura, no sólo no pueden proporcionar se las garantías indicadas; sino que los derechos a que se refieren, son con más frecuencia violados, porque las pasiones e intereses se chocan con fuerza, y porque ha disminuido en razón de la misma revolución la acción que las reprimía. De esta verdad incontestable resulta otra, que jamás debería perderse de vista, y es, que si el estado de revolución se prolonga por tiempo indefinido, la misma falta de garantías, que dio motivo a ella, obra eficazmente para hacerla terminar de cualquier manera: los pueblos se cansan de agitaciones, que ningún bien les han producido, y viendo burladas las esperanzas, que se les hicieron concebir en el establecimiento de un gobierno, que garantizase sus derechos, y abriese los canales de la prosperidad, se abandonan al primero que les ofrece el reposo, que han perdido. Esta lección está sacada de la historia de todos los siglos, y seguramente no es necesario remontarse a tiempos distantes, para encontrar ejemplares que la comprueben.

Impelida nuestra nación por las causas, que se han referido, emprendió la más justa revolución, porque jamás los derechos de la sociedad fueron más indignamente violados: ella ha sido impulsada gradualmente a las diversas formas de gobierno, que los sucesos de la revolución le han presentado como más propias, para garantizar aquellos derechos: hemos llegado de esta manera a la última de las conocidas: más allá nada se divisa, que pueda fijar la opinión pública, es pues inevitable que se divida, si ahora no se fija, y si para fijarla no se trabaja. con empeño patriótico, en asegurar las garantías individuales, que a cada momento se atropellan en todos sentidos, no sólo por la relajación general introducida por la revolución, sino también por la confusión extraordinaria de nuestras leyes, por la multitud de criminales, y la arbitrariedad de los jueces.

He aquí la grande obra, que desde luego se presenta a la actividad y patriotismo de los congresos de los estados: en ella se encuentran los medios radicales, de asegurar la confianza pública, de consolidar el sistema federal de un modo indestructible, y de elevar a esta nación en virtud del desarrollo de su riqueza, embarazado hasta ahora por falta de garantías, al grado de prosperidad, a que la naturaleza la ha destinado.

Sería un error peligroso persuadirse, que en el sistema de federación deben las instituciones elevarse de un golpe al más alto grado de perfección posible: no, este sistema en razón de federado es adaptable con más o menos propiedad, desde una colección de monarcas absolutos, como el de Alemania, hasta una de repúblicas, que hayan llegado al grado más elevado de ilustración y de virtud, de que sea capaz la humana naturaleza. Al Congreso general y a los particulares toca, elegir el más adaptable a nuestro actual estado de patriotismo, de virtudes, y de civilización.

De todas maneras, lo que más urge es sin duda, es hacer efectivas las garantías tantas veces prometidas en vano; mas si se yerran los medios, si el tiempo se gasta inútilmente en objetos secundarios, si se impele la opinión a otras direcciones, si obtenida la federación se entablan nuevas pretensiones, jamás se formará el espíritu público, no podrán consolidarse las instituciones por excelentes que sean; seremos el desprecio de las naciones extranjeras, y buscándose de revolución en revolución las garantías, que ellas no pueden proporcionar, y sin las cuales la sociedad no puede existir por más tiempo, se abandonará por fin la nación a los males inseparables de la anarquía, concluyendo esta larga serie de escenas desastrosas, por ser presa del despotismo interior, o exterior, y seremos la prueba más segura, de que una nación puede llegar a un grado de corrupción, que la haga incapaz de ser regida por instituciones liberales.

He aquí mexicanos la crisis en que os halláis, los males que pueden caer sobre vuestras cabezas, y el extremo a que podéis ser conducidos. Creed que un pueblo no se pone dos veces en la situación a que habéis llegado: en vuestras manos está la vida o la muerte, la gloria o la ignominia, la prosperidad o la desolación, la esclavitud o la libertad. Estos son los momentos críticos en que ha de decidirse, si habéis de ser una nación grande y respetable, o una colonia despreciable de siervos inmorales y corrompidos. Vuestro Congreso os hace presente vuestra situación, y cumpliendo con los deberes que le habéis impuesto, os entrega los principios de que debéis partir: si deseáis el primer extremo, a vosotros toca resolver esta importante cuestión, que llama la atención del mundo político, y que debe fijar para siempre vuestra suerte, la de vuestros hijos, y de innumerables generaciones.

México, a 31 de enero de 1824-4º-3º

José Miguel Gordoa, Presidente.
José Mariano Marín, Diputado Secretario
Santos Vélez, Diputado Secretario
José Basilio Guerra, Diputado Secretario
Juan Rodríguez, Diputado Secretario