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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1821 Carta de remisión al Gobierno español, del tratado celebrado en la villa de Córdoba. D. Juan de O’Donojú.

Córdoba, agosto 31 de 1821.

 

Excelentísimo señor.

Con esta fecha digo al excelentísimo señor secretario de Estado y del despacho de la Gobernación de Ultramar lo que sigue.

“Excelentísimo señor.
Por mis cartas anteriores de 31 de julio y de 13 del corriente que tuve el honor de dirigir a vuestra excelencia se habrá penetrado la alta comprensión de Su Majestad del estado en que encontré este reino a mi llegada a Veracruz; mi situación era la más difícil en que jamás se viera autoridad alguna; la más comprometida, y la más desesperada: ni en la fuerza, porque carecía de ella; ni en la opinión, porque el espíritu público estaba pronunciado y decidido; ni en el tiempo, porque todo era ejecutivo, encontraba un sendero que me sacase del tortuoso laberinto a que me había conducido la fatalidad; lo de menos era la exposición de mi persona, la ruina de mi familia, las muertes de varios individuos de ella, y lo que me afligía, el haber hecho la desgracia de una porción de mis amigos que quisieron acompañarme desde la Península uniendo su suerte a la mía; todos estos sufrimientos al fin sólo herían mi sensibilidad como hombre privado; pero al reflexionar que era una persona pública, que había merecido la confianza del monarca, que éste había puesto a mi cuidado la parte más rica y más hermosa de la monarquía, que carecía de arbitrios para corresponder a su preciosa confianza, que tenía sobre mí los ojos de la Europa y del mundo entero, que mis dilatados servicios iban a estrellarse contra un escollo invencible, y que no podía ser útil a mi patria, única ambición que siempre he conocido, mi valor desmayaba y hubiera preferido no existir a respirar abrumado de tan enorme pesadumbre. Todas las provincias de Nueva España habían proclamado la independencia, todas las plazas habían abierto sus puertas por fuerza o por capitulación a los sostenedores de la libertad; un ejército de treinta mil soldados de todas armas, regimentados y en disciplina, un pueblo armado en el que se han propagado portentosamente las ideas liberales y que recuerdan la debilidad (que ellos le dan otro nombre) de sus anteriores gobernantes, dirigidos por hombres de conocimientos y de carácter, y puesto a la cabeza de las tropas un jefe que supo entusiasmarlos, adquirirse su concepto y su amor, que siempre los condujo a la victoria y que tenía a su favor todo el prestigio que acompaña a los héroes. Las tropas europeas, desertándose a bandadas que se presentaban a pedir partido y se les concedía, lo mismo hacían los oficiales, siguiendo el ejemplo de sus jefes. Quedaban Veracruz, Acapulco y Perote, pero éste había capitulado entregarse luego que lo hiciera la capital, y la primera sin fortificación capaz de sufrir un asedio, desguarnecida, con mil partidarios de la independencia en su seno y en oposición los intereses de su vecindario. Restaba aún México ¡pero en qué estado! El virrey depuesto por sus mismas tropas, éstas ya indignas por este atentado de ninguna confianza, su número que no pasaba de dos mil y quinientos veteranos y hasta otros dos mil patriotas; una autoridad intrusa a quien no reconocían las primeras corporaciones, como la Diputación Provincial y la Audiencia; el resto de la población deseando unirse a los independientes; éstos sobre la ciudad con dieciocho mil hombres, que trabajaban por su opinión, cuando a los otros sólo les sostenía un furor efímero y temerario alimentado con el oro de algunos que, desconociendo la impotencia de este medio, fundaban en él una esperanza vana. Yo, sitiado desde el momento que pisé la tierra, sin correspondencia con el interior, sin víveres, sin dinero. Las provincias, en el desorden que es consiguiente a una guerra intestina de esta naturaleza, por la falta de brazos para la agricultura y las artes, estando empleados todos en llevar las armas y con ellas desastres y devastación, el comercio paralizado, los caudales de los europeos, que ascienden a muchos millones de pesos, detenidos en México, los que conducía una conducta considerable, repartidos en el reino los demás y sin posibilidad unos ni otros de llegar a manos de sus dueños, quedando así arruinadas las fortunas de mil familias opulentas de éste y aquél continente; ruina de que se resentiría la España por siglos. En tal conflicto y sin instrucciones del gobierno para este caso, ya me resolví a reembarcarme dando la vela para la Península, empero, me dolía dejar abandonadas a la suerte dos grandes naciones y revolvía sin cesar en mi imaginación mil ideas sin poder fijarme en alguna. En el partido de la negociación solía detenerme, ¡mas qué esperanzas podían alentarme de conseguir alguna ventaja para mi patria! ¿Quién ignora que un negociador sin fuerzas está para convenirse con cuanto le propongan y no para proponer lo que convenga a la nación que representa? Sin embargo, quise probar este extremo, y al efecto preparé los ánimos con mi proclama de 3 de agosto, que hice correr venciendo dificultades, no se oyó con desagrado, aunque se satirizó mordazmente por algún periodista, y luego que me pareció habría circulado, envié al primer jefe del Ejército Imperial dos comisionados con una carta en que le aseguraba de las ideas liberales del gobierno, de las paternales del rey, de mi sinceridad y deseos de contribuir al bien general, o invitándole a una conferencia. Otra recibí del mismo jefe, que al ver mi proclama me dirigía también comisionados para que nos viésemos; repito que jamás pensé en que podría sacar de la entrevista partido ventajoso para mi patria, pero resuelto a proponer lo que atendidas las circunstancias tal vez se consiguiese; a no sucumbir jamás a lo que no fuese justo y decoroso, o a quedar prisionero en poder de los independientes si faltaban a la buena fe, como por desgracia es y ha sido siempre tan frecuente; salí de Veracruz para tratar en Córdoba con Iturbide, ya éste estaba prevenido por sus comisionados, que tuvieron cuidado de formar apuntes de mis contestaciones, de las bases en que era preciso apoyarse para que pudiésemos entrar en convenio, habíalas examinado y consultado tal vez cuando llegó el caso de vernos; el resultado de nuestra conferencia es haber quedado pactado lo que resulta del núm. 1 copia de nuestro convenio. Yo no sé si he acertado, sólo sé que la expansión que recibió mi alma al verlo firmado por Iturbide en representación del pueblo y ejército mexicanos sólo podrá igualarla la que reciba al saber que ha merecido la aprobación de Su Majestad y del Congreso, espero obtenerla cuando reflexiono que todo estaba perdido sin remedio, y que todo está ganado menos lo que era indispensable que se perdiese algunos meses antes, o algunos después.

La independencia ya era indefectible, sin que hubiese fuerza en el mundo capaz de contrarrestarla, nosotros mismos hemos experimentado lo que sabe hacer un pueblo que quiere ser libre. Era preciso, pues, acceder a que la América sea reconocida por nación soberana e independiente y se llame en los sucesivo Imperio Mexicano.

El gobierno monárquico constitucional moderado es el mejor que la política conoce para los países que reúnen a población y extensión considerable, cierto grado de recursos, de educación y de luces que les hace insufrible el despotismo, al mismo tiempo que no tienen todas las virtudes que sirven de sostenimiento a las repúblicas y estados federativos, así se tuvo presente para dictar el artículo 2º.

Un pueblo que se constituye tiene derecho a elegirse príncipe que ha de gobernarle, esta elección es espontánea y libre sin que pueda disputársele, y lo que vemos en la historia es que siempre recayó en uno de los hombres del mismo pueblo, por lo común en el más atrevido, muchas veces en el que disponía de la fuerza, algunas en el que tenía más amigos, y pocas en el más virtuoso, pero ahora convenía a las glorias de España que fuese uno de sus príncipes el emperador de México, y en efecto el señor D. Fernando VII es el primero llamado en el artículo tercero y por su orden de mayoría sus augustos hermanos, y sobrino.

El artículo 4º. no necesita explanación, él es de ninguna importancia a los españoles, y si México por su posición geográfica no es la mejor Corte, tiene a su favor otras razones que la conservan en este rango.

En cumplimiento del articulo 5º., dictado por la debida consideración á Su Majestad, por el respeto y amor que profesamos a su sagrada persona los mexicanos y yo, y por los deseos de que la venida del emperador no se dilate, he comisionado al coronel D. Antonio del Val y al teniente D. Martín José de Olaechea para que pasen a poner en manos de vuestra excelencia, quien tendrá la bondad de elevarla a las de Su Majestad, esta carta y copia que le acompaña del Tratado de Córdoba, suplicándole al mismo tiempo se digne recibirle con benignidad, conceder su alta aprobación, si no a mi acierto, a mis buenos deseos, y poner el sello a sus bondades accediendo a la pretensión de estos pueblos, que anhelan por ser dirigidos por Su Majestad o un príncipe de su casa.

Los artículos siguientes, hasta el 14 inclusive, pertenecen a disposiciones interiores para asegurar el orden, evitar la anarquía, garantizar el cumplimiento de todo lo convenido y procurar por todos medios el acierto; sólo hay de notable en el 8º. que se me nombra a mi, desde luego, individuo de la Junta Provisional de Gobierno, por la razón que se expresa en el mismo artículo, y a lo que no me opuse por que en efecto considero conveniente mi asistencia a la Junta, en donde podré influir siempre que se trate de los intereses de mi patria, que quiero conservar y a quien quiero servir, cesando mis funciones en el momento que, conforme al artículo 13, se reúnan las Cortes, pero permaneciendo en el Imperio hasta la venida del monarca, o resolución de mi gobierno. (El número 2º. es copia del Plan de Iguala que se cita.)

Los artículos 15 y 16 aseguran la vida, libertad y propiedades de los europeos, que tenían antes que se estipulasen expuestas las primeras y perdidas las últimas, partido que sólo él sería bastante para llenarme de satisfacción y que no puede dejar de constituirme acreedor a ser mirado con indulgencia por Su Majestad y la nación entera.

A lo acordado en el artículo 16 no pude dejar de acceder ¿ni cómo oponerme a que cada cual mande en su territorio? Tampoco a lo que expresa el 17, la evacuación de la capital era necesaria y forzosa; pues hágase dejando en buen lugar las virtudes de la tropa española, el honor de la nación, y capitulando de un modo que no se amancillen nuestras glorias; además, convenido en los artículos anteriores nada más indispensable que convenir en éste, nada más urgente que aplicar desde luego los medios para evitar la efusión de sangre, que de otro modo era infalible. Tampoco podían ni debían permanecer soldados armados en posesión de la capital de un Imperio declarado independiente, no interponiendo yo mi autoridad para que sin estrépito se verificase la salida, el resultado necesario era que saliesen al fin, dejando para Corte del emperador ruinas y escombros que tendría que entrar pisando, mezcladas con los cadáveres, para sentarse en el trono que le preparó el amor y mancharía el capricho y la temeridad, me pareció que era un deber mío evitar a sus ojos tan horrible espectáculo, y a su corazón el dolor que le produciría.

Recién llegado a Veracruz, cuando fluctuaba inquieta mi imaginación sin decidirse a abrazar un partido, y cuando no me atrevía ni aun a esperar lo que ha sucedido, después tuve momentos de pensar en defenderme en la plaza hasta recibir contestación de Su Majestad, hubiera sin duda sido imposible conseguirlo por el estado de dicha plaza, que ya he manifestado a vuestra excelencia: en aquellos momentos mismos me dijo el gobernador que había, con el ayuntamiento, solicitado del capitán general de Cuba socorro de fuerza para la guarnición, y me suplicaba apoyase su solicitud, así lo hice por medio de una carta que dirigí al expresado general, y acaban de llegar, en su consecuencia, doscientos cincuenta hombres, que en ningún caso podían ser útiles por su corto número; pero parece que todo se reúne para que esta grande obra se cimiente sobre sangre y esté marcada por el sello de la muerte. Son infinitos los males que en este estado de cosas puede causar tal desembarco; para ocurrir a todo, he prevenido al gobernador de la plaza vuelva esta tropa inmediatamente a su destino, con tanta más razón cuanto que el mencionado capitán general le dice en oficio del 29 de julio que los necesita y espera se los devuelva luego que haya cesado el motivo de su venida; y porque las razones en que estriba esta disposición están expresadas en el oficio que la contiene, lo copio a vuestra excelencia señalado con el número 3.

Sírvase vuestra excelencia elevar a la alta consideración de Su Majestad cuanto llevo expuesto, suplicándole se digne aprobar mi conducta, hija de mis deseos de ser útil a Su Majestad, a la nación y a la humanidad.”

Y lo copio a vuestra excelencia para los mismos fines y su debido conocimiento, rogándole al mismo tiempo incline el ánimo de Su Majestad a favor del coronel D. Antonio del Val y teniente D. Martín José de Olaechea, encargados en el desempeño de esta comisión para la que los elegí teniendo presente su mérito, su aptitud y los recomendables servicios que han hecho a la patria en estas circunstancias.

Dios guarde a vuestra excelencia muchos años. Córdoba, 31 de agosto de 1821.

Excelentísimo señor. Juan O’Donojú. Excelentísimo señor secretario de Estado y del despacho de la Guerra

 

El Consejo de Estado recomienda no enviar tropas a América

 

Palacio 1º. de septiembre de 1821

 

Señor.
El Consejo se ha enterado del expediente que remitió al Consejo el secretario del despacho de la Guerra con fecha de 21 del corriente, acerca de las desagradables ocurrencias de Nueva España y estado de aquellas provincias, según los últimos partes; como igualmente de las providencias que ha tomado el gobierno para auxiliar la plaza de Veracruz desde La Habana, y para que la falta de tropas que en esta última resulte por la remisión de dichos auxilios, se reemplazase con un regimiento que intenta enviar desde la Península, formándole expresamente para el efecto; y respecto a ser la voluntad de vuestra Majestad, enunciada en el oficio del secretario de la Guerra, que el Consejo consulte a vuestra Majestad si cree conveniente se remitan auxilios de tropas a Ultramar; modo de verificarlo, y si es acertado el que se propone para La Habana; esto es, la formación y embarque de un regimiento de infantería, manifestará el Consejo su modo de pensar lo más brevemente que le sea posible.

La plaza de La Habana y la isla de Cuba entera forman una posesión tan preciosa por su situación, su riqueza actual y su estado creciente de prosperidad, que sin duda alguna es mirada con envidia y con ojos codiciosos por varias naciones extranjeras; por lo cual nunca será demasiado el esmero del gobierno para conservar su tranquilidad interior y preservarla de agresiones exteriores, que por desgracia no son difíciles. Bajo de este concepto cree el Consejo, no tan sólo conveniente, sino preciso, en cuanto sea posible, el reponer la fuerza que se hubiese desmembrado, o que se manda desmembrar para el socorro de Veracruz; pero en cuanto al medio de verificarlo, tiene el sentimiento de no estar acorde con la opinión del ministerio. No puede perder de vista cuan desagradable se ha hecho a la mayor parte de nuestras tropas la idea de embarcos para Ultramar, a los cuales se aumenta la aversión en proporción de la mejor calidad del soldado; esto es, que los quintos, los hombres honrados que se resignan al servicio militar como a carga indispensable, pero con voluntad decidida de volver a sus hogares lo más pronto posible, son los que más aborrecen los embarcos, sin que sea fácil ni casi posible persuadirles, que una navegación larga y penosa a países ultramarinos pueda contribuir a la defensa de su patria. Es verdad que sólo al gobierno le toca determinar cuál es el uso más conveniente de la fuerza armada para el bien general de la monarquía, y que aunque sea útil el convencimiento de las tropas que han de emplearse en las diversas empresas, ya se sabe que no es común el conseguirlo, y en su lugar lo que exclusivamente se necesita y se ha de exigir siempre, es la ciega obediencia. Éste es un principio indisputable y constante y tan arraigado en los militares, desde la existencia de ejércitos permanentes, que ni una sombra de duda ocurre a ninguno sobre el particular en los tiempos ordinarios; pero acordémonos de que la España se halla en circunstancias extraordinarias y muy nuevas, y que todavía se cree el soldado con derecho para deliberar antes de obedecer. Llegará el día, y es de esperar que no está lejos, en que se mire la estricta obediencia militar como una de las bases más sólidas de la libertad nacional; el día en que obedezca en las filas a su oficial o a su cabo sin vacilar ni cuestionar, un joven ilustrado, que acaso mañana brillará como diputado en el Congreso de la nación, pero hasta que llegue a este punto de consolidación nuestra disciplina militar, exige la prudencia no se aventuren pruebas, que si saliesen mal, retardarían enormemente el establecimiento tan deseado de un buen régimen militar, y por consecuencia ocasionaría vaivenes en el sistema mismo constitucional, lisonjeando a sus enemigos con algún escándalo, vergonzoso para nosotros y de incalculables malas consecuencias. Por estas consideraciones opina el Consejo: que no se envíen a La Habana, sino individuos sacados voluntariamente de los cuerpos, o reclutas alistados desde luego para Ultramar.

No se conforma tampoco con la idea de formar un regimiento para ir a La Habana; su plana mayor y numerosa oficialidad sería excesivo gravamen para aquellas cajas, y aun tal vez produciría más embarazo que utilidad; considera más oportuno que se envíe la fuerza equivalente de hombres para completar o aumentar los cuerpos existentes en aquella isla. Para que esta tropa lleve alguna organización durante el transporte, pudiera dividirse en piquetes o pelotones de ciento a ciento cincuenta hombres, poniéndolos al cargo de algunos oficiales de la menor graduación y en el menor número posible, y convendría sin duda que vaya esta gente lo más pronto que sea dable, regularmente vestida y completamente bien armada.

Falta todavía que contestar a la cuestión más general, comprendida en el oficio del ministerio, a saber: si se cree conveniente que se remitan auxilios de tropas a Ultramar, y sobre este punto manifiesta el Consejo que los refuerzos que se han enviado siempre a La Habana y a las demás islas halla preciso que se continúen, y alguna rara vez podrá ser oportuno enviarlos también a un punto u otro del continente, como lo ha mandado ahora el gobierno respecto de Veracruz. Pero ésta es una excepción a los principios generales del Consejo, según los cuales no es ya la fuerza material, sino la moral y la de la opinión la que ha de someter a los insurgentes, y la que ha de reunir a la Metrópoli otra vez (si acaso es posible) a los países disidentes de la España ultramarina, en lugar de los inútiles y tal vez perjudiciales dispendios que se intenten hacer para enviar fuerzas terrestres, insiste el Consejo en lo que otras veces ha dicho ya sobre la suma importancia de habilitar buques de guerra, sin perdonar gasto ni sacrificio para ello, multiplicándolos hasta el punto que baste para extinguir la piratería, no permitir la existencia de pabellones insurgentes, proteger el tráfico de los buenos españoles de Europa y América, el transporte de caudales de los que deseen trasladarlos a Europa, y están siempre a la mira de los acontecimientos, de cualquiera especie que puedan sobrevenir.

D. Ignacio de la Pezuela hace voto particular manifestando: que la fuerza moral o de opinión es enteramente nula y desaparece como el humo sin el apoyo de la física, y no puede de ninguna manera esperarse de aquélla, destituida de ésta, la reducción de los insurgentes. Aun los más fieles y adictos a la Metrópoli, cuando no esperan los auxilios por que tanto claman y suspiran, desmayan, se consideran abandonados de la madre patria y sólo cuidan de salvarse, o con la fuga, arrostrando toda especie de riesgos y peligros, y perdiendo sus bienes, fruto de sus sudores y trabajos de toda la vida, y muchos separándose para siempre de sus familias, o sometiéndose a los insurgentes, tal vez a costa de las más duras humillaciones para hacer menores sus desgracias e infortunios. En consecuencia de esto y de lo demás que omite, y no se ocultará a la sabiduría del gobierno, no puede adoptar los principios arriba indicados, y cree que siendo de la última importancia la reducción de los disidentes de América y su conservación, pues perdida ésta en su concepto, casi no queda esperanza de que la España convalezca de la miseria en que está sumergida, fuera de lo que entiende, padecerá la opinión del sistema constitucional, cree, repite, y es de dictamen, que se hagan los mayores esfuerzos y sacrificios para reducir y conservar aquellos importantísimos dominios enviando los posibles auxilios terrestres y marítimos, no sólo a las islas, sino también al continente, no olvidando nunca que toda propuesta o medida de conciliación, por justa y moderada que sea, como debe siempre serlo, que no esté apoyada de la fuerza física, lejos de ser atendida, será mirada y despreciada por los insurgentes como hija de la debilidad e impotencia.

Vuestra Majestad, en vista de todo, se servirá resolver lo que estime más conforme.

Palacio 1º. de septiembre de 1821.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Ortiz Escamilla (Comp.) [Con la colaboración de David Carbajal López y Paulo César López Romero] Veracruz. La guerra por la Independencia de México 1821-1825. Antología de documentos. Comisión Estatal del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana.