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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1817 Representación a favor del libre comercio dirigido al Virrey apodaca por vecinos de Veracruz

23 de Diciembre de 1817

Representación que en favor del libre comercio dirigieron al Excelentísimo señor Don Juan Ruíz de Apodaca, Virrey, Gobernador y Capitán General de Nueva España, doscientos veinte y nueve vecinos de la ciudad de Veracruz (1817), escrita por el Dr. D. Florencio Pérez y Comoto

Advertencia

Si la conveniencia del libre comercio fue un problema político de difícil solución en aquellos tiempos en que no era bien conocida la ciencia económica, hoy que a sus progresos debe la culta Europa el cambio de su antiguo sistema y que las naciones todas libran su grandeza y poder en la extensión de sus relaciones comerciales, es ya un axioma incuestionable. Esto no obstante sufre en Nueva España las mismas oposiciones que experimentó el benéfico reglamento del virtuoso Carlos III y aquella clase de contradicción que nace de la novedad, de la preocupación, o de intereses privados y ya sea por falta de inteligencia o por otro motivo menos inocente, se han hecho interpretaciones inexactas y violentas de las doctrinas que constituyen la esencia de este papel; para fijar pues su verdadero sentido y para desvanecer cualquier concepto equivocado, se han agregado unas notas, con cuyo solo aumento lo publicamos en honor de las firmas que lo suscribieron, y para inteligencia y convencimiento de los que buscan y aman la verdad.

Excmo. señor

Los propietarios, comerciantes, empleados y vecinos, que esta instancia suscriben, ocurren ante la justificación de V.E. para implorar el remedio de los males que padecen sus respectivas clases, y evitar la completa ruina que se les prepara, si V.E. en uso de sus vicerregias facultades no los sostiene y ampara con todo el poder y autoridad que constituyen esencialmente, los más nobles atributos de su alta dignidad.

Injusta, tenaz y destructora fue la agresión que sufrió la antigua España; pero atroz, infame y sin ejemplo en la historia es la asonada que devasta hace siete años las ricas y hermosas provincias de la Nueva España; y si aquélla, después de sus triunfos, y de haber afirmado su independencia civil y política desde el año de catorce, aún sufre y llora los males consiguientes a una lucha tan ominosa y continuada ¿cuál será la triste situación de ésta subsistiendo el incendio que la abrasa y consume? ¿Y cuál será en último resultado la miserable comparación y enorme diferencia que se note entre una y otra España? Pobreza, hambres, enfermedades, despoblación y luto son consecuencias de las guerras extranjeras; mas el término de las rebeliones es la aniquilación del Estado. En las primeras, por inmoral que sea el agresor, se respetan los derechos de propiedad y naturaleza, los de gentes y de guerra; en las segundas se rompen los nudos sociales, se desconocen las autoridades, se menosprecian las leyes, se ofenden las buenas costumbres, se holla la religión, los vínculos de la sangre y naturaleza se desunen, y se profana en fin cuanto hay de más sagrado sobre la Tierra.

¡Qué triste, pero cuán exacta pintura del lastimoso estado en que va a quedar reducido el más rico patrimonio de la monarquía española! Si la historia de lo presente es siempre el anuncio de lo por venir, y si un mal grave aunque pasajero deja afecciones difíciles de vencer, es preciso conocer desde ahora los terribles estragos que han de causar los agudos y continuados que está padeciendo la América Septentrional.

En su conservación y prosperidad se interesan la unidad y el poder de la nación, el esplendor del trono, los derechos augustos del soberano, la pureza y propagación de la religión católica, la tranquilidad de los fieles y el bien general de los españoles de ambos mundos.

La clase propietaria de Veracruz que representa el cuantioso capital de de $13.000,000 sabría ahogar en el silencio su dolor, y sufriría impasible su ruina y la de su dilatada descendencia, si entendiese que la salud del Estado y el bienestar de sus conciudadanos exigían imperiosamente el sacrificio de su fortuna. Mas como conoce que en tanto es rica una potencia, en cuanto no son infelices los individuos que la componen; que el erario está constantemente en razón directa del haber de los particulares, y que la existencia o aniquilamiento de $13.000,000 no pueden ser indiferentes al comercio, a la industria, agricultura y artes de una nación, cualquiera que sea su preponderancia, sino que antes bien es un manantial inagotable de prosperidad pública que extiende su benéfico influjo mucho más allá de los límites de su ubicación; faltaría a sus deberes si no representase con aquella justa libertad que la ley le concede cuanto considere útil y conveniente al mejor servicio del rey nuestro señor, y a la felicidad de sus amados vasallos.

Los habitantes de Veracruz aunque hundidos en el abismo de la miseria, oyen y sienten los lastimeros ayes de las desgraciadas Guanajuato y Valladolid; se conmueven y abaten con los clamores de Zacatecas, Potosí y Querétaro; y se intimidan con el porvenir funesto de la capital, Puebla y otras muchas ciudades opulentas, do en tiempos más felices fijaron su asiento la abundancia y la prosperidad. ¡Amargos, pero copiosos frutos son estos de la desunión y de las pasiones exaltadas con que procuran disolver el Estado los que por tantos títulos están obligados a conservarlo!

Su perniciosa y maléfica acción no se ha limitado a determinadas provincias, sino que cual contagio activo se ha propagado por toda la superficie de este vasto continente, y desde las orillas del mar Pacífico hasta las riberas del seno mexicano, todos sufren los rigores de la convulsión civil, y los espantosos males de la revolución más infernal e inhumana que han conocido los pueblos del universo.

Ni podía dejar de producir efectos generales una causa que ha sido general; en vano se hacen inculpaciones injustas por las miserias presentes, y se atribuyen a principios inciertos y equivocados. La esencia y naturaleza de las rebeliones que tanto las separa hasta de las guerras civiles, es el ser acompañadas desde que nacen hasta muchos años después que terminan, de toda clase de calamidad pública; y la de Nueva España que ha excedido en crueldad y desconcierto a cuantas la han precedido, no podía perder su carácter peculiar y distintivo.

Por penetrada que esté Veracruz de estas verdades y por vivo que sea el interés que tome en la suerte de las demás provincias, no puede dispensarse de representar en la que se halla, y proponer a la sabia penetración de V.E. los remedios que considera oportunos para salir de la inacción y abatimiento, debilitar o extinguir la insurrección, y dar impulso al comercio, vida a la agricultura, vigor a las artes y nuevo ser a la industria territorial.

Si alguna vez pasase de estos límites en que procurará contenerse, será para hacer algún paralelo útil, y conciliar los intereses comprovinciales que no debe perder de vista; porque de la consonancia, unión y enlace de todos ha de resultar la común y recíproca conveniencia de los pueblos, la dependencia, orden y sumisión al mejor y más digno de los soberanos.

NECESIDAD DEL LIBRE COMERCIO

Comprobada por la relación histórica de los más notables acontecimientos que han causado la decadencia de la prosperidad pública

La sangrienta revolución de Francia abortó el coloso formidable que hizo temblar la Europa, y las naciones todas que distraídas y pacíficas se consagraban al beneficio común bajo la égida sagrada de la paz, tuvieron que abandonar su sistema para tomar una activa guerra en defensa de sus derechos, de su libertad e independencia. Y si Nueva España, merced a la distancia, pudo librarse de los horrores de Marte, perdió, sin embargo, los favores de Ceres y la protección de Mercurio y Pomona.

Interrumpido el comercio exterior, débil, lánguido y miserable el provincial; acumulados los frutos preciosos y comunes; imposibilitada la navegación de altura y aun la de cabotaje, y escaseadas las remesas de azogues, era indispensable que la cultura de los campos y la explotación de minas tuviesen una disminución proporcionada a las causas que la producían; esto no obstante contó siempre con grandes recursos con que auxiliaba a la Madre Patria, y lisonjeada de una parte con la halagüeña esperanza de la paz general, y entretenida por otra con el numerario en circulación, se hacía superior a sus necesidades, y a primera vista no se advertían los atrasos que padecía en sus más importantes ramos; antes bien se consideraba como la región de la paz y de la prosperidad.

Como no todos los pueblos pueden ser a la vez agricultores, comerciantes e industriosos, tienen que consultar a la naturaleza, topografía, clima y circunstancias de su suelo, y a sus necesidades, costumbres y relaciones para fijar el ramo principal que ha de constituir su riqueza. No es ahora del momento deslindar cuál sea el más conveniente a estos países; pero es indispensable indicar de paso que, sea el que fuere el estado actual de su comercio, agricultura y minas, todos se han hecho objeto común de las dedicaciones de sus habitantes y que todos eran sostenidos y animados por una nueva masa de caudal circulante que no se distraía en ningún otro género de industria, y que podía mirarse como un fondo público consignado a la manutención de numerosas familias. Tales eran los caudales de obras pías, comunidades, capellanías, etc.

Pero ya fuese efecto de las necesidades de la Península, o ya un equivocado concepto de los intereses unidos de ambas Españas, se hizo extensible a la Nueva España la real orden de 28 de noviembre de 1805 para consolidar los fondos piadosos, con lo que no sólo se arrancó de la circulación la parte que le correspondía, sino que del remanente se invirtieron sumas enormes en la compra de fincas rústicas y urbanas, con perjuicio irreparable del comercio y de la agricultura.

Fue éste tan conocido, tan sensible y tan enérgicamente representado por las corporaciones, autoridades, gremios y particulares, que al fin convencido el alto gobierno se dignó mandar con fecha 26 de enero de 1809 la suspensión de lo dispuesto; y si bien parecía que las providencias ulteriores aliviarían los males que aquella medida había causado, ya que no fuese posible curarlos radicalmente, la junta Central en real orden de 10 de enero de 1810 los hizo de peor condición, decretando el cuantioso préstamo patriótico de $20.000,000, garantizados con especial hipoteca de las rentas de la real Corona que en estos dominios afectase al pago la junta creada al efecto.

La loable emulación con que todas las clases del Estado se disputaban el honor de hacer donativos crecidos como una oblación debida a la Madre Patria, y como un recurso poderoso para salvarla del riesgo que corría en la inicua agresión del Tirano de la Francia, y la concesión hecha al gobierno británico para que pudiese negociar y extraer de este reino $10.000,000, aumentaron el déficit del numerario en circulación.

En este estado y al tiempo mismo que la junta del préstamo patriótico publicaba sus primeros trabajos, se articuló en Dolores en septiembre de 1810 el grito horrendo y bárbaro de la rebelión, que derramó por todas partes el germen nocivo que había de producir en breve la venenosa planta de la anarquía para cambiar la hermosa perspectiva, que antes ofreciera Nueva España, en lúgubre y tenebrosa mansión del horror.

El minero y el labrador, el comerciante y el artista, el traficante e industrioso, el propietario y el empleado vieron desaparecer de un solo golpe y con una rapidez eléctrica sus honestas ocupaciones para caer en la ociosidad y en el abatimiento.

Conocida desde un principio la clase de guerra que se hacía al gobierno y a los buenos, fue fácil prever la extensión y gravedad de los males que se preparaban; pero difícil, si no imposible, evitarlos ni contenerlos en las apuradas circunstancias del momento. Era necesario apagar el incendio, mas no era prudencia arrojarse a las llamas, ni muy posible acertar con los medios de conseguirlo sin riesgo de aumentar su voracidad.

Las empeñadas acciones del Monte de las Cruces y Aculco ofrecieron resultados favorables y lisonjeros; empero la ocupación de Guanajuato, Valladolid y otras capitales proporcionó al enemigo dominar una extensión vastísima de territorio; puso en sus manos las primeras fortunas del reino; propagó su influjo revolucionario a las provincias septentrionales, y arrancó de los campos, de los talleres y de las minas innumerables brazos que se ocuparon en destruir lo que ellos mismos habían edificado.

Pisados los frutos que debieran alzarse, abrasadas las campiñas antes humedecidas con el sudor del activo labrador, y saqueadas las poblaciones que tenían la desgracia de ser presa de la rapacidad, disminuyó considerablemente la riqueza pública, y su manantial comenzó a agotarse por la interrupción del círculo interior. México, Puebla, Oaxaca y Veracruz lo conservaron por algún tiempo; mas al fin fueron envueltas en las necesidades comunes.

Al paso que el sistema destructor de los rebeldes empobrecía y arruinaba a los particulares, privaba al gobierno de los grandes recursos con que hubiera contado en cualquiera otra clase de agresión, y retardaba o comprometía las disposiciones militares por sabias, activas y premeditadas que fuesen.

La pronta y general creación de los cuerpos patrióticos fue una providencia económica, política y militar, por cuanto sin erogaciones del erario aumentaba la fuerza armada y mantenía la tranquilidad interior de los pueblos; pero su permanencia, aunque justificada por la necesidad y sostenida por los mismos fundamentos que la motivaron, ha sido gravosa para la mayor parte, como compuesta de la clase menesterosa.

Economías, donativos y préstamos unidos a las recaudaciones que se hacían de las rentas reales, municipales y eclesiásticas, dieron en los primeros tiempos algún desahogo a la superioridad, vigor a sus determinaciones, impulso, acción y energía a la guerra; por manera que habría sido concluida, y la rebelión cortada en sus primeros pasos, si sólo hubiese habido que vencer la fuerza física; pero por desgracia el enemigo era mayor de lo que aparecía, y no era fácil calcular el influjo y el poder de su fuerza moral.

Los recursos del gobierno están en razón inversa del progreso o continuación de esta clase de guerra; y aquéllos debieron disminuirse a proporción que ésta se hacía más general y duradera; así es que escaseándose los auxilios ya por lo precario de unos, y ya por el aniquilamiento de otros, el gobierno se hallaba comprometido a cada paso, su autoridad expuesta y sus manos ligadas para llevar adelante una lucha que se había hecho cada vez más tenaz y empeñada.

Ya desde entonces fue indispensable ocurrir a medidas desagradables y fuertes, que si bien las autoriza la suprema ley del Estado, no por eso dejan de producir efectos contrarios a su ulterior prosperidad y a los intereses individuales de los ciudadanos. Los impuestos, el aumento de contribuciones, los préstamos, donativos y cualquiera otra exacción por justa y calificada que se considere, llevan siempre consigo cierta repugnancia y molestia que descontenta al contribuyente. Mas cuando éste se halla arruinado o con pérdidas continuadas; cuando entiende que sus sacrificios no cubren las necesidades, cuando desespera de mejorar de suerte y cuando a sus atrasos y aflicciones se agregan la carestía, la inacción o violencia en las exacciones, entonces el disgusto se convierte en desafecto, la crítica en mordacidad, y haciéndose extensivo el mal se censura, zahiere y desacredita al gobierno que es el término más funesto de las sociedades. Una rápida ojeada sobre la lista de nuestras contribuciones, el vacío que en casi todas las poblaciones ha dejado la emigración y los crecidos caudales que se han extraído desde el año de 13 hasta fin de 16, manifiestan la exacta aplicación de esta teoría general a las circunstancias particulares de Nueva España.

Con efecto al considerar que en este periodo se ha exportado en numerario y pasta la enorme cantidad de $32.l80,282, sin contar con las gruesas sumas que clandestinamente se han situado en países extranjeros y nacionales, y las que se han negociado sobre Cádiz y Londres por el giro de letras permitido a la Gran Bretaña, no falta quien se persuada que la industria territorial y el comercio de introducción y exportación, no han sufrido los menoscabos que se declaman, sin reflexionar como debieran que lejos de ser estas riquezas el producido de las labores, de las especulaciones mercantiles o del beneficio de los metales, son despojos y restos miserables de la antigua opulencia, el cambio de malbaratadas fincas rústicas y urbanas, el valor intrínseco de las existencias comerciales, la savia de la agricultura, el agente de los reales y aquel humor precioso que vivificaba y robustecía este cuerpo político ya débil, consumido y exánime.

Tiempo vendrá en que a la sombra apacible de la paz y guiados por datos que no es ahora fácil hallar, se formen cálculos exactos o aproximados del maximum de pérdida que han tenido los bienes muebles e inmuebles de Nueva España en la violenta convulsión que padece.

La posteridad escandalizada cubrirá con una mano la suma y con la otra presentará el cuadro horroroso de nuestras desgracias para que sirva de ejemplo y freno a los pueblos que osen atentar a su legítimo gobierno, y pretendan romper las ligaduras que los unen a su augusto soberano. Mas entre tanto y consultando los documentos más verídicos y autorizados, puede asegurarse que asciende a $131.000,000 el quebranto que ha sufrido la riqueza pública en cada uno de los siete años de rebelión.

Ella cual volcán activo conmovió la tierra en su erupción, y esterilizó con sus lavas nuestras fértiles campiñas; sus cenizas obscurecieron la hermosa aurora de este horizonte, y desde Béjar hasta San Juan de Ulúa, desde Acapulco hasta Soto la Marina, todos han sufrido los horrores de la combustión civil. Veamos pues ahora los tristes resultados que han sobrevenido a Veracruz en razón de su situación, comercio, recursos y relaciones.

Colocada sobre las ardientes arenas de la costa del norte, circunvalada de médanos, rodeada de espesos y fragosos montes donde aún no ha llegado la mano del hombre, despoblada en una área espaciosísima, distante de ríos y manantiales que la fecundicen, nublada y constantemente de enjambres de insectos, llena de pantanos variables y permanentes y puesta en latitud de diez y nueve grados; ofrece una acogida molesta, desagradable, enfermiza y mortal al vecino que obligado de la necesidad, o conducido por el interés, fija en ella su residencia.

Los rayos ardientes del sol, las lluvias copiosas, las grandes lagunas, los fuertes vientos del norte, las turbonadas y los temporales, con especialidad los equinocciales perjudican la vegetación; por manera que por dondequiera que se extienda la vista no se halla sino esterilidad, carestía y pobreza. Leyes bien sostenidas, constancia y población, son los únicos agentes que podrían cambiar tan triste perspectiva y hacer que el arte forzase a la naturaleza.

Las villas de Orizaba, Córdoba y Jalapa, y los partidos de Tuxtla y Acayucan son las poblaciones privilegiadas de esta Intendencia, y donde en tiempos tranquilos prosperaba la agricultura de ciertos y determinados frutos que no pueden entrar en alternativa con los productos de otras provincias labradoras e industriosas.

Acaso parecerá exagerado o poco verdadero este sombrío bosquejo, con tanta más aparente razón, cuanto que el rango y crédito de Veracruz, la opinión de sus riquezas, el valioso importe de $20.000,000 a que ascienden sus edificios públicos y particulares, una población de más de 20,000 almas contenidas en el estrecho círculo de sus murallas y pequeño arrabal, los establecimientos costosos de munificencia que la honran, y $4.000,000 invertidos en el puente y camino real construidos con tal solidez y elegancia que compiten con los de la antigua Roma, parece que desmienten en cierto modo la triste descripción que acaba de hacerse.

Este argumento no dice de manera alguna contradicción de principios, y sólo prueba, que Veracruz nunca fue lo que pudo ser, y que no es ya lo que antes era. Con efecto aquella misma posición tan desventajosa para la agricultura e industria, la hace la más a propósito para el comercio exterior. Unico puerto capaz y seguro en las dilatadas costas de barlovento y sotavento, puerta principal de este vasto continente, caja general de las riquezas de ambos mundos, y sentada en el fondo del Seno Mexicano, parece estar destinada a dirigir las operaciones mercantiles de América y Europa.

Así es que en los primeros tiempos de la adquisición de esta preciosa joya que hoy esmalta la corona augusta de Fernando e Isabel; cuando el sistema mal entendido de flotas tenía coartado, reducido y estancado el giro de ella a la metrópoli, Veracruz presentaba el aspecto deforme de una pobre factoría o la idea miserable de algún pequeño pueblo pescador. Mas cuando el virtuoso Carlos III, que santa gloria goza, rómpió las cadenas con que el monopolio lo tenía esclavizado, y decretó el para siempre memorable reglamento del libre comercio, entonces despojándose de los andrajos que la afeaban, comenzó a ostentarse hermosa, adornada con las galas de la prosperidad, de la abundancia y libertad. Verdad es que la guadaña fatal que cortó el hilo de vida tan apreciada, nos privó gozar de las sabias ampliaciones con que habría perfeccionado la obra más grande de su reinado, y más reconocida de sus fieles y amantes vasallos. Pero es innegable que aun en el ensayo dio nuevo ser a las artes, hizo florecer los campos, y derramó por todos los ángulos de su imperio la abundancia y la felicidad.

Por él gozó Veracruz los beneficios que la pusieron al nivel de las primeras plazas comerciantes de Europa, y por él caminaba a su engrandecimiento y perfección. Empero el trastorno político del antiguo mundo, la no interrumpida sucesión de las guerras que han afligido por 20 años la especie humana, y últimamente la atroz revolución de Nueva España le ha hecho conocer con sumo dolor que la verdadera prosperidad es la que nace de la agricultura: que las riquezas que no dependen de los frutos de la tierra son inconstantes y precarios, y que los pueblos que carecen o no cuidan de los productos de su suelo caen muy en breve en la infelicidad y pobreza.

La ponzoñosa huella del tirano de la Francia arrasaba en aquella época los campos de la Península; sus ominosas legiones derramadas por las provincias eran precedidas de la desolación y la miseria; la agricultura yacía sepultada bajo el peso enorme de las armas, y la industria y el comercio huyeron despavoridos y aterrados. Hijos de la paz no pueden prosperar en la guerra, ni el trono de Amaltea se fija en el turbulento imperio de Belona.

La guerra era entonces el grito general de la nación, la guerra su único ejercicio, y la salvación del Estado y la libertad del soberano el objeto y fin de su amor, de sus deseos y sacrificios. En tan extraordinaria situación las Américas se hallaban en la más lastimosa orfandad; y uno que otro pequeño buque más interesante por la correspondencia que por el valor de sus cargamentos, constituían el comercio de la metrópoli con este continente.

Todo presagiaba un porvenir funesto; y ora se atendiese a la bárbara invasión de la Madre Patria, ora se reflexionase sobre la atroz rebelión de estos dominios, sólo se veían calamidades, cuyo término no era dado prever. Para precaverlas en cuanto fuese dable dentro de la comprensión de esta Intendencia, y para sacarla del conflicto en que estaba por la falta de recursos, representaron a la superioridad las autoridades y corporaciones en el año de 1812 la urgente necesidad de ocurrir a medidas extraordinarias que satisficiesen sus necesidades, sobremanera aumentadas, con la permanencia de una escuadra, si no numerosa, mayor al menos de cuantas han fondeado en este puerto, y muy superior a los fondos con que contaba para su subsistencia. Aunque la creación de la junta de arbitrios fue el resultado de los clamores de este vecindario, y aunque en sus trabajos, economías y presupuestos satisfizo las esperanzas que de ella había concebido el público, no por eso dejaron de acrecentarse los males a proporción que se hacía mayor la causa que los determinaba.

Donativos, préstamos forzosos y voluntarios, aumento en las contribuciones y derechos sobre todo género comerciable, nuevas imposiciones en los frutos de la tierra y de la industria, en las fincas urbanas, y hasta en los artículos exceptuados, fueron las medidas generales, y también las particulares que se adoptaron en Veracruz para auxiliar en sus apuros al real erario y cubrir las costosas e inmensas atenciones del gobierno.

Cual un río caudaloso detenido violentamente en la rapidez de su curso, o estrechado sobremanera su cauce, salta la presa que se le opone, y abre nuevo paso a sus aguas; así el comercio encerrado y oprimido dentro de las murallas, rompió los diques que lo sujetaban, y se franqueó un canal de comunicación con los puertos de Tuxpan y Tampico.

Por este medio se facilitó la salida de una gran parte de la existencia que la interceptación de los caminos, lo costoso de los fletes, y lo lento y tardío de los convoyes tenían detenidas; se proporcionó hacer remesas de importancia a Zacatecas, San Luis, Querétaro, México y otros puntos, y se consiguió que refluyesen a este puerto las platas, pastas, barras y moneda provisional de los reales de Potosí, Monclova y Durango.

Los adeudos de este nuevo tráfico, y el cuantioso acopio de cobre y azogue que había almacenado sacó a la Intendencia de los graves apuros en que se hallaba, y le dio el desahogo que tuvo en los años de l813 y 1814, en lo que no dejaron de influir en los últimos tiempos las relaciones comerciales que se entablaron con Oaxaca por Tiacotalpan y Huaspala después de su reconquista.

Un comercio costanero hijo de la necesidad y no del cálculo, que tenía en su contra la bravura de los mares, la impetuosidad de los vientos, los peligros de barras, poco conocidas o frecuentadas, y que por decirlo de una vez, tenía que lidiar brazo a brazo contra el rigor y poder de las estaciones, era preciso que fuese precario y que tarde o temprano fuese víctima de los riesgos que atrevidamente quiso superar y aun vencer.

Si se exceptúa uno que otro comerciante más feliz que previsivo, y si se forma un estado de pérdidas y utilidades, se verá la multitud de vecinos que han sido arruinados, y que pasa de $3.000,000 el quebranto que ha sufrido el cuerpo general de este comercio.

Los ricos registros que se hacían en los buques costaneros, su ninguna fuerza y las dificultades que se pulsaban para asegurar estos intereses, y franquear la navegación con escoltas y cruceros, atrajo sobre ambas playas multitud de piratas que fiados en su ligereza o armamento los saqueaban a la vista de nuestros puertos con tanto descaro como impunidad.

A proporción que este giro se disminuía y acababa, renacía en Veracruz la miseria pasada. Cuando el tesoro real se resentía de la falta de ingresos se aumentaban sus atenciones, y cuando apenas contaba con lo muy preciso para sus diarias necesidades, crecían ellas con la frecuente llegada de tropas de Ultramar, para cuyo apresto, socorro y despacho eran necesarias sumas de la mayor consideración.

Las mismas causas que aniquilaron la navegación de Tampico, fomentaron las extracciones clandestinas de plata a bordo de los buques ingleses, que con ese objeto y bajo pretextos especiosos, se presentaban mensual y aun semanalmente sobre su barra. Verdad es que el excesivo aumento de derechos que se impuso a la plata, y la habilitación o franquicia concedida a Campeche para conducir en derechura sus cargamentos a aquel punto, han contribuido sobremanera a los abusos que se advierten con perjuicio del comercio y de los intereses del fisco.

Ochocientos mil pesos fruto de aquella pasajera reacción mercantil y de la nimia economía del jefe de escuadra don José Quevedo, desaparecieron en el interinato que le subsiguió; los gastos de cuatro meses consumieron los ahorros de dos años, y un empeño de $50,000 recargó los antiguos compromisos.

Los partidos productivos de esta demarcación se han constituido en jurisdicciones aisladas y particulares; sus consumos exceden a los rendimientos, y desde el señor Urrutia hasta el actual jefe, todos ignoran los ingresos y las inversiones. Veracruz dejó de ser capital y se ha convertido en sufraganea; lejos de ser ayudada por los pueblos de su comprensión está precisada a darles los auxilios que no tiene, y falta de todo recurso ha de sacarlos del corto círculo de un vecindario arruinado y abatido.

La riqueza comercial ha desaparecido, y la de propiedad desmerece en dos terceras partes de su valor estimativo y en más de la mitad del verdadero e intrínseco; la población que pasaba de 20,000 almas, si alcanza, no excede de seis, y la pobreza compañera inseparable de la inacción, habita en los almacenes, en los talleres, en las casas y en los templos.

Ciento ochenta mil pesos que absorben mensualmente las obligaciones comunes y ordinarias de la Intendencia, no pueden cubrirse con 50,000 que hacen la mayor suma de los rendimientos, ni los vecinos y comerciantes pueden llenar un déficit tan considerable aun cuando se contase con el sacrificio de sus fortunas.

Los gastos extraordinarios de expediciones militares, la manutención de las tropas de operaciones más o menos numerosas según las circunstancias lo exigen, la entrada, permanencia y salida de los buques de guerra, los libramientos dados contra estas cajas principales, los pagos que se hacen en su tránsito a diferentes clases de militares y empleados, y la separación de algunos de los ramos que disfrutaba esta hacienda hacen notoriamente lamentable su presente situación.

Este es el estado en que se ha visto desde fines del año 15, éste el obstáculo invencible contra el que inútilmente han pretendido combatir los intendentes y la rémora más fuerte y peligrosa que halla el gobierno para concertar sus operaciones, y hacer ejecutar con exactitud y rapidez las disposiciones superiores. De ellas depende la pacificación del reino y por lo mismo de nada servirá dictarlas con sabiduría, perspicacia y solidez, si no se remueven las dificultades que se opongan a su cumplimiento.

La falta de medios para sostener la guerra es entre todas las más fuerte y difícil de arrostrar: y si el dinero en el actual sistema de las naciones es el nervio y agente de sus operaciones, él es también el que promueve, mantiene y termina las hostilidades.

Para asegurar la tranquilidad pública, conservar el orden y sostener el gobierno interior, se instituyeron los impuestos desde el principio de las asociaciones: mas su justicia, utilidad y convivencia suben en razón del riesgo que las amenaza; por manera que en las agresiones y turbulencias son mayores los sacrificios porque lo son las necesidades, sin embargo, de que nunca han de exceder a los recursos del pueblo. De aquí es, que aunque la crítica situación de Nueva España ha justificado los que la abruman, no bastan, sin embargo, a cubrir sus atenciones.

Por un resultado preciso de nuestro intrincado sistema de rentas; y por la naturaleza de la contribución real indirecta que es la más generalizada en la nación; y la única en estos dominios, después de alzada la capitación de los indígenas, se ha perjudicado notablemente la agricultura, la población y el comercio interior o provincial.

Ella comprende los productos de la tierra y de la industria, los de lujo y necesidad, los nacionales y extranjeros; pesa sobre los consumos y circulación interior, y abraza las importaciones y exportaciones cualquiera que sea su procedencia o destino. Los inconvenientes de una tal administración están conocidos con mucha anterioridad, los progresos de la ciencia económica han corrido el velo de la preocupación, y los resplandores de la sana filosofía han penetrado hasta el solio augusto de Fernando consagrado con sus sabios y dignos ministros a la reforma que los intereses del trono, el bienestar de sus pueblos y la ilustración del siglo están reclamando.

La metrópoli recoge ya los sazonados frutos de los trabajos y desvelos paternales de nuestro benéfico soberano, y en su real decreto de 28 de junio último ha ofrecido hacer partícipes a sus fieles y amados vasallos de esta otra parte del mundo; mas como en el entretanto que llega tan deseado momento, y mientras que el estado convulsivo de Nueva España permite que pueda plantearse el nuevo sistema, se ha de subvenir a las crecidas erogaciones que causa la guerra, es absolutamente necesario soportar un mal que libra de otro mayor, y arbitrar los medios de auxiliar al gobierno en sus necesidades.

Los pueblos de la antigüedad ocurrían a ellas con los ahorros de la paz. Los egipcios, sirios y medos; los espartanos, atenienses y romanos acumulaban grandes tesoros, y las naciones de Europa imitaron su ejemplo hasta principios del siglo XVI, en que el aliciente de las ventajas de la circulación introdujo el sistema de deudas nacionales.

Las contribuciones extraordinarias, préstamos, y la creación de papel moneda son los recursos comunes y generales de los pueblos modernos para atender a los inmensos gastos de la guerra. La en que está comprometida Nueva España es, por su naturaleza destructora, extraordinaria y disímbola; extraordinarios y distintos deben ser los medios de sostenerla.

Cuando las declamaciones de los políticos y economistas, regnícolas y extranjeros no bastasen a persuadir lo defectuoso del sistema de contribuciones establecido en casi todas las naciones; cuando la historia no nos presentase con tanta viveza las trabas que ha opuesto a la agricultura y comercio, y los ataques que ha sufrido la riqueza fabril e industrial, los acontecimientos nacionales, el origen, continuación, aumento y permanencia de los impuestos, y sobre todo la solemne declaración que el rey nuestro señor don Fernando VII se ha servido hacer en su real decreto de 30 de mayo del presente año, manifestando que desde el glorioso reinado de su augusto predecesor don Felipe y hasta su advenimiento al trono no siempre equilibraron las rentas del Estado los gastos con los recursos, convencería hasta la evidencia su inutilidad y error.

Si esta expresión soberana fuese susceptible de apoyo, la validarían del modo más firme los clamores de Nueva España, las lágrimas de estos sus pueblos y las aflicciones de sus representantes en estas regiones, con especialidad los que han tenido la desgraciada suerte de regirlas en la anarquía y desolación. ¡Cargas onerosas en paz, insuficientes en guerra, e improductivas al soberano no pueden salvar de la borrasca la nave del Estado!

Suponer a todas igualmente gravosas o perjudiciales sería un error político, tanto más grosero cuanto que no es de este lugar tratar de la bondad relativa de las contribuciones, sino repetir con el Supremo Consejo de Estado que el sistema actual es sumamente imperfecto, falto de equidad, e incapaz de extensión y medida, como se ha reconocido en todas ocasiones, especialmente en las de guerra y apuros, en que siendo necesarios muchos mayores fondos que los del tesoro real siempre insuficientes, se recurrió a arbitrios muy perjudiciales y se profanaron las propiedades más sagradas hasta llegar al descrédito que es precisamente el punto de la cuestión y el caso en que se halla Nueva España.

En efecto, una desgraciada experiencia ha confirmado esta sensible verdad, no sólo se han recargado todos los antiguos impuestos y se han aumentado los derechos reales y municipales sino que se han establecido nuevos y gravosos; se han apurado los donativos y préstamos, y hemos también venido a caer en una capitación temporal y en una especie de catastro inequivalente.

Séanos permitido en fuerza de la notoriedad omitir la enumeración de los frutos territoriales e industriales que han sido gravados o recargados en este nuevo orden de cosas, y contentémonos con expresar algunos de los más notables impuestos que sirvan de prueba a la proposición.

El de la alcabala es por su naturaleza y aumento el primero que llama la atención. La alcabala ordinaria propiamente tal es contraria a la prosperidad pública, por cuanto los rendimientos exceden a los capitales; más la extraordinaria y eventual que refunde en sí el pago del empréstito de $20.000,000 a que está afecta por hipoteca especial, la contribución extraordinaria de guerra y el derecho de convoy que la hacen subir a la excesiva cantidad de diez y seis por ciento es ruinosa a los particulares y secundariamente a los intereses de la real corona que no pueden fomentarse, sino con la prosperidad y abundancia de los pueblos.

Los excesivos derechos de la plata influyen por el contrario directamente contra el real haber por el fraude a que dan lugar, y en último resultado lo padece el público que ha de cubrir el vacío que ellos dejaron. Con representación que el consulado de La Habana dirigió al señor superintendente en fecha 19 de abril último para que la recomendase a S.M. acompañó manifestaciones aritméticas del importe de los que erogan los caudales remitidos desde Veracruz a la Península por la vía legal, y del resultado comparativo de los que causan los dirigidos clandestinamente; de las que se advierte que el costo de los primeros es de trece y medio por ciento, la utilidad de los segundos de cuatro y un tercio por ciento, y la diferencia en contra de los registros de diez y siete y siete octavos por ciento.

Ni se diga que el celo, la vigilancia, la ley, el castigo contendrán tan escandalosas infracciones porque el espíritu de ganancia es tan invisible como general, y el hombre codicioso bastante suspicaz para burlar el más severo resguardo. Prevenir los delitos es más digno que castigarlos, así como es más prudente precaver que curar las enfermedades.

Increíble se hace que al través de las luces del siglo se desconozca el principio inconcuso de que las contribuciones sobre los consumos recaen siempre en el consumidor: un tan equivocado concepto ha hecho que en la escasez y carestía que ha padecido y aún sufre Veracruz se hayan impuesto crecidos derechos a los artículos de primera necesidad que ha tenido que buscar en el extranjero, y si bien hay algunos que no son rigurosamente tales y pueden soportar el aumento, hay ciertamente otros que se alejan cuando más se necesitan; tal es por ejemplo, la harina que con dificultad puede ser suplida con otro grano ni substituida en el estado presente con la regional.

Los repartimientos o préstamos forzosos a que más de una vez han dado lugar la urgencia y el conflicto, son unas capitaciones ofensivas por el descrédito que induce en el comercio la regulación del capital conocido o estimado son poco conformes a la justicia distributiva por la desigualdad que envuelve de hecho, y son poco o nada productivos a la real Hacienda por cuanto sus rendimientos no sufragan los apuros diarios si se practican por una sola vez, y repetidas, disminuyen, ahuyentan y arruinan las clases productoras que son las que constantemente aumentan los ingresos con el movimiento más o menos rápido, de sus caudales en circulación.

Uno de los ramos más pingües y constitutivos del catastro en el principado de Cataluña, era el diez por ciento sobre casas, previa tasación de sus productos y alquileres. Cualquiera que sea la ventaja o perjuicio de esta contribución, ella es un equivalente de las rentas provinciales, ínterin que en Veracruz y Nueva España se ha establecido, y exige subsistiendo las antiguas y nuevas imposiciones.

Por más que se pretenda y obligue al inquilino al pago del cinco por ciento de su pertenencia, el propietario es directa e indirectamente el único contribuidor; en el primer caso, porque él es el demandado en la totalidad, y en el segundo porque las deudas que contraen los arrendatarios y la resistencia que hacen al pago, son de la responsabilidad de los dueños de las fincas, y porque aquéllos y no éstos son los que en el día fijan el precio de las posesiones, como sucede con los efectos comerciables cuando abundan o cuando el número de vendedores excede al de compradores.

Si se exceptúan 150 a 200 casas de capacidad y extensión ocupadas por comerciantes que pueden satisfacer con puntualidad los arriendos, todo el resto de la ciudad viene a ser habitada por militares, empleados, menestrales y bajo pueblo, que o no tienen lo necesario para su subsistencia y la de sus familias, o yacen en la miseria y mendicidad, y contra quienes no hay tribunal alguno que pueda proceder porque jamás ha sido compelida la indigencia.

Precisamente ha recaído este enorme peso sobre las abatidas fuerzas de los propietarios, en circunstancias en que es la clase que más sufre y la que tiene menos recursos para subvenir a sus urgencias y necesidades; en unos momentos en que los valores intrínseco, estimativo y productivo han disminuido en dos terceras partes; en un tiempo en que la emigración ha reducido el vecindario a 6,000 o 7,000 almas en lugar de las 20,000 con que contaba, y en un estado en fin en que la mayor parte de las casas se hallan inhabitadas causando gastos de reparos, conservación, alumbrado, censos, etc., que no pueden satisfacerse sino a costa de empeños, gravámenes y sacrificios.

Son a la verdad insoportables los que ocasiona la desigualdad de este impuesto: un propietario que ha invertido $50,000 en fincas urbanas, contribuye al Estado por este solo ramo tres tantos más, que otro que tiene en movimiento duplo capital;

el que es a la vez comerciante y propietario resarce o puede resarcir lo que pierde en el caudal inmueble, mientras que los que no tienen más bienes que éstos, pasan por ricos y sufren las angustias de pobres.

En los $13.000,000 a que asciende el importe de las fincas de Veracruz, están imbíbitos 3.000,000 que pertenecen a particulares, comunidades, cofradías, hospitales, capellanías y fundaciones piadosas, cuyos créditos se exigen íntegros y se reclaman y cobran con urgencia y rigor.

Pasivos e indiferentes los censualistas particulares ven a sangre fría pagar a los censatarios los impuestos del capital que ellos ocultan y defienden: insensibles y crueles observan el deterioro de las hipotecas que en breve han de apropiarse amparados del derecho de escriturarios: avaros y egoístas viven a expensas de los caudales que ellos mismos hacen morir, desnaturalizados y suspicaces se evaden de contribuir cuando más lo necesita el Estado, dolosos en fin e inhumanos estipulan en sus contratos la dura y tirana condición de percibir los réditos sin derecho de las contribuciones impuestas o que en adelante se impusieren.

De este modo el propietario de una posesión estimada en $40,000 que reconoce la mitad del capital contribuye con el duplo de su líquido haber; mas como por las circunstancias presentes han perdido las fincas las dos tercias partes de su íntegro valor, resulta que lejos de percibir rendimientos del capital fincado tiene que desembolsar el diez por ciento del rédito que paga al censuario.

Las comunidades, cofradías, hospitales, etc., aunque censualistas guardan distinta consideración que los particulares y la antigüedad de sus imposiciones los libra de toda sospecha; esto no obstante, y aunque la naturaleza de sus imposiciones, lo sagrado y respetable de los objetos de la inversión de sus productos, puedan justificar la exención que disfrutan en la actualidad, no hay razón alguna de política ni conveniencia pública que obligue a los censatarios al pago de los impuestos que corresponden a los hipotecarios.

La penosa carga de alojamientos desconocida en estos países de tranquilidad y de paz, apareció en ellos con la guerra civil; las vejaciones, la desigualdad y agravios que infiere al honrado y pacífico habitante son harto conocidos; pero no pueden explicarse los que en el desorden de esta lucha han padecido los pueblos de Nueva España. Veracruz como punto de entrada y salida de correos y convoyes, como cabecera y asiento de la comandancia general del ejército de operaciones de la provincia. y como puerto de arribada de las numerosas tropas de ultramar, ha sido la más gravada y ha sufrido con resignación heroica los sumos disgustos que le ha causado tan molesta pensión, de la que sólo ha podido aliviarse en estos dos últimos años a costa de más de $20,000 invertidos en la compra de útiles, equipo y mantenimiento de las casas dispuestas al efecto.

De la extensión y aumento de nuestras cargas y contribuciones, de la decadencia de la agricultura, del entorpecimiento de las minas, de la parálisis del comercio, del atraso de la industria, de la falta de numerario en círculo, de la disminución del pueblo productor y aumento del consumidor, de la enorme desproporción de la fuerza armada, de los mezquinos rendimientos de las aduanas principales, de la excesiva cantidad de $40.000,000 a que asciende la deuda pública, de la dificultad de formar al presente un presupuesto de gastos y proyecto de reforma, de la ignorancia del déficit y de la inexactitud de la estadística, se infiere la imposibilidad de ocurrir a nuevos arbitrios para continuar la guerra, y que ella misma es el obstáculo más invencible que se presenta para tomar los datos necesarios que han de fijar la base que nivele los gastos con los rendimientos.

Por identidad de razones, y por las circunstancias peculiares de Veracruz que quedan descriptas en la historia de sus acontecimientos es visto que no puede cubrir el $1.000,000 de sus anteriores empeños, ni llenar el déficit de más de 100,000 en que queda comprometida la Tesorería por los adeudos de cada mes; este hecho tan positivo, como poco conocido, es indispensable inculcarlo una y muchas veces para que el gobierno y el pueblo se convenzan de sus mutuas necesidades, y de la certeza del axioma de economía política que dice: el Tesoro real, es siempre el barómetro de la riqueza o pobreza nacional.

Las facultades de cada ciudadano determinan la parte que debe tener en las contribuciones públicas, así como la suma de ellas se regula por las necesidades del Estado; y siendo éstas como son superiores a las facultades y recursos de los contribuyentes, es necesario ocurrir a medidas extraordinarias y productivas capaces de equilibrar la balanza vencida.

Este es precisamente el caso en que todos los gobiernos apelan al recurso de préstamos nacionales o extranjeros, y ésta parece que es la ocasión de que Nueva España siga el ejemplo si le fuere útil y provechoso. El crédito público es la base de estas operaciones, a su amparo se facilitan y extienden, y sin él se dificultan e imposibilitan por más que se apuren los recursos de la política. Desgraciadamente el de Nueva España por ser parte integrante y constitutiva del nacional, por lo exhausto de fondos, y por el estado de conmoción de sus provincias, está en una decadencia que no ofrece esperanza alguna lisonjera.

Además, sus empeños debe contraerlos con los súbditos para no rozarse de manera alguna con los derechos imprescriptibles de la Soberanía, y para ello debe contar con las rentas que han de garantir el pago, y con la riqueza pública e individual. Poca instrucción se necesita para conocer que después de siete años de una guerra tan desigual, en que el enemigo destruye y el Gobierno repara, éste fomenta y aquél consume, en que el único plan y objeto de los rebeldes es perseguir al rico y reducirlo a la miseria, y en que ni las contribuciones, ni los impuestos, ni los donativos y préstamos bastan a satisfacer sus gastos, no es fácil ni posible señalar el real derecho que ha de quedar afecto a la extinción de la deuda, aun cuando ésta se reserve, como debe ser, al término y vencimiento de las calamidades, porque entonces lejos de pensarse en nuevos gravámenes, será indispensable meditar seria y detenidamente en el alivio de los pueblos.

Sensibles éstos a las desgracias, inflamados del fuego santo del patriotismo, exaltados de lealtad, y decididos y arrojados por la defensa del Trono y del Altar, abrieron sus corazones y manos con una generosa liberalidad sólo propia de españoles y comparable a la de Roma y Siracusa.

Los registros públicos, los asientos de las Tesorerías, los archivos y los periódicos oficiales, serán monumentos eternos que transmitirán a las futuras edades la lista sagrada de los heroicos españoles americanos que supieron sacrificar sus fortunas en las aras de su fidelidad.

Superiores a sí mismos hicieron más que pudieron hasta reducirse a la nulidad; los ayuntamientos, los consulados, los cabildos y comunidades, esas corporaciones ricas y respetables vaciaron sus arcas en el real tesoro, y exánimes e impotentes lloran los males que no pueden remediar. En esta situación de pobreza común ¿a quién se dirigirá la Superioridad con pedidos y exacciones?

Sin embargo, el azote sigue, las necesidades se aumentan, y cuanto más se dificulten los recursos, tanto más se retarda el suspirado momento de la paz, de la unión y fraternidad; apúrense pues los arbitrios que imperiosamente exigen las circunstancias y obsérvese si la creación del papel moneda podrá sacar de apuros al Gobierno las sumas que necesita, y sin las que no puede obrar con la energía y actividad que lo distinguen y caracterizan.

Para que este medio pueda proporcionar las ventajas que las naciones se proponen al instituirlo se necesita restablecer la confianza pública, procurar que la cantidad creada no exceda a la del numerario que va a suplir, y que los valores de los billetes tengan una tan cómoda y exacta división que puedan proporcionarse a las atenciones del pudiente y a las urgencias del menesteroso. Si la combinación de estas importantes y precisas cualidades, son fáciles y posibles en la presente situación de Nueva España, y si lo arduo, complicado y tardío de operaciones tan delicadas que deben ser el resultado de profundas meditaciones y la obra del tiempo, son compatibles con la exigencia y conflicto de la guerra; lo dejamos al discernimiento de los políticos ínterin que nosotros íntimamente persuadidos de su ineficacia renunciamos a un proyecto estéril e inasequible.

Es pues incuestionable que la penuria de numerario que aflige y compromete a la Superioridad y a las autoridades subalternas, no depende de la falta de número de los impuestos, sino de la escasez de sus rendimientos limitados, más que por las inversiones, por la decadencia y obstrucción de los ramos productivos y por la parálisis en que yacen el comercio, la agricultura y minas susceptibles todavía de feliz y rápida reacción, si un agente poderoso estimula sus adormecidas facultades, y si una potencia fuerte y enérgica venciendo la pesada resistencia que la entorpece, da movimiento a la fina, pero complicada máquina de la prosperidad pública.

El comercio activo exterior, esta deidad tutelar de las naciones; este manantial perenne de sus riquezas, poder y esplendor; el compañero y amigo de la paz, el alma y la fuerza de los pueblos, y el lazo suave y firme que los liga y une por los vínculos de conveniencia propia y general, y por la reciprocidad de sus relaciones, es aquel espíritu vivificador y aquel soplo casi divino que ha de reanimar nuestra moribunda agricultura, el que ha de restablecer la decadencia, industria regional y el nervioso y robusto brazo que arranque de nuevo los preciosos metales que en sus entrañas encubre la tierra.

La península que después de los atrasos que le causó la revolución de Francia contrajo con ella una alianza destructora, que se vio envuelta en una guerra marítima de doce años en la que consumió sus caudales y arruinó su marina, que sufrió últimamente la agresión más bárbara, cruel y devastadora que se ha conocido en ninguna época, que ha quedado sin los recursos de su agricultura e industria, con multitud de pueblos incendiados, con sus campos arrasados, su población disminuida, la península en fin que se ha visto cargada de obligaciones y falta de auxilios propios y de ultramar, con el sistema de rentas desquiciado, y que ahora empieza a reparar sus pérdidas y curar las graves heridas que le han dado los enemigos de su grandeza y prosperidad, no puede tener un comercio activo, enérgico y poderoso cual necesita en su situación actual.

Cuando las necesidades de la América y su población eran menores, cuando la antigua España contaba con sesenta mil telares que surtían de tejidos de todas clases a una gran parte de la Europa, cuando extendía su comercio a las Indias Orientales, cuando sus escuadras cubrían y dominaban los mares, cuando sus armas vencedoras en Africa, Holanda e Italia amenazaban a la vez a la Suiza, Francia e Inglaterra, y cuando con su poder colosal hacía temblar la Europa, entonces pudo sostener la exclusiva con sus Américas; mas cuando época tan brillante se ha deslizado insensiblemente, cuando ha desaparecido la gloriosa restauración del feliz reinado del augusto Carlos III de eterna y dichosa memoria, y cuando las circunstancias de estos últimos tiempos han compendiado las desgracias y males que pueden afligir a un pueblo en el transcurso de muchos siglos, es preciso conocer la necesidad de variar de sistema.

Si la metrópoli se hallase en disposición de proveer pronta y abundantemente a sus Américas de todos los productos y artefactos que la comodidad, el lujo y las costumbres han hecho ya necesarios; si ella pudiese con sus riquezas fabril e industrial y con su activo y seguro comercio fomentar las labores y aumentar los acopios de los frutos tropicales, y si ella pudiese subvenir a todos los consumos de tan vastos y distantes países, podría decirse que la mutua conveniencia y la riqueza nacional justificaban la inhibitiva; pero cuando una lastimosa experiencia ha hecho conocer que en días más prósperos no pudo cubrirlos sin ocurrir a mercados extranjeros, ¿cómo habrán de esperarse ahora esfuerzos superiores a su presente situación?

El verdadero interés nacional, la riqueza y engrandecimiento del Imperio Español no han de fundarse sobre las deleznables bases de la escasez y pobreza de sus posesiones ultramarinas, sino sobre las firmes y sólidas de abundancia y felicidad. Dos pueblos unidos por sangre, religión y leyes, que forman una sola familia y proceden de una misma madre deben vivir identificados y enlazar con nudos de conveniencia común sus recíprocos intereses. Si las Américas producen, aumentarán sus consumos, las permutas serán mayores, y la península recibirá el doble beneficio de fomentar su agricultura y animar su comercio exterior.

Las mismas causas que han conspirado contra la riqueza rural y fabril de la Madre Patria han atacado a su comercio y navegación. Destruidas sus escuadras, desprovistos los arsenales, agotado su tesoro y consumida su marina mercante se halla en medio de una paz general, reducida a su territorio, privada de la frecuente comunicación con sus Américas, limitada a un comercio casi costanero y expuesta a los insultos que piratas despreciables osan hacer a su respetable pabellón. Por otra parte el comercio español pobre, acobardado y perseguido en aquellos y estos mares, se reconcentra y resigna a permanecer en la inacción, o es víctima de un enemigo rastrero si se arroja y decide. Diez ricos cargamentos procedentes de Veracruz y La Habana apresados a la boca del canal de Bahama en estos últimos días, e infinitos saqueados, cogidos e incendiados en puntos de recaladas y a la vista de nuestros puertos, responden de la verdad de este aserto. Cádiz mismo lo corrobora: precisamente ahora en este propio instante, en que esta instancia se escribe se está ocupando el gobierno de Cuba en arreglar los derechos que han de imponerse a los frutos nacionales que en buques extranjeros han remitido aquellos negociantes para salvar y cubrir sus propiedades, simuladas con los registros de escala. Este hecho que confirma la lastimosa situación de la Península acredita de un modo incontestable que su comercio no es aquel espíritu vivificante que ha de restablecer las antiguas relaciones de ambos mundos, ni el agente poderoso que reanime la agricultura e industria regional.

En la imposibilidad en que está de jugar el gran resorte de la felicidad pública, se hace indispensable apartar las trabas que lo comprimen, remover los obstáculos que detienen su rápido movimiento y darle los ensanches y libertad que necesita para que, atrayendo la abundancia, refluyan en el Gobierno las riquezas, que siempre siguen y acompañan al comercio activo exterior. He aquí, señor Excmo. cómo la historia ha conducido gradualmente la pluma al punto principal de esta representación, y si ella ha demostrado que el libre comercio de Nueva España es una providencia gubernativa reclamada por la suprema ley de la necesidad, más adelante se verá autorizada por la conveniencia, y sostenida por principios de rigurosa justicia.

Conveniencia del comercio libre demostrada por principios de política y economía

Esta cuestión, la más importante que se ha versado en política desde el descubrimiento del Nuevo Mundo, asomó en tiempos de Carlos V, y se reprodujo en el feliz reinado del virtuoso Carlos III. La preocupación, la ignorancia y el monopolio la ahogaron en su cuna. Las luces del siglo, la sana filosofía y los verdaderos intereses del pueblo español la hacen renacer de sus cenizas. Ante la superioridad de V.E. ha de verse el gran proceso en que fijan su vista y su esperanza, veinte millones de habitantes de una y otra España. La causa es de la nación, contra sus derechos litigan los intereses gremiales, la libertad contra la opresión, y la igualdad contra privilegios ofensivos; la sentencia será el triunfo de la justicia y de la razón.

En vano el interés privado, ostentando un celo que no conoce, osa alzar el grito invocando el cumplimiendo de las leyes. Leyes prohibitivas que se resienten de los tiempos bárbaros de la Europa en que se dictaron, leyes contrarias a su objeto, leyes impeditivas de la prosperidad nacional, leyes reglamentarias sujetas al tiempo y sus vicisitudes, leyes al fin conocidas y respetadas; pero derogables porque perdieron su bondad absoluta y relativa desde que variaron las circunstancias.

El apoderado del real consulado de Cádiz en unión de algunos factores de aquel comercio, dirigió a V.E. prematura y extemporáneamente una instancia reclamando daños y perjuicios a nombre de sus comitentes. Permitiendo, sin consentir que haya acreditado la legitimidad de su representación, y conviniendo en que tiene y exhibió instrucciones jurídicas y documentadas para este negociado, es preciso averiguar cuáles son los derechos que asisten a sus poderdantes para contrariar pretensiones, que limitadas a Nueva España o extendidas a la metrópoli, compete su conocimiento al superior y alto Gobierno.

Posteriormente, tres encomenderos del comercio de Cádiz mandaron formar la representación, que con ciento quince firmas de consignatarios de España, sus hijos, dependientes y comensales, dirigió a V.E. con fecha 8 del pasado la junta de Gobierno de este consulado. En uno y otro papel suplen las invectivas la falta de raciocinios, las vagas declamaciones ocupan el lugar de los argumentos, los males imaginados substituyen las ventajas reales y efectivas, y las ofensas personales son las armas del convencimiento ¿pero cuándo ha sido otro el lenguaje de una mala causa?

Que el trato y comunicación de los extranjeros acelerará la independencia de estos países, alterando la sana moral, las buenas costumbres y la Religión santa de nuestros padres, que la agricultura, las fábricas y la industria, el comercio, navegación, marina mercante y militar recibirán un golpe mortal y que la real Hacienda será defraudada en los crecidos ingresos que tendría por medio de un comercio coartado y exclusivo, son los grandes inconvenientes que representan contra una ampliación benéfica, reclamada por las circunstancias y comprobada por los felices resultados de una larga experiencia.

A primera vista se descubre lo fútil y despreciable de este aglomeramiento de especies que vertidas desordenadamente y descansado en la autoridad de los que las subscriben no merecen ser impugnadas ni contradichas. Queden pues estos pequeños seres voltegeando en la reducida órbita de su ilustración, ínterin que en el cuerpo de este escrito se ven combatiendo con dignidad y solidez las detestables máximas de la preocupación y egoísmo.

La conveniencia del libre comercio ha de explicarse por principios de política y economía, y por una serie de observaciones deducidas de los hechos que dentro y fuera de la nación han pasado y se practican a la vista, y en los días de una generación coexistente.

Es a la verdad violento e irresistible entrar en el siglo xix a sostener una lid tan desigual en que la ignorancia pugna con las luces, la confusión con la verdad y lo dudoso con lo cierto, y en la que parece haber retrocedido a los tiempos bárbaros en que las naciones sólo se conocían para hostilizarse. Pasó ya el espíritu de conquista y el genio de la guerra ha sido derrocado para entronizar al dios del Comercio.

"Si la revolución francesa, dice un filósofo, no hubiera electrizado las naciones de Europa, si no hubiera encendido el espíritu de discordia por todas partes, todo el universo no pensaba sino en comunicarse sus producciones; en avivar el comercio, en hacer especulaciones para aumentar los caudales y pasar una vida cómoda y alegre, en perfeccionar la agricultura, las artes y las ciencias. Los soberanos y todos los gobiernos parece que estaban únicamente ocupados en proporcionar medios para que la nación que gobernaban llegase al estado de prosperidad y de felicidad que era susceptible." En efecto, un concurso de circunstancias ha preparado la asombrosa revolución política que se nota en los pueblos civilizados, y el consentimiento común, aquel consentimiento que antiguamente los obligaba a tomar las armas, es el mismo que hoy los hace comerciantes. La naturaleza maestra y reguladora de las operaciones ha dado a cada nación producciones propias y particulares, que siendo útiles y necesarias a otras, las obliga a unirse y estrecharse por vínculos de conveniencia y reciprocidad.

La España bien se considere en sus antiguos límites, o bien se observe en la vasta extensión de sus establecimientos ultramarinos es ciertamente la más favorecida y la que más abunda en frutos preciosos y codiciados, capaz de abastecer por sí sola a casi todas las naciones europeas. Si se dedica al progreso de sus labores no se niega a la salida y permuta de las primeras materias que abriga en su seno. La fertilidad de su suelo, la benignidad del clima y la rica adquisición de las Américas que sobrepujándole en feracidad y extensión le ofrecen copia superabundante de frutos indígenos, la constituyen la primera nación del Universo. Dentro de sí misma tiene los principios de prosperidad y engrandecimientos y si el trastorno político y los notables acontecimientos del antiguo mundo infecundaron tan preciosa semilla, ya es tiempo de hacerla germinar y florecer.

Agricultora por naturaleza y ayudada de su ventajosa posición, está destinada a ejercer el comercio activo para dar pronta y continua salida a sus crecidos sobrantes, y proporcionarse cuanto necesite de fuera para satisfacer los objetos de lujo o comodidad. Ni su población ni su extenso territorio, ni sus verdaderos intereses la permiten ser manufacturera por excelencia, porque además de que es un axioma de economía que ninguna nación debe ni puede ser a la vez productora, industriosa y comerciante, la experiencia de todos los tiempos y edades lo tienen así acreditado.

El olvido o desprecio de esta verdad la hizo incurrir en errores sensibles e irreparables. Conducida de la opinión dominante, envuelta en las preocupaciones que fascinaban a los gobiernos europeos, arrastrada del frenesí de exclusivas y restricciones, y embriagada con sus riquezas, recursos y poder, llegó a persuadirse que era la única nación que gozaba el privilegio de ser productora y manufacturera, y que las demás fueron condenadas en su creación a la pena de consumidoras que debían pasar y sufrir las condiciones y precios que se les impusiesen.

Abrase el gran libro de la historia, véanse los reglamentos y las tarifas de aquella época, y consúltense los escritos y antiguos documentos y se formará una idea exacta del genio del siglo xvi. Las prohibiciones directas e indirectas para la extracción de las primeras materias ya por medio de la severidad de las leyes, ya por el recargo de crecidos derechos, y la relajación de éstos con las franquicias concedidas a los mismos frutos manufacturados, prueban el prurito fabril que se había introducido en la nación. El interés de competir y superar a las fábricas de jabón y cristales de Marsella, Venecia y Génova, y el deseo de destruir los telares de Francia e Italia, arruinaron el rico comercio de sosa barilla, y extinguieron los telares de Sevilla y Granada y las pingües cosechas de la seda en rama; cuyos encarecidos precios a que las hizo subir el aumento de los impuestos, disminuyeron los pedidos y retrajeron a los compradores.

La ciencia del comercio era entonces desconocida en la Europa, el sistema administrativo estaba como uniformado y hasta el descubrimiento del Nuevo Mundo, el tráfico era costanero. La base sobre que descansaba la administración económica de la España consistía en retener sus tesoros, atraer y conservar tos de otros reinos. De este equivocado principio partían todas las operaciones políticas y mercantiles y así es que el acero, el fierro, la cera, el esparto, los cueros, los granos, caldos, aceite, azafrán, pasas, higos, quesos y hasta las legumbres, cartones y trapos viejos fueron objeto de las restricciones o prohibiciones de exportación, privándose de este modo el Estado de las utilidades que le habría dado un giro menos coartado y oprimido.

El ejemplo de lo pasado sirva de lección al presente y pues que la política y el espíritu de las naciones se ha fijado en un recíproco comercio, justo es participar de las ventajas que ofrece a la gran familia que hoy puebla el universo. Los sobrantes de las Españas cámbiense con la industria extranjera, satisfáganse mutuamente las necesidades naturales o facticias, y estréchense de este modo las relaciones con los pueblos más distantes.

El labrador que siempre extiende la vista sobre el comercio, redoblará su trabajo cuando vea extraída su cosecha luego que pudo alzarla; el comercio y las artes darán valor a los frutos, extenderán su uso, aumentarán el consumo y proporcionarán las permutas transportándolas a diferentes países; de esta doble y complicada operación ha de resultar indispensablemente el acrecentamiento del cultivo, la mayor abundancia de los productos de la tierra, la baratura de su precio, la fácil subsistencia y la progresión indefinida de su población.

Todo el cuidado de la España debe reducirse a aumentar sus sobrantes para cambiarlos por lo que necesite y siendo como son excedentes sus riquezas a sus necesidades, la balanza habrá siempre de inclinarse a su favor; éste es el verdadero y único medio que tiene a su disposición para restablecer su pasada prosperidad y ocupar en la lista de las grandes naciones el distinguido lugar a que la llamarán su riqueza y su poder, y al que la convida grata naturaleza.

Ni se diga que las Américas consumirán los sobrantes de la Península, y que los frutos tropicales satisfacerán sus necesidades, porque aquéllas y ésta los producen en tanta y tan admirable abundancia que siempre queda un excedente muy considerable que vender en ajenos mercados, y porque ni unas ni otra llenarán el mutuo vacío de los artículos industriales que las costumbres y el lujo han hecho ya como indispensables y necesarios a la vida, comodidad y regalo.

Pretender que estos cambios se hagan por la mano y con la intervención de los negociantes de Cádiz, Málaga, Santander, etc., es obligar a vasallos de un mismo soberano a reconocer supremacía en sus conciudadanos, es dar al comercio un giro de círculo perjudicialísimo a las clases propietarias y consumidoras, es encarecer sobremanera las mercancías propias y extrañas, es autorizar el monopolio, retraer la concurrencia de compradores y vendedores, dar lugar al contrabando, defraudar los ingresos del real tesoro y perpetuar en la heroica nación española los males que le ha causado el sistema de prohibiciones.

Nueva España que comprende la dilatada extensión de ciento cuarenta y cuatro mil cuatrocientas sesenta leguas cuadradas, que cuenta con una población de cerca de seis millones, que goza de un suelo fertilísimo, de un cielo apacible y de un clima benigno, que disfruta de todas las temperaturas conocidas y más a propósito para los reinos vegetal y animal, que cría, abriga y produce los más ricos minerales, que abunda y es susceptible de una reproducción infinita de los frutos europeos y que se gloria y envanece de tenerlos más estimados y nativos que el mismo oro, no puede dejar de hacer un brillante papel en la historia del comercio y en la política de las naciones calculadoras. Un paso anticipado del gabinete español pudiera hacerlo el árbitro y regulador de las pretensiones que sordamente se agitan en medio de la Europa.

Un país de vasta extensión, de dilatadas costas y a largas distancias de la metrópoli, cuya agricultura da un rendimiento anual de ciento treinta y ocho millones ochocientos cincuenta mil ciento veinte pesos, capaz de un acrecentamiento indefinido si equilibrada la población con el territorio se rompen y cultivan las tierras que aún se conservan vírgenes, y cuyos metales importan veinte y siete millones novecientos cincuenta y un mil pesos, necesita para vaciar sus productos, mayor territorio y más número de consumidores que los que le presenta la estadística peninsular.

Si a Nueva España se le continúa en la exclusiva obligándole a limitar sus productos a las necesidades de la metrópoli, se le fuerza a que sofoque las fecundas semillas de felicidad que desarrollaría prodigiosamente permitiéndole aquella justa y racional libertad que reclama la naturaleza de su suelo y exige la conveniencia general.

Hubo un tiempo en que ésta, según el consentimiento unánime de las naciones, consistía en la dependencia mercantil; en el día todo ha cambiado, los pueblos han aprendido a conocerse, han convenido en otros principios y se han resuelto a comunicarse las luces y riquezas respectivas formando de ellas un fondo partible distribuido por medio del libre y recíproco comercio.

Londres, París, Cádiz, Hamburgo, La Habana y otras muchas ciudades opulentas deponen a favor de la libertad del tráfico y de la frecuente comunicación de los pueblos, dondequiera que la franquicia se ha substituido a la exclusiva, allí ha brotado la fuente de la prosperidad y ha florecido el copado árbol de la abundancia, antes marchito por la estagnación de los jugos necesarios a su subsistencia y nutrición.

Las islas de Santo Domingo y Jamaica tan desconocidas en los mercados de Europa por la escasez de sus frutos, como gravosas a los gobiernos por los gastos de conservación y defensa, permanecieron abatidas e inertes hasta que rayó en su horizonte la aurora de la libertad; pocos años de intermedio, o por mejor decir el tránsito de la restricción a la franquicia, causó la asombrosa metamorfosis que se observa en ellas, y mientras que una parte de la primera elevó por sí sola la industria y agricultura francesa a un grado superior a toda esperanza, la segunda presenta a la Gran Bretaña la asombrosa suma de más de treinta y tres millones de pesos cada año por valor de sus frutos.

La Habana, esa isla deliciosa y afortunada, ese país adornado con todos los juguetes de la naturaleza, parecido a la morada de los dioses que en sus transportes describen los poetas, y que colocada a la puerta del Seno desafía la riqueza, esplendor y magnificencia de las primeras ciudades comerciantes del Viejo Mundo, debe al libre comercio el fomento de la agricultura, el aumento de población, la riqueza y prosperidad que goza.

Desde entonces La Habana recibe en sus puertos mil cargamentos en lugar de los dos que en cada año cubrían el surtimiento de toda la isla; extrae cuatro millones de arrobas de azúcar, cuando antes sólo cosechaba veinte mil, y ha tenido un acrecentamiento igual o proporcionado en sus rentas y demás producciones de su fértil suelo.

Nueva España en medio de la exclusiva, estrecha y continuada que ha conservado y sostiene, a pesar de la religiosa observancia de un reglamento perjudicial a sus intereses, y no obstante el sacrificio que de ellos ha hecho en obsequio de los privilegios gaditanos, ofrece también ejemplos harto convincentes a favor de la ampliación mercantil. Reducido el comercio de España con las Américas a un solo puerto, intervenido siempre por autoridades que fijaban la salida, que determinaban el número de buques, su carga, peso y volumen y que se mezclaban en las más pequeñas operaciones mercantiles, se hallaba oprimido y encadenado, y su curso era lánguido, improductivo y tardío; ampliado después por el reglamento de libre comercio, obra del benéfico Carlos, se desembarazó de una gran parte de las trabas que lo entorpecían y se hizo activo, enérgico y fructífero.

La exportación de caldos de la Península apenas llegaba antes del año de 1778 a diez mil barriles, y en 1803 se introducían ya en Veracruz cincuenta y seis mil; las rentas de Nueva España producían en 1712 tres millones doscientos mil pesos, y a principios de este siglo ascendían a más de veinte millones; en una palabra en sólo el corto período de los diez años primeros de este nuevo arreglo, tuvo el comercio de Indias el asombroso aumento de sesenta y cinco millones de pesos por valor de metales preciosos, y ciento treinta y uno importe de frutos territoriales. ¿A qué alto punto no habría subido la riqueza nacional si desde entonces se hubiese concedido la libertad que ahora se ha hecho indispensable y necesaria? ¿Qué abundancia de frutos sepultados por la coartación del giro no habrían entonces brotado en beneficio y utilidad de ambos mundos?

Los permisos llamados de Azanza, por haberse concedido en su gobierno y que continuaron desde 1798 hasta 1800, los cedidos a favor de las cajas de consolidación, y los otorgados a la casa de Gordon y Murphy que con el título de correos de Jamaica se introdujeron continuada y repetidamente por los años de 805, 806 y 807, si bien ocasionaron los perjuicios que traen consigo los privilegios y facilitaron el contrabando por los altos precios que conservaron los efectos detenidos y estancados en dos únicas manos dieron, sin embargo, un fuerte impulso al giro interior, aumentaron considerablemente la extracción de frutos preciosos y comunes, y fomentaron las labores rurales entorpecidas por las hostilidades de la Inglaterra.

Ni son estas ventajas reales y directas las únicas que el libre comercio ha de proporcionar a la monarquía española; hay otras subalternas o indirectas de la mayor importancia, y que desde un principio engrosaron al real tesoro. Tal es la extinción o aniquilamiento del escandaloso contrabando que desde el descubrimiento del Nuevo Mundo se está practicando contra las más severas prohibiciones y en medio de la más despierta vigilancia.

La Inglaterra, tan celosa de la estrecha observancia de su régimen exclusivo, ha sido y es la primera a barrenar el de las demás naciones, y la más pronta a proteger y fomentar el contrabando. Con este objeto hizo la guerra en 1740; por estos principios ha reglado constantemente su política y a este fin se dirigen todas sus operaciones en la paz y en la guerra.

Desde la embocadura del Seno mexicano hasta el Istmo de Panamá, y desde el cabo de Buena Esperanza hasta el río de la Plata y costa de la América meridional cruzan sus escoltas y convoyes, acogiendo bajo su pabellón la multitud de buques dedicados al tráfico ilícito, utilísimo a infractores y patronos; pero insufrible y ruinoso a los buenos españoles.

Jamaica es el mercado de las manufacturas de algodón que abastecen las Américas españolas, y la caja principal de los caudales que importa por valor de sus cargamentos. Por un cálculo nada exagerado puede asegurarse que su ilícito comercio de importación y exportación pasa de cincuenta millones de pesos, de los que se extraen más de la tercera parte del reino de México. El siguiente documento es un justificante del hecho y una pieza digna de insertarse por lo que puede influir en la resolución del gran problema que se agita.

"Los comerciantes de Kingston en Jamaica han dirigido a la junta superior una memoria manifestando que, hallándose establecidos en el más interesante de todos los puertos libres de la América inglesa, comerciando directamente con la mayor parte de los establecimientos españoles, con quienes tienen vastas y extensas relaciones, representan una porción considerable de los intereses de las ciudades manufactureras del Reino Unido.

"Dicen que después de la revolución de España, esto es, desde el año de 1810 en que sus Américas quedaron privadas de la protección de la metrópoli y casi sin gobierno, han establecido con ellas relaciones comerciales del mayor interés y superiores a las esperanzas que habían concebido; que por el Istmo de Darién y en un espacio de millares de leguas de costa que baña el Océano Pacífico, están en comunicación con los habitantes de aquellos dilatados países imposibilitados hasta ahora de surtirse de efectos de Europa; que el rico comercio que hacen con Panamá y se extiende de N a S en aquellas diferentes provincias les ha proporcionado la doble ventaja de haber introducido cuarenta y cinco millones de pesos en manufacturas inglesas y haberlas acostumbrado a su consumo que no puede menos de aumentarse considerablemente, si se les presta la protección necesaria para conservar sin interrumpción un giro que fácil y prontamente convierte en especie el fruto del trabajo de los fabricantes como se acredita por la gran cantidad de plata y oro que de la isla se remite a Inglaterra.

"Se quejan de que los corsarios insurgentes que infestan los mares, han entorpecido este comercio que ya tenía un aumento considerable, con cuyo motivo corren gran riesgo las propiedades inglesas, y los retornos españoles, y sufren demoras en los cobros de los plazos que se ven precisados a dar en favor de la fácil extracción y de la mayor actividad del giro.

"Representan lo expuesto que está a perderse o extinguirse no sólo por los corsarios que han turbado la paz de los mares y por los que los insurgentes de Buenos Aires pueden armar en Chile, sino también por los bergantines de los Estados Unidos que perfectamente armados y equipados con hombres atrevidos y resueltos, han doblado ya al cabo de Hornos y amenazan su comercio y navegación, y últimamente concluyen suplicando a S.M. británica, que en beneficio y utilidad de los intereses de la Gran Bretaña, se sirva concederles los convoyes necesarios para asegurar sus cargamentos, con cuya providencia se restablecerá la confianza de los tratantes intimidados y se dará vigor y nuevo ser al más importante ramo del comercio inglés."

Prescindiendo, si es dado prescindir en materia de tanta gravedad y trascendencia, de los perjuicios que irroga este ilícito tráfico al comercio español es claro que priva a la Corona de los crecidos derechos de extranjería que debieran satisfacer las mercancías inglesas a su entrada en estos puertos, que usurpa los que adeudarían los caudales a su extracción y que destruye la agricultura americana por cuanto los frutos no son los objetos de permutas, sino que el cambio se hace con metales en moneda y pasta.

Un contrabando practicado por la potencia que tiene el imperio de los mares, que constituye, como ella dice, uno de los principales ramos de su comercio, que se ejecuta sobre costas tan inmensas como las de la América española, difícil de recorrer e imposible de vigilar, no puede evitarse con leyes penales por severas que sean, ni por la multiplicación de guardas siempre insuficientes y frecuentemente burlados o corrompidos.

La historia del comercio y la de los pueblos comerciantes ha hecho ver la ineficacia de semejantes medidas para impedir las extracciones e introducciones fraudulentas, y ha enseñado que la libertad del comercio es el único preservativo y el verdadero antídoto de este contagio político que arruina a las naciones y a los particulares. "Nada es más caro, dice un escritor moderno, que el régimen exclusivo, y nada tan barato como el de la franquicia; el exclusivo necesita ejércitos de guardas, jueces y carceleros; la libertad camina tan sola, como la verdad se presenta desnuda."

Cuando el libre comercio no produjese otro beneficio que el de aniquilar el contrabando, éste sólo haría la felicidad de la nación, porque el real tesoro lejos de ser defraudado en tan considerables sumas las ingresaría muy subidas con las entradas y salidas de manufacturas y frutos extraños y propios, y ahorraría los crecidos caudales que invierte en la manutención y subsistencia de un número indefinido de empleados en los resguardos.

Ni se arguya contra las teorías modernas como generalmente acostumbran los hombres mal prevenidos o avezados a las máximas de sus mayores; de ellos es esta doctrina, ellos la conocieron y publicaron aunque desgraciadamente sin obtener los resultados que se prometieron. La autoridad del célebre español don Gerónimo de Ustáriz del consejo de S.M. y de la real junta de comercio y moneda que escribió hace noventa y cuatro años, y no será sospechosa, convence de la verdad de esta proposición.

"Es constante, dice que la extracción de oro y plata, no se impide con pragmáticas y leyes penales, y aunque algunas del reino incluyen la pérdida de la vida, y de la hacienda, con cuyo rigor amenazan las prohibiciones y no se observan ni se pueden observar en España ni en otros reinos, sobre semejantes asuntos, como lo acreditan las experiencias de siglos enteros, ni se descubre otra disposición capaz y segura que la de que España no sea deudora a otras naciones, lo que sólo se puede conseguir vendiéndoles más de lo que se les compra, como se ha propuesto ya, y se repetirá muchas veces, por ser la única providencia para nuestro remedio; ni el permitir la saca de otras especies fomentaría mucho su extracción, si no concurriesen otros impulsos del comercio, que las arrebatan sin que la mayor vigilancia baste a embarazarlo; de que es buena prueba que en España, por ejemplo, ha habido y continúan semejantes prohibiciones rigorosas de algunos siglos a esta parte; en cuyo dilatado tiempo ha habido también grandes, y muy vigilantes reyes, y celosos ministros que han hecho muchos esfuerzos para su puntual observancia; pero no se ha logrado: lo primero, porque es imposible poner puertas al campo en tan dilatadas costas y fronteras, cuyo ámbito pasa de seiscientas leguas; y lo segundo, porque aunque en todas las costas y fronteras se pusiesen guardas o centinelas de vista de día y de noche, repartidos de cien en cien pasos, o más próximos, viéndose unos a otros, y mudándose a cada hora a la usanza de los ejércitos, y plazas de guerra (para lo cual no bastarían cien mil hombres) no sería difícil sobornar a algunos, y aun a muchos de ellos, para ejecutar las extracciones, como hoy sucede con los guardas de la real Hacienda, y se experimentó en los años de 1722 y de 1723 con los soldados y paisanos empleados al resguardo de la sanidad; cuya vigilancia cuando no se burlaba con la maligna destreza, se sobornaba muchas veces con el interés aunque no podía ser muy crecido, respecto al valor moderado de las cargas, que se introducían de azúcar, cacao y otras mercaderías de menor estimación, que las de dinero, aunque la entrada de éstos y otros géneros estaba prohibida también con pena de vida, y de la confiscación; y había diputada una junta de ministros muy autorizados, celosos y hábiles, que con frecuentes sesiones y providencias atendía a su puntual observancia, y pronto castigo de los contraventores que se aprehendían ¿y qué diremos de las cargas de trigo, que en los referidos años, y en otros pasaban frecuentemente a Portugal, aun en tiempo que la carga no valía más que cincuenta reales en desprecio de las prohibiciones? Y pues, por el corto útil de quince o veinte reales que pueden tener en la saca y fraude de granos, saben corromper o engañar a los guardas; ¿qué no intentarán y qué es lo que no conseguirán por el gran beneficio que suelen lograr de una carga de plata u oro? Sin que los contenga la amenaza de la pena de muerte, que ya saben por experiencia, que esta ley es dura en el amago y blanda en el impulso, pues no la ven practicar; además de la gran dificultad en descubrir y convencer a los contraventores, como se ha referido; y en fin, si en siete u ocho siglos no se ha podido conseguir su observancia con la severidad de las leyes, muchas veces repetidas y renovadas, no debemos esperar que se logre su cumplimiento en nuestra era, sino es buscando otros medios más naturales, eficaces y seguros, como son los que se han propuesto de la buena disposición de los comercios, vendiendo a los extranjeros más de lo que les compramos; y no de pragmáticas, prohibiciones y guardas en los puertos y otros parajes; pero no por esto es mi ánimo persuadir a que se deje de usar de estas leyes rigorosas, que atemoricen y contengan algo a este género de delincuentes; lo que quiero decir es, que siendo muy débil esta providencia, no nos hemos de fiar de ella sola, y que en lo que debemos vincular más el remedio es en las buenas disposiciones del comercio, que no puede florecer sin muchas y buenas fábricas, ni éstas pueden aumentarse ni permanecer sin los auxilios de las franquicias y mejor regulación de los derechos; con que es claro que sin esta providencia, primer móvil que debe dar suficiencia y curso a las demás, tampoco se podrá impedir la dañosa y grande extracción y falta que padecemos de oro y plata; siendo consecuencia clara de este sólido principio que aunque se permitiese la extracción de uno y otro metal, o de la misma moneda, siempre entraría más de lo que saliese, y quedaría rico el reino, como floreciese el comercio; cuyos eficaces impulsos vienen a ser el más seguro, y aun el único medio para retenerlos en él, lo cual se califica también con lo que sucede en Inglaterra, donde está permitida la saca de oro y plata, y con efecto por ciertos giros del comercio, se extraen algunas partidas para las Indias orientales, Holanda y otros parajes, como se ha referido, registrándolas en las mismas aduanas de Inglaterra, y con todo eso queda riquísimo y muy poderoso aquel reino, respecto de que si por una puerta salen diez, por otra entran ciento, lo cual procede de que aquella nación vende a los extranjeros en general, más de lo que les compra; con que éste es siempre el único medio para atraer, y retener en un reino más dinero del que sale."

Imposible es resistirse al convencimiento de este raciocinio sostenido en la experiencia y apoyado en los más sólidos principios de comercio y política; el torrente de luz que arroja de sí, sólo puede dejar de iluminar a hombres que desconocen los primeros elementos de la ciencia que creen profesar, y la pluma más maestra que intentase su comento no haría otra cosa que oscurecerlo o enervarlo.

El interés que la España europea tiene en la conservación de la España americana no puede reducirse a la adquisición de inmensos territorios, ni limitarse al alto dominio. El derecho de Soberanía y su ejercicio son nobles y brillantes atributos que adornan el trono de Pelayo, mas el usufructo y aprovechamiento de sus riquezas son las fuertes columnas que lo han de sostener.

Las provincias de Nueva España cual ricas heredades serán tanto más productivas a la metrópoli cuanto más cultivadas estén. De la perfección de su agricultura depende el incremento de su población y de ésta el aumento de consumos y pedidos. La Europa se ha convertido en artista y fabricante formando un vasto taller donde se elaboran las primeras materias que recibe de otros puntos del globo; y la América es su principal abastecedora. Única a vender como poseedora exclusiva de frutos ansiosamente buscados es dueña de fijar los precios y de dar valor a su mercado.

El continuado movimiento de permutas dará a sus riquezas un acrecentamiento indeterminado que refluirá indispensablemente en beneficio de la agricultura peninsular; los productos de la tierra y de la industria española hallarán mayor y más fácil salida con los aumentados consumos de la América y los retornos de plata y frutos proporcionados a la exportación activarán el comercio, restablecerán la marina mercante y militar, proporcionarán fondos considerables al Estado y harán la felicidad de la Nación.

Este íntimo enlace de una y otra España y estas mutuas relaciones de intereses recíprocos que nacen del orden establecido por la naturaleza, es lo que constituye la conveniencia del libre comercio, y aunque de su necesidad y utilidad ya comprobadas se deduce la consecuencia de su justicia, hay todavía causas de más entidad y razones de congruencia que la acreditan.

La libertad del comercio fundada en principios de justicia

El nacimiento de unos españoles y el avecindamiento de otros en estos países no puede privarles de los derechos que la ley les señala y en cuyo pleno goce estarían si se trasladasen a la Península; hijos de una misma patria, hermanos de una misma familia, vasallos del mismo príncipe y miembros de la misma sociedad son y deben ser partícipes de las prerrogativas comunes.

Desde la incorporación del Nuevo Mundo a la corona de Castilla fue, sin necesidad de precedente declaración, parte integrante y constitutiva de la monarquía con sólo aquellas variaciones que la localidad y la distancia hicieron precisas, y si por efecto de ellas o por el sistema europeo sufrió ciertas restricciones, las leyes patrias las compensaron, con las ampliaciones y particular protección que le dispensaron, distiguiéndolo y exceptuándolo del orden colonial en que han continuado las posesiones extranjeras.

Siendo pues inconcuso que Nueva España es de hecho igual a la matriz, habiéndolo así anunciado S.M. en repetidas declaraciones y estando sus vasallos de Europa en libre y franca comunicación con todas las naciones amigas o neutrales, parece que no deben en justicia restringirse las acciones de los súbditos de América, tan dignos como aquéllos de la real munificencia.

Pero cuando más resaltan estos derechos y se hace más sensible la justicia con que se reclaman, es al entrar en la comparación de la escrupulosa observancia de las leyes en que se ha mantenido Veracruz, privándose de los beneficios que le habría proporcionado el libre giro, y la posesión en que están de él todos los puertos de la América.

Con efecto, Puerto Rico, Cuba, Yucatán, Tabasco, Portobelo, Panamá, Guayra y Santa Fe con todos los puertos de la costa firme, los de Chile, Océano Pacífico y Lima, y hasta San Blas en N.E., todos gozan la libertad que no es dada a Veracruz.

Este libre tráfico que con el consentimiento unánime de sus jefes está practicando la América española denota cual sea el voto general de sus pueblos, y justifica del modo más expresivo su necesidad de importancia, reconocida por S.M. y en cierto modo explicada en real orden de 13 de diciembre de 1816, concediendo a Baracoa la libertad de comercio con extranjeros en los mismos términos que, por justas consideraciones, le está permitida y disfruta la ciudad de La Habana.

La de 22 de abril de 1804 declarando la exención de todos derechos, diezmos y alcabalas por término de diez años al café, algodón, añil y azúcar en el aumento que tuvieren en adelante sus cosechas, o de las que nuevamente se alzaren en Cuba, Puerto Rico, provincias de Yucatán y tierra firme, está acreditando la intención soberana y el espíritu de franquicia y libertad que la dictó.

De los mismos generosos paternales sentimientos abunda el benigno real decreto de primero de junio último para el establecimiento del sistema general de Hacienda y en su instrucción para el repartimiento y cobranza de la contribución del reino. Ultimamente la supresión del estanco de tabacos en la isla de Cuba acordado en real orden de 24 del mismo mes y la aprobación del comercio extranjero concedido a Santa Fe de Bogotá por el Excmo. señor virrey y capitán general don Pablo Morillo, serán monumentos eternos que transmitirán a la más remota posteridad la nunca bastante bien apreciada beneficencia del mejor y más amante padre del pueblo español.

He aquí demostrado por la historia, por el razonamiento y la experiencia la necesidad, justicia y conveniencia del libre comercio, y he aquí desmentidos los temores y soñados perjuicios que los consignatarios de Cádiz representaron a V.E. que debían seguirse de la concesión solicitada por españoles amantes de la grandeza, decoro y poder de la monarquía, y que han sabido olvidar sus fortunas y aun sacrificarlas en la sagrada ara de la patria, antes que ser conducidos por mezquinas pasiones o por intereses privados.

Después que desgraciadamente la Europa se vio envuelta por mucho tiempo en un cisma religioso y que la revolución de Francia hizo pasar a la España por el político que cundió hasta el Nuevo Mundo, parece que ahora se intenta hacerle sufrir el mercantil, con sólo el objeto de sostener las injustas pretensiones de los interesados en el sistema exclusivo o de prohibición.

Bajo la apariencia de notorio celo por la felicidad de la madre patria deprimen y ofenden el legítimo y acendrado de los que, separándose del camino de la preocupación y del error, siguen el sendero que abrió la naturaleza y allanó la ilustración. Resueltos a conservar la dependencia comercial de la América, faltos de razonamientos, convencidos y empeñados en una mala causa amenazan a la nación y al gobierno con la independencia política, independencia tan inverosímil e infundada, como los perjuicios nacionales que ignorante y torpemente han pronosticado. ¡Bien debieran recordar que la separación de los Estados Unidos fue efecto de la esclavitud mercantil y no de la opresión ministerial!

Vergüenza es que hombres nacidos y avecindados tiempo hace en Nueva España, se hallen después de siete años de revolución tan ignorantes del desorden que tuvo en sus principios y mantiene en el estado actual, como pudieran estarlos los habitantes del alto Egipto. Así como ella se ha distinguido entre todas las que refiere la historia por su crueldad, así también se ha singularizado por su desconcierto. Si se consulta a sus corifeos desde el apóstata Hidalgo hasta el sacrílego Torres sobre la causa que la abortó, los motivos que tuvieron para tomar las armas, el fin que se han propuesto y los medios que están a su alcance para realizar sus infames deseos, darán por única respuesta que buscan la independencia sin definirla, conocerla ni explicarla.

La revolución, mal que le pese a la innata lealtad española, fue obra de sus hijos ingratos; españoles la concibieron, españoles la plantearon y españoles la han continuado, y si al exhalar el último aliento al monstruoso cadáver algunos extranjeros despechados, no fue ciertamente Veracruz ni el libre comercio los que le facilitaron el paso.

Sólo desconociendo la localidad y policía del puerto, e ignorando el método que ha de observarse en el comercio libre puede hacérseles instrumentos de la independencia y canales de comunicación con los rebeldes, a quienes sobran en ambas costas puntos de fácil acceso ya conocidos y frecuentados.

Suponer que por libre comercio se entiende no sólo el permiso de que fondeen buques extranjeros y se desembarquen e internen los efectos, sino que también le es anexo el derecho de vecindad y naturaleza, y que los conductores propietarios o pasajeros tendrán facilidad de transitar por el Reino con una libertad no concedida al español europeo, sin que antes obtenga los permisos y requisitos prevenidos por la ley, es una equivocación a la verdad más maliciosa que grosera.

La abertura del puerto no es el allanamiento del territorio, ni el permiso que se otorgue a los buques de distinto pabellón es un derecho personal de los que vengan a su bordo. Se trata únicamente de permitir la entrada, venta, cambio o permuta de manufacturas extranjeras permaneciendo en su fuerza y vigor las leyes, reglamentos y reales disposiciones de la materia, con respecto a la admisión o avecindamiento de los súbditos de otras potencias.

Jamás han pensado los que opinan por la abertura del puerto que fuese un acto consiguiente a la franquicia el establecimiento de casas o factorías extranjeras; un tan craso error sólo puede caber en la cabeza de los del partido de la oposición: los comerciantes franceses, americanos, ingleses, etcétera, a quienes convenga hacer remesas desde sus respectivos puertos, tendrán que consignarse a españoles y sujetarse al reglamento o tratado de comercio que se establezca en favor de la agricultura y de la industria nacional.

Así visto, concedido y practicado el libre tráfico, sería preciso para que él pudiese influir en la separación de estos dominios o en la relajación de la moral, que el contagio de la herejía y del republicanismo fuesen más activos que el de la peste de Constantinopla que se comunica por la atmósfera y por las mercancías, de cuyos riesgos se han librado los puertos españoles de la Península que de tiempo inmemorial están en franca y no interrumpida correspondencia con todas las naciones comerciantes de Europa, y los de América que se hallan en igual posesión.

Por otra parte, es necesario conocer que los extranjeros que se decidan a unirse con los facciosos de Nueva España han de ser advenedizos arrojados del patrio suelo por vicios y crímenes, o emisarios de algún gobierno interesado en la desunión y desgracias de los españoles. Los primeros son a todas luces despreciables y los segundos, quedando como quedan fuera de la ley, es decir, excluidos del derecho de gentes, no es probable ni verosímil corran el riesgo de burlar la vigilancia del Gobierno ni se expongan a penetrar por un puerto donde serían a cada paso observados, pudiendo hacerlo impunemente por alguno de los muchos puntos de estas dilatadas costas.

Esta especie de agentes, comisionados o más propiamente dicho insurgentes aventureros corresponde a la clase de auxilios simulados con que alguna potencia protege y fomenta la independencia sobre que libra la esperanza de su engrandecimiento. Sin que sea visto ni se entienda que se trata de reglar los negocios diplomáticos, es indispensable indicar que sólo el libre comercio puede debilitar y ahogar en su cuna estos secretos manejos de la política. Al norte de este continente se levanta un coloso temible por el ejemplo y por su riqueza; conviene no despreciar su poder si un día cambiando de constitución llega a desplegar sus fuerzas físicas y morales.

Lejos de considerar al comercio extranjero como causa de la separación de las Américas Españolas debe estimarse como el alma y apoyo de la unión tanto más firme y duradera, cuanto más enlazados estén sus intereses con los de la Metrópoli. La ociosidad y la miseria hacen rebeldes; pero la prosperidad nunca sugiere la independencia. Los pueblos ocupados en cultivar la tierra o en adelantar la industria, que recogen por fruto de sus trabajos una subsistencia fácil y proporcionada a sus necesidades viven alegres y felices, y sólo piensan en asegurar una mediana fortuna a sus familias.

La libertad, este deseo o conato interior que excita al hombre a sacudir el suave yugo de las leyes, cuando siente la opresión de la pobreza, se apaga y extingue luego que respira el aire saludable de la opulencia.

Si las Américas tienen la facultad de hacer producir a su suelo todos los frutos de que es capaz, si pueden proveerse de los que les falten, si se les permite comprar, vender y permutar en otros mercados, y si es árbitra de satisfacer sus necesidades naturales o ficticias, entonces el aumento de su prosperidad será el más seguro garante de su voluntaria y sincera sumisión, y el temor de perder sus riquezas en el desorden de las disenciones civiles responderá de su fidelidad.

Llamadas las potencias extranjeras a tomar parte en las riquezas de América por medio de un arreglo bien equilibrado en la balanza del comercio español, desaparecerá la funesta rivalidad que lo ha perseguido y cesarán las sangrientas guerras que han suscitado la envidia y los celos desde el descubrimiento del Nuevo Hemisferio.

El verdadero interés de la Metrópoli consiste en hacer prosperar a las Américas, en fomentar sus riquezas naturales y en aumentar la agricultura y población peninsular, dando de este modo acción y celeridad al comercio extranjero que se precipitará a extraer sus sobrantes y a surtirla de las manufacturas de fuera por medio de permutas o tratos convencionales.

Poco o nada conocen la teoría del comercio y la economía de las naciones esos genios asustadizos que desde ahora se intimidan por la salida de los metales preciosos, anunciando la ruina del comercio y de la industria y pronosticando todos los males que son consiguientes a la inopia del numerario.

Estas opiniones, añejos vestigios de la preocupación y del error, suponen ignorancia de los principios luminosos que se han derramado en todos los pueblos civilizados. Es indudable que la estimación y consentimiento unánime han hecho necesaria la circulación de cierta y determinada suma de numerario que sirva de signo convencional y común para representar todas las especies comerciables, con las que debe entrar en una exacta alternativa y juiciosa proporción; pero es igualmente cierto que las naciones que han librado sus esperanzas sobre la posesión exclusiva de los metales han caminado rápidamente a su ruina.

La excesiva acumulación de la moneda, disminuyendo su valor y alzando el de los productos de la tierra y de la industria, influye de un modo directo contra los progresos del cultivo, se opone secundariamente a el acrecentamiento de brazos y envuelve a la nación en el último resultado, en el abatimiento y la miseria. El oro y la plata aunque frutos privilegiados de la América, son tan vendibles y comerciables como todos los comunes y particulares que forman la gran lista del comercio español, son producciones propias, mercancías nacionales y objetos de permuta que necesitan y deben cambiarse con manufacturas y efectos de la industria extranjera.

La franca y libre exportación de caudales anima la agricultura, vivifica las artes, aumenta la riqueza pública, afianza la prosperidad e inclina la balanza a favor del giro nacional, cuando por el contrario los extraídos furtivamente atacan y obstruyen las canales de la abundancia y las fuentes de la felicidad. Por una funesta consecuencia de la naturaleza del contrabando se ven obligados los introductores a retornar en efectivo los valores importados posponiendo las utilidades de una segunda negociación a la seguridad que le ofrece el poco volumen de la moneda.

Todo el celo, todo el patriotismo de esos declamadores y vocingleros debería dirigirse contra la extracción fraudulenta, contra esa saca depresiva del decoro nacional, usurpadora de los productos de la Soberanía, enemiga del fomento rural y fabril e infractora de las sagradas leyes del bien general.

La justicia y la conveniencia exigen imperiosamente que se oponga una barrera impenetrable y subsistente, capaz de contener el contrabando y de refrenar la ambición. La de la ley es muy débil para resistir la impetuosa corriente de la codicia, y demasiado poderoso el impulso del interés para dejar de vencer la resistencia de los resguardos. La libertad y la disminución de derechos son los únicos muros que pueden sufrir el choque de tan violento torrente.

Si la España prevalida de la fertilidad de su suelo, de las ventajas de su posición y de las que algún día puede darle la preponderancia de su comercio intentase, retrocediendo al siglo diez y seis, constituirse de nuevo en única potencia productora y en manufacturera exclusiva, renovando las antiguas prohibiciones a que la provocan los encomenderos del comercio de Cádiz, volvería indefectiblemente a caer en aquel miserable estado a que la redujo tan perjudicial sistema, y en el que permaneció hasta el reinado del señor don Carlos III de feliz y dichosa memoria. Es necesario no alucinarse, la exclusiva y el aumento de derechos nunca favorecen al comercio ni a la agricultura; antes bien la destruyen ocasionando la carestía y la escasez, dentro y fuera de la nación sobran ejemplos harto sensibles, que son otras tantas lecciones útiles que deberían estudiar los que con tanto empeño insisten en sostener una doctrina falta de justicia y equidad.

Lea la Francia su historia, reconozca sus moreras, busque sus tejidos y telas y hallará los efectos de la exclusión; revise la Inglaterra los estatutos de Isabela, concurra a los mercados, compare en ellos sus paños y sentirá todo el peso de las restricciones. Penetre en fin España en Valencia y Murcia, en Sevilla y Granada y pregunte adónde se trasladaron sus gusanos de seda, qué se hizo de las productivas cosechas de sosa-barilla, qué fue de sus fábricas y telares, qué de los ríos de oro y plata que corrían por ella, y oirá a la industria, a la agricultura y a las artes contestarle que huyeron aterradas, temiendo la opresión y las cadenas que les presentó el comercio exclusivo y monopolizador.

Tales son los perjuicios que él ha ocasionado a la riqueza pública y tales los que se intentan perpetuar en obsequio de la prosperidad y engrandecimiento de un solo pueblo, cuyas acciones no pueden ser superiores a los demás que constituyen esencialmente la Monarquía. Las Américas son patrimonio de la Corona, mas no propiedades particulares; son provincias españolas, pero no colonias mercantiles; reconocen los imprescriptibles derechos de la Soberanía en la sagrada persona del monarca, pero no los ven transmitidos ni representados por el comercio de Cádiz. Ostente él en buena hora sus antiguos privilegios, alegue la posesión inmemorial y recuerde sus importantes servicios para legitimar sus pretensiones, que contra ellas reclamarán veinte millones de españoles que piden ante la ley la igualdad, el ejercicio y goce de los derechos que el príncipe, la patria y la naturaleza les confiere.

Cuando Cádiz se introduce y apersona en este litis, o hace la parte del Reino, o intenta sus propias defensas; si lo primero, es absolutamente necesario que exhiba los poderes que lo autorizan; si lo segundo, es un reo que él mismo demanda y lo obliga a comparecer ante el Supremo Tribunal de la Nación.

No es ésta la vez primera que aparentando celo por la felicidad general y afectando representar los intereses de la comunidad, sólo ha consultado los suyos en particular. Por ellos renunció bajo el imperio de Adriano las prerrogativas y privilegios municipales para adquirir el título de colonia romana; por ellos disputó y despojó a Sevilla del carácter de único puerto habilitado; por ellos sorprendiendo al Gobierno influyó en el reglamento de comercio de Indias acordado por Felipe V en 1735 y revocado en 1749; por ellos resistió la benéfica ampliación del virtuoso Carlos, y por ellos se injiere en los negociados de la América, y cual si fuese la Metrópoli de un Nuevo Mundo, tiene el arrojo de constituirse, no ya juez recto e imparcial, sino dueño déspota y opresor.

El comercio de Cádiz corredor y depositario exclusivo de los productos de la agricultura y de la industria nacional, que retiene y estanca sus frutos, que se opone a los progresos del cultivo señalando precio y mercado, que retrae y prohíbe indirectamente la concurrencia y que se ha erigido en factor universal, no es ciertamente el apoderado a quien han de fiar su representación y sus fortunas los propietarios y fabricantes españoles.

Es pues visto que no tiene en este negocio otros derechos que los que competen a los demás puertos de la Península, que ni harán causa común con él, ni ignoran que un rey piadoso y sabio arrancó de raíz el feudalismo mercantil, así que todas sus acciones están limitadas y circunscriptas a la defensa de sus particulares intereses, que por cuantiosos y respetables que sean, nunca podrán anteponerse a los del bien general. Cuanto más celo muestra por él, cuanto mayor es el acaloramiento con que lo promueve y cuanto más exagera los perjuicios del libre comercio, tanta mayor desconfianza induce y tanto más sospechoso se hace.

Con efecto una corporación testigo ocular de las desgracias que han afligido a la Madre Patria, que ha presenciado la desolación de sus campos, que ha tocado la completa ruina de sus deterioradas fábricas y que ha debido llorar el aniquilamiento de la marina mercante y militar con todo el cúmulo de males que ha sufrido el noble pueblo español ¿podrá de buena fe y sin insultar a la sana razón atribuir al libre comercio, que aún no existe, los daños y perjuicios que ya resienten a impulsos de calamidades pasadas?

Por más que sus encomenderos se empeñen en presentarla con recursos suficientes para conservar sus antiguas relaciones, no podrán hacer que remita los frutos que la nación ha dejado de producir, ni que cubra los consumos que en tiempos más felices no pudo satisfacer sin el auxilio de las manufacturas extranjeras, cuya importación excede en dos tercias partes y nunca bajó de la mitad del valor del comercio nacional.

Ya es tiempo que estos hombres alucinados cedan a la fuerza del convencimiento y al imperio de la verdad, y que conozcan que los comerciantes de Cádiz, meros interventores o consignatarios de los extranjeros, lejos de interesarse por estos medios en la felicidad general de la monarquía, sólo aspiran a conservar el comercio de escala y constituirlo entre puerto único para utilizar en las duplicadas consignaciones de recibo, envío y retorno.

Si se analiza la verdadera esencia del que se dice comercio de Cádiz, se hallará que son españoles los que llevan el nombre, y extranjeros los que lo constituyen, extranjeras las propiedades y extranjeros los caudales que se exportan en pago de sus manufacturas, de esas manufacturas que falsa y descaradamente se han supuesto ser la masa circulante y la promovedora de la riqueza regional; preciso es decir aquí: O qüamtum est in rebus innane!

Lo que Cádiz teme y teme con razón es decaer de su riqueza y esplendor, y perder aquella superioridad que le dio su influjo y su poder; pero ésta es consecuencia precisa de la inconstancia del comercio y de la vicisitud de los tiempos. Lo que él pierda de su grandeza lo ganarán otros muchos puertos que llamados por la naturaleza a elevarse a un rango de primer orden, se mantienen bajo su tutela y administración. La opulencia y engrandecimiento de un solo pueblo, no es lo que conviene a la nación, sino la abundancia y felicidad de todos los que la integran. El bien público prefiere al particular, y cuando Cádiz inmole en aras de la patria una parte de su prosperidad, entonces aprenderá a respetar los sacrificios, la consecuencia y la resignación de Veracruz.

Estos son, señor Excmo., los obstáculos que el interés privado opone por conducto de los consignatarios de Cádiz a la concesión del libre comercio. Los que representan han demostrado ya sus ventajas como necesarias, convenientes y justas. Aquéllos se interesan en la suerte de sus comitentes, éstos solicitan el bien general; deduzcan ellos sus acciones en tribunal competente que V.E. no está encargado de transigir sus querellas, sino de hacer felices los pueblos que el Soberano puso a su cuidado.

V.E., necesitará de toda su firmeza para confundir falsas opiniones, para combatir errores, para desterrar el egoísmo y para emprender la saludable reforma que reclaman la justicia y la sabiduría; pero se trata, señor, de limpiar la principal canal de la riqueza pública, de darle la distribución conveniente, de sacar a la nación del caos en que se ve envuelta, y de levantarla a la más alta cima del esplendor y del poder. Este es el triunfo que estaba reservado a la ilustración, a la política y a las virtudes de V.E y del que la gratitud nacional será la más lisonjera recompensa.

El libre comercio apoyado no sobre las vacilantes ruedas de intereses privados, sino sobre los fundamentos eternos del bien común, es la primera y más abundante fuente de la prosperidad pública, es el que da nuevo ser a la agricultura, el que perfecciona y multiplica las artes, el que enriquece a los estados, el que hace florecer los campos y aquel astro benigno y vivificante, que reanimando la naturaleza, la hace más útil y agradable.

Disipe V.E. con sus luces las tinieblas de la preocupación, con su autoridad rompa el denso velo de la ignorancia, y ábrase con el rayo de su poder las estériles montañas de la codicia para que al sacudimiento eléctrico, suceda la enérgica reacción que ha de hacer la felicidad de la Monarquía, y raye en su horizonte la aurora apacible que deshaga la tempestad.

La sola declaración del libre comercio cimentada en un reglamento juicioso y sabio, que sin arredrar la concurrencia con excesivos derechos proteja la industria agrícola y fabril, con especialidad las manufacturas del consumo ordinario, cambiarán la faz civil y política de Nueva España; sus relaciones comerciales serán tan extensas y rápidas cual corresponde a sus recursos y riquezas naturales; los americanos felices y entretenidos depondrán con las armas sus pretextadas quejas, y el interés, este móvil principal de la constitución humana, los obligará a unirse con lazos indisolubles a una madre cariñosa que los ampare y libre de un furioso conquistador, o de la ambición de algún tirano patricio.

¡Qué encantadora perspectiva, qué brillante aspecto, qué transformación tan dichosa ofrecerá entonces al Universo la feliz y culta nación española! ¡Pero qué días de gozo para el virtuoso y sensible Fernando cuando vea descansar su trono sobre la abundancia y felicidad de sus pueblos, cuando coja los sazonados frutos del amor, unión y fraternidad de sus vasallos, y cuando la reconciliación de hijos y hermanos haga la gloria de su reinado!

Cuando llegue tan deseado momento, cuando se cumplan los ardientes votos del pueblo español, cuando la paz corone sus sacrificios y cuando V.E. envainando la espada anuncie la victoria, entonces no sólo ceñirán su frente laureles inmarcesibles, sino que conducido por el tiempo y por la fama al templo divino de la Inmortalidad, recibirá el premio que los dioses consagran a los héroes. La América agradecida y prosternada admirará en el Apoteosis las virtudes de V.E., y los que esta instancia suscriben tendrán el dulce placer de haber llenado sus deberes y repetir con un filósofo,

Quoniam vita brevis est, quodcumque utile a nobis

Fieri possit, ut nos vixisse ostendamus, faciamus.

Veracruz, 23 de diciembre de 1817.