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Selección de textos y documentos:

Doralicia Carmona Dávila

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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1815 Manifiesto del Supremo Congreso Mexicano a todas las naciones

Febrero de 1815

El Supremo Congreso Mexicano á todas las Naciones:

La independencia de las Américas que hasta el año de mil ochocientos diez estuvieron sojuzgadas por el monarca español, se indicó bastantemente en los inopinados acontecimientos que causaron la ruina de los Barbones, ó para decido mas claro, era un consiguiente necesario de las jornadas del Escorial y Aranjuez, de las renuncias y dimisiones de Bayona, y de la disolución de la monarquía substituida en la Península por los diversos gobiernos que levantados tumultuosamente bajo el nombre de un rey destronado y cautivo, se presentaron uno después de otro con el título de soberanos.

El pueblo mexicano observó las ventajas políticas que le ofrecía el orden de los sucesos. Llegó á entender que en uso y desagravio de sus derechos naturales podía en aquellos momentos de trastorno alzar !a voz de su libertad y cortar para siempre con España las funestas relaciones que lo ligaban; pero suave y generoso por carácter, en vez de recordar la perfidia, las violencias, los horrores que forman el doloroso cuadro de la conquista de México; en lugar de tener presente las injusticias, los ultrages, la opresión y la miseria á que por el dilatado espacio de tres siglos nos tuvo sujetos la ferocidad de nuestros conquistadores; se olvidó de sí mismo, y penetrado solamente de los agenos infortunios, quiso hacer suya propia la causa de los peninsulares, preparándose sinceramente á protegerlos con todos los auxilios que cabían en la opulencia y magnanimidad de los mexicanos.

En efecto, cuando recibimos las primeras noticias relativas á la prisión del rey, irrupción de los franceses en España, revolución de provincia, gobierno de Murat, y demás ruidosas ocurrencias de -aquellos memorables días, se produjo en nosotros el entusiasmo nada común que poco antes habíamos manifestado en las demostraciones de adhesión, obediencia y fidelidad con que proclamamos á Fernando VII, y habiendo reiterado nuestros votos y juramentos, nos propusimos sostener á toda costa la guerra declarada contra los usurpadores de su corona. No, no pensamos en manera alguna separarnos del trono de sus padres, si bien nos persuadimos á que en cambio de nuestra heroica sumisión y de nuestros inmensos sacrificios se reformarían los planes de nuestra administración, estableciéndose sobre nuevas bases las conexiones de ambos emisferios: se arruinaría el imperio de las mas desenfrenada arbitrariedad; sucediendo al de la razón y de la ley: se pondría, en fin, término á nuestra degradante humillación borrándose de nuestros semblantes la marca afrentosa de colonos esclavizados que nos distinguía al lado de los hombres libres.

He aquí nuestros sentimientos: he aquí nuestras esperanzas. Tan satisfechos de la justificacion y equidad de nuestra conducta, y tan, asegurados de que la nación española no faltaría á los deberes de su gratitud, por no decir de la justicia mas rigurosa, que ya nos figuraban columbrar la aurora de nuestra feliz regeneración. Mas cuando lejos de todo recelo creímos que por instantes veríamos zanjada la nueva forma de nuestro gobierno, se aparecen en la capital comisionados de las juntas insurreccionales de Sevilla y de Asturias, con las escandalosas pretensiones de que durante el cautiverio de Fernando, se admitiese cada una como depositaria exclusiva de los derechos del trono. Dos corporaciones instaladas en el desorden y en la agitación de los pueblos, apenas conocidas en el pequeño recinto de las provincias de su nombre, compitieron no obstante por gozar la investidura de soberanos en el vasto continente de Colon. ¡Monstruoso aborto de la ambición más desmensurada! ¡Rasgo mezquino de almas bajas y prostituidas!

Confesamos á la faz del mundo que el virrey Iturrigaray se condujo en este negocio, el mas arduo de cuantos pudieron ocurrirle en su gobierno, con la integridad, circunspección y desinterés que nos harán siempre dulce su memoria; y transmitiendo su nombre á la mas remota posteridad, le conciliarán los aplausos y las bendiciones de nuestros hijos. Convocó una junta compuesta de las principales autoridades que pudieron reunirse ejecutivamente habiendo asistido unas por sí y otras por medio de sus diputados; y presentándose en esta ilustre asamblea, menos para presidir que para ser el primero en respetar la potestad que refluyó al pueblo desde la caída de Fernando, pretendió ante todas las cosas desnudarse de la dignidad del gefe general del reino, protestando modestamente sus servicios en la clase que se le destinase para auxiliar á la nación en circunstancias tan peligrosas. Deshechada la solicitud del virrey, ó mas bien confirmado su empleo por el voto del congreso, se abrió y empeñó la discusión para resolver si se prestaba ó denegaba el reconocimiento que pedía la junta de Sevilla; pues los apoderados de Asturias habían sucumbido ya á la intriga y al valimiento. La razón, las leyes y el ejemplo mismo de las provincias españolas combatían las miras de aquella corporación, calificaban la exhorbitancia de sus intenciones y demostraban la ruta que debíamos seguir toda la vez que nuestro ánimo era el de mantener íntegra la monarquía. ¿Por qué no habría de adoptarse en la América Mexicana el sistema que regía por entonces en los pueblos de España con aclamación y celebridad? ¿Por qué no habíamos de organizar nosotros también nuestras juntas, ó fuese otra especie de administración, representando los derechos de Fernando para atender á la seguridad y conservación de estos dominios? Así es que se asentó por acuerdo y se ratificó esta deliberación con la religiosa formalidad del juramento: Que en la Nueva España no se reconociese mas soberano que Fernando VII, y que en su ausencia y cautividad se arreglara nuestro gobierno en los términos que mas se acomodasen á nuestra delicada situación; quedando vigente el enlace de fraternidad entre españoles americanos y europeos; y nosotros obligados á sacrificar nuestros caudales y nuestras vidas por la salvación del rey y de la Patria. ¿Qué más podía esperarse de la generosidad y moderación de los mexicanos? ¿Qué más podía exigirse de su acendrada lealtad?

Pero nuestros antiguos opresores habían decretado irrevocablemente continuar el plan de nuestra envejecida esclavitud, y las instrucciones de los agentes de Sevilla no se limitaban de contado á propuestas justas y razonables, lo daban por bien todo, con tal que se asegurase la presa interesante de las Indias. De aquí la facción despechada que se concitó en México, y con arrojo inaudito sorprendió al virrey, lo despojó ignominiosamente del mando, y lo trató como á un pérfido, tan solo porque se inclinaba á favor de nuestros derechos: de aquí nació el fuego de persecución contra los mas virtuosos ciudadanos, á quienes condenaba su ilustración, su zelo y su patriotismo y de aquí el colmo de nuestra opresión. En aquella época desplegó todo su furor la tiranía, se descaró el odio y el encarnizamiento de los españoles, y no se respiraba más que la proscripción y exterminio de los criollos. ¡Asombra nuestra tolerancia, cuando á vista de unos procedimientos tan bastardos é injuriosos consentimientos en someternos á la soberanía de Sevilla!

No nos quedaba mas esperanza sino que las mismas vicisitudes de la revolución trastornasen un gobierno altanero y mal cimentado, cuya ruina produgera, tal vez, las deseadas mejoras de nuestra suerte, sin que llegase el caso de romper inevitablemente los vínculos de la unidad. A pocos días efectivamente, reuniéndose en un cuerpo las representaciones de las provincias se instaló una junta general que procuró desde luego excitamos con la liberalidad de sus principios, declarando nuestra América parte integrante de la monarquía, elevándose del abatimiento de colonos á la esfera de ciudadanos, llamándonos al supremo gobierno de la nación, y halagándonos con las promesas mas lisonjeras. No dudamos prestar nuestra obediencia, y aun estuvimos para creer que iba á verificarse nuestra previsión; mas observamos entre tanto que no variaban nuestras instituciones anteriores: que la crueldad y despotismo no templaban su rigor: que el número de nuestros representantes estaba designado conocidamente por la mala fé y que en sus elecciones, despreciando los derechos del pueblo, se dejaban en realidad al influjo de los que mandaban. Sobre todo nos llenó de consternación y desconfianza la conducta impolítica y criminal de los centrales que remuneraron con premios y distinciones á los famosos delincuentes complicados en la prisión de Iturrigaray y demás excesos que reclamarán eternamente la venganza de los buenos.

La duración efímera del nuevo soberano, su fin trágico y las maldiciones de que lo cargó la voz pública de los españoles, disiparon nuestro resentimientos, ó no dieron lugar á nuestras quejas; mayormente habiéndose convertido nuestra atención á las patéticas insinuaciones del consejo de Regencia, que ocupado, según decía, de nuestra felicidad y nuestra gloria, su primer empeño en el momento de su instalación se contrajo á dirigirnos la palabra, ofreciéndonos y asegurándonos el remedio de nuestros males. Cansados de prometimientos siempre ilusorios, siempre desmentidos con los hechos, fiamos poco en las protestas de este gobierno, aguardando con impaciencia los resultados de su administración. Estos fueron parecidos en todo á los anteriores; y lo único que pudo esperanzarnos en el extremo de nuestro sufrimiento, fué la próxima convocación de las Córtes, donde con la presencia de nuestros diputados y sus vigorosas reclamaciones juzgábamos que podríamos obtener la justicia que hasta allí se nos había negado; mas deseando dar á este último recurso toda la eficacia de que lo contemplábamos susceptible, para que no se abusase impunemente de nuestra docilidad y moderación, levantamos en Dolores el grito de la Independencia, á tiempo que nuestros representantes se disponían para trasladarse á la isla de León.

Los rápidos progresos de nuestras armas apoyados en la conmoción universal de los pueblos, fortificaron en breves días nuestro partido y lo constituyeron en tal grado de consistencia, que á no ser tan indomable el orgullo de los españoles, y su ceguedad tan obstinada, habríamos transigido fácilmente nuestras diferencias, escusando las calamidades de una guerra intestina, en que tarde o temprano habían de sucumbir nuestros enemigos, por más que en los delirios de su frenesí blasonasen de su imaginada superioridad. Nuestros designios ya se ve, que no se terminaban á una absoluta independencia. Proclamábamos voz en cuello nuestra sugección á Fernando VII, y testificábamos de mil modos la sinceridad de nuestro reconocimiento. Tampoco pretendíamos disolver la unión íntima que nos ligaba con los españoles; siendo así que profesábamos la misma religión, nos allanábamos á vivir bajo las mismas leyes, y no rehusábamos cultivar las antiguas relaciones de sangre, de amistad y de comercio. Aspirábamos exclusivamente á que la igualdad entre las dos Españas se realizará en efecto, y no quedase en vanos ofrecimientos. Igualdad concedida por el árbitro Supremo del universo, recomendada por nuestros adversarios, sancionada en decretos terminantes; pero eludida con odiosos artificios y defraudada constantemente á expensas de criminalidades, con que se nos detenía en la mas obscura, penosa é insoportable servidumbre.

Ceñidas á estos límites nuestras justas solicitudes, las expusimos repetidas veces á los agentes del gobierno español, al paso que se promovieron delante de las Cortes con la dignidad, solidez y energía que grangearon tanta estimación á nuestros beneméritos apoderados, é inmortalizarán el nombre y las virtudes de la Diputación Americana. Mas ¡quien lo creyera! obcecados y endurecidos nuestros tiranos menospreciaron altamente nuestras reiteradas instancias, y cerraron para siempre los oídos á nuestros clamores. No consiguieron mas nuestros diputados, que befas, desaires, insultos... ¡Ha! ¿No basta este mérito para que nuestra nación honrada y pundonorosa, rompa con los españoles todo género de liga, y requiera de ellos la satisfacción que demandan nuestros derechos vulnerados en la representación nacional? ¿Y qué será cuando las Cortes desatendiendo las medidas juiciosas de transacción y de paz que proponíamos, se empeñaron cruelmente en acallarnos por la fuerza, enviando tropas de asesinos que mal de nuestro grado nos aprestasen las infames ligaduras que intentábamos desatar? No hablamos de la constitución de la monarquía, por no recordar el solemne despojo que padecimos de nuestros más preciosos derechos, ni especificar los artículos sancionados expresadamente para hechar el sello á nuestra inferioridad.

No ha sido menos detestable el manejo de los mandarines que han oprimido inmediatamente á nuestro país. Al principio de la insurrección, tan luego que entendieron nuestras miras sanas y justificadas, para obscurecerlas, seducir á los incautos, y sembrar el espíritu de la división, inventaron con negra política las calumnias más atroces. El virrey, la inquisición, los obispos, cada comandante, cada escritor asalariado fraguaban á su placer nuestro sistema, para presentarlo con los horrorosos coloridos, y concitarnos alodio y execración. ¡Con cuanto dolor hemos visto á las autoridades eclesiásticas prostituir su jurisdicción y su decoro! Se han hollado escandalosamente los derechos de la guerra y los fueros mas sagrados de la humanidad: se nos ha tratado como á rebeldes, y zaherido llamándonos con intolerable desvergüenza ladrones, bandidos, insurgentes. Se han talado nuestros campos: incendiado nuestros pueblos; y pasado á cuchillo sus pacíficos habitantes. Se han inmolado á la barbarie, el furor y al desenfreno de la soldadesca española víctimas tiernas é inocentes. Se han profanado nuestros templos: y por último se ha derramado con mano sacrílega la sangre de nuestros sacerdotes.

No pueden dudar los españoles del valor y constancia de nuestros guerreros, de su táctica y disciplina adquirida en los campos de batalla, del estado brillante de nuestros ejércitos armados con las bayonetas mismas destinadas para destruimos. Les consta que sus numerosas huestes han acabado á los filos de nuestras espadas: conocen que se han desvanecido los errores con que procuraron infatuar á la gente sencilla; que se propaga irresistiblemente el desengaño y generaliza la opinión á favor de nuestra causa; y sin embargo no cede su orgullo, ni declina su terca obstinación. Y pretenden intimidar con los auxilios fantásticos que afectan esperar de la Península, de la exhausta, de la descarnada Península, como si se nos ocultara su notoria decadencia; ó como si temiéramos á unas gavillas que tenemos costumbre de arrollar. Ya para fascinarnos celebran con fiestas extraordinarias la restitución de Fernando VII, como si pudiéramos prometernos grandes cosas de este joven imbécil, de ese rey perseguido y degradado, en quien han podido poco las lecciones del infortunio, puesto que no han sabido deponer las ideas despóticas heredadas de sus progenitores; ó como si no hubiesen de influir en su decantado y paternal gobierno los Venegas, los Callejas, los Cruces, los Trujillos, los españoles europeos, nuestros enemigos implacables. ¿Qué más diremos? Nada mas es menester para justificar á los ojos del mundo imparcial la conducta con que estimulados de los deseos de nuestra felicidad, hemos procedido á instalar y organizar nuestro gobierno libre: jurando por el sacrosanto nombre de Dios, testigo de nuestras intenciones, que hemos de sostener á costa de nuestras vidas la soberanía é independencia de la América mexicana, substraída de la monarquía española y de cualquiera otra dominación.

Naciones ilustres que pobláis el globo dignamente, por que con vuestras virtudes filantrópicas habéis acertado á llenar los fines de la sociedad y de la institución de los gobiernos, llevad á bien que la América mexicana se atreva á ocupar el último lugar en vuestro sublime rango, y que guiada por vuestra sabiduría y vuestros ejemplos, llegue á merecer los timbres de la libertad!

Puruarán febrero, de 1815.-Lic. José Manuel Herrera, presidente. -Lic. José María Ponce de León. -Dr. Francisco Argandar.-.Lic. Francisco Ruiz de Castañeda. ---Lic. José Ignacio Alas. -N. Pagola. -Pedro Villaseñor. -Manuel Muñiz. -Lic. Ignacio Ayala. -Mariano Anzorena. -Antonio Sesma. -Lic. José Sotero de Castañeda, diputado secretario.- Lic. Cornelio Ortiz de Zárate, diputado secretario.