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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1819 Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos. Henri-Benjamin Constant de Rebecque.

Discurso Pronunciado en el Ateneo de París (1819).

 

Señores:

Me propongo exponerles algunas distinciones, aún bastante nuevas, entre dos tipos de libertad, cuyas diferencias han permanecido hasta hoy inadvertidas, o al menos demasiado poco observadas. Una es la libertad cuyo ejercicio era tan caro a los más antiguos; la otra, cuyo disfrute es particularmente precioso a las naciones modernas. Esta investigación será interesante, si no me equivoco, bajo un doble aspecto.

Primeramente, la confusión de estas dos especies de libertad ha sido entre nosotros, durante épocas demasiado célebres de nuestra revolución, la causa de muchos males.

Francia se ha visto cansada de los ensayos inútiles con que sus autores, irritados por su poco éxito, han intentado constreñirla del bien que no deseaba y le han disputado el bien que sí quería.

En segundo lugar, invitados por nuestra feliz revolución (la llamo feliz, a pesar de sus excesos, porque fijo mis observaciones sobre sus resultados), a disfrutar de los beneficios de un gobierno representativo, es curioso y útil investigar por qué ese gobierno, el único dentro del cual podíamos hoy día encontrar alguna libertad y algún reposo, ha sido casi enteramente desconocido por las naciones libres de la antigüedad. Sé que se ha pretendido desentrañar sus huellas en algunos pueblos antiguos, por ejemplo en la república de Lacedemonia y entre nuestros antepasados los galos, pero es erróneo.

El gobierno de Lacedemonia era una aristocracia monacal, y en ningún caso un gobierno representativo. El poder de los reyes era limitado, pero lo estaba por los éforos y no por hombres investidos de una misión semejante la que la elección confiere en nuestros días a los defensores de nuestras libertades. Los éforos, sin duda después de haber sido instituidos por los reyes, eran nombrados por el pueblo. Pero sólo eran cinco. Su autoridad era tanto religiosa como política; tenían una parte en la administración, en el gobierno, es decir, en el poder ejecutivo; y por ahí, su prerrogativa, como la de casi todos los magistrados populares en las antiguas repúblicas, lejos de ser simplemente una barrera contra la tiranía, se convertía a veces en una tiranía insoportable. El régimen de los galos, que se parecía bastante al que un cierto partido quisiera damos, era a la vez teocrático y guerrero.

Los sacerdotes disfrutaban de un poder sin límites. La clase militar o la nobleza poseían privilegios muy insolentes y muy opresores. El pueblo no tenía derechos ni garantías. En Roma, los tribunales tenían, hasta cierto punto, una misión representativa. Eran los órganos de esos plebeyos que la oligarquía (que en todos los siglos es la misma) había sometido, derrocando a los reyes, a una muy dura esclavitud. El pueblo ejercía sin embargo, directamente, una gran parte de los derechos políticos. Se reunía en esa asamblea para votar las leyes, para juzgar a los patricios acusados; no había pues en Roma más que débiles vestigios del sistema representativo.

Ese sistema representativo es un descubrimiento de los modernos y veréis, señores, que el estado de la especie humana en la antigüedad no permitía introducir o establecer allí una constitución de esta naturaleza. Los antiguos pueblos no podrían ni sentir su necesidad ni apreciar sus ventajas. Su organización social les conducía a desear una libertad completamente diferente de la que ese sistema nos asegura. A demostrar esta verdad a vosotros está consagrada la lectura de esta tarde.

Preguntaros en primer lugar, señores, lo que hoy un inglés, un francés, un habitante de los Estados Unidos de América, entienden por la palabra libertad. Para cada uno es el derecho a no estar sometido sino a las leyes, de no poder ser detenido, ni condenado a muerte, ni maltratado de ningún modo, por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o varios individuos.

Es para cada uno el derecho de dar su opinión, de escoger su industria y de ejercerla; de disponer de su propiedad, de abusar de ella incluso; de ir y venir, si requerir permiso y si dar cuenta de sus motivos o de sus gestiones. Para cada uno es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para dialogar sobre sus intereses, sea para profesar el culto que él y sus asociados prefieren, sea simplemente para colmar sus días y sus horas de un modo más conforme a sus inclinaciones, a sus fantasías. Finalmente, es el derecho, de cada uno, de influir sobre la administración del gobierno, sea por el nombramiento de todos o de algunos funcionarios, sea a través de representaciones, peticiones, demandas que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración. Comparad ahora esta libertad con la de los antiguos. Esta consistía en ejercer colectiva pero directamente varios aspectos incluidos en la soberanía: deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz, celebrar alianzas con los extranjeros, votar las leyes, pronunciar sentencias, controlar la gestión de los magistrados, hacerles comparecer delante de todo el pueblo, acusarles, condenarles o absolverles; al mismo tiempo que los antiguos llamaban libertad a todo esto, además admitían como compatible con esta libertad colectiva, la sujeción completa del individuo a la autoridad del conjunto.

No encontraréis entre ellos ninguno de los goces que como vimos forman parte de la libertad de los modernos. Todas las acciones privadas estaban sometidas a una severa vigilancia. Nada se abandonaba a la independencia individual, ni en relación con las opiniones, ni con la industria ni sobre todo en relación con la religión. La facultad de escoger el culto, facultad que observamos como uno de nuestros más preciosos derechos, habría parecido a los antiguos un crimen y un sacrilegio. En las cosas que nos parecen más fútiles, la autoridad del cuerpo social se interponía y se entorpecía la voluntad de los individuos. Terpadro no pudo añadir ni una cuerda a su lira sin que los éforos se ofendieran.

Aun en las relaciones más domésticas, la autoridad intervenía. El joven lacedemonio no podía libremente visitar a su joven mujer. En Roma, los censores dirigían un ojo incisivo al interior de las familias. Las leyes regulan las costumbres y como las costumbres sostienen todo, no había nada que las leyes no regulasen. Así, entre los antiguos, el individuo habitualmente casi soberano en los asuntos públicos, era esclavo en todas sus relaciones privadas. Como ciudadano, decidía sobre la paz y la guerra, como particular estaba limitado, observado, reprimido en todos sus movimientos; como parte del cuerpo colectivo, interrogaba, destituía, condenaba, despojaba, exiliaba, atacaba a muerte a sus magistrados o a sus superiores; como sometido al cuerpo colectivo, podía ser, a su vez, privado de su estado, sus dignidades, desterrado a muerte, por la voluntad discrecional del conjunto del que formaba parte. Entre los modernos, al contrario, el individuo, independiente en la vida privada, es, aun en los Estados más libres, sólo soberano en apariencia.

Su soberanía está restringida, casi siempre suspendida; y si en momentos determinados, pero escasos, ejerce esta soberanía, rodeado de precauciones y trabas, siempre termina por abdicar de ella.

Debo aquí, señores, detenerme un instante para prevenir una objeción que se me podría hacer. Hay en la antigüedad una república donde la servidumbre de la existencia individual al cuerpo colectivo no es tan completa como lo he descrito. Esta república es la más célebre de todas; adivináis que quiero hablar de Atenas. Volveré sobre ello más adelante, y conviniendo con la realidad del hecho, les expondré las causas. Veremos por qué de todos los Estados antiguos, Atenas es el que más se ha asemejado a los modernos. En todas partes la jurisdicción social era ilimitada. Los antiguos, como dice Condorcet, no tenían ninguna noción de los derechos individuales.

Los hombres no eran, por decirlo así, sino máquinas cuyos resortes y engranajes eran regulados por la ley. La misma sujeción caracterizaba los hermosos siglos de la república romana; el individuo, de algún modo, se había perdido en la nación, el ciudadano en la ciudad.

Ahora vamos a remontamos a la fuente de esta diferencia esencial entre los antiguos y nosotros.

Todas las antiguas repúblicas estaban encerradas en límites estrechos. La más poblada, la más poderosa, la más considerable de entre ellas no era igual en extensión al más pequeño de los Estados modernos. Como consecuencia inevitable de su poca extensión, el espíritu de esas repúblicas era belicoso, cada pueblo ofendía continuamente a sus vecinos o era ofendido por ellos. Empujados así por la necesidad, los unos contra los otros, se combatían o amenazaban sin cesar. Los que no quería ser conquistadores no podían dejar las armas bajo pena de ser conquistados. Todos compraban su seguridad, su independencia, su existencia entera, al precio de la guerra.

Ella era el constante interés, la ocupación casi habitual de los Estados libres de la antigüedad. Finalmente, y por un resultado necesario de esta manera de ser, todos esos Estados tenían esclavos. Las profesiones mecánicas, e incluso en algunas naciones las profesiones industriales, estaban confiadas a manos cargadas de grilletes.

El mundo moderno nos ofrece un espectáculo completamente opuesto. Los Estados menores de nuestros días so incomparablemente más vastos de lo que fue Esparta o de lo que fue Roma durante cinco siglos. La división misma de Europa en varios Estados, gracias al progreso de las luces es menos real que aparente. Mientras que en otro tiempo cada pueblo formaba una familia aislada, enemiga ancestral de las otras familias, ahora existe una masa de hombres bajo diferentes nombres y diversos modos de organización social, pero homogénea en su naturaleza. Ella es bastante fuerte para no tener nada que temer de las hordas bárbaras. Es lo bastante lúcida como para que la guerra le sea una carga. Su tendencia uniforme es hacia la paz.

Esta diferencia trae otra. La guerra es anterior al comercio; pues la guerra y el comercio no son sino dos medios diferentes de alcanzar la misma finalidad: el de poseer lo que se desea. El comercio no es sino un homenaje ofrecido a la fuerza del poseedor por el aspirante a la posesión. Es una tentativa para obtener paso a paso lo que no espera más que conquistar por la violencia. Un hombre que siempre fuera el más fuerte, no tendría jamás la idea del comercio. La experiencia le demuestra que la guerra, es decir, el empleo de su fuerza contra la fuerza del prójimo, lo expone a diversas resistencias y a diversos fracasos, y lo lleva a recurrir al comercio, es decir, a un medio más suave y más seguro de comprometer el interés de otro a consentir lo que conviene a su interés. La guerra es el impulso, el comercio es el cálculo. Pero por la misma debe venir una época en que el comercio reemplace a la guerra.

Hemos llegado a esa época.

No quiero decir que no la haya habido entre los antiguos pueblos comerciantes. Pero esos pueblos han constituido en cierto modo la excepción de la regla general. Los límites de una lectura no me permiten indicarles todos los obstáculos que se oponían entonces al progreso del comercio; vosotros los conocéis de hecho mejor que yo; sólo añadiré uno más. La ignorancia de la brújula forzaba al máximo a los marinos de la antigüedad a no perder de vista las costas. Atravesar las columnas de Hércules, es decir, pasar el estrecho de Gibraltar, era considerado como la empresa más audaz.

Los fenicios y los cartagineses, los más hábiles navegantes, no osaron hacerlo sino mucho más tarde y su ejemplo permaneció largo tiempo sin ser imitado. En Atenas, de la que hablaremos pronto, el interés marítimo era de alrededor del sesenta por ciento, mientras que el interés ordinario no era sino del doce, a tal punto la navegación remota implicaba riesgos.

Señores, si además pudiese entregarme a una digresión que desgraciadamente sería demasiado larga, les mostraría a través del detalle de las costumbres, hábitos, modos de traficar de los pueblos comerciantes de la antigüedad con los otros pueblos, que su comercio mismo estaba, por así decir, impregnado del espíritu de la época, de la atmósfera de guerra y hostilidad que les rodeaba. El comercio era entonces un feliz accidente, actualmente es el estado ordinario, el fin único, la tendencia universal, la verdadera vida de las naciones. Ellas desean el reposo; con el reposo, la holgura; y como fuente de la holgura, la industria. La guerra es cada día un medio más ineficaz para satisfacer sus deseos. La guerra ya no ofrece ni a los individuos, ni a las naciones, beneficios que igualen los resultados del trabajo apacible y el de los intercambios regulares. Entre los antiguos, una guerra exitosa aportaba a la riqueza pública e individuos, con esclavos, tributos y reparto de territorios. Entre los modernos, una guerra afortunada cuesta infaliblemente más de lo que ella vale.

En una palabra, gracias al comercio, a la religión, a los progresos intelectuales y morales de la especie humana, o hay más esclavos en las naciones europeas. Hombres libres deben ejercer todas las profesiones y proveer a todas las necesidades de la sociedad. Se percibe claramente, señores, el resultado necesario de estas diferencias.

Primeramente, la extensión de un país disminuye en relación con la importancia política que le toca compartir a cada individuo. El más oscuro republicano de Roma y Esparta era una potencia. No sucede lo mismo con el simple ciudadano de Gran Bretaña o de los Estados Unidos. Su influencia personal es un elemento imperceptible de la voluntad social que imprime su dirección al gobierno.

En segundo lugar, la abolición de la esclavitud ha privado a la población libre de todo aquel ocio que disfrutaba cuando los esclavos hacían la mayor parte del trabajo productivo. Sin la población esclava de Atenas, veinte mil atenienses no habrían podido deliberar cotidianamente en la plaza pública.

En tercer lugar, el comercio no deja, como la guerra, intervalos de inactividad en la vida del hombre. El perpetuo ejercicio de los derechos políticos, la discusión diaria de los asuntos de Estado, los conciliábulos, todo el cortejo y todo el movimiento de las facciones, agitaciones necesarias, obligado relleno, si oso emplear ese término, en la vida de los pueblos libres de la antigüedad, que habrían languidecido sin este recurso bajo el peso de una inacción dolorosa, no ofrecerían sino turbación y cansancio a las naciones modernas, donde cada individuo ocupado de sus negocios y empresas, de los goces que obtiene o espera, no quiere ser distraído sino momentáneamente y lo menos posible. El comercio inspira a los hombres un vivo amor por la independencia individual. El comercio subviene sus necesidades, satisface sus deseos, sin la intervención de la autoridad. Esta intervención es casi siempre, y no sé por qué digo casi, un desarreglo y una molestia. Siempre que el poder colectivo quiere involucrarse en las especulaciones particulares, veja a los especuladores. Siempre que los gobiernos pretenden realizar nuestros asuntos, ellos lo hacen peor y más dispendiosamente que nosotros.

Les he dicho, señores, que les hablaré de Atenas, a la cual se podría oponer el ejemplo de algunas de mis aserciones y cuyo ejemplo, por el contrario, las va a confirmar todas. Atenas, como ya lo he admitido, era de todas las repúblicas la más comerciante; también acordaba a sus ciudadanos infinitamente más libertad individual que Roma y Esparta.

Si yo pudiera entrar en detalles históricos, les haría ver que el comercio había hecho desaparecer entre los atenienses varias de las diferencias que distinguen a los pueblos antiguos de los pueblos modernos. El espíritu de los comerciantes de Atenas era similar al de los comerciantes de nuestros días. Xenofón nos cuenta que, durante la guerra del Peloponeso, ellos sacaban sus capitales continentales de Ática y los enviaban a las islas del Archipiélago. El comercio había creado entre ellos la circulación. Observamos en Isócrates huellas del uso de las letras de cambio. También observad cuánto se parecen sus costumbres a las nuestras. En sus relaciones con las mujeres, veréis (cito aún a Xenofón) que los esposos satisfechos cuando la paz y una amistad decente reinan al interior de la pareja, tienen en cuenta la fragilidad de la esposa causada por la tiranía de la naturaleza, cierran los ojos al irresistible poder de las pasiones, perdonan la primera debilidad y olvidan la segunda. En sus relaciones con los extranjeros, se les verá prodigar los derechos de ciudadanía a cualquiera, trasladándose entre ellos con su familia, estableciendo un oficio o una fábrica; por último, impactará su excesivo amor por la independencia individual. En Lacedemonia, dice un filósofo, los ciudadanos corren cuando un magistrado los llama; pero un ateniense estaría desesperado de que se le creyera dependiente de un magistrado.

Sin embargo, también en Atenas existían otras circunstancias que incidían sobre el carácter de las naciones antiguas; había una población esclava y el territorio era muy pequeño, y por todo ello encontramos allí vestigios de la libertad propia de los antiguos. El pueblo hace las leyes, examina la conducta de los magistrados, conmina a Pericles a rendir cuentas, condena a muerte a todos los generales que habían dirigido el combate de las Arginusas. Al mismo tiempo el ostracismo, arbitrariedad legal y vanagloriada por todos los legisladores de la época, el ostracismo, que nos parecía y debe parecemos una indignante iniquidad, prueba que el individuo estaba aún mucho más avasallado por la supremacía del cuerpo social en Atenas que hoy en ningún Estado libre de Europa. Se deduce de lo que vengo de exponer que ya no podemos disfrutar de la libertad de los antiguos, que consistía en la participación activa y constante en el poder colectivo.

Nuestra propia libertad debe consistir en el goce apacible de la independencia privada. En la antigüedad, la parte que cada uno tomaba de la soberanía nacional no era, en absoluto, una suposición abstracta. La voluntad de cada uno tenía una influencia; el ejercicio de esta voluntad era un placer vivo y respetado. En consecuencia, los antiguos estaban dispuestos a hacer muchos sacrificios para conservar sus derechos políticos y su parte en la administración del Estado. Cada uno, sintiendo con orgullo cuánto valía su sufragio, hallaba en esta conciencia de su importancia personal una amplia compensación.

Este resarcimiento no existe hoy para nosotros. Perdido en la multitud, el individuo no percibe casi nunca la influencia que él ejerce. Jamás su voluntad se marca sobre el conjunto; nada constata su cooperación ante sus propios ojos. Así pues, el ejercicio de los derechos políticos no nos ofrece sino una parte de los goces que los antiguos encontraban en ellos, y al mismo tiempo los progresos de la civilización, la tendencia comercial de la época, la comunicación de los pueblos entre sí, han multiplicado y variado hasta el infinito los medios de felicidad particular.

Resulta de ello que debemos estar mucho más ligados que los antiguos a nuestra independencia individual. Pues los antiguos, cuando sacrificaban esta independencia a los derechos políticos, sacrificaban menos para obtener más; mientras que haciendo el mismo sacrificio nosotros daríamos más para obtener menos.

La finalidad de los antiguos era compartir el poder social entre todos los ciudadanos de una misma patria. Estaba ahí lo que ellos llamaban libertad. La finalidad de los modernos es la seguridad de los goces privados; y ellos llamaban libertad a las garantías acordadas a esos goces por las instituciones.

He dicho al comenzar que, por no haber percibido esas diferencias, hombres bien intencionados, de hecho, habían causado infinitos males durante nuestra larga y tormentosa revolución. Dios no permita que yo les dirija reproches demasiado severos: su error, incluso, era excusable. No sabríamos leer las bellas páginas de la antigüedad, ni recordar las acciones de los grandes hombres sin experimentar no sé qué emoción de un tipo particular, que nada de lo que es moderno nos hace sentir. Los viejos elementos por así decir, de una naturaleza anterior a la nuestra, parecen despertarse en nosotros con esos recuerdos. Es difícil no echar de menos esos tiempos donde las facultades del hombre se desarrollaban en una dirección trazada de antemano, pero con un horizonte tan vasto, fortalecido por sus propias fuerzas y con tal sentimiento de energía y dignidad, que cuando uno se entrega a estas nostalgias, es imposible no querer imitar lo que se echa de menos.

Esta impresión era profunda, sobre todo cuando vivíamos bajo gobiernos abusivos, los que sin ser fuertes eran vejatorios, absurdos por sus principios, miserables por sus acciones; gobiernos que tenían por resorte la arbitrariedad y por finalidad el empequeñecimiento de la especie humana, y que ciertos hombres osan todavía vanagloriamos hoy día, como si pudiéramos olvidar alguna vez que hemos sido testimonios y víctimas de su obstinación, de su impotencia y de su derrocamiento. La finalidad de nuestros reformadores fue noble y generosa. ¿Quién de nosotros no ha sentido latir su corazón de esperanza a la entrada del camino que ellos querían abrir? ¡Y desgracia hoy, en el presente, a quien no sienta la necesidad de declarar que reconocer algunos errores cometidos por nuestros primeros guías no es mancillar su memoria ni repudiar opiniones que los amigos de la humanidad han profesado de generación en generación!

Pero esos hombres habían tomado varias de sus teorías de las obras de dos filósofos que no cuestionan los cambios acontecidos por disposiciones del género humano. Yo, quizás, examinaría una vez más el sistema de J. J. Rousseau, el más ilustre de esos filósofos, y mostraría que transportando a nuestros tiempos modernos una ampliación del poder social, de la soberanía colectiva que pertenecía a otros siglos, ese genio sublime a quien animaba el más puro amor por la libertad, ha proporcionado no obstante funestos pretextos a más de un tipo de tiranía. Sin duda, al revelar lo que yo considero como un error importante, sería circunspecto en mi refutación y respetuoso en mi reprobación. Evitaría, sin duda, unirme a los detractores de un gran hombre. Cuando el azar hace que coincida con ellos sobre un único punto, desconfío de mí mismo; y para consolarme de parecer por un instante de su misma opinión sobre una cuestión única y parcial, necesito repudiar y condenar e lo que de mí depende a esos pretendidos auxiliares.

Sin embargo, el interés por la verdad debe primar sobre consideraciones que vuelven tan potentes el brillo de un talento prodigioso y la autoridad de un inmenso prestigio. No es de hecho a Rousseau, como se verá, a quien debemos atribuir principalmente el error que voy a combatir; pertenece más bien a uno de sus sucesores, menos elocuente pero no menos austero y mil veces más exagerado.

Este último, el abate de Mably, puede ser considerado como el representante del sistema que, conforme a las máximas de la libertad antigua, quiere que los ciudadanos estén completamente sometidos para que la nación sea soberana, y que el individuo sea esclavo para que el pueblo sea libre. El abate de Mably había confundido, como Rousseau y como muchos otros, siguiendo a los antiguos, la autoridad del cuerpo social con la libertad, y todos los medios le parecían buenos para extender la acción de esta autoridad sobre esta parte recalcitrante de la existencia humana de la cual él deplora la independencia.

El disgusto que expresa en todas sus obras es que la ley no pueda alcanzar más que a las acciones. Habría querido que la autoridad del cuerpo social persiguiese al hombre sin descanso y sin dejarle un asilo donde pudiese escapar de su poder. Apenas percibía, en cualquier pueblo, una medida vejatoria, él pensaba haber hecho un descubrimiento que proponía como modelo; detestaba la libertad individual como se detesta a un enemigo personal; y en cuanto encontraba en la historia una nación que estaba completamente privada de ella, no podía impedirse de admirarla. Se extasiaba con los egipcios, porque, decía, todo en ellos era regulado por la ley, hasta las distracciones, hasta las necesidades; todo se doblegaba bajo el imperio del legislador; todos los momentos de la jomada estaban ocupados por algún deber. Incluso el amor estaba sujeto a esta intervención respetada, y era la ley la que abría y cerraba el lecho nupcial. Esparta, que unía la forma republicana y la servidumbre de los individuos, excitaba en el espíritu de este filósofo un entusiasmo más vivo aún.

Aquel vasto convento le parecía el ideal de una perfecta república. Sentía hacia Atenas un profundo desprecio y gustosamente habría dicho de esta nación, la primera de Grecia, lo que un académico y gran señor decía de la Academia Francesa: “¡Qué espantoso despotismo! Todo el mundo hace allí lo que quiere.” Debo agregar que ese gran señor hablaba de la Academia tal como ella era hace treinta años. Montesquieu, dotado de un espíritu más observador porque había tenido una cabeza menos ardiente, no cayó exactamente en los mismos errores. El quedó impactado por las diferencias que he referido, pero no ha discernido la verdadera causa. “Los políticos griegos -dice- que vivían bajo el gobierno popular, no reconocían otra fuerza que la de la virtud.

Los de hoy día no nos hablan más que de manufactura, comercio, finanzas, riquezas e incluso de lujo.” Montesquieu atribuye esta diferencia a la república y a la monarquía; pero hay que atribuirla al espíritu diferente de los tiempos antiguos y de los tiempos modernos. Ciudadanos de las repúblicas, súbditos de monarquías, todos quieren goces y nadie puede, en el estado actual de las sociedades, no desearlo. El pueblo más sujeto actualmente a su libertad, antes de la liberación de Francia, era también el pueblo más ligado a todos los disfrutes de la vida, y cuidaba su libertad, sobre todo porque veía en ella la garantía de los goces que él amaba. En otro tiempo, cuando había libertad, se podían soportar las privaciones; ahora en todas partes donde hay privación, es necesaria la esclavitud para resignarse a ella.

Hoy día sería más fácil hacer de un pueblo de esclavos un pueblo de espartanos, que formar espartanos para la libertad. Los hombres que se vieron arrastrados por la oleada de sucesos a la cabeza de nuestra revolución, estaban imbuidos por las opiniones antiguas y ya falsas que habían honrado los filósofos de los que he hablado, como consecuencia necesaria de la educación que habían recibido.

La metafísica de Rousseau, en medio de la cual aparecen de golpe, como relámpagos, verdades sublimes y pasajes de una elocuencia arrasadora; la austeridad de Mably, su intolerancia, su odio contra todas las pasiones humanas, su avidez por sojuzgarlas todas, sus principios exagerados sobre la competencia de la ley, la diferencia de lo que él recomendaba y de lo que había existido, sus declaraciones contra las riquezas y aun contra la propiedad, todas esas cosas debían fascinar a hombres inflamados por una reciente victoria, y quienes, conquistadores del poder legal, estaban muy dispuestos a extender este poder sobre todas las cosas. Para ellos era una autoridad preciosa la de dos escritores, quienes, desinteresados en el asunto, y pronunciando anatema contra el despotismo de los hombres, habían redactado en axiomas los textos de la ley. Quisieron, así pues, ejercer la fuerza pública, como habían aprendido de sus guías que antaño ella habría sido ejercida en los Estados libres. Creyeron que todo debía ceder ante la voluntad colectiva y que todas las restricciones a los derechos individuales serían ampliamente compensadas por la participación en el poder social.

Sabéis, señores, lo que de ello resultó. Instituciones libres, apoyadas sobre el conocimiento del espíritu del siglo, habrían podido subsistir.

El renovado edificio de los antiguos se derrumbó, a pesar de muchos esfuerzos y muchos actos heroicos que merecen toda la admiración.

Es que el poder social hería en todo sentido la independencia individual sin destituir de él la necesidad. La nación no encontraba que una parte ideal de una soberanía abstracta valiera los sacrificios que se le pedía. Se le repetía inútilmente con Rousseau que las leyes de la libertad son mil veces más austeras que duro el yugo de los tiranos. Ella no quería esas leyes austeras y, en ese hastío, creía a veces que sería preferible el yugo de los tiranos. Llegó la experiencia y la desengañó. Vio que la arbitrariedad de los hombres era peor aún que las malas leyes. Pero las leyes deben tener sus límites.

Si he logrado, señores, haceros compartir la opinión que, en mi convicción, esos hechos deben producir, reconoceréis conmigo la verdad de los siguientes principios. La independencia individual es la primera de las necesidades modernas.

En consecuencia, jamás hay que pedir su sacrificio para establecer la libertad política. Se deduce que ninguna de las numerosas y alabadas instituciones que en las repúblicas antiguas perturbaban la libertad individual, es admisible e los tiempos modernos.

Esta verdad, señores, a primera vista parece superflua de establecer.

Algunos gobernantes de hoy no parecen en nada inclinados a imitar las repúblicas de la antigüedad. No obstante por muy poco gusto que ellos tengan por las instituciones republicanas, hay ciertas costumbres republicanas por las que ellos experimentan no sé qué afecto. Es molesto que esos sean precisamente los que se permiten rechazar, exiliar, despojar. Recuerdo que en 1802 se deslizó en una ley sobre los tribunales especiales un artículo que introducía en Francia el ostracismo griego; ¡y sabe Dios cuántos elocuentes oradores, para hacer admitir este artículo que sin embargo fue retirado, nos hablaron de libertad, de Atenas y de todos los sacrificios que los individuos debían hacer para conservar esta libertad! Lo mismo que en una época más o menos reciente, cuando autoridades temerosas intentaron con mano tímida dirigir las elecciones a su voluntad, un periódico, que no obstante no es tachado de republicanismo, propuso hacer revivir la censura romana para apartar a los candidatos peligrosos.

Así pues, no creo empeñarme en una digresión inútil, si para apoyar mi aserción digo algunas palabras sobre esas dos instituciones tan alabadas.

El ostracismo de Atenas reposaba sobre la hipótesis de que la sociedad tiene total autoridad sobre sus miembros. Esta hipótesis podía justificarse en un pequeño Estado, donde la influencia de un individuo, basada en su crédito, clientela y gloria, compensa a menudo el poder del pueblo; allí el ostracismo podría tener una apariencia de utilidad. Pero, entre nosotros, los individuos tienen derechos que la sociedad debe respetar, y la influencia individual está tan perdida en una multitud de influencias, iguales o superiores, que toda vejación, motivada por la necesidad de disminuir esta influencia, es inútil y por consecuencia injusta. Nadie tiene derecho a exiliar un ciudadano si no es condenado por un tribunal regular, según una ley formal que liga la pena del exilio a la acción de la que él es culpable. Nadie tiene derecho de arrancar al ciudadano de su patria; el propietario tiene sus tierras, el negociante su comercio, el esposo su esposa, el padre sus hijos, el escritor sus meditaciones estudiosas, el viejo sus costumbres. Todo exilio político es un atentado político. Todo exilio pronunciado por una asamblea a causa de pretendidos motivos de salvación pública, es un crimen de esta asamblea contra el bien público, que no existe jamás sino en el respeto de las leyes, en el acatamiento de las formas y en la conservación de las garantías. La censura romana suponía, como el ostracismo, un poder discrecional.

En una república en la que todos los ciudadanos, mantenidos por la pobreza en una simplicidad extrema de costumbres, habitaban la misma ciudad, no ejercían ninguna profesión que desviara su atención de los asuntos de Estado, y se hallaban así constantemente espectadores y jueces del uso del poder público. La censura, de un lado, podía tener más influencia, y del otro, la arbitrariedad de los censores estaba contenida por una especie de vigilancia moral ejercida contra ellos. Pero tan pronto como la extensión de la república, la complicación de las relaciones sociales y los refinamientos de la civilización hubieran quitado a esta institución lo que servía a la vez de base y de límite, la censura degeneró incluso en Roma. Así pues, no era entonces la censura la que había creado las buenas costumbres, era la simplicidad de las costumbres lo que constituía la potencia y la eficacia de la censura.

En Francia, una institución tan arbitraria como la censura sería a la vez ineficaz e intolerable. En el presente estado de la sociedad, las costumbres se componen de finas sutilezas ondulantes, inasibles, que se desnaturalizarían de mil maneras si se intentara darles más precisión. Únicamente la opinión puede herirles, sólo ella puede juzgarlas, porque es de igual naturaleza.

Ella se sublevaría contra toda autoridad positiva que quisiera darle mayor precisión. Si el gobierno de un pueblo quisiera, como los censores de Roma, censurar a un ciudadano con una decisión discrecional, la nación entera reclamaría contra este fallo no ratificando las decisiones de la autoridad.

Lo que vengo de decir sobre el trasplante de la censura en los tiempos modernos se aplica a muchas otras zonas de la organización social, en las que se nos cita la antigüedad aún más frecuentemente y con mucho más énfasis. Tal como la educación, por ejemplo, cuando se nos dice que hemos de permitir que el gobierno se apodere de las generaciones nacientes para formarlas a su voluntad. ¿Y cuántas alusiones eruditas apoyan esta teoría? ¡Los persas, los egipcios, Grecia e Italia vienen a figurar por tumo en nuestros registros! ¡Eh!, señores, no somos ni persas sometidos a un déspota, ni egipcios subyugados por sacerdotes, ni galos pudiendo ser sacrificados por sus druidas, ni finalmente griegos y romanos cuya parte en la autoridad social consolidaba la servidumbre privada. Somos modernos que queremos disfrutar cada uno de nuestros derechos; desarrollar cada una nuestras facultades como mejor nos parece, sin perjudicar al prójimo; velar por el desarrollo de esas facultades en los hijos que la naturaleza confíe a nuestro afecto, que será tanto más ilustrada cuanto más viva, sin necesidad de ninguna autoridad si no es para conseguir de ella los medios generales de instrucción que puede proporcionamos, como los viajeros aceptan la autoridad vial, sin ser por ello dirigidos en el camino que quieren seguir. La religión también está expuesta a estos recuerdos de otros siglos. Valientes defensores de la unidad de doctrina nos citan las leyes de los antiguos contra los dioses extranjeros y apoyan los derechos de la Iglesia católica con el ejemplo de los atenienses, que hicieron perecer a Sócrates por haber quebrantado el politeísmo, y el de Augusto, que quería permanecer fiel al culto de sus padres, lo que hizo que poco después se entregara a los primeros cristianos a las bestias.

Desconfiemos, señores, de esta admiración por ciertas reminiscencias antiguas. Puesto que vivimos en los tiempos modernos, deseo la libertad conveniente a los tiempos modernos; y puesto que vivimos bajo monarquías, suplico humildemente a esas monarquías no pedir prestado a las repúblicas antiguas medios para oprimimos. La libertad individual, repito, he ahí la verdadera libertad moderna. La libertad política es por consecuencia indispensable. Pero pedir a los pueblos actuales sacrificar, como los de antaño, la totalidad de su libertad individual a su libertad política, es el medio seguro de separarles de una de ellas; y cuando eso se haya conseguido, no se tardará en arrebatarles la otra.

Veis, señores, que mis observaciones no tienden en absoluto a disminuir el precio de la libertad política. Yo no deduzco en nada de los hechos que he puesto ante vuestros ojos las consecuencias que algunos hombres sacan de ello. Del hecho que los antiguos hayan estado libres, y que nosotros no podamos ser libres como los antiguos, ellos concluyen que estamos destinados a ser esclavos. Quisieran constituir el nuevo estado social con un pequeño número de elementos de los que ellos dicen ser los únicos dueños en la actual situación del mundo. Esos elementos son los prejuicios para espantar a los hombres, el egoísmo para corromperlos, la frivolidad para aturdirles, los placeres groseros para degradarles, el despotismo para dirigirles; y, para servir más hábilmente al despotismo, son muy necesarios los conocimientos positivos y las ciencias exactas. Sería extraño que tal fuera el resultado de cuarenta siglos durante los cuales el espíritu humano ha conquistado tantos medios morales y físicos, yo no lo puedo imaginar.

Concluyo de las diferencias que nos distinguen de la antigüedad consecuencias completamente opuestas. No es en absoluto la garantía lo que hay que abolir, es el goce lo que hay que extender. No es la libertad política a lo que quiero renunciar; es la libertad civil lo que reclamo con las otras formas de libertad política. Los gobiernos no tienen derecho hoy como ayer de arrogarse un poder ilegítimo. Pero los gobiernos que proceden de una fuente legítima tienen menos derecho que antaño de ejercer sobre los individuos una supremacía arbitraria. Todavía hoy poseemos los derechos que tuvimos desde siempre, esos derechos eternos de consentir las leyes, de deliberar sobre nuestros intereses, de ser parte integrante del cuerpo social del cual somos miembros. Pero los gobiernos tienen nuevos deberes. Los progresos de la civilización, los cambios producidos por los siglos, ordenan a la autoridad más respeto por las costumbres, por los afectos, por la independencia de los individuos. Ella debe tratar con una mano más prudente y leve estas cuestiones.

Esta reserva de la autoridad que consta en sus estrictos deberes está igualmente bien comprendida en sus intereses, pues si la libertad que conviene a los modernos es diferente de la que convenía a los antiguos, el despotismo que era posible entre los antiguos ya no lo es más entre los modernos. Somos a menudo menos atentos que los antiguos a la libertad política, y menos apasionados por ella, de este hecho se puede concluir que descuidemos, a veces demasiado y siempre por error, las garantías que nos asegura. Pero al mismo tiempo como nos apegamos mucho más a la libertad individual que los antiguos, la defenderemos si es atacada con mucho más tino y persistencia; y para defenderla tenemos medios que los antiguos no tenían.

El comercio les confiere a las arbitrariedades un carácter más humillante para nuestra existencia que en el pasado, cuando no existía. Con el comercio las transacciones son más variadas; por lo mismo, se multiplican las ocasiones para las arbitrariedades. No obstante, el comercio también permite eludir más fácilmente las acciones arbitrarias, porque él cambia la naturaleza misma de la propiedad, que gracias al cambio se transforma en algo prácticamente inasible.

El comercio da a la propiedad una nueva cualidad: la circulación; sin circulación, la propiedad no es sino un usufructo; la autoridad puede siempre influir sobre el usufructo, pues puede retirar el goce; pero la circulación pone un obstáculo invisible e invencible a esta acción del poder social. Los efectos del comercio se extienden aún más lejos, no sólo libera a los individuos, sino que, creando el crédito, vuelve dependiente a la autoridad.

El dinero, dice un autor francés, es el arma más peligrosa del despotismo, pero al mismo tiempo es su freno más poderoso; el crédito está sometido a la opinión; la fuerza es inútil, el dinero se oculta o se desvanece; todas las operaciones del Estado están suspendidas. El crédito no tenía la misma influencia entre los antiguos; sus gobiernos eran más fuertes que los particulares; hoy los particulares son más fuertes que los poderes políticos; la riqueza es un poder más disponible en todos los momentos, más aplicable a todos los intereses, y, por consecuencia, mucho más real y mejor obedecida; el poder amenaza, la riqueza recompensa, escapamos al poder engañándoles; para obtener los favores de la riqueza hay que servirla. La riqueza siempre gana.

A consecuencia de las mismas causas, la existencia individual está menos englobada en la existencia política. Los hombres transportan lejos sus tesoros; se llevan con ellos todos los goces de la vida privada; el comercio ha aproximado a las naciones, y les ha dado costumbres y hábitos más o menos similares; los jefes pueden ser los enemigos; los pueblos son compatriotas. Así pues, que el poder se resigne a ello: necesitamos la libertad y la tendremos; pero como la libertad que no es precisa es diferente a la de los antiguos, es necesario a esta libertad otra organización que la que podría convenir a la antigua libertad.

En ésta, cuanto más consagraba el hombre su tiempo y fuerza al ejercicio de sus derechos políticos, más libre se creía. En la clase de libertad que nos corresponde, cuanto más tiempo para nuestros intereses privados nos deje el ejercicio de nuestros derechos políticos, más preciosa será la libertad.

De ahí, señores, la necesidad del sistema representativo. El sistema representativo no es otra cosa que una organización con cuya ayuda una nación descarga en algunos individuos lo que ella no puede o no quiere hacer por sí misma. Los individuos pobres realizan ellos mismos sus asuntos; los hombres ricos contratan a administradores. Es la historia de las antiguas naciones y de las modernas. El sistema representativo es una procuración dada a un cierto número de hombres por la masa del pueblo que quiere que sus intereses sean defendidos y que no obstante no tiene tiempo de defenderlos él mismo. Pero, a menos que sean insensatos, los hombres ricos que tienen administradores examinan con atención y severidad si esos administradores cumplen su deber, si no son descuidados, ni corruptos, ni incapaces, y para juzgar la gestión de esos mandatarios, los comisionados que tienen prudencia se aplican muy bien a los asuntos en los que se les confía la administración. Del mismo modo, los pueblos, que con el fin de gozar de la libertad que les conviene, recurren al sistema representativo, deben ejercer una vigilancia activa y constante sobre sus representantes, y reservarse, en épocas que no estén separadas por intervalos demasiado largos, el derecho de apartarles si han equivocado sus votos, y de revocar los poderes de los que ya han abusado. Del hecho que la libertad moderna difiere de la libertad antigua, se deduce que esta última estaba también amenazada por otra especie de peligro.

El peligro de la libertad antigua consistía en que los hombres, atentos únicamente a asegurarse el poder social, no apreciaban los derechos y los goces individuales. El peligro de la libertad moderna es que absorbidos por el disfrute de nuestra independencia privada, y en la gestión de nuestros intereses particulares, renunciamos demasiado fácilmente a nuestro derecho de participación en el poder político. Los depositarios de la autoridad no dejan de exhortamos a ello. ¡Están tan dispuestos a evitamos todo tipo de pena, excepto la de obedecer y de pagar! Nos dirán: “¿Cuál es en el fondo la finalidad de vuestros esfuerzos, el motivo de vuestros trabajos, el objeto de vuestras esperanzas? ¿No es la felicidad? Y bien, esa dicha, dejadnos actuar y os la daremos.” No, señores, no dejemos que actúen. Por muy conmovedor que sea ese interés tan fiemo, rogamos a la autoridad que permanezca en sus límites. Que se limite a ser justa, nosotros nos encargaremos de ser felices.

¿Podríamos serlo con goces si estos goces estuvieran separados de las garantías? ¿Dónde encontraríamos esas garantías si renunciáramos a la libertad política? Renunciar a ellas, señores, sería una demencia similar a la de un hombre que bajo el pretexto que no ocupa el primer piso, pretendiera construir sobre la arena un edificio sin fundamentos.

Por lo demás, señores, ¿tan cierto es que la felicidad, cualquiera ella sea, es la única finalidad de la especie humana? En ese caso, nuestra carrera sería muy estrecha, y nuestro destino muy poco señalado, no hay ninguno de nosotros que si quisiera descender, restringir sus facultades morales, reducir sus deseos, abjurar a la actividad, la gloria, las emociones generosas y profundas, pudiera embrutecerse y ser feliz. No, señores, yo atestiguo sobre esta excelente parte de nuestra naturaleza, esta noble inquietud que nos persigue y que nos atormenta, este ardor de extender nuestras luces y desarrollar nuestras facultades: no es sólo la felicidad, es al perfeccionamiento que nuestro destino nos llama; y la libertad es la más poderosa, el más enérgico medio de perfeccionamiento que el cielo nos haya dado.

La libertad política sometiendo a todos los ciudadanos, sin excepción, el examen y el estudio de sus intereses más sagrados, engrandece su espíritu, ennoblece sus pensamientos, establece entre todos ellos un tipo de legalidad intelectual que constituye la gloria y la potencia de un pueblo.

Por tanto, ved cómo una nación se engrandece con la primera institución que le restituye el ejercicio regular de la libertad política. Ved a nuestros conciudadanos de todas las clases, profesiones, sacados de la esfera de sus trabajos habituales y de su industria privada, encontrarse de pronto en el nivel de las funciones importantes que la constitución les confía, escoger con discernimiento, resistir noblemente a la seducción. Ved el patriotismo puro, profundo y sincero, triunfando en nuestras ciudades y vivificando hasta nuestras aldeas, atravesando nuestros talleres, reanimando nuestros campos, penetrando del sentimiento de nuestros derechos y de la necesidad de garantías el espíritu justo y recto del labrador útil y del negociante industrioso, que sabiendo de los males que ellos han padecido, y no menos iluminados sobre los remedios que esos males exigen, abarcan con una mirada a Francia entera y, dispensadores del reconocimiento nacional, recompensan con sus sufragios, después de treinta años, la fidelidad a los principios, en la persona del más ilustre de los defensores de la libertad.

Lejos entonces, señores, de renunciar a ninguna de las dos clases de libertad de las que les hablé, es preciso, lo he demostrado, aprender a combinar la una con la otra. Las instituciones, como dice el célebre autor de la historia de las repúblicas de la Edad Media, deben cumplir los destinos de la especie humana; ellas alcanzan tanto mejor su finalidad cuanto mayor es el número posible de ciudadanos que elevan a la más alta dignidad moral.

La obra del legislador no está totalmente completa cuando sólo ha tranquilizado al pueblo. Incluso cuando ese pueblo está contento queda mucho por hacer. Es preciso que las instituciones concluyan la educación moral de los ciudadanos. Respetando sus derechos individuales, cuidando de su independencia, no perturbando para nada sus ocupaciones, ellas deben no obstante consagrar su influencia sobre la cosa pública, llamarles a concurrir con sus determinaciones y sus sufragios al ejercicio del poder, garantizarles un derecho de control y de vigilancia por la manifestación de sus opiniones, y formándoles de este modo, por la práctica, para esas elevadas funciones, dándoles a la vez el deseo y la facultad de satisfacerlas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estudios Públicos N° 59, invierno de 1995, pp. 51-68. Centro de Estudios Públicos. Chile.