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Autora: Doralicia Carmona Dávila.

© Derechos Reservados
ISBN 970-95193

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Francisco Hernández de Córdoba llega a la península que desde entonces se llamó Yucatán

5 de marzo de 1517

Francisco Hernández de Córdoba, nacido en España en 1475, llegó a Cuba en 1511. Para ese tiempo, debido a las epidemias y al mal trato que daban a los nativos, las Antillas se habían despoblado por lo que los colonos hacían frecuentes expediciones para capturar indios y venderlos como esclavos. Hernández de Córdoba participaba en estas expediciones y fue lo que lo motivó a organizar la que salió de Cuba el 8 de febrero de 1517 y que se convertiría en una expedición descubridora y conquistadora por los conocimientos de uno de los pilotos: Antón de Alaminos.

Organizaron la expedición referida el capitán Francisco Hernández de Córdoba, Lope de Ochoa de Caicedo y Cristóbal Morante quienes compraron dos barcos y el tercero que componía la flota se los fió Diego Velázquez; como pilotos iban Alaminos, Camacho y Juan Álvarez “El Manquillo”; 110 hombres de tripulación y guerra -entre ellos Bernal Díaz del Castillo- y un clérigo llamado Alonso González. Al zarpar de Santiago de Cuba, navegaron por veintiún días al cabo de los cuales una fuerte tormenta los hizo cambiar de rumbo y llegaron el 1 de marzo de 1517 a una isla que llamaron Isla Mujeres porque en un templo indígena encontraron esculturas que representaban a personas del sexo femenino. Este descubrimiento realizado por Antón de Alaminos no fue casual, sino el resultado de sus estudios, observaciones y experiencias, ya que había acompañado como grumete a Cristóbal Colón en su cuarto viaje. Así fue que cuando tuvieron que capear el temporal, Alaminos ordenó la navegación hacia occidente a fin de ponerse a salvo en las ricas tierras y densamente pobladas de las que estaba enterado desde 1502.

La expedición zarpó de Isla Mujeres, y llega a la costa yucateca hoy 5 de marzo de 1517; en su exploración encuentran una población indígena a la que llaman Cabo Catoche, al noroeste de la península de Yucatán; las crónicas la mencionan con el nombre de Gran Cairo. A poco de haber reembarcado, son atacados por los indígenas y ellos responden con sus armas de fuego y de hierro y en su huída toman presos a dos indígenas a los que llaman Julián y Melchor, quienes más tarde se convertirán en sus intérpretes.

Así se dan cuenta que existen grupos indígenas con civilización muy diferente a los encontrados en las islas caribeñas y que estos indígenas tienen oro y no están dispuestos a ser conquistados fácilmente. Y en lo religioso, al mismo tiempo que ven en el árbol de la vida de los mayas una cruz, encuentran evidencias de los sacrificios humanos. (Birjau Luis. Voluntad e infortunio en la Conquista de México).

De nuevo en sus naves, bojarán la parte norte de la península y llegarán a Akimpech –hoy, ciudad de Campeche-. No pudiendo abastecerse de agua dulce por la agresividad de los indígenas, seguirán costeando y luego de seis días de navegar, llegarán a Champotón y en las márgenes del río de igual nombre, los indígenas les exhortarán a irse y con señas les darán a entender que de no abandonar el lugar, los atacarán al apagarse una fogata que han encendido; y así ocurrirá: la fogata se consumirá mientras siguen abasteciéndose, los atacarán, los derrotarán y hasta perseguirán en el mar. La mitad de los expedicionarios resultarán muertos, Hernández de Córdoba será herido.

"Los mayas, como había de suceder más tarde con los chichimecas, jamás confundieron a los conquistadores con seres divinos. Ésta se considera la primera derrota seria de un fuerte destacamento armado de conquistadores en el Nuevo Mundo". (Semo Enrique. La Conquista).

Como los sobrevivientes siguen escasos de agua, volverán a Campeche y surtiéndose en el llamado Estero de los Lagartos, seguirán costeando y llegarán hasta La Florida –descubierta en 1512- y de ahí emprenderán el regreso a Cuba a donde arribarán a principios de 1518.

Al llegar, la noticia de una civilización tan adelantada, con grandes centros urbanos, la mucha población y las más riquezas, provocarán la inmediata organización de otras expediciones, la siguiente será la de Juan de Grijalva, y la tercera estará capitaneada por Hernán Cortés.

A consecuencia de sus heridas, Hernández de Córdoba morirá a los 10 días de haber arribado a Cuba. Diego Velázquez, gobernador de la isla, se atribuirá los descubrimientos ante el Real Consejo de Indias.

Bernal Díaz del Castillo (Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España) dice en su relato: “Cómo descubrimos la provincia de Yucatán. En ocho días del mes de febrero del año de mil y quinientos y diez y siete salimos de La Habana, del puerto de Axaruco, que está en la banda del norte, yen doce días doblamos la punta de Santo Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama Tierra de los Gunahataveyes, que son unos indios como salvajes. Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con gran riesgo de nuestras personas, porque en aquella sazón nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder, y desque abonanzó, siguiendo nuestra navegación, pasados veinte e un días que habíamos salido del puerto, vimos tierra, de que nos alegramos y dimos muchas gracias a Dios por ello. La cual tierra jamás se había descubierto ni se había tenido noticia della hasta entonces, y desde los navíos vimos un gran pueblo que, al parecer, estaría de la costa dos leguas, y viendo que era gran poblazón y no habíamos visto en la isla de Cuba ni en la Española pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran Cairo.

Y acordamos que con los dos navíos de menos porte se acercasen lo más que pudiesen a la costa para ver si habría fondo para que pudiésemos anclar junto a tierra; y una mañana, que fueron cuatro de marzo, vimos venir diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, llenas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela.

Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes y de maderos gruesos y cavados de arte que están huecos; y todas son de un madero y hay muchas dellas en que caben cuarenta indios.

Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las diez canoas cerca de nuestros navíos, con señas de paz que les hicimos, y llamándoles con las manos y capeando para que nos viniesen a hablar, porque entonces no teníamos lenguas que entendiesen la de Yucatán y mejicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos, y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navíos. Y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se querían tornar en sus canoas y irse a su pueblo; que para otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra. Y venían estos Indios vestidos con camisetas de algodón, como jaquetas, y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman masteles y tuvímoslos por hombres de más razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con las vergüenzas de fuera, eceto las mujeres, que traían hasta los muslos unas como ropas de algodón que llaman naguas.

Volvamos a nuestro cuento. Otro día por la mañana volvió el mesmo cacique a nuestros navíos y trujo doce canoas grandes, ya he dicho que se dicen piraguas, con indios remeros, y dijo por señas, con muy alegre cara y muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hobiésemos menester, y que en aquellas sus canoas podíamos saltar en tierra; entonces estaba diciendo en su lengua: "Cones cotoche, cones cotoche", que quiere decir: Andad acá, a mis casas. Por esta causa pusimos por nombre aquella tierra Punta Cotoche, y ansí está en las cartas de marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los demás soldados los muchos halagos que nos hacía aquel cacique, fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos y en uno de los más pequeños y en las doce canoas saltásemos en tierra todos de una vez, porque vimos la costa toda llena de indios que se habían juntado de aquella población: y ansí salimos todos de la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez por señas al capitán que fuésemos con él a sus casas, y tantas muestras de paz hacía, que, tomando el capitán consejo para ello, acordóse por todos los más soldados que pudiésemos llevar fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas, y comenzamos a caminar por donde el cacique iba con otros muchos indios que le acompañaban. E yendo desta manera, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voces el cacique para que saliesen a nosotros unos escuadrones de indios de guerra que tenia en celada para nos matar; y a las voces que dio, los escuadrones vinieron con gran furia y presteza y nos comenzaron a flechar de arte que de la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados, y traían armas de algodón que les daba a las rodillas, y lanzas, y rodelas, y arcos, y flechas, y hondas, y mucha piedra, y con sus penachos, y luego, tras las flechas, se vinieron a juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas quiso Dios que luego les hicimos huir, como conoscieron el buen cortar de nuestras espadas y de las ballestas y escopetas; por manera que quedaron muertos quince dellos. Y un poco más adelante donde nos dieron aquella refriega estaba una placeta y tres casas de cal y canto que eran cues y adoratorios donde tenían muchos ídolos de barro, unos como caras de demonios, y otros como de mujeres, y otros de otras malas figuras, de manera que, al parecer, estaban haciendo sodomías los unos indios con los otros, y dentro, en las casas, tenían unas arquillas chicas de madera y en ellas otros ídolos, y unas patenillas de medio oro y lo más cobre, y unos pinjantes, y tres diademas, y otras pecezuelas de pescadillos y ánades de la tierra, y todo de oro bajo … desque lo hobimos visto, ansí el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos porque habíamos descubierto tal tierra; porque en aquel tiempo ni era descubierto el Perú ni aun se descubrió de ahí a veinte años, y cuando estábamos batallando con los indios, el clérigo González, que iba con nosotros, se cargó de las arquillas e ídolos y oro, y lo llevó al navío. Y en aquellas escaramuzas prendimos dos indios, que después que se bautizaron se llamó el uno Julián y el otro Melchior, y entrambos eran trastabados [bizcos] de los ojos.

Y acabado aquel rebato nos volvimos a los navíos y seguimos la costa adelante descubriendo hacia do se pone el sol…”

Doralicia Carmona: MEMORIA POLÍTICA DE MÉXICO.