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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

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ISBN 970-95193

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1823 Voto particular del señor Valentín Gómez Farías como individuo de la comisión especial nombrada por el Soberano Congreso para examinar la cuestión de si se debe o no convocar un nuevo Congreso

Abril 17 de 1823

 

SEÑOR.

El día 2 del presente mes, el señor Múzquiz y yo presentamos a V. Sobo. una proposición reducida a estos términos: pedimos que se forme convocatoria para la reunión de otro Congreso, nombrado éste antes de disolverse una diputación permanente, que de acuerdo con el Supremo Poder Ejecutivo provea interinamente a las necesidades urgentes del Estado.

Oída por V. Sob. esta proposición y declarada urgente, se mandó pasar a una comisión de la que tengo el honor de ser individuo. En la primera sesión que tuvimos, cinco diputados de siete que componen la referida comisión opinamos que se debía hacer la convocatoria; sin embargo, para proceder con más acierto en asunto tan grave y de tanta importancia, acordamos citar a los comisionados que se hallaban en esta capital y habían sido convocados desde Puebla por  medio de un oficio, que dirigieron a todas las diputaciones provinciales con fecha 4 del último marzo los señores Marqués de Vivanco, D. Pedro Celestino Negrete y D. José Antonio de Echávarri. En virtud de esta cita concurrieron los de seis provincias, y todos unánimes pidieron a nombre de ellas que se hiciese convocatoria para la reunión de otro Congreso; posteriormente otros han dicho lo mismo. Yo, al oír que las provincias desean que se convoque un Congreso nuevo, esperaba que la comisión se afirmase más en su opinión; no ha sucedido así, y lo atribuyo a las razones que los señores Tagle y Bustamante expusieron después en otras sesiones que tuvimos sobre el mismo asunto. Las brillantes luces de estos señores son muy superiores a las mías; yo las respeto, mas como no estoy convencido de sus raciocinios, paso a exponer mi dictamen particular.

Todos saben, señor, que la convocatoria formada por la junta provisional gubernativa fue recibida con desagrado en las provincias, y que se reputó generalmente por la más absurda. En efecto, ella coartó la libertad, ofendió la igualdad y por consiguiente fue injusta: coartó la libertad dividiendo en clases la nación, y obligando a los electores a sacar sus representantes de cada una de ellas; ofendió la igualdad, regulando el número de diputados por el de partidos, ¡pensamiento extravagante! del cual resultó que la provincia de Durango, que tiene, según el último censo, 177400 habitantes, nombrase veinte y dos diputados, y Querétaro, que cuenta casi la misma población, eligiese uno solo, ¡desigualdad monstruosa! que dio a la primera una preponderancia injusta sobre la segunda, y que gravó a Durango con un peso enorme de contribuciones.

Ni fue éste el único ataque que sufrió la igualdad tan proclamada en los pueblos libres y bien gobernados. Este dogma político también se destruyó concediendo voto a los ayuntamientos, porque, en virtud de esta concesión, las parroquias cabezas de partido y los partidos cabezas de provincias tuvieron tantos electores cuantos eran los individuos de sus juntas municipales; y las parroquias y partidos subalternos no tuvieron más que uno solo. EI disgusto que causa la convocatoria por las dos causas indicadas fue general, y se creyó desde entonces que sería origen de quejas y disensiones.

Montada la representación nacional sobre bases tan injustas, no podía reunir a su favor la opinión de los pueblos. El antiguo gobierno, que conoció los vicios. de la convocatoria y que fue tal vez el autor de ellos, los convirtió en daño del Congreso, cuya ruina meditaba. Escritos cáusticos fomentados por él empeoraron la mala disposición de las provincias; el descontento creció por todas partes y, como los pueblos llegaron a saber algunos extravíos de sus diputados, se aumentó la desconfianza. Preparada la opinión contra el Congreso, lo disolvió el tirano: este acto se calificó generalmente de despótico, sin embargo, los pueblos no pensaron en reclamar su disuelta representación; pensaron sí en aprovecharse de las circunstancias para mejorarla; así es que no se puede asegurar que se conmovieron por este hecho; siento decirlo, soy individuo de esta augusta asamblea interesado justamente en su honor.

Echemos una rápida ojeada sobre los sucesos ocurridos desde esta época. El día 2 de diciembre dio el grito memorable de libertad la ciudad de Veracruz, proclamó la república y el restablecimiento del Congreso. El ejército sitiador, no menos celoso de la gloria y de la libertad de la patria, se decidió después contra el opresor, pero en la acta de su pronunciamiento nada se dice de la reposición del Congreso extinguido; al contrario, se pide expresamente la reunión de otro nuevo: sus artículos son claros, terminantes, y no admiten interpretación; a esta acta se adhirió la misma Veracruz, y después de ella todas las provincias; la nación, pues, se ha decidido por un Congreso nuevo, o no ha adoptado el plan de Casa Mata. Dicen algunos que lo adoptó a la manera que el plan de Iguala; esto es no porque pedía convocatoria, sino porque era un medio para libertarse de su nuevo opresor, concentrando la opinión; a estos señores pregunto yo, si la nación mexicana, que deseaba gobernarse por sí misma y había hecho sacrificios costosísimos por lograr su emancipación, ha dado pruebas positivas después del grito de libertad, de que quiere el mismo Congreso, como las manifestó en otro tiempo para arrojar de su cerviz el yugo español; casi todas las que hay muestran lo contrario; sin embargo, si las ha dado, preséntense éstas, y se acabó la disputa; mas si no las hay, están en su vigor el plan de Casa Mata, las demás actas y otros documentos oficiales, cuyo contenido está apoyado por los impresos que circulan y por la voz pública; y en vista de ellos no comprendo con qué fundamento se pueda asegurar que la voluntad de la nación no se ha explicado por la convocatoria.

El ejército no es nación, ni las juntas provinciales; un partido de aristócratas se ha apoderado de los pueblos y quiere persuadir que su voz es la general; así oigo que se explican algunos. Señor, la voz del ejército no es ciertamente la de la nación; ¿pero se podrá decir que no lo es la de las capitales de provincia, la de los partidos y la de los pueblos subalternos? En todos estos puntos las corporaciones repitieron con uniformidad la voz del ejército, aquellas corporaciones que fueron elegidas popularmente, que son las depositarias de la confianza pública; en todos ellos, las personas de más influencia y opinión, y una parte del resto del pueblo reunió manifiestamente sus votos a los suyos, sin dar la otra prueba alguna de resistencia a su adhesión; además, señor, si la celeridad con que la América se separó de la Península fue debida en parte al deseo que todos tenían de emanciparse: la prodigiosa rapidez y uniformidad con que se proclamó la acta de Casa Mata ¿no se podrá atribuir a que sus artículos son conformes con la voluntad general?

Si lo expuesto no basta para conocer la expresión de los pueblos, dígase, ¿de qué modo se debían haber explicado en la situación en que se hallaban?, ¿qué mejor medio que la imprenta?, ¿qué órganos más aproximados a los de un sistema representativo que los ayuntamientos y las diputaciones? No por esto las últimas se han erigido ya en Congresos provinciales; darán este paso porque si no me engaño la marcha de las América es inevitable; ellas, como dice M. de Pradt: se constituirán en repúblicas al frente de la Europa dividida en tronos. Los Estados Unidos, ese modelo admirable de gobierno, ese pueblo que debe a sus instituciones sublimes su prosperidad y engrandecimiento, así como ha sido un fanal para nuestros hermanos de la otra América, lo será también para nosotros; en vano se harán esfuerzos para detener por mucho tiempo este acontecimiento: de la monarquía constitucional al gobierno americano hay una distancia que pronto se puede recorrer. ¡Qué bella perspectiva ofrece a la imaginación un territorio inmenso dividido por la misma naturaleza en grandes porciones, gobernado en cada una de ellas según sus intereses, sin sentir la opresión la otra, por hombres que conozcan sus necesidades, y que merezcan su confianza, reteniendo separadamente su soberanía, libertad e independencia, y entrando todas en una firme liga de amistad reciproca para su defensa común, la seguridad de su libertad y para su mutua y general felicidad. En una alianza de esta naturaleza no peligra la sociedad, sino el hábito inveterado de dominar. El provincialismo de que se acusa a Querétaro, Guanajuato, S. Luís Potosí, Zacatecas, Guadalajara, Valladolid, etc., bien analizado, da por último resultado el deseo justísimo de evitar este predominio. Tal vez alguna provincia se resiente de esta pretensión. Acaso la facción aristócrata está en otra parte.

Considerando la cuestión por otro aspecto, preguntaré yo: disuelto el Congreso, y atada la nación al carro del poder absoluto, ¿podían el ejército y los pueblos sin verse en la necesidad de restablecer la extinguida representación nacional, hacer un esfuerzo generoso para romper los lazos de la servidumbre, o no podían? Si lo primero: ¿por qué se piensa que están obligados a reconocer el Congreso disuelto, habiendo proclamado el plan de Casa Mata? ¿Por qué se considera a esta nación soberana y señora de sí misma, comprometida a obedecer una corporación que desea remplazar con otra? Si lo segundo: ¿qué mayor despotismo que el de suponer a esta misma nación en la dura alternativa de sufrir el yugo de la tiranía, o de entregarse a conductores de quienes teme que no desempeñen dignamente sus augustas funciones? ¿No había medio para los mexicanos entre ser esclavos de Iturbide y restituir a sus representantes?

Señor: los cuerpos políticos son como los físicos: unos y otros mueren para no revivir, y así como éstos disueltos una vez, o desorganizados, no se restituyen a la vida si no es por un milagro de la omnipotencia, así aquellos no recobran su existencia política si no es por el poder de la opinión pública: ¿gozan de ésta todos los diputados? Alertamente que no; por esto las provincias piden por lo menos la exclusión o reforma, medida sujeta a dificultades gravísimas, que aumentaría la desigualdad de representación en aquellas provincias de que se excluyesen algunos diputados, o que pondría a éstas en la necesidad de que se procediese a nuevas elecciones: medida odiosa que no bastaría para calmar el descontento provenido de la suma desigualdad de representación, y que lo aumentaría en el caso de no excluir todos los acusados, medida en fin en que el juicio del Congreso se tendría por interesado o parcial. El mejor modo pues, de hacer la reforma, es por medio de la convocatoria; esta providencia es la más discreta y decorosa que se puede adoptar. Córrase un velo sobre los extravíos de algunos hombres: el placer puro que produce el goce de la libertad no conviene turbarlo con la ingrata memoria de agravios y de males. El triunfo de la razón y de las luces se debe señalar con la generosidad de los principios y la moderación de las acciones.

Por causas semejantes a las que acabo de exponer, y por otras razones deducidas de los fundamentos de la sociedad, la junta provisional de Madrid se abstuvo de reinstalar las Cortes del año de 1814. Dado por Fernando VII el decreto para que se reuniese el cuerpo representativo de la nación, todos saben que la misma junta se propuso la siguiente duda, a saber: ¿deberán llamarse las Cortes que se hallaban reunidas en el año de 1814, o será necesario proceder a nuevas elecciones? La junta se decidió por la negativa, y su resolución fue bien recibida en todas partes. Referiré el pasaje por ser muy análogo al asunto en cuestión.

El rey de España disolvía las Cortes antes que concluyesen su legislatura: Iturbide extinguía el Congreso mexicano antes que terminase sus funciones; el ejército reclama en la Península el régimen constitucional; nuestras tropas dieron aquí el grito para que se reuniera un Congreso que constituyese a la nación; allá, una junta creada en los últimos apuros del despotismo forma de orden del rey la convocatoria; aquí, otra junta citada por los generales del ejército libertador, y compuesta de personas de más representación popular, estaba destinada al mismo objeto; aquella desempeña su encargo; ésta no, porque el mismo que disolvía el Congreso manda reinstalarlo. Esta providencia embaraza la de los generales; mas dejando la historia de este suceso, transcribiré las razones de derecho público en que se funda la junta de Madrid para no restablecer las Cortes del año de 1814.

Todos los hombres -dicen en su manifiesto los individuos de aquella junta- que han estudiado los fundamentos de la sociedad saben que el sistema representativo no es más que un medio para reconcentrar en cierto número de individuos elegidos por el pueblo entero el derecho de votar las leyes, que inconcusamente reside en cada ciudadano, supuesta la imposibilidad de que todos los miembros de un gran Estado concurran en un punto para usar de él: así las antiguas repúblicas desconocieron este sistema, porque, no residiendo los ciudadanos más que en una ciudad, podían juntarse y asistir por sí mismos a las asambleas. Si esto fuese dable en el mecanismo más perfecto de las naciones modernas, en que unidas las partes con leyes y derechos comunes forman un gran cuerpo en todo igual y reciproco, sería indudable el que tienen los españoles de juntarse en la presente ocasión; mas no pudiendo esto efectuarse, y siendo forzoso que deleguen sus poderes en sus representantes, es asimismo evidente que debe consultarse su voluntad y dejarles la acción que nadie tiene facultad de negarles de elegir las personas más dignas de su confianza, ora sean aquellas que nombró antes, ora sean otras por su talento, por sus virtudes o por las muestras que en seis años de prueba hayan dado de su carácter firme y de su adhesión al sistema constitucional. ¿Y cuándo si no ahora deberá usar el pueblo español de este precioso derecho? ¿Privarémosle de ejercerlo en el momento en que van a ventilarse las cuestiones que más interesan a su felicidad futura? ¿En el momento en que sus representantes han de consumar la generación política del Estado? ¿En este momento que acaso no verán volver más los siglos, en que van a echarse los cimientos eternos de su grandeza y de su gloria, en que se fijan tal vez para siempre los destinos de generaciones enteras?

Así se explicaron aquellos sabios españoles que ya tenían constitución, y que no reclamaban más que su observancia. ¿Y nosotros que carecemos de ella, nosotros que nos hallamos en el caso de adoptar la forma de gobierno que más acomode a la nación en su nuevo aspecto político, no podremos explicarnos del mismo modo, y con mayor razón? Seamos justos, señor, y pues estamos libres del compromiso en que nos puso el plan de Iguala y tratado de Córdova, dejemos que la nación explique francamente su voluntad. No desatendamos sus deseos, oigamos sus votos. La junta provisional que nos precedió no tuvo ciertamente poder para mandar a los diputados que constituyesen la nación en monarquía constitucional; sin embargo, los pueblos, aunque ofendidos de esta limitación, la obedecieron y nombraron para representantes aquellos que creyeron aptos para establecer con más acierto la forma de gobierno que se les prescribió. Si la convocatoria hubiera sido amplia, como debió serlo, ¿me es creíble que muchas elecciones habrían recaído en otros sujetos? Los pueblos amantes de otra forma de gobierno, ¿habrían escogido para sus diputados a monarquistas decididos? Conforme a la naturaleza de la obra se busca el artífice. Dejemos, pues, señor, que la nación use de un derecho que no se le puede disputar, cual es el de elegir libremente sus representantes: los diputados electos nuevamente traerán otros poderes e instrucciones que les sirvan de guía en los gravísimos asuntos que se preparan a la deliberación, y que nosotros no podríamos resolver sin exponernos mucho a contrariar la voluntad de nuestros comitentes.

Se dice que la naturaleza de nuestra misión exige poderes absolutos: esta aserción es por lo menos muy dudosa. Permítaseme citar a la letra sobre este punto al célebre Martínez Marina.

Nadie duda -dice este autor- que es un mal efectivo aunque necesario en el sistema representativo, y un sacrificio muy costoso, que los ciudadanos se vean en la precisión de confiar a un corto número de individuos la facultad de votar y estatuir sobre sus más preciosos intereses, y privarse de un derecho que la misma naturaleza ha otorgado a cada individuo de la sociedad. Una buena constitución debe precaver en cuanto sea posible por medio de sabias instituciones aquellos inconvenientes, por lo menos los más peligrosos; conciliar estas contradicciones de que está sembrada la filosofía política y organizar de tal manera la representación nacional que no perjudique a la libertad de los ciudadanos, y no exigir de ellos más sacrificios que los que prescribe el orden esencial de la sociedad y la suprema ley del Estado, que es la utilidad pública.

Obligados, pues, los ciudadanos por razones de utilidad común a sacrificar una parte de su libertad, y de sus derechos en beneficio del Estado, deben elegir libremente representantes que lleven su voz en el Congreso nacional, comprometerse en ellos y conferirles poderes amplios para deliberar en las cortes y determinar en ellas cuanto juzgaren conveniente al bien general y al particular de las provincias que representan: digo poderes amplios, pero no ilimitados, absolutos e irrevocables. Exigir de los pueblos que otorguen las cartas de procuración con estas circunstancias y cualidades exorbitantes es privarlos de la libertad, es despojarlos de una acción de que son absolutamente dueños, es trastornar el orden esencial de las cosas. ¿Qué aprovecha a los pueblos la parte de soberanía que les compete, y el derecho de intervenir en la formación de las leyes, si después de elegir procuradores no les resta más acción que la de obedecer? ¿Es creíble que consintieran en extender los poderes bajo de dicha forma si se explorara su voluntad? ¿Quién se podrá persuadir cómo puede ser que ciudadanos conocedores de la extensión y precio de sus derechos consientan y quieran transferir irrevocablemente toda su acción en un procurador o agente, constituirle dueño y árbitro absoluto de su fortuna y de su suerte y de sus más preciosos intereses, y entregar ciegamente a su voluntad los destinos del hombre y del Estado? ¿Se ha visto jamás que algún gran propietario, hombre de negocios o comerciante haya otorgado a sus agentes o procuradores facultades absolutas e irrevocables para ejecutar a su nombre cuanto quiera, sin exigir de ellos que les den parte por lo menos del estado de sus intereses y del curso de los negocios, y que les consulten en las dudas, y en los asuntos arduos y de grande importancia?

Confieso que una vez que los ciudadanos pueden elegir a su satisfacción y libremente diputados a Cortes, hecha la elección y nombramiento con el tino y prudencia que conviene, es justo y debido fiarse de ellos y descansar sobre el crédito de su patriotismo y talentos. Sin embargo, no cabe género de duda que sería muy aventurado y expuesto y sumamente peligroso que un pueblo se entregase sin reserva ni precaución alguna a un procurador o diputado cualquiera que pueda ser su crédito y opinión, otorgándole facultades absolutas para hacer cuanto quiera sobre los asuntos del mayor interés, y obligándose al mismo tiempo a obedecer ciegamente y cumplir sin réplica lo que su agente ejecutase y dispusiese. Un pueblo que aprecia su libertad y sus derechos debe usar de economía en el otorgamiento de poderes, especialmente en razón que acaba de sacudir felizmente el yugo del despotismo, mostrar cierta timidez y desconfianza, y tomar ciertas medidas para que la ignorancia o la malicia, la intriga o el espíritu de partido jamás decidan de la suerte de los hombres.

Autorizados los diputados de las provincias con poderes absolutos, luego que se reúnan en las Cortes pueden obrar y proceder con total independencia de los ciudadanos, establecer leyes sin su consentimiento y aprobación, y decidir soberanamente de los intereses del ciudadano y del Estado. ¿Y cuántas veces acontecerá que los procuradores, abusando de la confianza de sus principales, votarán contra sus opiniones y derechos? ¿Y no sería este un despotismo más horroroso que el de nuestro antiguo gobierno? Nada diré de las intrigas y negociaciones de los interesados y ambiciosos para sorprender y atraer a su opinión a los incautos. Nada del justo temor de que se formen partidos vendidos a los poderosos agentes del Poder Ejecutivo. Nada del escollo tan funesto como inevitable de que una votación sobre asuntos de la mayor consecuencia se pierda por un corto número de procuradores, o ignorantes o ínfleles a su ministerio, o ganados por el gobierno. Nada en fin de la facilidad con que el aire inficionado de la corte puede corromper la virtud de los diputados si no se usa de algún preservativo contra esta pestilencia. ¿La sociedad no deberá poner pronto remedio, y tomar medidas de precaución para evitar unos males que pugnan naturalmente con la libertad nacional y se encaminan a la ruina y disolución del Estado?

Es reflexión muy repetida que los diputados son representantes de toda la nación, no apoderados o agentes de provincias determinadas. ¿Es ésta una verdad? Para responder, me parece que se debe distinguir una nación constituida de la que no lo está; la constituida ha fijado ya por medio de sus procuradores las reglas del pacto social con que se han ligado las partes integrantes de ella, reglas que comprenden igualmente a todas, y que se dirigen a su mutua y común felicidad; en ésta, los diputados representan a todas y respectivamente a cada una de las porciones convencionales; en la otra, a solas las provincias que los mandan y los eligieron de su seno, o fuera de él con la condición siempre de que fuesen naturales, o residentes por algún tiempo en la provincia, a fin de que conociesen sus intereses, los amasen más, y por consiguiente los defendiesen, y promoviesen con mayor eficacia y acierto: este es el caso en que nos hallamos; estamos en absoluta libertad para constituirnos y todavía no zanjamos los fundamentos de nuestra unión.

Terminaré, señor, mi dictamen, diciendo a v. Sob., que pues la convocatoria fue tan viciosa, la nación ha cambiado su situación política, y las provincias se han pronunciado por un Congreso nuevo, sin arrepentirnos de haber sufrido privaciones, sarcasmos y otros males por defender la libertad, y los imprescriptibles derechos de los hombres, resolvamos pronto desocupar las sillas de este santuario de las leyes, y tornamos a nuestras casas y a nuestros destinos, dispuestos siempre a servir a la patria cuando nos llame. Si V. Sob. adopta esta medida dará una prueba más de desinterés personal, y de obediencia y respeto al pueblo soberano; callará a los críticos y dejará en expectativa a los descontentos; al contrario, si resuelve continuar, el disgusto que se ha manifestado tomará incremento, y esa guerra que se teme si no permanece, acaso se verificará si no se disuelve. Señor, no demos ocasión a que digan algunos genios atrevidos: ese Congreso se ocupa en constituirnos y no debe hacerlo: si él se limitase a trabajar en lo necesario, en aquello que exige el orden de la sociedad y su conservación, mientras se reúne otro que con poderes más amplios e instrucciones forme la gran carta de nuestro pacto, entonces merecería nuestro reconocimiento, pero traspasando como vemos estos límites él mismo nos pone en la precisión de desobedecerlo. En este caso empeoraría nuestra situación, porque las fuentes de la riqueza pública están obstruidas, los giros paralizados, falta la confianza, todo está exánime, y este triste cuadro que en mi concepto no se puede animar con la continuación de este Congreso resultaría más melancólico si prosiguiese sus sesiones: así lo temo y por lo mismo insisto en la proposición que el señor Múzquiz y yo presentamos a V. Sob.

Gómez Farías

México, abril 17 de 1823

Fuente: Voto particular del señor Valentín Gómez Farías como individuo de la comisión especial nombrada por el Soberano Congreso para examinar la cuestión de si se debe o no convocar un nuevo Congreso, México. Imprenta nacional, en Palacio. 1823.