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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1821 Correspondencia entre Juan O’Donojú y Francisco Lemaur, último jefe político superior de la Nueva España.

Septiembre 7-18 de 1821

 

Señor D. Francisco Lemaur.

Puebla, 7 de septiembre de 1821.

Mi muy estimado amigo: Por falta de tiempo no contesté a su apreciable de 28 anterior, recibida en Orizaba, hágolo ahora empezando por saludar a vos, repetirme su amigo, y apreciarle sus buenos deseos relativos a mí y mi familia.

Varias veces he leído su mencionada carta, la he comparado con las del gobernador y Comoto, y no acabo de comprender como a la penetración de vuestras mercedes se han escapado mil razones que justifican mi disposición sobre reembarco de tropas procedentes de La Habana, y muchas más que convencen, no sólo de la necesidad de firmar el convenio de Córdoba, sino que éste es justo, equitativo y racional. No tienen igual fuerza las que se alegan para desobedecerme en lo primero y repugnar lo segundo. Si alguna vez fuese el señor Dávila reconvenido por su desobediencia a una autoridad que reconoce legítima ¿podría indemnizarse con sus achaques, edad y equivocadas ideas del pueblo? Pero yo no lo pondré en tal compromiso, así estuviera en mi mano evitar a los habitantes de Veracruz los males que se atraen si persisten en no rectificar sus ideas, y no conocer que carecen de fuerza para una obstinada resistencia.

Sin perjuicio de que vea vos lo que digo al gobernador con esta fecha, indicaré algo contrayéndome a las noticias y reflexiones de vos, que los moradores de Veracruz sean de un carácter distinto de todos los demás del reino, ya lo sabía, pero no convenimos en que ellos sean los verdaderamente españoles; en verdad que nada tendrá España que agradecer y sí mucho que vituperar a unos hombres temerarios, inquietos, con quienes no tienen las autoridades libertad para obrar, y que quieren mezclarse en las determinaciones del gobierno, desconfiando sin antecedentes ni datos de la justicia de los procedimientos de éste, y suponiéndole destituido de los sentimientos de interés general que deben concederse. Los habitantes de Veracruz confirman a los americanos y al mundo entero en la degradante opinión que tienen de nosotros con respecto a la conducta observada hasta ahora en estos países, cuando tenemos en nuestro arbitrio desmentir a cuantos nos han improperado, (como lo hacen seguramente las Cortes y el gobierno) un puñado de hombres se empeñan en malograr los desvelos y la aplicación de los verdaderamente patriotas, a quienes no se les puede tachar de egoístas ni interesados. No repugnan el reconocimiento de la independencia porque conocen el imperio de la necesidad ¿y por qué no lo conocen para ser dóciles, dulcificar la suerte y lejos de oponer obstáculos al bien que puede hacérseles, allanar dificultades y contribuir al mismo tiempo que a la felicidad general, a la suya propia y a conservar glorioso el nombre de una patria que dicen aprecian? Airosos quedarán los españoles con que los comerciantes de Veracruz hagan esos esfuerzos, cuyo resultado será perecer, prolongar los desastres de la guerra, exasperar a los dueños del país, hacer de peor condición a sus compatriotas, traer a la memoria antiguos resentimientos y precisar al gobierno a que ajuste tratados que no podrán menos de serle afrentosos porque no serán hijos del liberalismo y de la generosidad de una madre tierna, sino de la necesidad, de la fuerza que contra su placer les hizo sucumbir. ¿Le parece a vos que podamos dar gracias a los señores que nos quieren hacer representar papel tan ridículo? Toda la dificultad está en los caudales, en que se les han detenido, en que, en las anteriores resoluciones se les han arrebatado, en que se les impondrá un derecho exorbitante; pobres hombres, les ciega el interés privado y no ven el precipicio a que se arrojan pudiendo evitarlo. Se han detenido los caudales; según el convenio deben quedar a disposición de sus dueños, y la resistencia de los veracruzanos opone un obstáculo invencible a que tenga efecto en esta parte.

En las revoluciones anteriores se atentó contra la vida y propiedades de los europeos, en el convenio se garantiza uno y otro. Iturbide no basta para ofrecer, dicen, esta garantía ¿de quién la quieren hoy, que es él quien manda la fuerza y dispone de los destinos? ¿Y no ven establecida una Junta Provisional, una Regencia y unas Cortes? Yo he firmado en el convenio y he dicho a vuestra merced (de lo que me acuerdo bien) que no bastaba la garantía del Primer Jefe para la venida del rey, o de una persona de su familia; pero no basta, sólo para esto y es sobrada para lo demás, porque es el único con quien se puede tratar en el día, y el único también que podrá en la actualidad disponer otra cosa, lo que ya no hará, comprometido por su palabra y firma.

El derecho de extracción será exorbitante ¿no lo tenían todo perdido? pues lo que les quedará, eso se encuentra, además que no se está en este caso; el por qué, ya lo digo en la carta al gobernador.

Vos también parece que en algún modo se ha dejado llevar de la ofuscación general; no se trata de abrazar partido, de volver las espaldas a la patria, de pelear contra ella, de hacer en su defensa sacrificios: el negocio del día es conocer los derechos de los pueblos, el sistema de gobierno, sacar el mejor partido y esperar en calidad de españoles empleados por él, la resolución de éste, trabajando entre tanto en lo que le conviene según nuestro modo de pensar, que tiene bastantes razones en que apoyarse; si accede a mandar un príncipe, sin ser malos hijos podemos fijarnos donde nos acomode; si no accede, entonces podemos trasladarnos donde nos necesite, y estar a su disposición.

Reciba vos expresiones de mi mujer y los afectos de su servidor y afectísimo amigo que su mano besa.

Juan O’Donojú.

 

 

Veracruz, 18 de septiembre de 1821.

Excelentísimo señor D. Juan O’Donojú.

Mi venerado general: Recibo la apreciable de vos de 7 de este mes, que aunque antes anunciada como contestación a la mía del 28 no la esperaba ya sobre el mismo asunto. Creí a la verdad que reflexionando vuestra merced sobre la mía, mayormente habiéndola leído varias veces, agregaría a las razones que yo expresaba otras aún más graves e insinuadas sólo para excusarle ofensa y que no la recibiría de mi decisión conociendo mis principios, ya que no bastasen a cambiar la suya en los que sigue.

Veo sobre todo por el final de su citada carta cuán encontrados se hallen unos y otros y en la necesidad que vuestra merced me pone de no poder negar el apoyo de la razón a los míos, deseo que guiándome la sinceridad no me haga tropezar con su enojo. Podrá ser la conducta pública de vuestra merced opuesta y aun enemiga de la mía, mas no a la suya mi persona. Hecha esta protestación, vamos al asunto.

Uno de los mayores bienes producidos por la ilustración del siglo a la que vuestra merced apela, ha sido el difundir con generalidad el conocimiento de los deberes y derechos de los pueblos, de los reyes y de los funcionarios públicos de todas las clases, y debiendo estar todos sujetos a la ley en sus diferentes relaciones civiles, sábese que cuando en los casos graves faltan abiertamente a ella los superiores, no sólo [no] les es ya debida, sino que sería criminal la obediencia en los subordinados. Tal vez no había César tenido con quien pasar el Rubicón alzándose contra su patria si entre sus soldados hubiesen sido tan comunes como ahora estos conocimientos.

En el caso que nos hallamos vuestra merced fue aquí reconocido con el carácter de capitán general y jefe superior político de Nueva España, y mientras no traspasase notablemente las atribuciones que le correspondían, todos, en el ejercicio de ellas, le debíamos obediencia, mas ¿con qué derecho podrá exigirla al unirse y adoptar las miras y principios de los enemigos que se han levantado contra el gobierno establecido en este reino? Todos sabemos que a vos tocaba defenderlo contra cualesquiera agresión y mantener en él la observancia de la Constitución y de las leyes, protegiendo en cuanto pudiese a los que le prestan obediencia y viven bajo su amparo, y de ningún modo dar apoyo con su autorización y ejemplo a los que intentan subvertirlas.

Todos sabemos también que vos no tiene facultades para pactar con ellos, confirmando sus intentos, pues no se las da su carácter público y reconocido, y no sólo se ha presentado con el de plenipotenciario, mas declara virtualmente en su carta a este gobierno que ningunos poderes ha recibido del gobierno de España con este objeto.

Dice vos en dicha carta que era indispensable firmar la independencia y sus razones para esto son: 1ª. La decidida voluntad de los pueblos; 2ª. Su fuerza para sostenerla; 3ª. Dirigirse por principios liberales el gobierno español; 4ª. Que aunque así no fuese no podrían sus intenciones tener efecto; y finalmente la 5ª. Que no se hubiera vos encargado de ser instrumento de opresión. Y más adelante, entre las consideraciones presentadas para que México y Veracruz desistan de toda resistencia y reconozcan el convenio hecho por vos con Iturbide añade: “Que aunque no quiera el rey dar su sanción a la independencia, no por eso dejará de verificarse.”

Estas propias razones, cuya fuerza examinaré seguidamente y en que vos pretende apoyar sus determinaciones, y sobre todo la consideración última, manifiestan desde luego que no sólo no ha recibido vos de nuestro gobierno ningunos poderes ni autorización para ajustar el convenio, sino que ha obrado con desprecio de ellos, o sin creer que fuesen necesarios. Nadie ignora sin embargo que ningún instrumento en que se contratan cualesquiera obligaciones ajenas, ya sea entre individuos o entre naciones, no puede ser válido a no estar firmado por los que tengan suficientes poderes, otorgados de las partes interesadas en las mismas obligaciones contratadas. Y careciendo vos de todo poder, como queda manifiesto, ¿qué valor imagina que podrá darse al convenio ajustado con Iturbide en que se declara y reconoce la independencia de Nueva España? Claro está que cuando más sólo tendrá el de acreditar el deseo que los dos contratantes manifiestan de establecer dicha independencia, pero ni el deseo de vos, como el de Iturbide y sus miras particulares, están lejos de ser origen ni causa de ninguna obligación para el gobierno de España, ni para cuantos sujetos a él saben obedecer sus leyes. Dicho convenio es, pues, de los que vulgarmente se llaman nulos y de ningún valor ni efecto legal, y no me detengo en asegurar a vos que bajo este concepto será considerado en todas partes y en España así que llegue a la noticia de nuestro gobierno, cualquiera que sean sus disposiciones respecto a conceder o negar la proyectada independencia. Éstas, sin embargo, podrán conjeturarse en vista del fundamento que tengan algunas de las razones que vos nos declara haber motivado su conducta, a cuyo examen procedo.

Alega vuestra merced por primera la decidida voluntad de los pueblos. Yo supongo que vos querrá hablar de la voluntad ilustrada y no de la ciega, o furor ajeno de toda razón y que lejos de conducir a los pueblos a mayor felicidad, los arrastra en medio de la anarquía a su exterminio y ruina. A los que agita esta última voluntad sería de desear que, para bien de la humanidad, los contuviese en sus extravíos otro más poderoso, así como los cuerdos, por humanidad, sujetan y encadenan a los locos y les estorban que se despedacen. Mas no es esto sólo de desear, sino inevitable el que más o menos tarde suceda, y las historias antiguas y modernas nos prueban con muchos ejemplos que siempre fueron presa de la conquista los países donde dominó la anarquía. Aunque, pues, conceda yo ahora por un momento que hay, como vos dice, en Nueva España esta decidida voluntad de independencia ¿cómo podrá acreditarse que es una voluntad ilustrada? ¿Ha podido vos examinar detenidamente, como sería necesario, el estado moral y civil de estos habitantes para persuadir que acertaba en su fallo? Yo no lo creo. Estoy muy lejos de pretender agraviarlos ni con mi pensamiento, pero entiendo que en el punto de que se trata no deberán ofenderse de que se les ponga al nivel de los de Buenos Aires ¿y cuáles han sido allí los efectos de la emancipación que pasa aquí de proyecto? La desolación y el exterminio y éste de ningún modo causado por las armas de España, si no por las mismas de aquellos desventurados naturales que llegaron a cambiar en un mes y siempre en medio de la sangre seis o siete gobiernos. ¡Ah! ¡Excelsa gloria, no hay duda, son acreedores los irreflexivos demagogos que en tan grande abismo precipitaron allí a sus conciudadanos y otra no menos ilustre y parecida muestran buscar aquí los que han exaltado estas gentes en pos de su decantada independencia!

Recuerdo que sólo hipotéticamente concedí que aquí hubiese por ella la decidida voluntad que vos supone, y ahora niego que así sea. ¿Cómo, en efecto, Iturbide no ha hecho hasta ahora reunir en un Congreso los diputados de todas las provincias para que expresen legalmente esta supuesta voluntad? Y no se diga que a esto se oponen los cuerpos de tropas españolas que se hallan interpuestos, pues se declara que no hay otras que las encerradas en México, Veracruz, Perote y Acapulco. Mas ¿cómo ha de reunirlos? Sábese muy bien que las castas que pueblan la costa del sur se resisten con sus no despreciables armas a reconocer otro gobierno que el que han tenido, sábese que las castas de esta costa opuesta, con su jefe Guadalupe Victoria, no quieren si no es república, y ¿quién ignora que los caudillos Guerrero, Bravo y Herrera no reconocen la supremacía que Iturbide se arroga de primer jefe del ideado Imperio, y que antes bien le obligan a que los trate de excelencia cuando sólo le contestan con señoría? Fuera de eso, los indios, que como aborígenes debiera vos llamar en todo caso los verdaderos amos de la tierra, más bien que a los criollos que capitanea Iturbide, estos indios digo ¿sabe vos cómo piensan? Es seguro que no se ocupan de semejantes cuestiones y aún más que llevan muy a mal que Iturbide, o alguno de sus medio subordinados, les haya arbitrariamente cuadruplicado el tributo que antes pagaban y de que por la Constitución quedaron exentos, y esto basta para que amen el antiguo y detesten el nuevo proyectado gobierno. Por último, no aventuro equivocarme asegurando que no sólo no apetecen, pero que por lo menos los nueve décimos de la población de Nueva España ni siquiera entienden, ni menos saben explicar lo que sea la independencia política por lo cual se quiere suponer que suspiran, y dice vos que tienen voluntad decidida. No es dable que a su penetración se oculte que esta independencia que se proclama no tiene otro principio ni fuerza que la de una conjuración formada a la sombra de la impericia y abandono de nuestro anterior gobierno, y cuyos soldados y apoyo no son sino parte de las tropas seducidas por un caudillo ambicioso, que con ellas y por la disminución de las nuestras ha movido y sustenta esta guerra, que no recibiendo otro auxilio puede cesar y apagarse como un fuego fatuo con la misma facilidad y prontitud que se extendió desde un muy pequeño origen. Bastaría esto que acabo de decir para dar su debido valor a la segunda razón que vos nos alega. Conviene sin embargo añadir que la ponderada fuerza que defiende la independencia se compone en casi su totalidad de un conjunto de hombres sin disciplina e incapaces de sujetarse a ella, que accidentalmente reúne, no el amor a su patria, que no conocen, sino el del pillaje y el odio constante que se les inspira, no tanto al gobierno español como a los españoles, cuyos despojos aspiran a repartirse, si lo pueden lograr con poco trabajo y sin riesgo. El resto, algo menos irregular y que acaso no llega a ocho mil hombres desertados de nuestras banderas, no están animados de mejores sentimientos, ni muestran respeto ni subordinación a sus oficiales, quienes sólo codician alcanzar los gobiernos y empleos que dejará vacantes la expulsión de los españoles, a tiempo que sus principales jefes, mirando el término de esta guerra como principio de la que se harán para llegar al mando supremo, se observan desconfiados unos de otros y han estado a punto varias veces de venir a las manos. De lo que esta fuerza heterogénea y anárquica sea capaz, cualquiera puede inferirlo, y lo que ha hecho hasta ahora lo comprueba. ¿Qué plaza, en efecto, o qué puerto ha tomado Iturbide que no fuese por seducción? Capituló Querétaro con 200 hombres de nuestras tropas, que a pesar de su reducido número creían entonces que sólo vendidas podrían rendirse al enemigo, lo cual ya nadie duda viendo al coronel Luaces, jefe de ellas pasado a la facción de Iturbide. Pero el general Cruz, sin más que quinientos españoles que pudo recoger fuera de su provincia ¿ha sido por ventura rendido? No por cierto, porque no es fácil que lo sea a la seducción. Se alegará que se rindió también Puebla, pero su guarnición, por las seducciones, ¿no estaba reducida de tres mil hombres a menos de mil cuando capituló? ¿Y qué muertos ni heridos tuvo durante el sitio? Acaso no pasan de dos docenas y vimos al coronel Horbegozo, que ajustó la capitulación, pasarse luego al partido independiente. Por el contrario ¿no hemos visto esta plaza sin fortificaciones ni guarnición rechazar las fuerzas más regulares del enemigo, que perdió a lo menos trescientos hombres entre muertos y prisioneros, con toda su artillería a manos, se puede decir, de unos paisanos españoles? Pues en esto no hubo otro milagro sino que la seducción no pudo hacer aquí de lo que acostumbra en esta guerra.

Por último, las fuerzas reunidas del proyectado Imperio rodean a México, donde tiempo hace se concentraron todas nuestras tropas, que no pasan de seis mil hombres, y sin embargo ¿se atreven los enemigos a tomar posición a menos de 4 leguas de aquella capital? ¿No acaban de perder más de dos mil hombres acercándose a Azcapotzalco? Bien conocen, y mucho más Iturbide, que cien ejércitos como el que tiene se desharían antes de reducir a México, y por lo mismo acude a sus acostumbrados medios. Así es que vuestra merced se acerca a Novella con su funesto tratado en la mano y lo que no ha podido ni puede hacer la fuerza se intenta alcanzar de las perplejidades sobre pertenencia legítima de mando en que han de verse las autoridades de aquella capital, o de las seducciones que puede facilitar la comunicación que habrá durante el armisticio. Estas son verdaderamente las fuerzas de reserva en que se apoya la independencia. Si en lugar de la liberalidad de principios por que se dirige el gobierno español, fuera posible que protegiera la licencia de las pasiones, entonces sólo creería yo que, siguiendo vuestra merced el espíritu del mismo gobierno, habría tenido en su tercera una fundada razón para el auxilio de su autoridad a las que encienden esta guerra. Mas la liberalidad de principios aplicada al gobierno no entiendo que indique otros que los de la justicia ilustrada en la formación de leyes encaminadas a asegurar la prosperidad y felicidad de los pueblos, y ya dejo dicho bastante para que se vea cuánto se apartarían de ella los de este reino con la insurrección que vuestra merced apoya. La cuarta razón que vuestra merced tuvo para firmar la independencia es el creer que aunque no la aprobase el gobierno de España, sus intenciones en oponerse a ella no podrían tener efecto. Este efecto creía yo que debería vos haberlo esperado de la fortuna, cuando no de la Divina Providencia, después de poner todos los medios humanos para alcanzarlo favorable y que sólo de este modo hubiera llenado las intenciones del gobierno, que es la sagrada obligación a que deben sujetarse todos aquellos funcionarios suyos que procuren serle fieles. Mas veo aquí la decidida oposición de los principios de vuestra merced con los míos, de que hablé al principio de esta carta, y con esto esta dicho todo, sólo sí advertiré en cuanto a tener o no efecto el intento de sujetar este país a la debida obediencia que el decidirse, como vuestra merced hace, por la negativa, puede ser dudoso, pues nada hay que lo sea tanto como las profecías, sobre todo las políticas. Tenga vuestra merced presentes las que se hicieron por los más hábiles acerca de la suerte de España invadida por Bonaparte y recordará que las que más lo parecían no salieron acertadas, ni tampoco afortunados los que por ellas se guiaron buscando su provecho; pero siempre será cierto que el camino más seguro es el que el honor enseña. Lo que ahora vuestra merced nos declara por su razón quinta y última, diciendo que no se hubiera encargado de ser instrumento de opresión, sería de desear y muy debido habérselo declarado antes a nuestro gobierno, y cuando le nombró capitán general, pues no dudo que al saber que no quería prestarse a vencer y oprimir a sus enemigos, le habría librado de los escrúpulos que ahora le asaltan, retirándole por lo menos dicho nombramiento. Entre tanto es algo raro que vos no los forme al declarar también en otro lugar que los españoles deben contentarse con la parte que los levantados quieran dejarles de sus bienes, debiéndolos considerar ya todos como perdidos; y porque los de México y Veracruz no forman tan sublime resignación les dice vos inquietos, insubordinados, temerarios y rebeldes. Yo confieso serlo también, por el favor de Dios, contra semejantes principios, dándome además una verdadera pesadumbre al ver la ingenua profesión que vuestra merced hace de ellos, y reprimiendo en esta ocasión, no sin gran trabajo, el desahogo de mi sentimientos, que no hallan voces con que presentarse a no dar a vos muy grave ofensa. Creo entretanto que puede vos consolarse por lo que nos toca, de que no aprovechemos esta ocasión, siguiendo su exhorto, para desmentir la degradante idea que supone tienen de nosotros los americanos y el mundo entero por nuestra conducta en estos países. Descuide vos en nosotros mismos el defender la nuestra, que difícilmente será atacada por lo que hacemos, y sírvase emplear todo su cuidado en excusar la suya, que no sé cual baste para hallarle aprobadores. Nunca las Cortes ni nuestro gobierno podrían serlo, según ya he demostrado, aunque sus disposiciones respecto a estos países fuesen las que vuestra merced le supone y espero se haya desengañado ya por el último correo de cuán opuestas las tengan.

Díceme vos por último, refiriéndose al final de mi anterior carta, que yo también participo de la ofuscación general y sobre esto declara que, sin ser malos hijos de la patria, pudiéramos fijarnos al lado del príncipe que con Iturbide ha concertado vuestra merced que venga a reinar aquí. Yo entiendo que con anuencia de nuestro gobierno podría decorosamente pasar al servicio de otro ya establecido, mas contribuir a la emancipación de una provincia sujeta al mío y aguardar en ella los favores del príncipe a quien así hubiera allanado el camino a su nuevo trono, es preciso ofuscarse mucho para no conocer que es caso muy distinto y vuestra merced me dispensará que me resista a merecer el nombre que se da a los que en él incurren y que alegue siempre mi decidida oposición a mis principios. Afirmo, pues, de nuevo, lo que expuse acerca de esto en mi anterior, advirtiendo por lo que vos explica en la suya que no me engañé en el sentido que di a la insinuación a que me contraje de su primera, y habiendo leído también la contestación que este señor gobernador da a la de vos, reproduzco cuanto en ella se contiene por muy conforme a mis sentimientos.

Con esto renuevo mi agradecimiento por sus expresiones a esa señora cuyos pies beso, quedando de vos con toda la consideración debida su atento y seguro servidor que su mano besa.

Francisco Lemaur

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Juan Ortiz Escamilla (Comp.) [Con la colaboración de David Carbajal López y Paulo César López Romero] Veracruz. La guerra por la Independencia de México 1821-1825. Antología de documentos. Comisión Estatal del Bicentenario de la Independencia y del Centenario de la Revolución Mexicana.